7. Morir, dormir; tal vez soñar.
Límites del sistema solar terrestre, tiempo atrás o adelante, según se vea.
Gracias a los avances en el conocimiento y en la tecnología de propulsión, en el año dos mil ciento cuarenta, llegar a la Estación Sedna tomaba pocos minutos. Este planetoide, al igual que otros ubicados en el Cinturón de Kuiper, límite fronterizo del sistema solar del que forma parte la Tierra, hacía las veces de una escala distribuidora desde la cual trazar los subsiguientes saltos de los derroteros según el sector galáctico marcado como objetivo.
La nave Dédalus-UCA1, construida por el Consorcio Dédalus, tenía fijado como meta el sistema tetraestelar BD-22-5866 sito a ciento sesenta y seis años luz en el espacio profundo, dentro de los límites de la constelación Acuario. Para llegar ahí no bastaba con el empleo de los motores warp, era necesario recurrir a un puente interestelar. La Estación Sedna, por lo tanto, era el último punto de liga con el sistema solar terrestre, y resultaba inevitable sentir tanto miedo como nostalgia. Y ahí estaba yo, Homero Núñez "Cuentero", recién llegado junto con el resto de los tripulantes y pasajeros, algunos de los cuales tenían como finalidad volverse colonos en alguno de los remotos mundos por los que pasaríamos en la travesía.
Específicamente yo era un miembro más del grupo de expedicionarios que se había embarcado en la fascinante búsqueda de un "tesoro" galáctico, como denominaban los estudiosos a la mítica villa Sonnenblumendorf o Florida Villa de los Girasoles, como era su traducción, y la cual pensaban encontrar en aquellos confines del universo conocido y en algún punto de la frontera entre los sectores galácticos Epôs y Zetaleb.
Al principio decidí unirme a la expedición porque llevaba ya un tiempo deprimido. La mawa me tenía inmerso en un bloqueo creativo por el cual no podía ordenar mis ideas e incumplía mis compromisos literarios fallándole a mi agente Orestes Crisomallón. Ese bloqueo me hacía sentir arrinconado, perdido, un hombre sin motivos y en náusea constante. El bloqueo no parecía tener solución al menos con los métodos, ambientes y panoramas conocidos que me habían sido útiles en situaciones similares antes, legales o ilegales, como viajar o drogarme.
La sensación de vacuidad, el horror de enfrentar el temible espacio de la página en blanco, llegaron a ser tan abrumadores, ¡pero tanto!, que mi desesperación y angustia me llevaron a barruntar salidas extremas. Consciente empero de las posibilidades, no quería preocupar a nadie y opté por encerrarme en un lugar donde nadie pudiera encontrarme con facilidad.
Sí, esa fue una reacción cobarde y egoísta, hoy lo sé y entonces también, pero no me importó. No obstante, cuando caí en cuenta de que mi decisión, incluso mi suicidio, podía causar desbalance mayor, traté de ordenar el material que conformaba la novela del Laberinto bestial prometida a Orestes. Mi idea peregrina fue tranquilizarlo con algo, lo que fuera. Sin embargo, yo estaba tan absorto en autocompadecerme y tan confundido que solo le hice llegar mamotretos inconexos.
Cierto día vi en las redes sociales un anuncio sobre el plan para una expedición arqueoastronómica, y como la arqueoastronomía ha sido una de mis pasiones me anoté sin dudar. Los organizadores me advirtieron sobre los exámenes de rutina, no tanto porque hubiera muchos aspirantes voluntarios o interesados en la paga, sino porque la misión iba a requerir de ciertas condiciones, conocimientos y habilidades que yo, aunque diletante de la materia, como escritor y con mi avanzada edad seguro no cubría por entero. Claro que tuve que salirme un poco de las vías legales para salvar el escollo de los exámenes dado que mi salud sería un obvio impedimento. Tiempo atrás había sido diagnosticado con una enfermedad en extremo rara; pero, algo de dinero extra y chantaje emocional sirvieron para conmover lo necesario y quedar incluido en la tripulación. Creo que ha sido la única vez que bendije la maldita corrupción imperante en la Tierra como en otros mundos. Esa corrupción daba sentido provisional a la negligencia alrededor de mi caso pues, como dejé claro a los reclutadores, yo ya no tenía qué perder, para mí era preferible encontrarme con la Muerte en medio de la nada que convertirme en nada aguardando la muerte. Además, no siendo técnico ni especialista procuraría mantenerme al margen de las labores primordiales, acaso como testigo de calidad en virtud de mi fama.
