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5. En la distancia.

Planeta Klimhá, Schloss Steppenwolfsee en Brighton Tent, 1939.

Concentrada en su escritura, Ana Gramma deslizaba su pluma fuente sobre el papel. El sonido rasgante de la punta recorría la superficie tersa de la página llenando el vacío con palabras capaces de romper el silencio en la mansión Steppenwolf.

El marcado entusiasmo por su nuevo proyecto literario había dado fuerzas especiales a Ana desde meses atrás, cuando comenzó su planeación a partir de una idea que le sugiriera un joven pupilo durante una charla casual en la cama, tras entregarse ambos al placer amatorio; él, con la utilitaria finalidad de imponer su voluntad; ella, con la no menos pragmática meta de extraer de él al menos una pizca de energía juvenil. Y no es que ella fuera una anciana, todo lo contrario frisando los cuarenta años de edad. Pero, por alguna extraña razón, ella sentía el impulso de comerse la vida a puños, de llenarse con todo lo excitante como si cada día fuera el último. Quizá por ello y su hechicera sensualidad, los jóvenes vecinos la habían apodado "Lamia", en alusión a la mítica vampiresa que daba nombre a una de las lunas de Klimhá.

Desde su infancia, Ana tuvo facilidad e inclinación para relacionarse con las personas mayores que ella en edad. Se sentía a gusto entre ellas. Fingía hallarse concentrada en sus juegos, cuando más bien le fascinaba atender las conversaciones de los abuelos, de las amistades de sus padres, quienes veían esta conducta de la niña con naturalidad; siendo hija única eso era, pensaban, comprensible.

Con el devenir de los años, la ya entonces jovencita Ana empezó a resentir los cuestionamientos y burlas de sus coetáneos e hizo un esfuerzo por congraciarse y encajar entre ellos. Asistió a fiestas, departió en reuniones, incluso dio entrada a los devaneos de algunos chicos y chicas que gustaban de ella o hacia los cuales ella sentía sin duda alguna atracción sexual. No obstante su afán, Ana no consiguió conectar con los de su generación y, en cambio, empezó a sentirse más inclinada por los mucho menores que ella y por los muy mayores. Veía en la vitalidad de los primeros una reminiscencia de ella misma que, quizá por sus preferencias hacia el mundo adulto, no descubrió en el momento oportuno. Y veía en la parsimonia de los segundos las huellas de la sabiduría adquirida con la experiencia que tanto anhelaba para sí misma en esa inconcebible prisa por prevenir el final, cualquiera y como fuera que este pudiere sucederle.

Cada vez que pensaba en su situación personal tenía el sentimiento de estar atrapada en una suerte de agujero oscuro absorbente y, en buena medida, eso fue el detonante de esa primera escena que acababa de escribir sobre unos personajes tragados por una anomalía espacio-temporal. Tal escena era la simiente, la antesala y la anticipación del final de lo que sería, según su plan, el primer libro de una saga para la que todavía no tenía un nombre, aun cuando el título del primer tomo, "Historia de un hombre sin motivos", ya adelantaba o deslizaba su íntima y muy personal búsqueda interior de una razón capaz de explicarle a ella misma por qué era como era y una herramienta con la cual incidir críticamente en el orden establecido. ¿No dicen los entendidos que escribir es una forma de exorcizar los propios demonios?

* * *

Mismo lugar, un año antes.

Después de varios días de ensayo y error, Ana creyó haber dado punto final al borrador de apenas el primer capítulo, del primer libro de su saga, todavía sin nombre. Veía lo escrito satisfecha, pero estaba consciente de que era el primer paso en una larga senda por recorrer, plagada de trampas y obstáculos, de los cuales los más insidiosos podían desviarla hacia la desidia, la autocomplacencia, el hartazgo. Renunciar siempre se antoja el camino más sencillo, y ella no podía, no quería darse esa salida. Claro que aun faltaban las reacciones de su editor, y más tarde de los lectores, de haberlos. Dudaba si era oportuno, pertinente y adecuado escribir en ese momento esa novela y la saga que la contendría.

El miedo era uno de los monstruos a enfrentar; y la vanagloria, un abismo que, bien sorteado, justificaba el esfuerzo. Una sola cosa era cierta: la indiferencia habitual de los propios, comparada con la de los extraños, podía ser más pérfida que la inquina de cualquier crítica de mala leche.

