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6. Desenterrando sueños.

Tierra, Haus des Blicks, a media mañana de un día más de noviembre de 2022.

Otra noche transcurrió y Homero despertó como de costumbre, rodeado por sus gatos, que se amontonaban en la cama formando un revoltijo de pelos. El escritor entreabrió los ojos y miró el reloj. Les dio los buenos días a sus mininos, a los de pelo largo y a los de pelo corto, a los claros y a los oscuros, a los que tenían ocho años y a los que tenían tres, y se levantó con la determinación de hacer de ese nuevo día uno igual a todos los demás: memorable y gratificante, al menos hasta el próximo amanecer.

Sin embargo, sentía la falta de su gato blanco, que se había extraviado por segunda ocasión. Esta vez, sin embargo, ya llevaba casi un año sin aparecer, en contraste con los tres días que se había tardado en regresar anteriormente. Homero intentó recordar los detalles de su sueño de esa noche, pero no lograba hacerlo a plenitud. Incluso creyó que Morfeo ahora prefería jugar al escondite con él, dejándole solo imágenes sueltas. Tenía la impresión de que el sueño de la noche anterior era una continuación de otros sueños previos que recordaba de manera vaga.

Desayunó y, luego de acicalarse, concentró su atención en la labor autoimpuesta de transformar casa y jardín. Los gatos, traviesos, fieles a su naturaleza rascaron sus uñas contra los cada vez más raídos muebles. Resignado, Homero solo veía el desastre en torno y recordaba una de las últimas frases de su madre antes de morir: «¡Ay, hijo!, ahora que no esté, vas a vivir entre la mugre». ¡Qué razón tuvo!; pero no por dejadez de Homero, sino porque dar mantenimiento a esa casa familiar tan grande, solo, con tantos gatos y sin una economía suficiente no era algo sencillo. Y tanto que, para ayudarse y a falta de un mejor empleo, optó por rentar espacios a conocidos para que guardaran ahí muebles, lo que complicó el tema del aseo. Así, los espacios de la sala, el comedor y la cochera quedaron convertidos en bodegas provisionales donde los gatos se daban gusto trepando y acechando a las cucarachas, arañas y polillas que, por su lado, jugaban a las escondidas entre cajas y trebejos.

A veces, los conocidos le recriminaban el hecho y lo conminaban a vender la casa para simplificarse la existencia. Pero desconocían que la falta de liquidez y la complicación de los trámites legales tras el inmueble no facilitaban la decisión. Además, con la edad de Homero, ya no era tan fácil conseguir un trabajo remunerado con lo que estrictamente requería para solventar sus gastos. Así, mientras tanto, Homero optó por continuar el viaje de la vida disfrutando cada día y sin pensar demasiado en los obstáculos o el tiempo que tomaría poner orden y cambiar las cosas.

