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4. Wangché shijai. Ser o dejar de ser.

Haus des Blicks, pocos días después.

Cuando Homero pudo al fin escribir más de veinticinco mil palabras, es decir como cincuenta páginas, se sintió contento, los números justificaban su esfuerzo, pero de inmediato dudó y entonces dedicó tiempo a revisar, editar, corregir, modificar, recortar hasta quedarse otra vez de nuevo con nada. No podía clamar ¡eureka!

Primero llegó a la conclusión de que su error estaba en la planeación de las ideas. Luego supuso que no tenía claras la trama y las subtramas. Enseguida acusó lo anterior como efecto de no haber definido a los personajes, creía que le faltaban los antagonistas o no tenían fuerza, y en consecuencia se desdibujaban su héroe y su heroína. Repasó hasta el cansancio las posibles variaciones sin llegar a un resultado satisfactorio. Entonces decidió simplificar al máximo, casi al punto de un minimalismo literario. Concentró su atención en lo básico, sin preocuparse por el género narrativo, sin pretender nada más complejo que solo contar algo extraído de lo más hondo de sí, sabedor de que nada agradecen más los lectores que la honestidad íntima y descarnada de un autor. Y entonces se angustió, pues descubrió que sencillamente no tenía nada para contar. ¡Él! ¡El apodado desde su juventud como "Cuentero" no tenía ninguna historia para relatar! ¡Ya no había "gordoaventuras"!, como las llamaban sus amistades ahora alejadas geográfica y emocionalmente. Quería contar algo, pero no tenía nada. Cuando lo común es tener algo y en cambio no querer narrarlo, por cualquier pretexto o justificación.

Buscó en las páginas de los diarios, en las conversaciones ajenas, en la Internet, en las redes sociales, algo digno de plasmar en una historia. Miró a sus siete gatos pensando en sus correrías y las de sus madres con las que, de no haberse ido, tendría nueve bocas que alimentar. Nada lo conmovía lo suficiente, fuera por consuetudinario o por escandaloso. Solo estaba en blanco sin más.

Una tarde se acercó a un par de jóvenes para intercambiar algunas ideas, en el afán de refrescarse con su juvenil punto de vista sobre las cosas del mundo y, aunque sin usar el concepto de modo específico hacia su persona, lo calificaron de antiguo.

Desde el punto de vista de ellos, sus conceptos eran rancios, rebasados por las transformaciones sociales y tecnológicas del momento, es decir que su forma de pensar era caduca y su sentir y actuar pasados de moda. De poco le sirvió, concluyó, haber sido profesor universitario durante algo más de veinte años preocupado por la actualidad y hasta admirado por algunos de sus estudiantes. Eso fue ayer, hoy él era aparentemente una nulidad, un don Nadie. Aunque no se sentía viejo. Seguía teniendo la misma inquietud juvenil por mantenerse al día, y curiosidad por todo lo actual. Aún no podía considerarse en plena senectud, al menos no de acuerdo a su propio concepto, el cual recordaba vívidamente. Ese concepto le fue inculcado por su madre cuando, durante su adolescencia, ella lo ayudó a montar un personaje teatral que representaba la vejez. Fue entonces cuando comprendió esa idea particular de senectud. Entonces, ¿cómo contarle un cuento a las generaciones de hoy? ¿De veras eran tan distintas de las de antaño? ¿O él había sido el distinto siempre? De eso él no tenía duda. Mientras los demás se preocupaban por seguir las tendencias de la moda para sentirse pertenecientes a una generación, identificados con una forma de rebeldía gustando de músicas y maneras específicas, él siempre se apartó de las propensiones de sus congéneres, y en parte eso explicaba por qué no encajaba en la sociedad. Tan era consciente de esto que alguna vez en su juventud escribió un poema que intituló "Salmón". Recordó algunos versos centrales: Soy como el salmón [...] / Navego / contra las costumbres, / y la necesidad del común sentido / se me hace más común que de costumbre. / En la lucha a contracorriente yo / enardezco. [...] Sí, me parezco al salmón, / porque mi destino indica que moriré / de modo indefectible / entre las fauces de la ajena envidia, / o mejor aún, / en el lecho, / cerca de la orilla tersa, / descansando mi cabeza / sobre tu piel húmeda / satisfecho de correrme / los riesgos y obstáculos / de tu río de inconstancias / donde terminaré / exangüe y convertido / en lo que es del mañana / germen.

