13. Sembrando espinas.
Haus des Blicks, diciembre de 2022.
¡Auch!, habría exclamado Homero al encajarse una enorme espina de la buganvilla roja, al momento de jalonear una de las ramas más gruesas, largas y atoradas en la malla ciclónica. Por más cuidado que puso en el empeño, un ligero descuido hizo que la mano resbalara y, aun teniéndola enguantada para protección, la espina curva como garra de gavilán entró en el tejido arañando el dedo índice del escritor.
Los recuerdos alrededor de la gatita Micha y de cómo y cuándo llegó a su vida se esfumaron de repente por causa del doloroso pinchazo. Aunque el dolor no alcanzó el grado que podía transformar a Homero en un ogro energúmeno del que hasta sus padres salían huyendo, sí fue suficiente como para distraerlo y provocar que, torpe, además se machucara con las pinzas de podar rosales al momento de cortar una vara delgada a la mitad. Su intención era juntar los trozos en una hacina, con la cual elaborar luego huacales que sirvieren para armar los bancales del huerto. De nuevo, de no ser gracias a los guantes, aparte del pinchazo pudo haberse cortado el dedo pulgar de manera grave.
Por el momento ya había sido suficiente trajín, pensó. Continuaría en otro momento. Necesitaba curarse y todavía tenía pendiente ponerse a trabajar arreglando las maderas que servían de repisa a unos muebles propiedad de Golán, un joven israelí nacionalizado mexicano quien unos años atrás fuera su inquilino alquilándole un cuarto. También, por supuesto, debía continuar avanzando en su novela.
Una de las formas que Homero había encontrado para allegarse algunos pocos ingresos con los cuales sobrevivir fue alquilando cuartos o áreas de su casa como bodega. A unos vecinos y a un amigo les guardó unos muebles. Su primer inquilino fue su ex cuñado Fausto, a él le siguió un joven estudiante, el tercero fue Golán y el último, en plena pandemia, un fotógrafo descendiente de la famosa estirpe Casasola que terminó yéndose sin pagar lo adeudado. En medio de todos ellos ocasionalmente rentó la casa para sesiones fotográficas de desnudos, lo que le significó todo un capítulo aparte de lo que sus amigos de la adolescencia denominaban sus "gordoaventuras".
A Golán lo conoció años antes de la pandemia por intermedio de un vecino y también buen amigo judío, Hayyim Benolol, aficionado a la actuación teatral como Homero, biólogo y veterinario marginal que castrara a los gatos del escritor y salvara la vida de Blue. Por causa de un accidente en motocicleta y mala circulación sanguínea, a este amigo hubo necesidad de amputarle la pierna derecha y colocarle una prótesis, lo que no minó sin embargo su carácter dicharachero y combativo, a veces extremista.
Tiempo después de dejar el cuarto y en cuanto se levantaron las restricciones de la pandemia, Golán le rentó un espacio para guardar la mercancía de productos de belleza y buceo que vendía, así como los muebles que usaba para exhibir ésta en ferias comerciales. El escritor desarrolló buena amistad con Golán quien tenía edad como para ser su hijo, y a su pequeña hija, Noah, la veía como a una nieta. Si bien no experimentaba de ida o vuelta un afecto similar, el afán del muchacho y hábil comerciante por procurarlo hacía que Homero se sintiera agradecido en su soledad suponiendo que a alguien le importaba, pues el contacto con su familia hacia esa época y desde que falleciera su madre era prácticamente nulo por distintas razones.
Para Homero, desde la infancia, trabajar con las plantas siempre fue una ilusión y un desafío. Si ahora podía disfrutar a sus anchas y arreglar su huerto como hortelano, era gracias también a las enseñanzas de Golán quien, tanto en el kibutz como durante su estancia en el ejército israelí, aprendió los cuidados del campo. Atrás habían quedado los frustrantes intentos por germinar hortalizas, crecer árboles frutales, conformar bonsáis. Ahora los conocimientos adquiridos y la experiencia, aunque imperfectos, dotaron al escritor de la calma prudente para aguardar los frutos sin prisas.
Cada vez que salía al jardín a cuidar lo sembrado o trasplantado, o simplemente observar los avances de sus cuidados, Homero se repetía la idea: "un paso a la vez", como mantra aplicable a toda otra actividad de su vida actual. Aunque a veces la tozuda realidad de su pobreza, el no tener lo necesario para comer, desafiaba su paciencia y lo confrontaba con sus sueños más caros como el de realizarse como escritor. Si algo hace las veces de puente entre la felicidad y la miseria, eso es el arte, pensaba cuando le ganaba y distraía de sus metas la desesperación. Por fortuna tenía techo y eso hacía una gran diferencia.