Estaba consciente de que mi decisión había sido poco meditada, empero acudí a los cursos preparatorios y lo siguiente fue maravillarme con la travesía misma desde el despegue. Eso sí era nuevo para mí. Si bien este no era un típico viaje de exploración turística a las ruinas de Fobos, por ejemplo, el paso por Marte me resultó alucinante. Aquel escritor del siglo veinte del que presumía sentirme influenciado, Ray Bradbury, y ya no digamos los productos culturales que le siguieron en los siglos posteriores, se habían quedado muy cortos en sus descripciones por lo general muy fantasiosas, ¡y tanto!, como la fascinante idea mitológica que entiende a la Luna como un metafórico sinónimo del espejo, y al supuesto rostro prefigurado en virtud de la distancia sobre su superficie visible, como la remembranza conjetural de que estamos hechos a imagen y semejanza de algo divino.
Pensaba en tales cosas cuando vino a mi memoria la ingeniosa metáfora de Bradbury expuesta en el diálogo de una de sus novelas, Crónicas marcianas, donde el hijo del astronauta pregunta casi al final dónde están los alienígenas, y su padre, William Thomas, le responde señalando los reflejos de la familia completa en un afluente marciano. Entonces, a mi vez, concentré mi atención en mi reflejo sobre el cristal de la ventana de mi gabinete asignado en la Estación Sedna. Recordé aquel extraño sueño de años atrás en que me veía asomado al espejo de mi habitación en la Tierra y de pronto miré reflejados, difuminados por el paño, entremezclados con los destellos de la luna y los objetos detrás de mí, los ojos y el rostro de lo que parecía una mujer o la hembra de alguna rara especie viéndome sorprendidos. El paralelismo analógico era obvio: yo era un alienígena terrícola en medio de la orografía agreste de Sedna, quizás un sueño por hacerse realidad, el producto de la imaginación de alguien más; o solo estaba siendo espiado por un espectro proveniente de alguna dimensión desconocida.
Mis manos estaban inquietas, tanto o más que mis pensamientos y mis recuerdos, actuando casi con voluntad propia con labores rutinarias como acomodar objetos sobre la mesa, guardar cosas, doblar y recortar papeles. Acaso un brillante estallido en la lejanía del espacio profundo pudo atraer o distraer mi atención concentrándola en el punto.
La ciencia tendría muchas explicaciones congruentes sobre ese repentino lucero aumentando su brillantez, quizás una naciente supernova. Pero naciente a mis ojos, porque la física diría que tal hecho extraordinario en el espacio profundo pudo haber ocurrido la friolera de millones de años en el pasado, aunque los sabios, todavía a esas alturas de la Historia, seguían sin ponerse de acuerdo sobre la edad del universo y si se expandía o achicaba, o si era una esfera limitada o un inconmensurable vacío sin fronteras, como aparentaba serlo también este vacío en mí que, vaya contradicción, me colmaba desde aquel aciago día cuando ella se fue dejándome sin más motivos para justificar mi existencia que los pretextados en mi trabajo como escritor. Con su partida no solo me descubrí huérfano de amor, sino huérfano de ideas. Desde ese día todo careció de sentido, todo lo hacía por mera rutina mecánica, para tapar las apariencias, mas en verdad ya no quería seguir viviendo. Cuando el Doctor Murnau me dio su diagnóstico desahuciándome di gracias, pero también me abrumó la angustiante incertidumbre; porque esta es una enfermedad que no tiene palabra, pues lo mismo puede acabar con la vida de uno en un santiamén que prolongar la agonía o desaparecer repentinamente. Puede ser feliz o en extremo dolorosa. Lo más peculiar de esta enfermedad es que no tiene una manifestación física, anatómica o fisiológica únicas, de hecho estas pueden ser muy raras; más bien podemos decir que es una enfermedad del alma.