Los dichos de estos jóvenes lo harían sentirse desarmado, falso. Pero su necedad no cejaría en el empeño de convertirse en el narrador soñado.

* * *

Otra tarde, Homero entró a una librería para hallar novedades en las formas de abordar una historia, elaborar la construcción dramática, estructurar la aventura, actualizar el lenguaje por emplear. No comulgaba con nada de lo revisado, fuera de lo teórico, no por reprobar la nueva narrativa, al contrario, le fascinaba la perspectiva desde la cual las nuevas generaciones abordaban la existencia, los nuevos giros lingüísticos, si bien algo empobrecidos en su gama léxica o repetitivos en su machacona pero vendedora fórmula de estructurar una historia hecha para el consumo y el desecho. Aun habiendo base clásica, cada época al fin tiene su encanto y su desencanto. En su caso era que solo se sentía incapaz de poner al día su forma de expresión para ajustarse, adaptarse a mucho más que solo las demandas de un mercado literario sin sentir que traicionaba sus principios y, lo peor, a su misma forma de ser. Se negaba a ser algo que no era, que no entendía o creía no entender.

Entonces, en un anaquel polvoso encontró una vieja obra que siempre quiso adquirir, pero que por su título se resistió siempre a comprar llevado por la negación de la realidad subyacente. El libro era, y lo será por mucho tiempo, una bofetada al afán de cualquier escritor consagrado o novel. Como si no fueran bastantes los argumentos de las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, La Náusea de Jean Paul Sartre y otras obras semejantes en el tópico, Los demasiados libros de Gabriel Zaid multiplicó su inquietud, lacerándolo como un dardo envenenado con la toxina de la razón. Herido de muerte, su sueño largamente abrazado de convertirse en un escritor con mayúscula, en toda la extensión de la pomposa palabra, dio paso a la frustracíon y colocaba a Homero, según él y muy a su pesar, como uno más entre tantos anodinos juglares de la legua, más cómodos con redactar textos publicitarios o canciones de horrendo rap y reguetoneras sin respeto por la musicalidad de la palabra, o como los indecentes heraldos de la desgracia noticiosa distorsionada en breves clips gazmoños de audio o video compartidos hasta la virulencia mediante las redes sociales, tan benditas para algunos, tan malditas para otros. ¿Para qué insistir en añadir un libro más, un contenido más a la fila de los justos durmientes formados en los anaqueles de librerías, bibliotecas, catálogos, reservorios en la nube informática, en plataformas de streaming? Porque era cierto, en el ecosistema informativo, a veces la industria editorial de la mano del entusiasmo de los escritores compulsivos ahogaba a la sociedad con obras que, aunque importantes unas y otras de ninguna manera, acababan en el olvido y el desprecio de los cada vez menos lectores, más afectos a lo efímero que a lo memorable.

Desde esta perspectiva, a Homero le parecía absurdo que blogueros influyentes del momento, esos remplazos de los líderes de opinión de ayer, exploraran simultáneamente la experiencia de decir vacilaciones intrascendentes en sus vlogs y la mala forma de escribir sus debuts editoriales, ya sean de ficción, poéticos o ensayísticos. producido por editores más interesados en ganancias y comisiones que en contribuir a los fundamentos culturales. La razón detrás de la palabra acuñada para complementar la pandemia, la infodemia, parecía haberse convertido en un virus tan letal como el que más. Si con el évola los órganos sangran dolorosamente, con la infodemia las neuronas, los sentidos se secan. Poniéndose en un cuadro comparativo, Homero veía difícil volverse un best seller o acreedor a un Nobel como otros escritores que alcanzaron la gloria en el siglo veinte aun con avanzadas edades; y, por contra, cuando se comparaba con aquellos de su generación que habían hecho una carrera desde muy temprana edad, sentía que la vida se le había ido en pos de un burdo ensueño quizá fruto de su falta de talento o de su tozudez.