En cuanto al número de gatos, aunque a Homero realmente le gustaban, decidió no tener más mascotas después de que Milka, su última y muy querida perrita, una britany spaniel blanca con manchas café, falleciera en la primera semana de aquel fatídico abril de dos mil seis, un momento determinante en su vida. Pero parecía que el destino le tenía preparado un félido. Pocos días después de la muerte de Milka, un micifuf naranja, idéntico al famoso gandaya Garfield de las historietas, entró en la casa con la clara intención de apropiársela y con ella al escritor. Homero jugó un poco con el animal, que incluso se acurrucaba sobre su estómago después de que él lo acariciara. La madre de Homero, algo reticente al principio, quedó cautivada por la gracia del minino y cómo mejoraba el estado de ánimo del escritor. Sin embargo, justo cuando ella estaba por permitir la mutua adopción, el gato, ya apoderándose del lugar, empezó a marcar su territorio con sus orines cargados de feromonas masculinas. Debido a la pestilencia y al desconocimiento de lo que significa comprometerse con un gato callejero, tanto la madre de Homero como el propio escritor decidieron declinar la oferta del felino. Finalmente, el gato fue adoptado por la vecina de enfrente. ¿Quién le iba a decir a Homero que, cinco años después de la muerte de su madre y justo en la fecha del cumpleaños de ella, sucedería que una gata carey, a la que bautizó Micha, madre de sus gatos actuales, los mayores, lo adoptaría al entrar en la casa sin esperar aprobación alguna y estableciéndose sin más? Homero, desconcertado y sin tener conocimientos básicos sobre cómo convivir con gatos, comenzó así su proceso de aprendizaje, y de alguna manera también su particular gatomaquia. Mientras se informaba y comprendía la necesidad de pensar como un gato, a diferencia de lo que ocurre con otras mascotas, para las cuales los humanos son los amos y señores, su falta de experiencia hizo que, en poco tiempo, Micha saliera de noche y quedara embarazada de una camada, la compuesta por sus tres gatos mayores: Tabby, Rorick y Blue. Lamentablemente, la zapaquilda abandonó a los gatitos en cuanto cumplieron un año de edad. Rorick, en particular, parecía ser una copia exacta de aquel otro gato, y su relación con Homero se volvió especialmente estrecha, ya que desde pequeño fue el primero en comunicarse con él, reconocerlo y seguirlo a todas partes. Tabby era muy semejante al que Homero supuso fue su padre, un marramaquiz rubio de imponente corpulencia que, ¡oh, dolor!, el propio escritor atestiguó una noche cómo fue descoyuntado hasta la muerte por una salvaje jauría de nueve abusivos embozados y rabiosos, justo enfrente de la puerta principal. Blue, en cambio, hechizó al Cuentero con su dulce mirada verde oliva amarillenta, su terso pelambre gris azulado y cafesoso, y sus tiernas maneras que tanto le recordaron el temperamento de Tere, su madre. Hasta creyó que ella había reencarnado en él, su padre en Rorick y que en Tabby estaba contenido otro de sus afectos, Papá Sauto.

Aunque un poco tarde, Homero esterilizó a estos nuevos miembros de su familia con los que se encariñó y bautizó como familia Tiripitín. Otros cinco años después, la historia se repetiría de algún modo, cuando su vecina de la Casa del Ángel le solicitó ayudarle a rescatar a una gatita atorada en un rincón. Esa vez, la gatita fue acogida por el dulce Blue, quien convenció a los hermanos de aceptarla como su protegida ante el acoso de los gatos ferales del vecindario. Homero la bautizó como Chiquita, tardó en llevarla a esterilizar y cuando se dio cuenta ya crecían en su vientre Ying, Yang, Walky y Talky. Al año de edad de estos, Chiquita, esterilizada, optó por buscar un nuevo hogar. Así llegamos al momento actual.

Para salir en el día a día, Homero aplicaba la filosofía de dar un paso a la vez. Siempre un paso a la vez, se decía Homero desde el momento cuando puso manos a la obra, no de recobrar lo que fue, sino de transformar, por principio de cuentas, el jardín de su casa en un vergel. Ya después, pensaba como creyente de la ley de la atracción, se desencadenaría como consecuencia lógica o por arte de magia la transformación de su misma vida, por virtud de incidir positivamente en las vibraciones de energías esotéricas universales.

En su perspectiva idealista, la sinonimia entre jardín y huerto había hecho deslucir a la segunda frente al primero, asociándola con lo utilitario, mientras el jardín se había hecho el estereotipo del máximo control estético de la naturaleza, una manifestación palpable del egotismo humano. Homero quería mirar su jardín bajo las luces y las sombras del huerto omeya, mejor que bajo la óptica monacal de la conformidad divina.

En ese sentido, Homero no quería confesarlo, ensuciarse las manos con tierra era tanto o más poderoso en su misticismo que decantar el espíritu en versos fervorosos o encantamientos. Pero no cayó en cuenta, sino tarde, que semejante decreto fue tanto como renunciar a la poesía, la que en efecto dejó de escribir a poco de haber enfocado su atención en árboles y flores en vez de en las florituras de la lengua. Cuando se percató de la coincidencia, lo primero que llegó a su mente fue una idea desalentadora: la poesía lo había abandonado. Por supuesto eso no ocurrió en realidad, pues la poesía es mucho más que —si nos atenemos a la comprensión más clásica— un juego fonético, métrico y rítmico capaz de caber en una rima, por ello nunca nos abandona aun cuando nosotros hagamos intentos por separarnos de ella. El acto poético de la vida, de la existencia, es constante y en todo caso toma diferentes formas. Para Homero solo se trató de una transformación más de entre muchas que todavía le faltarían por experimentar.