Era verdad que cuando miraba a su pasado y lo comparaba con su situación actual, Homero se preguntaba qué había hecho de su vida, y entonces sentía apremio y ganas de correr tras respuestas que le aseguraran su próxima y desafiante vejez como una placentera, tranquila, cómoda, y no atropellada como la sufrida por su abuelo José víctima de su demencia senil, o la de su padre, víctima de su inepcia y sus lagunas mentales; todo lo contrario de su madre quien de algún modo, a pesar de sus múltiples cirugías y su osteoporosis rampante se fue de este mundo casi entera, por lo menos en lo mental, lúcida. Las recientes muertes de amistades coetáneas no mejoraban ese sentimiento de inquietud y premura. Aunque confundido íntimamente, en el fondo de su corazón, Homero intuía que tenía aún una misión inconclusa, todavía no clara, y debía mantenerse con vida y en buen estado de salud física y mental para llevarla a efecto. Cuando ese sentimiento lo embargaba, ponía sus ojos en sus plantas, unas en flor, otras apenas dando fruto, otras en pleno desarrollo y entonces llegaba de manera invariable a su mente aquella recomendación de su abuelo paterno acerca de las ventajas de la paciencia.
Mientras cepillaba los tablones de Golán con las lijas y resanaba las imperfecciones de la madera preparándola para después aplicarle el barniz elegido por el joven comerciante, Homero se remontaba por instantes a recordar las enseñanzas de su amantísimo padre, y cayó en cuenta cómo, los personajes que en ciertos ámbitos se antojan más como protagonistas de grandes historias, en otros, como puede ser la modesta vida de uno mismo, apenas alcanzan el rol incidental sin que ello merme su capacidad de dejar huella de un modo u otro en la existencia de quien los incluye en la narración tal vez como coincidencias. Todos y cada uno de nosotros llegamos a la vida de otro por algún motivo, con alguna finalidad a veces clara cuando no abstrusa, se decía Homero.
El sonido de la lija, el aroma del serrín, la sensación del mismo adhiriéndose a la piel traerían a la memoria del escritor todo un tren de escenas sin relación aparente, pero que confluirían en el momento de recordar cuando descubrió su particular gusto para trabajar la madera.
* * *
Ciudad de México, abril de 1973.
Era un sábado. En su interés por introducir a Homero en su mundo de la publicidad exterior y compartirle sus afanes de empresario, Toño había llevado consigo a su hijo a la fábrica de anuncios. Homero tenía entonces diez años de edad y ya se distinguía del resto de los niños por siempre portar en el bolsillo de su camisa una pluma y una pequeña libreta donde anotaba ideas para cuentos, sus primeros poemas o dibujos.
Al niño le gustaba acompañar a su papá a la fábrica ubicada en la calle de Lago Zirahuen y al anexo dando vuelta a la esquina, en Laguna Tamiahua, en la colonia Anáhuac de la Ciudad de México, muy cerca del antiguo Colegio Militar. Si bien no lo emocionaba de manera especial, porque invariablemente terminaba sentado en la sala de juntas o un escritorio alejado echando a volar su imaginación, como un recurso para no aburrirse o donde terminaba dormitando.
Ese sábado, el pequeño Homero experimentaría una aventura peculiar tras quedarse dormido solo unos instantes.
* * *
Casa de la Mirada, en algún momento indefinido.
En el sueño, Homero niño se había visto caminando, recorriendo su jardín de apariencia yerma. Las buganvillas con que identificaba a su madre y su padre estaban podadas hasta cerca de la base de sus troncos ya gordos, de cortezas arrugadas, gruesas, marcadas por los arañazos de los gatos. Machete en mano, un hombre mayor observaba alrededor el desorden, las ramas arrojadas por doquier, la hojarasca acumulada en gavillas. Satisfecho pero con un oculto sentimiento de culpa, como el que un asesino novato podría experimentar, el hombre lanzó la espada con habilidad, clavándola de punta en el suelo. El acero vibraba como aquel de la mítica arma arturiana encajada en la roca prodigiosa. Musitó al viento palabras solicitando perdón a los ancestros por troncharles sus afanes post mortem. Argumentó haberlo hecho por el bien de todos. Rememoró arrepentido, no una promesa, sino un viejo y grave juramento: "¡A mí me sacarán de esta casa con los pies por delante!"