La vundü, que antiguamente solo se asociaba con un sentimiento o por error con la nzâra, poco tiempo atrás se había descubierto que era en realidad un trastorno, pero no del cuerpo sino del alma y del espíritu. Lo que los antiguos filósofos, poetas y nigromantes sabían muy bien distinguir y separar con palabras, los médicos siempre se resistieron a darle entidad concreta encasillando el padecimiento en vagos conceptos como el del "humor melancólico", y mucho tiempo después ni eso, cuando se volvieron dependientes de la observación metódica, medible, controlable, repetitiva, replicante de los fenómenos de la naturaleza para comprenderlos empíricamente, pero cancelando cualquier oportunidad a ese fino sentido de la sutileza detrás de la intuición. Apenas hace un par de siglos la ciencia estandarizada aceptó al fin la ocurrencia de fenómenos en planos distintos del corporal; eso gracias a un visionario que consiguió lo que parecía imposible, registrar y medir lo que sucede en dimensiones paralelas acaso perceptibles por fe o intuición. Desde entonces, la vundü se comprende como aquel estado del ánimo donde las ondas de la memoria se confunden con las huellas emocionales de los acontecimientos en los sentidos físicos, y estas no nada más cobran significado y suscitan una tormenta hormonal, sino se potencian al generar imágenes que menospreciábamos como oníricas o fantasmagóricas, delirios neuróticos o simple mawa.
Yo quería cruzar ese umbral, experimentar lo que imaginaba como un agujero negro absorbiendo toda mi desdicha para terminar con ella y transitar a un estado, si no feliz, por lo menos distinto, menos denso. Quería dejar de sentirme un muerto en vida, un espectro ambulante para ser uno de veras. Entonces miré mi reflejo en la ventana, de nuevo, pero ya no vi a ese alienígena esperanzado en Sedna, sino a un triste y gris hombre sosteniendo en su mano izquierda unas sizores aguardando el impulso para clavarse a través de la yugular y la carótida con un solo golpe decisivo y letal. Me espanté. En un instante de lucidez arrojé las sizores.
Yo no sé si existen el cielo y el infierno o si solo son constructos de la mentalidad crédula, la ciencia tampoco ha hallado pruebas de esos ámbitos de la culpa y el perdón, pero en ese momento como ahora solo tenía mis endebles suposiciones de que, de haber un más allá, yo quería encontrarme con ella intacto, respetuoso de la dignidad de la vida que ella, en tanto vehículo, engendró en mí.
Tal vez este viaje que había sido una decisión poco meditada implicaba un significado más profundo del cual yo, por ahora, me declaraba inepto e ignorante de hallar y comprender. Estaba huyendo, eso lo tenía claro. Pero, no estaba seguro de qué o hacia qué. Quizá, con suerte, pronto lo averiguaría.
* * *
Casa de la Mirada, un nuevo día de noviembre de 2022.
Siendo las nueve de la mañana de un nuevo día y como ya era costumbre, al mismo tiempo que el despertador, el gatito Blue apoyó su manita suavemente en la mejilla de Homero para despertarlo. Si este se resistía, sutilmente le encajaba la uña para recordarle que era la hora de comer, levantarse a orinar y comenzar el día, aunque luego se recostara un rato más para terminar sus ocho horas reglamentarias de sueño. Ese solo gesto, entre otros, hacía pensar a Homero que Blue era su madre reencarnada, o por lo menos el contenedor temporal de su espíritu. Lo mismo ocurría con su gato Rorick cuyos comportamientos le recordaban tanto a su padre.
Del mismo modo que Blue, así levantaba Tere a Homero en su infancia y todavía en su edad adulta. Se aproximaba con lentitud a la cama, lo acariciaba con suavidad en la mejilla como hacía cuando era bebé y le musitaba muy quedo «Homero, ya levántate; ya es hora». El aroma mezcla de pachulí y maderas con un toque pimentoso del perfume de Tere se adentraba en el olfato de Homero hasta llegar a su corteza prefrontal. Ya en la edad adulta, ese gesto no era tan frecuente y dio paso a una llamada igual de cariñosa, pero desde la distancia, sin gritar. Homero respondía de inmediato, abriendo los ojos y sonriente, y levantándose como resorte, platicador, recordando su último sueño. Muy distinto de la reacción de sus hermanas que siempre se levantaban chinguiñosas, atufadas, silentes, como zombies hasta que hacían conciencia.