Por edad y año de nacimiento, incluso por algunos detalles estilísticos, los académicos bien podían clasificar a Homero en la llamada "Generación del Crack", pero dado que esta siempre se conformó como una especie de Club de Toby limitada a siete amigos escritores, una actitud más bien pedante, y dado que Homero prefería eludir las etiquetas categóricas, resultaba un autor inclasificable, una mota en el espejo literario intermedio entre el Boom Latinoamericano y la siguiente aparente ausencia de escuelas y corrientes.

Era la envidia lo que carcomía su ánimo, se cuestionaba, y trató de expiar su culpa esforzándose por enmendar sus omisiones de juventud, así en la literatura como en el aspecto más íntimo que era el de su vida amorosa y sexual, en extremo ridícula por nula y por la que, con su cáustico humor, en algún momento se puso a describir con autocrítica ironía en sus intitulados Apuntes de un seductor atolondrado.

Así, siempre que se sentaba ante la página en blanco, no eran ella y su vacío lo que aterraba a Homero, sino el estar consciente del vacío en su espíritu y la sensación de inutilidad que los otros instigaban directa o indirectamente respecto de su oficio, profesión y vocación; peor, respecto de su humanidad.

Ello se complicó todavía más cuando empezó a sentirse culpable de negligencia e incapaz de encontrar siquiera los pretextos creíbles con los que justificar su incumplimiento o su renuncia. Pensaba en Orestes, los años que habían hecho literatura juntos y lo agobiaba reconocerse traidor a sus leales expectativas. Le había prometido una saga o una serie de novelas bajo el sugestivo título de Laberinto bestial y más bien parecía que el propio Homero se había perdido en el laberinto de sus ególatras pretensiones y su inconstancia.

Llevado por la inconformidad más que por la dejadez, Homero se tiró sobre la cama con una absurda idea en mente: ¿y si en realidad él no existía y sólo era el producto de la imaginación de alguien más? Si otro escritor, tal vez en otro planeta, lo estuviera moldeando, ¿cómo sería la biografía que tenía planeada para él? Eso explicaría que estuviera ahora como en una especie de limbo o purgatorio, aguardando el momento de arrancar su heroica aventura.

De nuevo, la melancolía, que no la nostalgia ni el cansancio, sentaría las bases para una nueva ensoñación que, a diferencia de otras, en vez de ser tomada como un acicate, punto de arranque o guía proveniente de lo más hondo o de alguna clase de dimensión misteriosa, no acabaría ahogada en una suerte de Mar del Olvido y la Ausencia.

* * *

Abordo del transbordador interplanetario Magallanes-HS001A, en algún sitio remoto del universo.

Luego de un rato a la deriva en medio de esa rara calma donde las estrellas refulgían como rielando entre las negras crestas de un ondeante universo similar a un oceáno inconmensurable, para mi sorpresa una voz rompió el silencio del transbordador interplanetario Magallanes-HS001A. Poco a poco —redactó Ana Gramma dando voz a su narrador, Homero—, los otros cuatro tripulantes comenzaron a recuperar la conciencia.

—¿Qué pasó? ¿Estamos muertos?— preguntó volviendo en sí, débil, Asterion, el piloto. Por su lado, Konstantinos entreabrió los ojos y emitió un leve quejido. Ulises levantó con dificultad una mano y presionó un botón en el tablero de control con lo que se retrajeron los postigos de las ventanillas y se desactivó el campo de fuerza. Miré a través del fuselaje translúcido construido a partir de la geometría de la parábola hiperbólica y observé hacia atrás cómo el agujero negro se alejaba tan lento o tan rápido según se interpretara lo sucedido. Su temible espectacularidad, por muy amenazadora que la hubieran pintado durante años los astrofísicos y los artistas, ahora me parecía una fascinante empero inofensiva monstruosidad.

—¿Dónde estamos?— pregunté a Ulises, el capitán de la misión, a quien conocía desde que nos hicimos amigos y compañeros de aventuras practicando el rafting en la Tierra y en el neblinoso Gamma-33.