Acto seguido una repentina noche cubrió el sueño. El murmullo de un leve soplo entre el follaje de los pirúes cercanos rompía el silencio nocturno. La luz de la luna iluminaba el jardín y solo la sombra del kiosco reptaba por el sueño.
Sería una noche sombría de invierno en Sonnenblumendorf, cuando el famoso escritor Edgar Allan Poe se adentraría en el vecino laberíntico Callejón de las Petunias. Con su capa oscura envolviéndolo como una manta, Poe avanzaría con lentitud, sin tener un destino específico en mente.
* * *
Casa de la Mirada, de vuelta al presente.
¡Poe!, se preguntó azorado Homero deteniendo su labor. ¿Qué clase de digresión tan loca había tenido el escritor? Una cosa es recordarse niño o imaginarse desdoblado. Parte del oficio de escritor requiere semejante habilidad. Una cosa es estar en busca de motivos para escribir su novela, otro asunto es desvariar inventando imágenes metidas como con calzador. Sacudió la cabeza como quien busca ahuyentar una mosca impertinente rondando. Siguió cepillando la madera, pero nuevas digresiones lo sorprenderían desafiándolo.
* * *
Planeta Klimhá, Schloss Steppenwolfsee, cierta noche de 1939.
Ana Gramma, la escritora furry felina del planeta Klimhá, abrió sus ojos amarillos y sintió un estremecimiento recorriendo su cuerpo peludo al despertar de un sueño inquietante. En su mente se encontraban los retazos de un relato onírico que la había transportado a un jardín terráqueo donde un hombre llamado Homero podaba las buganvillas de sus padres. Pero ella sabía que todo era simple ficción en su mundo imaginario. En su novela, el personaje principal también se llamaba Homero, cierto, pero en lugar de ser un humano, era un gato pelirrojo con ojos verdes como la selva. La historia se desarrollaba en un planeta distante, la Tierra, inventado por ella, donde Homero se enfrentaba a sus propios demonios internos mientras trataba de salvar a su comunidad de la destrucción total.
Sacudiendo su cabeza, Ana se pondría a escribir, dejando a la pluma fluir sobre el papel como si fuera un arroyo de tinta. Quizás así entendería el significado de lo que había soñado y cómo se relacionaba con su novela.
* * *
Petunias Alley, Baltimore, planeta Tierra, 1849.
Adentrándose en el callejón —había redactado Ana—, Edgar Alan Poe divisó una pequeña tienda con el nombre "Tlalocan Mask" inscrito en la entrada. Con un gesto que acostumbraba hacer automáticamente cuando estaba intrigado, Poe tocó con su índice derecho la punta de su pico de cuervo, hizo un ademán hacia el frente y decidió entrar. Al hacerlo, una extraña sensación de misterio lo invadió. En el interior de la tienda, un envolvente aroma de copal definía el ambiente. Atravesó una cortina de cuerdas con conchas colgantes. El golpeteo de las mismas le recordó que debajo de su carne solo había huesos frágiles. Unos pasos adelante se encontró con una anciana de aspecto siniestro que lo observaba fijamente, desafiante.
—¿Qué busca, señor Poe?— preguntó en náhuatl la anciana con una voz profunda y ronca.
—Busco respuestas— respondió Poe con voz segura, aunque en su interior se sentía tembloroso y extrañado de saber hablar en náhuatl tanto o más de que la anciana supiera quién era él.
La anciana lo llevó a una habitación trasera, donde había una mesa cubierta de polvo y objetos extraños, y le entregó un libro antiguo.
—Este libro contiene las respuestas que busca, pero tenga cuidado con lo que descubra— advirtió antes de desaparecer en la oscuridad convertida en mariposa negra.
Poe comenzó a hojear el libro más parecido a un mamotreto conformado por manuscritos, y de repente todo a su alrededor se desvaneció. Sorprendido se encontró en un jardín misterioso, medieval, yermo y donde, junto a un muro, dos buganvillas, una roja y una cárdena, habían sido podadas hasta la base. Alrededor cundían ramas, flores y hojas secas por doquier. Un hombre con apariencia de guerrero druida caminaba solo. Pendía de su cintura una espada con empuñadura de dragón. El hombre sostenía en la mano derecha un báculo de oro blanco rematado en la punta por tres espinas como garras de dragón. Las espinas con diamantes incrustados encapsulaban un gran zafiro estrella.