En cambio, Rorick fue todo un caso. Con él Homero fue aprendiendo cómo tratar a los gatos y, como ocurre con los padres primerizos, cometió muchos errores. El peor fue cuando el gato, en vez de utilizar el arenero para hacer sus necesidades, orinó en la cama. Homero lo cargó en vilo, gritándole, sacudiéndolo, mostrándole la mala acción como se hace con los perros, restregando su nariz en el orín, y llevándolo con brusquedad al arenero para dejar claro quién tenía el mando. El gato no le perdonó el regaño y desde entonces, semejante a los niños rebeldes, para llamar la atención de Homero casi diario lo orinaba en la cama despertándolo.
¡Lo que es el conductismo en una psicología inversa entre felinos y humanos! Rorick pronto entendió que de ese modo conseguía varias cosas: levantar al escritor, comer y divertirse. Igual que ocurría con Toño, su padre, por cierto de signo zodiacal Leo, que en la infancia del escritor gustaba de jugar al buldócer. Metía sus brazos por debajo de las cobijas, las sábanas y el cuerpo del niño e imitando el sonido del motor iba empujando suavemente al escritor hacia la orilla de la cama, alternando el sonido con un grave «¡Ya levántate!» El niño despertaba pero fingía continuar dormido, aguantando la risa hasta caer de la cama.
Por supuesto Homero no era tonto, cuando a su vez entendió la dinámica de las intenciones del gato y empezó a pensar desde una perspectiva felina, se suscitó una lucha de poder y estaba dispuesto a mostrarse como el alfa de la manada. Así, cada vez que Rorick embromaba con sus orines en la cama, el escritor fingía no importarle y se aguantaba la apestosa humedad, continuaba durmiendo hasta que el despertador o Blue intervenían. En esa lucha, Rorick, siempre hambriento, optó por incorporar a su estrategia las maneras de Blue. Entonces el escritor reaccionó levantándose a darle de comer. Poco a poco los orines en la cama cedieron ante maneras menos desagradables para ambos. Pero Rorick no era tan sutil y más bien impaciente. Si Homero no se levantaba pronto, lo esperaba la dosis original. Ocho años le tomó a Homero domeñar ese comportamiento de Rorick, y ello ocurrió luego que el minino enfermara de sus vías urinarias. Pero Blue también aprendió, y una vez que el escritor no respondió a sus caricias le aplicó la receta de Rorick. A ojos de los gatos, Homero ya estaba bien entrenado.
Si algo podía definir a la Casa de la Mirada a ojos de la mayoría que entraba en ella, y más allá de las apariencias según unos deprimentes y según otros preocupantes, eso era la sensación de ausencia. Una ausencia que sin embargo tenía rostro. No uno, varios rostros, todos expuestos en las paredes de la galería familiar en el pasillo del segundo piso, y tantos que Homero a veces creía compartir la casa con un inquilino invisible, maestro del disfraz. En parte por ello, además de motivos económicos, tiempo atrás decidió alquilar la habitación principal, la de su madre, con la peregrina idea de que, permitiendo a otros ocupar ese espacio, la ausencia sería menos ominosa. Se equivocó, tal parecía que cada nueva presencia dotaba de nueva energía, no siempre positiva, a ese fantasma. Pero no era una fantasmagoría odiosa, todo lo contrario, lo cual no obsta para constar que a veces podía ser agobiante o hasta abominable. Cuando cayó en cuenta de esto, recordó la recomendación de sus padres antes de morir: «A la casa no entra nadie», advertencia prudente y anticipada para no permitir la entrada de personas que, aprovechándose de la bonhomía de Homero, terminaran abusando como ocurrió con el último inquilino que se fue luego de tres años y adeudando una considerable cantidad de dinero, empero, eso sí, dejando detrás suyo sus pertenencias con las que Homero trataba de cobrarse poniendo a la venta como los artículos de segunda mano que en realidad eran.