Si había algo a lo que ella no acababa de acostumbrarse, eso era justo la visión distante de amistades y familiares sobre su trabajo, y la tendencia a menospreciarlo frente a otras actividades más lucrativas. Nunca aplaudían, pero tampoco nunca vilipendiaban su obra o reconocían lo que ella valoraba como su mejor talento. De hecho, fuera de su madre, no podía afirmar que siquiera la hubieran leído y, cuando preguntaba al respecto, le respondían con evasivas o cambiando el tema.

Ese vacío laceraba su ego, quizá más que ninguna otra cosa; y por eso redactaba con solapada rebeldía usando palabras poco usuales, construcciones gramaticales de largo aire. Tenía la esperanza, tal vez fallida, de provocar una asfixia autoinflingida en los ninguneadores que accedieran a leer un enunciado suyo. Esa era su arma secreta. Eso pensaba. Porque Ana no se expresaba como el vulgo, que apenas empleaba un puñado de palabras con sus variantes de pronunciación. Ella tenía una amplia variedad de términos que le permitían precisar el significado de sus palabras.

Esta habilidad, sin embargo, la gente la resentía como una ofensa a su mediocre vida. Frente a sus detractores, Ana era una verdugo oprobiosa y torturadora, que sometía a los insulsos a mirar su vergonzosa imagen opaca en el espejo de los soberbios. Poco valían para ella los zoquetes amparados tras justificaciones como "lo bueno, si breve, dos veces bueno", "si hubiera tenido más tiempo, hubiera escrito una carta más corta", "cortas sentencias vienen de larga experiencia", "la brevedad es el alma del ingenio" o la más seductora de todas: "solo la brevedad conquista". Nunca faltaba el petimetre criticón de su estilo de usar oraciones subordinadas una tras otra. Y no es que Ana no supiera escribir frases cortas. Sí sabía ser precisa y podía abreviar, pero su pasión femenina era determinante. Diciéndolo de manera concisa, la brevedad no era su estilo.

Para ella, escribir era hacer el amor con la lengua. Alcanzar el orgasmo a través de las palabras requería tiempo. Un párrafo largo equivalía a un minucioso recorrido por las zonas erógenas de la mente, explorando el laberinto de sensaciones, tocando las cuerdas precisas para extraer del silencio el gemido melódico de la satisfacción placentera. Así, si abreviar era un arte propio de los impacientes, la profusión era característica de los resignados. Por eso ella, como filósofa sumisa, era empática con los dóciles machos de su sociedad. Pensaba que su proyecto literario podría romper los grilletes de la zozobra con los que el matriarcado los tenía acogotados.

A veces, Ana creía de veras que su habilidad con las palabras era un asunto de magia, cosa nada rara en su mundo, y que en cierto modo podía justificarla y hacerla respetable a ojos de la sociedad como una hechicera de grandes dotes para los encantamientos. Encantamientos que sí llegó a practicar de forma subrepticia al inicio de su polémica carrera literaria, entonces más dedicada a temas del corazón, y porque de algo había qué subsistir.

Le incomodaba que otros la tacharan de holgazana cuando, como en este momento, no estaba inclinada a escribir en el papel sino elucubrando con la vista distraída en las motas de polvo flotando brillantes en un haz de luz; o que acusaran su estilo de rebuscado, incomprensible, abstruso, petulante. ¡Qué culpa tenía ella de afanarse en ampliar sus conocimientos? ¡Era su estilo! ¿Por qué debía expresarse del modo que los demás esperaban? ¿Por qué debía ajustarse a las limitaciones de los otros que, en cambio, no hacían el mínimo esfuerzo para superarse?

Ana padecía esa peculiar forma de autismo conocida como síndrome de Hansper. Eso permitía a Ana transitar entre niveles de pensamiento y comunicación, pero también la obligaba a concentrarse en extremo sobre aquello que el resto veía inútil. ¿Qué culpa tenía ella de haber nacido así?

Lo anterior se volvía más gravoso si se toma en cuenta que en Klimhá, como sucede en muchos otros mundos y con cualquier arte, escribir no era considerada una actividad productiva en un sentido monetario. Y tal verdad, sin embargo, significaba una contradicción que abofeteaba a la sociedad misma. Si por un lado promovía la superación y el desarrollo personales, profesionales, intelectuales, emocionales, por otro lado el ascenso social a punta de méritos acicateaba denostando a quienes, habiendo alcanzado la excelencia de forma natural, se veían forzados a abrazar, en cambio, la medianía meritocrática, para no presentarse ante los demás como una ofensa ambulante, grosero recordatorio de la anomia extendida.

¿Quién dicta lo que cada cual merece? ¿Cuál es el valor de medida objetiva, cuando la ambición causa fracasos frustrantes en la vocación íntima, por contraste con la vana y vacua glorificación popular y petulante? ¿Acaso bastan la norma legal, la expectativa moral, los sueños y autoconceptos personales, el dogma clerical, el poder del gobierno, o el del dinero, o el brazo armado para definir lo merecible y al sujeto meritorio?

En Klimhá, llegar a la excelencia y demostrarla con orgullo era considerado un gesto de soberbia. Al contrario, alcanzarla y abnegarla, con dignidad sumisa a los intereses de los mezquinos aduladores y explotadores, era rasgo de humildad virtuosa y ejemplar.

«¡Vivan los petimetres mediocres que nos gobiernan! ¡Mueran los esperpentos cobijados por la opulencia de sus talentos natos! A los primeros hay que encumbrarlos. A los segundos, soterrarlos en el descrédito, el abandono y la ignominia. ¡Quemarlos! ¡Matarlos de hambre!; o sentenciados al garrote vil. De no hacerlo podrían detonar la transformación del estatus quo, y dinamitar el balance previsto por los poderosos controladores», se decía mentalmente Ana con acentuado sarcasmo. Si fuera una heroína de novela, ahogaría a los malos con palabras vertidas en piscinas repletas de cieno formado por signos anegados. Si fuera villana, seduciría a sus víctimas nublándoles el entendimiento con murmullos reptando desde sus orejas hasta sus cerebros, como sierpes en medio de sombras significantes.

En medio de todas estas ideas reaccionarias, Ana estaba convencida de que todo escritor, escritora o "escritore" (se le ocurrió el tercer concepto como uno simpático, políticamente correcto, si bien gramaticalmente imbécil, para incluir a otras especies no humanas con habilidades especiales), aun cuando no esté plasmando ideas en una superficie específica como el papel, en su mente no cesa de pergeñar.

Escribir es una labor ardua, solitaria, de apariencia ociosa, demandante y, por lo general, incomprendida por otros oficios y profesiones, más preocupadas por alcanzar una posición acomodada que una elevación espiritual; aquella que el común denominador de los habitantes de Klimhá suponía más propia del sacerdocio. En gran medida, debido a esto, la mayoría de quienes abrazaban la palabra como su medio de sustento acababan muertos de inanición y enterrados en el panteón de los menesterosos. Pero Ana, siempre aguerrida, justificaba su vocación y quehacer sin temor a la crítica insidiosa que argumentaba con el lugar común de que, siendo la lengua algo heredado, compartido y cotidiano, cualquiera podía erigirse en autoridad literaria con el mínimo esfuerzo.

Si, en ese momento de su vida, Ana estaba abocada a escribir su proyecto, era en parte como protesta ante esas actitudes meritocráticas y chauvinistas dedicadas durante siglos a denigrar el talento de las hembras, encasillado por las matriarcas en actividades consideradas más propias de su sexo como preñar, la herrería y la mecánica, la cacería, la guerra, la albañilería y otras tan o más útiles para el mantenimiento y la construcción del hogar, la conquista y la colonización de los territorios enemigos o los inexplorados; ocupaciones todas que requerían sobre todo de la fortaleza física propia de las hembras, mientras los machos de Klimhá, de constitución más delicada, tenían como parte de su rol social tareas arduas, pero más cómodas como alumbrar, criar, educar, cultivar, administrar, gobernar, hacer arte y proveer lo necesario para la progenie.