Con un oculto sentimiento de culpa, como el que Poe imaginaba que podría experimentar un asesino novato, el hombre clavó la espada en el suelo, donde vibró como si tuviera vida propia. Musitando al viento palabras en un idioma ignoto, el hombre solicitaba perdón a sus ancestros por tronchar sus afanes post mortem, oraba, argumentaba haberlo hecho por el bien de todos y exlamó: —¡Yo, Suhur, juro honrar su memoria hasta el último de mis días! Nada ni nadie alterará este oasis a no ser pasando sobre mi cadáver. Poe sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al comprender que se trataba de un sueño, o eso creía en primera instancia. Un sueño que revelaba los oscuros deseos de un hombre y su lucha interna por justificar sus acciones. Un sueño que él no estaba teniendo porque no estaba dormido, o eso creía. Pero, ¿quién era ese hombre y qué oscuros secretos escondía? ¿Era Poe soñando, o se encontraba Poe en un sueño ajeno? La respuesta seguiría siendo un misterio, como muchas otras cosas en la vida y muerte de Edgar Allan Poe.
* * *
Planeta Klimhá, Schloss Steppenwolfsee, instantes después.
A medida que escribía, Ana había comenzado a dudar sobre la validez de sus propias creaciones. Como heroína de su propia historia, Ana Gramma enfrentaba desafíos como la creación de un mundo coherente y detallado para su novela, el desarrollo de personajes convincentes y la construcción de una trama emocionante y satisfactoria. ¿Era Homero realmente un héroe digno de ser escrito? ¿O era solo una copia barata de los personajes de sus libros anteriores? ¿Cómo podría ella, una simple escritora furry felina de otro planeta, competir con los grandes autores de la Tierra, si es que esta existía en realidad? ¿Y cómo se le ocurrió ese personaje misterioso con aspecto de cuervo adentrándose en un laberíntico callejón? ¿A qué venía al caso?
En su sueño, Ana había visto a su Homero tomando una rama larga, casi recta y, con ayuda de unas sizores para rosal, cortar los enormes gavilanes que eran las espinas en el palo. Dejó solamente tres en la punta. Tres que se cerraban sobre el centro como formando una jaula diminuta. Las otras espinas, conforme las cortaba volaban alrededor hasta caer en cualquier rincón en el suelo, algunas clavándose. Entonces, la vista de Homero se enfocó en un grupo de esas espinas y, como con un lente de aumento, acercó la imagen pudiendo notar que las supuestas púas eran en realidad semillas que hincaban su punta enterrándose entre el suelo seco, donde empezaban a germinar echando raíces, dando lugar a una profusa y espinosa enredadera que ascendía rápida, robusta, creando un muro escalable hasta las nubes donde un dragón esperaba el momento para posarse en guardia.
¿Qué relación tenía ese sueño con su plan de escribir sobre un Homero enfrentando el desafío de encontrar la inspiración para continuar escribiendo su novela, superar sus dudas e inseguridades sobre su capacidad como escritor, las relativas a la edad, y enfrentar cualquier obstáculo en su camino hacia la publicación de su obra, incluido el de mantener su voz y visión únicas como autor?
Dudas como esas detuvieron el ímpetu de Ana. Mientras tanto, en algún lugar del universo, un Homero de veras seguía lidiando con sus propias luchas internas, tratando de reconciliar sus deseos creativos con su necesidad de respetar su legado familiar. Y quizás, en algún momento, las dos historias se unirían en una sola, formando un relato más grande e impactante que cualquier escritor, humano o furry, podría imaginar.
* * *
Ciudad de México, 1973, unos instantes después.
Homero niño despertó estirándose sin dar demasiada importancia a su visión onírica o a la sensación de estar perdido en un laberinto sin salida. Su mente se sentía pesada. La realidad se difuminaba en sus pensamientos, pero había algo que lo atraía hacia el exterior, algo que lo impulsaba a salir de la oficina de la fábrica y ver por sí mismo lo que había afuera, en el largo, muy largo patio tan distinto al jardín de su casa.
En esa fábrica, el pequeño Homero halló una suerte de patio de juegos, aunque entre la maquinaria y los cuartos dedicados a alguna especialidad era como transitar por un laberinto. Si había oportunidad de convivir con los obreros y verlos trabajar, Homero se les acercaba con preguntas, y uno o dos tenían la paciencia y disposición para darle lecciones gratuitas sobre alguna tarea específica que hacían, o incluso regalarle a modo de suvenir o juguete alguna pieza sobrante ya fuera del material usado o de los productos creados. Así, Homero fue aprendiendo igual que hizo su padre, en tanto autodidacta, observando, detalles mínimos pero importantes sobre distintos oficios como el del herrero, el carpintero, el dibujante, el albañil.