Sumado a la crisis general anímica, económica y la propia biografía errática de Homero, el ambiente que ocasionaba la presencia de esta ausencia multitudinaria, a veces con forma de sueños, a veces con forma de recuerdos que cobraban vida en sonidos aislados o en perfumes esporádicos, incluso en silencios imponentes, ese ambiente determinaba la fuerza fonética de la Casa de la Mirada para transformarla en su equivalente más seco y duro de Haus des Blicks. Si en la Casa de la Mirada todo podía ser dulce y amable, en Haus des Blicks todo parecía ser de algún modo funesto. Dos caras de la misma moneda.
Homero había aprendido a administrar su exigua economía, sus cada vez menores recursos y viandas de la mano del recuerdo de las enseñanzas de su madre, quien de niña y adolescente vivió penurias junto a su madre, la abuela Luisa. Él siempre se había caracterizado por tener buen diente, tanto que su padre alguna vez le comentó entre broma y en serio: «¡Ay, m'ijo, me sale más barato comprarte ropa y libros que invitarte a comer!». Homero no era lo que se dice gordo, aunque sí alguna ocasión en su juventud llegó a tener tal sobrepeso que rebasó los noventa kilos. Pero ahora, en estos días, la necesidad obligaba incluso a racionar el alimento de los gatos.
Para su fortuna, entre su ingenio y habiendo aprendido y heredado la sazón de su madre, capoteaba la situación de forma decente, si bien en ocasiones angustiosa. La recesión mundial, la inflación del país, la carencia de mejores fuentes de ingreso, la dificultad para emplearse o la imposibilidad de invertir en algúna empresa, más el conjunto de deudas, compromisos y obligaciones, tendrían a Homero, como a cualquiera, al borde de la desesperación o incluso el suicidio, pero el escritor había aprendido de sus padres, con los años y las experiencias pasadas, a dotarse de una especie de capa invisible e impermeable, por lo que en apariencia toda adversidad se le resbalaba. Sin embargo dicha capa no era perfecta y de vez en cuando las sutiles grietas permitían que el desasosiego se filtrara hasta lo más hondo haciéndose uno con la ausencia, jugándole malas pasadas a Homero.
Sobra decir que dos de las caras de esa maestra ilusionista eran las de los padres de Homero. Sin embargo, no todas las facetas se relacionaban con difuntos, pues había algunas que seguían vivitas y coleando en la distancia, algunas forzadas por las circunstancias del pasado, otras por los derroteros trazados como consecuencia de las propias decisiones en las respectivas vidas de esos espectros, de los cuales Homero muchas veces se sentía uno más, muerto en vida.
Cuatro veces murió en vida Homero. Cuatro veces, y fue más que sentirse morir. La primera a la edad de nueve años. La segunda cuando fue despedido de uno de sus trabajos los mismos día y hora cuando fue asesinado el candidato presidencial Luis Donaldo Colosio. Mientras él atestiguaba el hecho en la televisión, una llamada telefónica le disparaba el aviso para recoger su cheque para liquidarlo. La tercera también tuvo humillantes motivos laborales, y la cuarta sucedió el mismo día del velorio de su padre, del que optó retirarse para evitar líos y desde el cual se quedó solo, totalmente solo.
En medio de su muerte social que lo había llevado por cuarta ocasión en su biografía a aislarse del mundo, en su deambular espectral, después de desayunar y escribir un rato, Homero se concentró en la labor de jardinero. Igual que en los días y horas previas, ese momento le permitía aquilatar las ideas, de alguna manera editar en su cabeza lo escrito para darle alguna coherencia, si es que la había, entre lo deseable y lo realizable. Revivificarse al menos entre líneas.
Todo lo anterior ocupaba la cabeza del escritor. De pronto, mientras recortaba las espinas de las varas que había podado de las buganvillas y reunía hojarasca para verterla en la compostera, Homero tendría una revelación sobre el mejor camino que podría seguir en el trazo y desarrollo de su novela.
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