Lejos estaban los tiempos descritos por su milenario protector Alfred Steppenwolf y en cuyo estudio de pintor ella había acondicionado su despacho de escritora. Fue Alfred quien le regaló aquel libro que cambió su forma de pensar acerca del papel de las hembras. Aquel ensayo escrito por él mismo, hace años, bajo el seudónimo de Virginia Wolf, hacía hincapié en la importancia para cualquier artista, y más aún siendo hembra, de contar con una habitación propia, tanto física como metafóricamente, como un signo de independencia y autonomía creativas. Tal idea influyó profundamente en las motivaciones de Ana, cuya madre le expresó preocupación cierto día próximo a su fallecimiento, hace muy poco tiempo: «¡Ay, hija, te vas a quedar tan sola!». Una lágrima, solo una, asomó en un ojo, uno solo, de Ana, conmovida por ese recuerdo. Pero, un simple parpadeo, solo uno, la devolvió a su lugar, humedeciendo la pupila y secando la nostalgia. No es que fuera fuerte, sino que, en el luto de su orfandad, Ana comprendió la fuerza que implica saberse vulnerable. Ya había llorado tanto. Su alma estaba marchita. Así, cada lágrima contenida equivalía a un riego por goteo en el huerto de la esperanza.

Íntimamente, Ana deseaba suponer que, en otros mundos, si existieran, los escritores, y más aún siendo hembras, allí no solo contarían con un tiempo y espacio propios, sino que tampoco tendrían que lidiar, ni siquiera con la dificultad de validar su arte como una forma digna de ganarse el sustento, sino además con esa forma de censura odiosa, disfrazada, con la que los cretinos de Klimhá juzgaban el valor de las palabras puestas como contradictorias al equilibrio de las cosas, censura que servía de pretexto para menospreciar el arte como un factor desestabilizante del orden establecido. Censura que, por cierto, ella debería enfrentar cuando esta obra, que estaba en preparación, viera la luz. ¡Vaya que su novela era contradictoria para ese año 1939 y el orden imperante en su mundo!, cuando apenas un puñado de hembras gozaba de autorización gubernamental para dedicarse a las artes plásticas y la literatura, por siglos consideradas territorios vedados a la feminidad, a no ser como formas inofensivas de expectación y disfrute estéticos. Además, atreverse a inaugurar un género literario novedoso, que solo unos pocos machos se habían atrevido a explorar publicando tímidos experimentos aislados y fallidos en forma de relatos cortos, eso era el colmo de los desafíos. Ella lo sabía bien. No obstante, Ana necesitaba y estaba dispuesta a vencer el tabú y romper el tótem. Estos conceptos habían sido inventados por su amiga Segismunda Freud, Marquesa de Saide y Duquesa DeNguri. Con cuánto gusto la consultararía, pero ella era presa de conciencia en las mazmorras de Lakenguri, en la región de Mozumbic, acusada de hereje sediciosa, irredenta reaccionaria, y de pretender revolucionar el pensamiento establecido con sus controvertidas teorías críticas acerca de la cultura imperante en Klimhá, las relaciones entre machos y hembras, padres e hijos, sociedad y estado, y al sugerir que Klimhá era el centro alrededor del cual giraban todos los astros.

La situación de su amiga acentuaba los temores de Ana y la obligaba a ser cauta con su atrevida propuesta literaria de un nuevo género para el que ya tenía acuñado el nombre: ciencia ficción. Lo conceptualizaba como género apropiado para enmascarar la crítica social, proyectar las ideas revolucionarias de la ciencia y las preocupaciones éticas acerca del porvenir. Sería un género propositivo, de apariencia inocua, sin embargo capaz de sumergir al lector en mundos alternativos, utópicos, con funciones de espejos en los que encarar las propias perversidades. Y además lo distinguía de lo que ella llamaba ficción científica, una forma de relatar historias incluyendo elementos de tecnología y ciencia pero sin más afán que el accesorio.

Así, otro día se sumó a la rutina de redacción de Ana. La noche estaba fresca y, tras soltar un bostezo, dejó de escribir. Se levantó de su escritorio para estirar las piernas, recorriendo los pasillos de la magnífica mansión donde había residido desde niña. Aquella casa estaba ubicada en el mágico Condado de Ceithir Taighean y formaba parte del antiguo y legendario Schloss Steppenwolfsee, herencia de sus padres. Sin embargo, Ana no tenía la capacidad de tomar decisiones sobre la propiedad sin la previa autorización de Alfred.