—No lo sé, Homero. Como tampoco me explico si estamos vivos, muertos o transformados en otra cosa— me respondió tocándose confundido el cuerpo y el rostro, un gesto que todos imitamos.

—Pues, para estar muy muerto me siento muy vivo y viceversa, para estar muy vivo me siento muerto— dijo Alcides con su característico sentido de la ironía.

—Tal vez la muerte no es solo un cambio de estado, sino una forma distinta de percepción— comentó Asterion.

—O la ciencia ha estado equivocada en sus hipótesis acerca de los efectos de los agujeros negros y, dada su magnificencia cósmica, los imaginaba terribles glotones de materia, cuando quizá solo son descomunales reactores de fusión en frío que reorganizan la energía acumulada, del modo como ocurre con las hojas de té girando en un vórtice agitado por una cucharilla.

—O las vacas levantadas por un tornado; o la mierda jalada por el sifón del baño— bromeó Alcides cortando con su característica y obscena impertinencia la profusión explicativa acostumbrada en Konstantinos.

Ulises cuestionó a THETIS acerca de nuestra ubicación y estado. Un holograma de apariencia femenina de talla natural apareció entre nosotros.

Ese THETIS o Sistema Inteligente para Viajes Espacio-Temporales fue creado por el Consorcio Dédalus con la ingeniería de motores Tétrade (Tétrade Harmonical Engineering Travel Implicit System) resultante de combinar inteligencia artificial con motores Warp y reactores Tokamak de fusión magnética. Posibilitó viajar más allá del sistema solar terrestre no solo con rapidez muy superior a la de la luz, sino con seguridad, pues conseguía provocar de manera artificial la correcta deformación controlada de la malla espacio-temporal, y abrir carreteras dimensionales mediante las que se facilitaba pasar de un punto a otro del tiempo y el espacio en un instante, tal como creíamos que sucedía solo en sueños. Pero eso que habíamos experimentado al ser engullidos por el agujero negro superaba cualquier expectativa.

—Calculando... Estado de sistemas de navegación e integridad del transbordador correctos. Ubicación desconocida.

—Busca referencias conocidas en los alrededores y extiende el sondeo hasta el límite de los sensores. Si es necesario haz un conteste visual entre mapas estelares cargados en la base de datos y el entorno para determinar posibles yuxtaposiciones coherentes con variantes de puntos de vista y perspectivas.

—Sondeando... Cotejando... Objeto conocido más cercano: SN-1984N.

—¡Esa es una supernova!— exclamó Ulises soprendido.

—Supernova SN-1984N ubicada en la galaxia NGC-T184 cercana a la constelación Acuario, visible junto con las galaxias del grupo T184 entre los asteroides (155) Scylla y (388) Charybdis.

—¡Estamos fuera de nuestra galaxia! ¡Puta madre! ¡No pues ya estamos muertos o ya dejamos detrás un gigantesco cementerio! ¡No mames! ¡Tá ca'ón!— exclamó Alcides exaltado, con su característica negatividad, mientras tallaba con la base de la palma de sus manazas sus peculiares ojos claros de gato bodeguero, como los describía Mármara, la chica de quien estaba enamorado Konstantinos.

—Signos vitales de la tripulación sin cambios —agregó THETIS—. Ningún miembro de la tripulación presenta heridas o efectos colaterales por radiación u otras causas.

—Pues no sé si es un alivio sabernos vivos —apuntó Asterion acariciando uno de sus cuernos—. Como dice Alcides, por la sola distancia que nos hemos desviado de la ruta original, podemos darnos por muertos y resignarnos a que nuestros conocidos y los que pudieran haber venido después ya son más que fiambres.

Yo no tenía la menor idea de lo que había pasado y de lo que podría suceder después. Mis compañeros, más enterados de esos temas y pormenores de las ciencias físicas se enfrascaron en una discusión parte optimista, parte pesimista sobre nuestras probabilidades de supervivencia. Como mi final ya estaba de alguna manera predeterminado, no era algo que me preocupara. Al fin, lo único seguro en la vida de cualquiera es la muerte, a menos que ocurra un milagro.