Con cada golpe a la tierra para barbechar, Homero pensaba en su abuelo paterno, José, hombre de campo que nunca se dedicó de veras a este pero que, en cada viaje por carretera, lo extrañaba como se añora al terruño dejado atrás.

Sin los aperos adecuados para la labor sobre las plantas, el escritor debía improvisar con ingenio, tal como intentaba hacer con cada renglón surcando la parcela del papel o los signos danzantes en las ramblas eléctricas de la computadora. Y pensaba en las sabias frases de su abuelo acerca de que el tiempo es ese buen amigo que todo lo pudre cuando no todo lo cura y, sin embargo, aun desde lo podrido la vida procura; que como al buen amigo que es, al tiempo debe dársele tiempo, pues si para dar lustre a las cosas del tiempo debe hacerse con paciencia y un trapito, no es menos cierto que, para extraer de la ranura de la memoria lo fino, es necesario actuar con paciencia y un ganchito.

Homero se decía lo mismo con esa eufónica manera poética y prosaica al sentarse a escribir gozando la manera como la rima conseguía colarse entre la prosa sin ser cacofónica. Sabía de sobra que todo lo sucedido en un mundo ordinario carece de relevancia si no se lo contrasta con lo que podría suceder en un mundo extraordinario, ya sea producto de la imaginación, de la fe o de un descubrimiento fortuito que trae por consecuencia la novedad.

Ensuciarse las manos con tierra excavada, sopesar entre los dedos el confiado nerviosismo de las lombrices dispuestas a coludirse con el hortelano, era casi como adentrarse en lo extraordinario de lo ordinario. Entrar en contacto carnal con la naturaleza más allá de lo contemplativo no tenía parangón más que con la fantasía del mundo de los sueños. E igual que Hamlet ante la osamenta de Yorick, Homero tenía claro que todo suceso de vida o muerte es nudo de existencia que se ramifica en tres vías: el acto, es decir lo que ha sucedido; el hacer, o sea el suceso en sí como presente en potencia; la ejecución, que partiendo de los otros es además indicio de lo por venir enseguida como probable corolario.

Hombre de su tiempo, el escritor acudió a los tutoriales en las redes sociales, en video, para aprender el oficio de labriego y sembrar algo más que solo sueños en cada surco. No fue fácil el aprendizaje. Homero siempre soñó desde niño con aprender a sembrar y cuidar las flores, germinar frutos y, ya más adolescente, domeñar la naturaleza ruda de los árboles convertidos en maquetas representativas de la vida, lo que creía era fácil de conseguir convirtiendo su majestuosa copa en delicados bonsáis más dependientes del hombre. Pero nunca consiguió algo exitoso, como parece que tampoco ocurriría con su actual proyecto de novela. La diferencia es que esta vez, así con el jardín como con las palabras, Homero creía saber por qué fallaba. Nunca respetó la dignidad de sus objetos de cultivo y estos, decepcionados de la existencia prometida preferían marchitarse. Quizá algo similar sucedía ahora con sus historias y sus personajes que lo eludían. No obstante, gracias a los consejos de una amistad, Homero comprendió la naturaleza del reto. Modificando el punto de vista, ahora tenía entre sus manos terrosas el producto de su amoroso empeño cosechando jitomates, maíz, uchuvas, chiles, papas, zanahorias, etc., con los que nutría su día a día aunque, claro, cuando era la temporada de recogida respectiva, pues mientras esta llegaba solo había lugar para los cuidados pacientes y la espera. «¡Cómo querría que fuera igual con las palabras!», se decía. Si fuera posible, haría con ellas el barro con el cual moldear al golem capaz de defender a sus textos de la falta de significado. Si fuera posible, poco antes de la primavera y siguiendo el calendario de siembra y cosecha, depositaría conforme a cada estación los verbos y los sustantivos en los vasos germinadores correspondientes, poniéndolos al cobijo de un invernadero armado con tiras de bambú anudado con adjetivos y, llegado el momento de plantarlos en el suelo, enredaría sus enunciados alrededor de firmes tutores. Decidió no pelear con la naturaleza sino tomar lección, dejarse guiar, dejarla fluir y así dejarse ser él mismo. Decidió hacer igual con su literatura. Esto no significa que bajó sus expectativas volviéndose más permisivo, menos exigente, indolente y más conformista, sino todo lo contrario, pues comprendió que en el dejar hacer y dejar pasar hay más sabiduría de autogobierno que en la tiranía controladora.