Sus padres, al legarle la casa, habían hecho un acuerdo cuando era niña. Sin embargo, tras años de separación, tomaron caminos diferentes, lo que obligaba a Ana a litigar su caso. Esta situación implicaba principalmente dinero, el cual ella no tenía y Alfred no podía proporcionarle. La situación legal del inmueble y sus exiguos ingresos la tenían atada de manos para gestionar con Alfred la regularización de los documentos relacionados. Lo peor que podría ocurrir era que se quedara en la calle si el gobierno decidía hacer efectivas las demandas de embargo y despojo debido a los ingentes adeudos por derechos y servicios. Afortunadamente, al menos por el momento, la ley sobre el patrimonio la protegía como el alto muro del huerto protegía lo que había del otro lado.

Ana seguiría elucubrando largo rato sus razones existenciales hasta que, ya distraída y habiendo evaluado la congruencia de sus pensamientos, volvería a la labor de engarzar palabras, de inventar mundos y ambientes totalmente distintos del suyo, de esa mansión. Su inventiva la trasladaría de nuevo a esa Tierra imaginaria, a esos planetas, sistemas y galaxias distópicas distribuidas en su inefable espacio mental, donde se esforzaba por conformarlas con verosimilitud, capaces de hacer de su atrevimiento, ¡oh, soñadora!, uno lo bastante tolerable, sutil y ácido para carcomer la podredumbre humana y transfigurar Klimhá para bien. Imaginar planetas diferentes de los que conformaban el sistema solar al que pertenecía su planeta Klimhá no era cosa fácil, como nunca lo ha sido romper un esquema.

* * *

Mismo lugar, de vuelta a 1939, un momento después.

Aunque su esfuerzo no había sido mucho, el sutil desgaste emocional que implica aquilatar las palabras adecuadas para describir y narrar las primeras líneas le ocasionó a Ana un peculiar cansancio. La somnolencia repentina la decidió a dormir una siesta. Otros pensarían que esa era una burda manera de procrastinar, de eludir la responsabilidad autodesignada, pero estarían muy lejos de la verdad con semejante prejuicio. Un momento de aparente distracción no significaba para ella evadirse, sino otra forma de confrontarse con sus miedos e incluso de orientar las ideas y crear.

Con la siesta vino una ensoñación: ella se miró en medio de una isla fantástica. Tuvo la sensación de hallarse separada de su cuerpo. Caminó por la orilla de la playa y detrás de unas rocas la sorprendió la presencia de un macho guapo, fornido, de ojos verdes y cabellera castaña clara, casi roja con tonos oscuros, ondulada, ligeramente larga y suelta. Él volteó, le sostuvo la mirada con una leve sonrisa y, sin más, le extendió la mano invitándola a sentarse juntos. Ella admiró con indudable lujuria la figura escultural del mancebo. Ninguno podía quitar la vista sobre el otro. El mutuo impulso por besarse era irresistible, aun así él se limitó a decirle con voz algo grave y bien timbrada, a medio volumen: «Encuéntrame del otro lado» desvaneciéndose enseguida, de repente y causando desesperación en Ana, quien despertó llena de ansiedad por lo vívido de la experiencia.

En ese estado, Ana volvió a su mesa de trabajo. Miró por la ventana. Atardecía y los primeros luceros asomaban entre las coloridas nubes teñidas con los reflejos de la maravillosa mezcla lumínica de los dos soles rojo y azul de Klimhá. Imaginó el espacio incomensurable más allá de esas tonalidades amarillentas, naranjas, bermellones, carmesí, lilas, moradas, azulosas oscuras —¡tanto y tan oscuras!, pensó como diría, en su forma de hablar, Homero, su alter ego imaginario que creara como protagonista de su saga—; imaginó, pues, a esa diminuta nave espacial y la zozobra de sus ocupantes. La fantasía debía ceder a la realidad, alegaban siempre los materialistas. Pero Ana, más idealista, siempre había pensado que la realidad termina nutriéndose de la fantasía, así que se impuso continuar su obra.

«La tercera fase de una travesía calculada para nueve terminaba en la base de la Estación Sedna, a trece millardos de kilómetros del sol. Las primeras fases del trayecto sucedían casi en un santiamén. La primera culminaba en la Estación Marte donde, por lo regular, las naves se abastecían de víveres y se hacía una revisión rutinaria de mantenimiento. La segunda ocurría en la Estación Titán desde donde, además de reabastecerse, los viajeros planeaban las rutas inerciales con las cuales tomar curso hacia afuera del sistema solar terrestre y dirigirse rumbo a alguno de los cuadrantes de la galaxia», escribiría Ana pulsando su estilográfica.

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