En su rol de capitán, Ulises procuraba mantener la ecuanimidad e instruía a THETIS para que proveyera determinadas informaciones, según él pertinentes al caso. En especial le pidió una recreación calculada y con detalles con los cuales proyectar de modo especulativo cómo derivamos a ese punto del espacio, adónde nos dirigíamos, el tiempo transcurrido, etcétera.

—Hace cinco minutos y cuarenta y tres segundos, dos centésimas, el transbordador Magallanes-HS001A despegó de la nave Dédalus-UCA1 con un curso programado de trayectoria recta hacia el destino programado en el mundo CA001, para explorar una anomalía magnética en su proximidad...

Yo guardé compostura. No comprendía ninguna de las palabras de la recreación en tres dimensiones proyectada por THETIS como maqueta holográfica sobre el tablero de control. A nada le encontraba sentido, excepto a un dato. Según THETIS hacía poco más de cinco minutos que habíamos despegado de la nave nodriza, pero yo recordaba que eso había sucedido cinco días atrás. Instintivamente pregunté al aire qué año era y THETIS interrumpió su explicación técnica para responder que era el dos mil treinta y cinco después de Cristo. Todos nos mirámos incrédulos. Algo debía estar muy mal o THETIS había sufrido un desperfecto mayor al que podríamos haber supuesto. Ulises solicitó a Asterion correr un análisis de fondo del sistema. Todo parecía estar en orden.

Nada de esto había sido parte del entrenamiento, según recordaba y, la verdad, al momento me preguntaba qué me había motivado a ofrecerme de voluntario en ese vuelo ya, sin duda, de pronóstico reservado; aunque nunca he tenido claro si las naves espaciales vuelan o singlan.

La ansiedad de seguir mi mente en blanco exacerbó esas elucubraciones, pero también me hizo entender que mi incapacidad para crear una línea satisfactoria en el avance de la redacción de la saga del Laberinto bestial que le había prometido a Orestes Crisomallón, mi editor, fue lo que me orilló a buscar algo tan semejante a una aventura dentro de la aventura.

Entonces, lo grave era que ya no solo mi creatividad había naufragado, también los que estábamos abordo de esa diminuta nave espacial similar a una insignificante lancha. Bogábamos sin rumbo en medio del océano más inmenso.

Recordé el momento cuando, en la Tierra, Ulises me cuestionó si estaba seguro de unirme al equipo, ese que ahora discutía qué era preferible, buscar un camino de regreso o resignarnos a nuestra suerte; y mientras mi imaginación, en cambio, me transportaba y me hacia vernos como aquellos navegantes de la antigüedad, de comienzos de la cartografía terrestre, y que por una tormenta extraordinaria de pronto perdían las referencias descubriéndose extraviados y temerosos en algún punto remoto, más allá de los límites del mapa, más allá incluso de las ilustraciones marginales que advertían sobre la probable existencia de criaturas monstruosas, terribles y hambrientas. Vino a mi memoria aquella ficción melodramática de mediados del siglo XX que exponía de forma tan jocosa como fantástica la entonces remota posibilidad de quedar uno perdido en el espacio, solo que esto era real y mucho más lejos que el vecindario de Alfa Centauri.

Sólo una ocasión antes en mi vida en la Tierra había experimentado esa sensación de hallarme "entre Escila y Caribdis". Eso fue cuando practicaba rafting en medio de los rápidos del río Zambeze, me sentí más cerca del final que esta vez; quizá porque entonces los navegantes a bordo del bote inflable o la canoa resistíamos con denuedo al rigor de las corrientes, decididos a triunfar sobre la adversidad y los propios temores, mientras que ahora todos nos sentíamos tan conformes y confiados en THETIS como la perfecta timonel de inteligencia artificial capaz de conducir cualquier nave a buen puerto tras navegar cruzando la procelosa oscuridad nebular de Wangché shijai, esa recóndita región del espacio conocida como la Mar del Olvido y la Ausencia.

Yo estaba absorto en estos pensamientos mientras THETIS y el resto valoraban qué hacer enseguida. ¿El resto? No. Alguien faltaba en el grupo, pero parecía que solo yo me había dado cuenta.

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