Varios de los maestros que trabajaban en la fábrica resultaban admirables tanto a Homero como a su padre, por su fabulosa versatilidad creativa y el ingenio en la resolución de problemas. Homero recordaba solo sus nombres de pila y acaso el apellido de uno al que Toño incluso ascendió hasta gerente de la compañía: Manjarrez. Había otro, un chofer de apellido Aldana, que en ocasiones recogió al niño en la salida de la escuela transportándolo en una enorme camioneta pickup. De todos y cada uno, Homero obtuvo algún aprendizaje valioso.
Luciano Hernández era un todólogo. Si no había la máquina o herramienta para hacer alguna tarea, Luciano la inventaba. Pero sus habilidades para el diseño lo destacaron al punto que Toño no solo le encargó un área sensible y nueva como era la producción de anuncios lumínicos de plástico acrílico y los techos de fibra de vidrio, sino incluso, al poco tiempo, se asoció con él.
Mientras fue solo un trabajador en la fábrica, alguna vez Luciano tuvo problemas con la justicia y fue a dar a prisión. Toño lo visitaba apesadumbrado por su caso y para informarle de los progresos en el mismo gracias a que, para gestionar su defensa, había recurrido al abogado y buen amigo Néstor de Buen Lozano, un importante abogado laborista de origen español que llegara a México con el grupo de exiliados republicanos. En una de esas visitas, la última, Luciano regaló a Toño una lámpara de mesa elaborada en madera y con tosca forma de barco cabinado, más parecido a un remolcador que a un pesquero o un yate. Pintado de rojo y con un foco colorado en su interior, al encenderlo por las noches, la habitación de Homero adoptaba un ambiente de magia provocativa.
—Para su hijo, recuerdo que está próximo su cumpleaños. Por favor recíbalo como muestra de mi gratitud—, habría dicho Luciano a Toño quien lo recibió conmovido, aunque insistió en pagar por el regalo, pues sabía que Luciano, como otros reos, hacía esos trabajos en los talleres de la penitenciaría para venderlos a los visitantes y así obtener algunos centavos con los cuales mantenerse en medio de la oscura economía del presidio, pagando por bienes o favores.
Después de que Luciano salió de la cárcel, Toño lo contrató de nuevo, en parte porque reconocía su valor, en parte porque nadie más quería darle cabida por ser un ex presidiario. Pero Luciano ya no era el mismo. Toño le sugirió asociarse, ayudarlo a crecer, creía en su enorme talento. Así hicieron, mas poco después Luciano, cuyo carácter se había vuelto melancólico, optó por disolver la sociedad. Trabajó lo justo para juntar un dinero y volar en la búsqueda de sí mismo y de otras oportunidades más acordes con su nueva filosofía de vida, a la que había llegado tras la dura experiencia en el encierro, por breve que hubiera sido.
Ese barco y un bello velero que le regalara por la misma razón y tiempo a Homero un preciado amigo de sus padres, Óscar Leal, publicista y promotor de seguros, fueron por mucho tiempo de los objetos predilectos del escritor. Al velero jamás se atrevió a ponerlo a navegar ni en la bañera ni cuando la familia iba a pasear a Chapultepec o a los Espejos de Polanco junto con la familia de los Tovar, amigos de Tere desde su juventud, pero ambos los usó durante toda su infancia para imaginarse acompañando a sus muñecos, réplicas miniatura de las figuras de Disney, Hanna-Barbera, y soldaditos de plomo o de inyección de plástico, en una travesía sin fin por los siete mares o en océanos de mundos en otro lugar del universo. Tiempo atrás, cuando Homero fue operado de las anginas a los cuatro años, otra amistad de Toño, Francisco Villavicencio, también le hizo un presente similar, pero aquel era un precioso submarino hiperrealista, de pilas, importado como fayuca, que cierto día desapareció como por arte de magia —en realidad lo robó una sirvienta.
Estos como otros regalos fueron la simiente de su arraigado gusto por el mar, los barcos, las maquetas, los trenes, las naves y los viajes espaciales, la literatura. Simiente que, regada con la fértil creatividad de Emilio Salgari, autor entre muchas historias de La ciudad del rey leproso, la primera novela que leyera Homero a sus quince años, llevaría al muchacho a imbuirse en las historias de aventuras del modo como bien diría años después Gabriel García Márquez: "la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla".
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro