8. Un motivo para zozobrar.
Sonnenblumendorf, noviembre de 2022.
¡Albricias! Parecía que la ausencia de ideas había terminado. ¡Veintidós mil seiscientas palabras!, leyó Homero en las estadísticas del programa de computadora que utilizaba para escribir su novela y sonrió satisfecho. A diferencia de otras veces decidió dejar todo como estaba y no perderse en revisiones exhaustivas. Estaba harto de pretender una metodología anquilosante, aunque no desechó nada de lo prescrito en sus libretas respecto a la descripción de personajes, ambientes, atmósferas, líneas dramáticas, estructuras, temáticas y etcétera.
De acuerdo con esas mismas estadísticas había alcanzado el quince por ciento de la estructura dramática tradicional sobre la base de un método que a él le gustaba mucho, el de los doce pasos. Este le permitía a la vez ajustarse, en primera instancia, a una escuadra literaria y conservar, por virtud de la misma, una flexibilidad con la cual historia y personajes se sintieran holgados y libres para desatarse según sus impulsos inherentes, y muy al margen del trasfondo del debate que otrora sostuvieran Kant y Goethe sobre la insignificancia de la cosa frente a la prospección de verdad que la obra, en tanto continente, propone a quien la interpreta en segunda instancia, ya se trate de un lector o de un histrión.
Así, en ese punto, Homero ya había avanzado en lo elemental para asentar el contexto ordinario de sus personajes, había también barruntado indicios sobre el mundo extraordinario en que se verían absorbidos, y los retos que habrían de enfrentar. Pero apenas iba en el primero de los doce pasos. El camino por delante se veía todavía largo, farragoso, embelesador. No podía cantar victoria sobre su atorón creativo, pero la decisión de abandonarse a la inercia parecía estar dando algunos frutos por lo menos decentes.
Dividir su tiempo y organizar sus actividades entre el cuidado del huerto, mantener la casa con la dificultad que implica estar solo y los destrozos de seis gatos, escribir y explorar sus nuevas pasiones que eran el tejido de tapices, la pintura y la talla en madera ayudaron a Homero a tener una perspectiva muy distinta respecto de todo en general. Solo lamentaba no contar con las herramientas precisas, las que se había visto obligado a empeñar tiempo atrás para comer. Pero ya recobraría lo perdido de una u otra manera, y sobre todo poniendo en práctica otra clase de empeño.
Si bien su preocupación cotidiana seguía siendo con qué y cómo ganar dinero rápido, suficiente y con la debida frecuencia con que solventar los gastos inmediatos para la sobrevivencia propia y la de sus gatos, incluso si era posible ahorrar para su ya nada lejana vejez, todo lo otro lo llenaba en el alma y el espíritu como hacía mucho nada más lo conseguía, fuera de la literatura y la música de su predilección, entre la que podemos mencionar la clásica, los boleros y las baladas románticas, la ranchera, el swing, blues, jazz, new age. Su mayor deseo y propósito para arremeter al año venidero era conseguir una forma de ingresos que le permitiere dedicarse por completo a su arte sin angustia ni desavenencia, pues es sabido que las artes son actividades muy celosas y demandantes. Y por supuesto, trabajar desde casa más que nada, aprovechando la tecnología y los nuevos hábitos laborales que promovieron por fuerza dicha forma de ocuparse que, aun siendo propensión social desde antes, se vio forzada a extender su ejercicio en medio y a causa de la pandemia.
Terminaba noviembre, se anunciaban los fríos invernales y Homero tomó sus providencias para prevenir los efectos de algún enfriamiento. Hacía semanas que los gobiernos habían levantado buena parte de las restricciones sanitarias impuestas por la pandemia, la que Homero había librado o eso creía. Nunca presentó algún síntoma fuera de una peculiar y agresiva diarrea de tres días cuando azotó la tercera oleada. Nunca creyó en los exámenes preventivos, porque los informes de los mismos médicos investigadores eran contradictorios sobre sus resultados, según había podido observar cuando seleccionaba analíticamente la información circulante en internet para difundirla a su vez por medio de las redes sociales asociadas a su blog Indicios Metropolitanos, una revista unipersonal creada por él tiempo atrás, y en la que analizaba y comentaba temas de comunicación, actualidad y humanidades. No obstante y aun teniendo sus dudas sobre la certeza de las vacunas desarrolladas por la industria química en agresiva competencia, se inoculó conforme a las recomendaciones, ¡no fuera la de malas! Por fortuna, como comentó Homero a más de uno en sus publicaciones, en el país la población no había experimentado la rigidez normativa que se vivió en otros países como China, aunque en México la proporción de muertes relacionadas con el mal y la estupidez gubernamental y civil lo colocó entre las principales naciones más afectadas.
Aún antes de enfermar su madre, Homero se había impuesto la idea de que enfermar no era una opción; para él se convirtió en una norma de vida y no se permitiría dejar nada al azar sin que eso, por otra parte, significara volverse un paranoico hipocondriaco, como en cambio sí le sucedió a muchas personas víctimas del miedo y la incertidumbre pandémicas, derivadas tanto de la mala información como de la desinformación mediáticas y políticas.
Alguna vez, una señora mayor con el rostro oculto por el cubrebocas le reclamó a Homero musitar cerca de ella, acusándolo de irresponsable. Homero, siempre prudente, esa ocasión reculó replicándole que respetaba su derecho a usar el cubrebocas a pesar de ya no ser obligatorio, pero exigía que respetara el suyo de ya no hacerlo, y que más valía se metiera en la cabeza que, tras dos años de encierro y más allá de cualesquiera historias truculentas al respecto, el coronavirus covid-19 y sus variantes habían llegado para quedarse, a la humanidad más le valía tomarlo con naturalidad y adaptarse. Si en el camino se llevaba a algunos, ni modo, ¡incluso por doloroso que fuera!; era una ventaja dada la sobrepoblación mundial. ¿Escandaloso punto de vista? Puede ser. Pero la muerte es la única certeza innegable para cualquier persona, para cualquier ser viviente. A Homero le parecía peculiar, por decir lo menos, esa actitud de tener más miedo a la muerte que a la vida misma. Él prefería pensar como reza el libro tibetano de los muertos: para saber vivir hay que saber morir, y el gozo de morir pasa por el de vivir. Así, a ojos del Cuentero, todo transcurría sin mayor novedad en Sonnenblumendorf.
Cierto día, regresando de comprar algunos viáticos, Homero pasó junto a la casa del anciano abogado Moshe Jalif, amigo de la familia y hermano sobreviviente de quien había sido padrino de bautizo de una de sus hermanas y creador de la primera marca de popotes de plástico de México, los Luang, cuyo nombre de apariencia china era el acrónimo resultante de los apelativos de sus hijos, José Luis y Angélica, los mismos que vio ser abducidos junto a otros en aquel sueño sobre extraterrestres de su infancia.
Moshe, al igual que Homero, vivía solo, sin descendencia. En cambio, a diferencia del solterón Homero, era viudo de una escritora afamada en Alemania por sus historias sobre perros. Siempre afable, era aficionado a tocar el piano y la fotografía, empero cauto ante propios y extraños, consecuencia de su práctica como penalista.
A diferencia de otras veces, el actual encuentro significó para Homero una especie de visión en el espejo. Charlaron como otras ocasiones sobre los mismos temas, mientras el viejo, pretextando de tanto en tanto no tener a la mano las llaves para abrir, regaba tras las rejas, desde el zaguán y la cochera, el prado de los jardines de enfrente y los interiores de su linda casa construida, en estilo rústico con fachada de piedra basáltica, en un área de Sonnenblumendorf cuyas avenidas circulares eran cruzadas por otras calles secantes o transversales con nombres de navegantes, geógrafos, héroes, y celebridades de la historia, la cultura, la política y las ciencias.
Luego de despedirse, en los siguientes pocos cientos de metros para llegar a su casa, Homero no podría contener la idea de haberse vuelto una suerte de metáfora irónica, de estarse asemejando, en su actual aislamiento de eremita, a un abogado penalista resguardado por motu proprio tras las rejas formadas por los recuerdos de su infancia y su juventud mezclados con sus más caros sueños.
* * *
Ciudad de México, cerca de Sonnenblumendorf, 1998.
Hubo una vez cuando Homero acudió a terapia psiquiátrica y psicológica, para ajustar su reloj biológico alterado por motivos de las presiones de trabajo a las que había estado sujeto. El escritor se caracterizaba por ser ave nocturna desde bebé, pero con la edad y la vida cotidiana su reloj interno fue desequilibrándose. Cuando los políticos decidieron que había de hacerse un cambio calendárico para incluir el llamado "horario de verano", con el cual normar las transacciones comerciales entre México y sus socios Estados Unidos y Canadá, el desbalance se agudizó afectando a Homero y a mucha otra gente. Entonces, como parte del tratamiento que implicaba el uso de medicamentos y terapia psicológica, el médico experto en el tratamiento del jet lag lo cuestionó sobre su manera de entender la soledad. Homero, como respuesta, narró un sueño recurrente que, él creyó, resultaría útil para el propósito de explicarse.
—Yo tenía cuatro años y me vi tal cual, jugando en una tienda departamental con unos amigos, hijos de una de las mejores amigas de mi madre desde su infancia y mientras ellas estaban de compras —narró Homero al doctor Palafox—. De pronto, sin razón aparente, en la tienda se suscitó un escándalo y cundió el pánico. En medio del pandemonio onírico, mis amistades y yo nos escondimos en el área de muebles, debajo de unas camas. Desde mi escondite atestigüé la manera como extraterrestres grises de cabezas ovoides, enormes ojos negros y bocas diminutas, que parecían no servir para hablar ni para comer, secuestraban a todos, incluidos mi madre, mis tías, mis compadres, José Luis y Angélica; así les decía por imitación a nuestros padres. Salvo yo, en el sueño todos desaparecieron abducidos. Me quedé por completo solo, sorprendido y angustiado en medio de un silencio agobiante. Lo más extraño de ese sueño desolador era que yo jamás había visto ninguna película de las que entonces, en esa década de los sesenta, causaban sensación con sus relatos acerca de extraterrestres, monstruos del espacio o engendros nucleares. Películas todas que solo conocí hasta mi pubertad gracias a las transmisiones televisivas de los primeros años de ese medio con que me tocó crecer en México. Y tampoco nunca había leído o escuchado descripciones de extraterrestres como los soñados, hasta que en mi pubertad tuve entre mis manos la polémica revista Duda sobre temas de misterios de la ciencia y fenómenos paranormales —aclaró el escritor.
—Comprendo —dijo el psiquiatra observando atentamente a Homero y los cambios en los números en la pantalla del electroencefalograma digital conectado al escritor, los que mostraban picos específicos cuando mencionaba la palabra soledad o hacía referencia indirecta a ella con sinónimos o frases alusivas—. Considere usted que el desarrollo infantil, en sus distintas etapas es preciso y delicado. A los cuatro años, cuando usted tuvo por primera vez este sueño que me cuenta, la mayoría de los niños se ven a sí mismos como personas completas, con cuerpo, mente y sentimientos. Se dan cuenta de que pueden lastimarse físicamente por lo cual se vuelven muy sensibles respecto de su cuerpo. Además en esa edad aumenta su curiosidad sobre todo lo que les resulta novedoso. Alternan entre ser exigentes y colaboradores, razón por la que es la edad cuando ocurren los más marcados caprichos. Ya se visten y desvisten solos, juegan a la mamá o al papá, la coordinación psicomotriz y lingüística les permiten usar instrumentos, construir y decir frases breves y coherentes, cantar, y otras cosas. Entre los seis y los ocho años, cuando a usted se le repite el sueño, el desarrollo de la persona no es menos delicado. Hasta los diez años, todo lo que le ocurre física, social y emocionalmente se vuelve definitivo de la persona que será en etapas posteriores y va más allá del solo aprendizaje para vestirse solo, atrapar una pelota con las manos o amarrarse los zapatos. En esas edades es más importante ser y sentirse un poco más independientes de la familia. Su sueño, que no se repitió en edades posteriores, hay que destacarlo, bien pudo haber reflejado esa etapa de su desarrollo, conteniendo el mensaje inconsciente del afán individual por tener un contacto regular con un mundo más amplio, donde las amistades se vuelven más importantes para comprender el lugar que cada cual ocupa; también es el comienzo del sentimiento y el pensar solidarios, los que se manifiestan en la preocupación por los otros, más cuando se trata de gente cercana. Es también en esta etapa cuando la fantasía se acentúa por las mismas razones y los niños presumen amigos imaginarios sobre los que descargar, además, la responsabilidad por sus travesuras aquilatadas por los adultos como comportamientos contrarios al orden y las normas. Entonces adoptan personajes estereotípicos bajo la idea del héroe o el villano como formas de imitación de las conductas admirables o reprobables que observan en los adultos. Es en esa etapa y por esas razones que algunos, proclives al control y descubriendo sus habilidades para alguna forma de liderazgo, se erigen en caudillos egomaniacos necesitados de rodearse de súbditos y seguidores sobre los cuales ejercer su poderío, simpatía e influencia. Ellos así promueven la conformación de pandillas como núcleos socializantes sobre los que construyen su autoestima a despecho de la de los otros bajo su égida y promesas de protección. Por lo mismo prefiguran o transfiguran tipos icónicos que pueden incluso captar por el rabillo del ojo, las que almacenan en su memoria sensible para luego investirlas con el disfraz de un referente más, digamos, reconocible.
—Sí, doctor, todo eso lo entiendo y puede tomarse como una lectura del sueño. Acaba de hacerme recordar otro pasaje de esa misma edad, cuando a los siete años un amigo desde la preprimaria, Jorge Martínez Uribe, me rechazó por negarme a participar en la pandilla que acababa de crear, y la que se volvió una distorsionada versión del Club de Toby haciéndose un grupo más enfocado en formar y sumar cábulas que algo mejor, como un grupo de estudio o de juego; incluso me celó porque yo prefería juntarme con un amigo gordito, muy aplicado que todos los profesores llamaban "Erre al Cubo". No fue sino hasta que nos enseñaron las potencias en matemáticas que comprendimos la broma detrás del mote, pues se llamaba Ricardo Rodríguez Rodríguez. Poco después desarrollé un amigo imaginario, Jorgito, que ahora entiendo de dónde surgió, aun cuando por muchos años asocié como una proyección astral, por llamarla de alguna manera, del hijo homónimo de unos amigos de mis padres, los Villavicencio. Pero, explíqueme, por favor, las imágenes basadas en elementos desconocidos. Podría decirse que fueron inventadas en su momento. Los extraterrestres y su descripción tan vívida, sin tener antecedentes cognoscitivos o perceptivos que los justifiquen. Desde que tuve ese sueño a los cuatro años, y se repitió a los cinco y a los siete, tuve también el pálpito, el presentimiento ya racionalizado con los años de que, de ocurrir el apocalipsis, yo sería de los pocos humanos sobrevivientes y, por lo que a mi círculo cercano se refiere, sería el único restante. Cuando hoy volteo a mi alrededor y noto cómo la gente se va retirando por circunstancias de la vida, o por sacarme la vuelta por mi forma de ser, o muriendo, tengo la sensación de que ese camino estaba previamente emparrillado para llevarme a cumplir mi destino en solitario—. El aparato registró un pico extraordinario en la gráfica.
—Dígame, Homero, ¿qué es para usted la soledad?—. Al decir esto los números en el encefalógrafo se dispararon. El médico hizo discretas anotaciones mientras Homero callaba en una larga pausa para pensar la respuesta. El escritor sintió como si su mente se partiera en dos. Por un lado buscaba las palabras adecuadas para contestar, por otro su memoria se remitió a un texto que escribiera años atrás, poco antes de conocer a Orestes Crisomallón, y que guardó junto a otros con los que pensaba construir un proyecto intitulado "Un motivo para zozobrar".
En aquel momento, el escritor recurrió no solo al sueño descrito, sino también a conceptos fríos y una visión académica, todo con el propósito de enmascarar sus verdaderos pensamientos y sentimientos. Sin embargo, en enero de 2009, la pregunta cobró nueva actualidad y mayor relevancia en el ánimo del escritor. Aunque la fecha y hora exactas del fallecimiento de Tere, su madre, compañera, confidente, cómplice de aventuras y mucho más, seguían siendo inciertas, los diagnósticos médicos semanas antes ya sugerían su inminente partida.
* * *
Planeta Klimhá, Schloss Steppenwolfsee en Brighton Tent, 1939.
Solitario como era desde niño, Homero creía conocer La Soledad —escribía Ana sopesando cada palabra al momento de describir la biografía de su personaje Homero—, la que gustaba de escribir así, con mayúsculas, como si se tratara del nombre de un personaje protagónico de alguna oscura novela costumbrista, o de la nomenclatura de algún pueblo perdido entre la Sierra Madre Occidental, una de las dos largas cordilleras que atravesaban paralelas de sur a norte ese país del planeta Tierra llamado México, dotado de todas las riquezas imaginables de la naturaleza...
Ana Gramma detuvo su redacción soltando la estilográfica sobre los papeles. Concentró su mirada en lo escrito. Los timbrazos del teléfono sobre su escritorio no consiguieron desconcentrarla. Lentamente cogió el auricular y lo llevó a su oreja para atender la llamada. Lo hizo con escuetas interjecciones respondiendo a su interlocutor. Luego de un par de minutos colocó de nuevo el auricular en el aparato. Pensativa tomó de nuevo la estilográfica y continuó su escritura:
A Tere siempre le preocupó ese afán de Homero por mantenerse aislado y no digamos su timidez hacia las muchachas. Por supuesto que había una justificación provisional en la gran diferencia de edad entre el niño y sus hermanas mayores, lo que significaba obvios y diferentes intereses y gustos. A causa de ello, Tere procuró propiciar la inclusión social de Homero así en la casa como en la escuela y el vecindario, aunque sin mucho éxito.
Cuando ocurrió la ausencia de su madre en los primeros días del año dos mil nueve, el vacío físico y moral que implicó su silencio en cada rincón de la casa le mostró a Homero una nueva y muy distinta cara de la soledad. La suma de experiencias vitales y las sensaciones más recientes, derivadas de la agonía emocional que significaba la sospecha del final de su madre, afinaron con sutileza su pensar. Reflexionando al respecto, desde una perspectiva más literaria y poética, Homero recordaría también cuando empezó a describir para sí todo esto de la soledad de otra manera en los apuntes para su proyecto intitulado "Un motivo para zozobrar" y que cierta ocasión revisara junto con Orestes...
Ana estalló en un repentino y fúrico enojo, tachonó todo lo escrito, arrugó la hoja de papel y la arrojó al cesto de la basura llevándose enseguida las manos a la frente y encajándose las uñas en una especie de masaje para relajar las ideas, o con la intención de cortarlas y extraerlas por inoperantes. ¿Cómo continuar su texto sin perder la congruencia? Una cosa eran los antecedentes biográficos de Homero y otra muy distinta justificar su extravío en un viaje espacial. Tendría que repasar sus apuntes y consultar con la almohada.
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