Es sabido que no todo en la vida es miel sobre hojuelas y llegó el día cuando Homero creyó saber el arte de la labranza, pero así como reapareció la fauna aliada aunque a veces amenazante como las abejas de días atrás o sus nuevos amigos, una araña de colorido y tamaño imponentes, y un lindo y gracioso cacomixtle visitante nocturno, también llegaron las plagas, las que se encargaron de devolverlo a la realidad. Porque la vida no es vida sin muerte y viceversa. Corroboró que diario la vida se ve amenazada por los emisarios de la muerte que, ¡bendita contradicción!, buscan en la muerte la esencia de la vida para ellos mismos nutrirse de ella y sobrevivir, o sea ser parte de la vida misma y su ciclo interminable. Por eso es importante, en la realidad como en la fantasía —pensaba Homero—, habérselas con los enemigos cuando los hay y, cuando no, inventarlos, sacarlos si es necesario debajo de las piedras, más fuertes, increíblemente más fuertes que uno, para justificar la defensa de lo vital. Y entonces Homero recordó la reciente pandemia y la recesión económica que la siguió detrás, y las amenazas de guerra extendida luego de la invasión rusa a Ucrania, y la hambruna, y el afán de control mundial por parte de China como nueva potencia hegemónica; y mientras, en el alma de Homero, la frustración de no hallar palabras para narrar todo eso con significado se diseminaba dentro de él, extendiéndose como infección pertinaz que oscurecía su entendimiento.

Desbrozando, Homero notó que el tallo seco y cortado de un apio semejaba un viejo roble en miniatura, con una oquedad en el centro como una entrada a otro mundo. Su imaginación voló junto con su memoria. Recordó cuando, entre las hendiduras y agujeros en la madera carcomida de un viejo tocón cercano al Puente de la Hacienda de las Cuatro Casas, le pareció ver construida toda una ciudad de hadas y elfos. Los trozos de corteza semejaban abruptas paredes de cañadas. Los orificios que termitas y orugas de escarabajos o avispas solitarias habían horadado en la pulpa formaban una intrincada red de túneles, cuyas entradas más grandes quedaban disimuladas entre el musgo y los hongos de la madera, y el serrín hacía las veces de fina arena perfilando el litoral bañado por las aguas del prodigioso mar del charco cercano.

Hay sueños que ocurren durante la vigilia y Homero se preguntaba si sería capaz de retratar, no con el afán documentalista de la lente de una cámara de cine, lo que podía pasar durante unas horas en semejante reino de fantasía.

De pronto su pala golpeó algo duro. Limpió los terrones alrededor hasta dejar expuesto el objeto. Homero se sintió sorprendido. Se trataba de un frasco con algo viscoso adentro y cosas poco distinguibles sumergidas. Al frasco lo rodeaba un listón rojo amarrado haciendo un moño y cerca una raíz de rosal se desarrollaba vigorosa.

¡Brujería! Homero recordó cuando de niño su madre le acompañó más de una vez a enterrar en el jardín a algunas de sus mascotas pequeñas muertas por enfermedad: un hámster, un par de pollitos, algunas tortugas, peces, ranas envueltas en pañuelos desechables y acomodadas en diminutos catafalcos hechos con cajetillas de cigarros, cerillas, estuches de regalos o latas de sardinas; fue su forma de enseñarle el respeto por la vida, la muerte y sobre todo de explorar el modo como el amor se queda en el corazón de quien consigue desprenderse de la presencia material, para dar sitio a la gratitud que significa devolver a la tierra lo que le pertenece. Pero este enterramiento no era de aquellos, más bien se parecía a alguno que, ya adolescente y curioso, hizo junto con unos amigos siguiendo las instrucciones inscritas en un artículo de una revista del corazón, para atraer el favor de una jovencita vecina de la que alguno de ellos gustaba. Semejaba un amarre de amor. Práctico y lógico, Homero supuso que seguro hallaría en algún momento los restos de esos amarres que habría hecho él en su torpe ingenuidad. Exhumó el frasco y lo dejó a la sombra. Trató de hacer memoria de dónde él había hecho sus propias chiquilladas mágicas sin medir las probables consecuencias de jugar con las energías del universo, y comenzó a excavar en otros lugares del jardín sin hallar nada especial siquiera como viejos fiambres. No obstante, dice el refrán que quien busca, encuentra, y en tres puntos distintos sí consiguió en cambio localizar otros sendos frascos, uno de los cuales lo rompió por accidente.

¿Quiénes pudieron haber hecho esos entierros?, se preguntó Homero. Tal vez alguna o algunas de las sirvientas que asistieron a su madre en el aseo de la casa cuando él era niño o más tarde. Recordó sin orden a María, la fanática del futbol, chiva de corazón, apostadora, con quien oía los partidos en su radio de baquelita rosada; eran los años cuando él se definía americanista de hueso colorado, admirador de Enrique Borja y asiduo lector de sus aventuras en historietas. Era una buena candidata. También pudo haber sido Malena, la oaxaqueña, viuda de un soldado y que fuera madrina religiosa, quizá chamana trique, un tiempo allá en su poblado Putla, en la frontera con Guerrero. ¿Qué habría sido de esa buena mujer que tenía un padecimiento cardíaco? Tal vez la segunda María, una señora muy solícita y educada, pero a la que desde el primer día la madre de Homero le regaló unos zapatos, polvo para el pie de atleta y le exigió desechar su calzado pues por donde pasaba dejaba el rastro de su agrio tufo. O Juana, quien por edad empataba con la hermana mayor de Homero y por los años seguidos como fámula de entrada por salida llegó a hacerse querer como un miembro más de la familia. Tal vez alguno de los albañiles que construyeron la Casa de la Mirada, o de los que construyeron el kiosko en su primera versión, uno de los cuales, corrido por su padre tras agarrarlo ebrio y en una movida chueca se metió por toda la casa una noche para robar, en venganza, puros trebejos. Homero siempre se caracterizó por tener el sueño pesado, motivo por el cual no se enteró de lo sucedido hasta la mañana siguiente cuando, saliendo de la casa para abordar el coche de mamá rumbo a la escuela vio sorprendido a la policía hablando con Toño y un montón de cosas en la entrada de la casa: vestidos y bolsas de su madre y sus hermanas, pelucas y otros cachibaches. Más tarde, al regresar de la escuela su madre le contó lo ocurrido. Homero imaginaría divertido la escena.

* * *

Haus des Blicks, 1970.

Cerca del amanecer, un ruido había roto la calma y el silencio de la Casa de la Mirada. Solo Toño se percató del sonido. Abrió los ojos y trató de levantarse con gran sigilo. Era extraño que los papeles se invirtieran. Normalmente él tenía el sueño pesado y Tere era la del sueño ligero, pero esa noche parecía que el instinto del macho protector había sido más definitivo. No obstante, al levantarse Toño, Tere reaccionó.

—¿Qué pasa, vida? —preguntó adormilada la mujer y el hombre solo contestó con un discreto chitón. Desnudo, Toño tomó una macana que algún policía le había regalado o había dejado olvidada en algún sitio y que él guardaba en el cajón del buró de su lado de la cama.

—Quédate aquí— ordenó Toño. Lo primero que pensó Tere y aguzó el oído fue que se habían metido ratones a la casa. No sería la primera vez, ya en el pasado se habían delatado cuando, buscando el calor del piano de pared trepaban juguetones por las cuerdas provocando melódicos y fantasmales arpegios.

Toño ubicó el origen de los ruidos y voces musitando. Se asomó por una rendija de la cortina y miró abajo por la ventana. Sorprendido vio que dos hombres acomodaban trebejos y otras pertenencias de la familia, incluso las pelucas de Tere, amontonándolos en el diminuto jardín que había al frente, en un recuadro de la cochera.

—¡Llama a la comandancia ya!— ordenó Toño a Tere, quien obedeció automáticamente. Acto seguido, Toño manoteó con gesto furibundo golpeando el ventanal, exhibiendo su desnudez, y la macana agitándose colgada de su muñeca. Los hombres afuera voltearon a verlo y, sabiéndose descubiertos, emprendieron la huida dejando el botín abandonado. Toño corrió a revisar las demás habitaciones. El alboroto despertó a las muchachas, las que vieron a su padre en cueros y agitado ordenándoles no salir de la recámara. Homero dormía plácidamente. Al poco tiempo llegó la patrulla de la policía y Toño atendió a los oficiales ataviado con una bata y una trusa.

El despertador sonó. Tere lo apagó y comenzó la rutina diaria. Luego del desayuno, Homero salió a la cochera y caminó junto al botín, sin preguntar nada hasta entrar en el coche donde ya esperaban sus hermanas y Tere para ir a las escuelas.

Al mediodía, al descender del camión escolar, Homero notó algo extraordinario: su padre se encontraba en casa, dándole instrucciones a unos trabajadores que colocaban cintas metálicas en las ventanas y puertas, además de unas cajas de aspecto peculiar. Toño le explicó que se trataba de una alarma para evitar que entraran ladrones en la casa. ¿Ladrones?, se preguntó Homero. ¿Qué tipo de ladrones podían estar interesados en robar pelucas, vestidos y juguetes? Lo que no imaginaría Homero era el terror que sintió Toño cuando, de solo ver el botín, dedujo lo cerca que los ladrones pasaron junto a cada uno de ellos e imaginó los peores escenarios. Por fortuna, el incidente no pasó a mayores consecuencias.

* * *

Casa de la Mirada, 2022.

De vuelta a la realidad actual, Homero abrió los pestilentes frascos y extrajo sus contenidos literalmente con pinzas; como se dice de modo coloquial, entre peras y manzanas, escéptico y sin embargo cauteloso de los efectos de la paranormalidad. En alguno había un retrato borroso y un mensaje apenas legible que parecía decretar que se apartara una mujer de un hombre. En otro, chiles rojos, tufo de vinagre, un listón rojo amarrando una cosa indescifrable, quizás una guedeja, y un papel con unos nombres y unas fechas a medio esfumar. Con todos, el ambiente se enrareció, pero Homero atribuyó la carga emocional al azoro, a la fascinación más que al temor o a fuerzas sobrenaturales desatadas. Llevó los contenidos a un lugar más abierto, los dejó secarse un poco al sol. Al anochecer, ya secos, arrojó sobre ellos papel empapado en alcohol y fósforos encendidos. La llama resultante danzaba como espíritu doliente pero callado, sin chisporrotear, siempre roja y pálida. Cuando el fuego se extinguió, Homero observó la hez como quien busca en el poso de café los signos y símbolos con los cuales interpretar la fortuna, barrió los restos y los metió en una bolsa de basura que sacó de su casa de inmediato, ¡no fuera la de malas!

En los días siguientes, el aire fluiría ligero por toda la casa, los gatos lucirían menos ansiosos, las mariquitas reapacerían luego de años de no pasearse entre las matas, las mariposas, abejas y otros polinizadores se darían cita en el huerto revoloteando entre las nuevas flores aún más que antes. Y los viejos rosales, en cambio, comenzarían a marchitarse. Pendiendo de una de las buganvillas, una crisálida se habría de agrietar para dar paso a la sublime metamorfosis. Pero una noche, como todas las noches, el sueño abriría sus puertas invitando a Homero a entrar o, tal vez, para hacer la diferencia, permitiendo el ingreso de lo extraordinario en la monotonía del escritor. ¿Sería un sueño o el fragmento de una secuencia vivida en otro tiempo y otra parte?

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