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12. Más allá

Haus des Blicks, febrero 3 de 2009.

Homero se encontraba exahusto por el duelo. La pérdida de quien fuera su compañera de vida, con quien había vivido desde su concepción hasta el último minuto de la existencia de ella, le había dejado una profunda sensación de vacío, y durante la noche tuvo uno de esos sueños que jamás se olvidan, en parte por su contenido y en parte por ocurrir un día antes de su cumpleaños.

Homero se había ido a dormir temprano contra lo que era su costumbre teniendo un horario más bien de ave nocturna. Muy pronto cayó en un profundo letargo. Tuvo una serie de sueños cuyos contenidos eran sin duda una forma como su subconsciente buscaba organizar las experiencias de los días previos: el viacrucis de llevar a su madre de un hospital a otro en busca de ser atendida oportunamente, las exequias, la cremación, el cansancio emocional incomparable.

Si bien las imágenes oníricas no tenían mayor relevancia como para quedar guardadas en algún casillero de la memoria, empero y ya cerca del amanecer, mientras Homero dormía, en sueños presintió de manera vívida que alguien deambulaba por el pasillo afuera de su cuarto.

Extrañado, primero dudó si se trataba de una ilusión como otras que había experimentado en el pasado cuando llegó a soñar, por ejemplo, allá por mil novecientos ochenta y cuatro, que el país era invadido por el ejército estadounidense integrando como una escena de acción el estallido de la planta de Pemex para almacenamiento y distribución ubicada en San Juanico, Ixhuatepec; explosiones que, a pesar de la enorme distancia, habían cimbrado las ventanas de la casa. O cuando su mente, por la misma época, le hizo creer que unos ladrones se habían metido a la casa, él se levantó a revisar e hizo ruidos para ahuyentar a los intrusos. Pero, en cambio, el torpe iluso solo espantó a su hermana Sandra y sus hijos, los que a la sazón vivían en la casa mientras se tramitaba el divorcio de ella con su marido, el nefando abogado Bernardo Alonso Barraza.

Esta vez, en el sueño se levantó sigiloso para verificar de quién se trataba. Vio desde atrás a su madre vistiendo su usual bata rosa abullonada, deslizándose ligera, como flotando, desde su habitación, la principal, hacia abajo por las escaleras, con dirección a la sala. La siguió discreto. Se detuvo a espiarla por sobre el barandal desde uno de los escalones altos. Ella, a su vez, se quedó de pie frente a uno de los dos sillones orejeros ahí; justo ese donde, en vida, ella acostumbraba sentarse mientras, bebiendo un tequila y escuchando música, esperaba a que la comida terminara de cocinarse y Homero regresara de alguno de sus trabajos. El escritor notó algo raro. Ella llevaba un martillo en la mano derecha. De pronto ella volteó a mirar hacia donde estaba Homero sabiéndose descubierta. Homero se horrorizó al ver, como nunca antes y como jamás habría de suceder después, el rostro cadavérico de su madre, la cual, sin quitarle la vista de encima —si es que los cadáveres tienen vista—, levantó el brazo cuya mano sostenía el martillo y acto seguido arrojó este hacia la pared detrás del sillón, ya entonces colindante con la Casa Santera, atravesándola como si fuera inmaterial. Luego de eso, todo fue oscuridad. Así terminó el sueño y Homero continuó durmiendo hasta que, unas horas después, muy temprano en la mañana, el tintineo de una extraña campana en algún lugar de la casona lo despertó.

El corazón de Homero palpitaba acelerado. Esperó unos momentos para calmarse. Escéptico recorrió toda la casa. Bajó a la sala y revisó una a una las campanas que conformaban la colección de su madre, hasta que localizó justo aquella cuyo tañido llamó su atención: la favorita de ella, una delicada campanita de cristal soplado adornada con finos grabados.

Homero sonrió conmovido hasta las lágrimas. Estaba seguro de que, tal como se describe en ¡Qué bello es vivir!, una de las películas favoritas de Tere, protagonizada por James Stewart, y que las televisoras suelen transmitir en los días de Navidad, ella había recibido sus alas de ángel. Solo quedaba resolver el misterio de su sueño horrendo. Algo había querido decirle su madre de esa manera tan críptica. ¿Pero qué?

Ese día Homero tuvo el antojo de ir al restaurante de comida china adonde acostumbraba ir con su madre. Como siempre se sirvió del bufet y rompió una galleta de la suerte. El papelito oculto en esta decía: "Tú nunca conocerás el hambre".

Por la noche, Homero encontró unas llamadas en la contestadora. Al reproducirlas solo se escuchó ruido, salvo en la tercera. Las extrajo para editarlas en la computadora y, al limpiar el audio de la tercera, quedó patidifuso. Entre sonidos como los que la ciencia ficción ha imaginado para las naves alienígenas se escuchaban varias voces femeninas. La primera se limitaba a decir en primer plano: "No llores más", y las restantes agregaban en el fondo: "Acá la cuidamos".

De inmediato Homero confirmó su sospecha de que tenía entre manos una psicofonía. Era la segunda, pues la primera vez le había sucedido en la tercera semana de abril de dos mil seis, cuando su madre rodó la escalera de la casa fracturándose la muñeca izquierda de forma expuesta y casi desangrándose. Entonces, en su celular recibió dos llamadas extrañas. La primera era la reproducción del extracto de un noticiario del día, precisamente con la voz de Jacobo Zabludovsky, el amor platónico de Tere desde que ella era adolescente, donde se daba una nota sobre una manifestación de maestros que entorpecía el tránsito. Y la segunda llamada enseguida contenía una voz distorsionada de mujer que inquiría con angustia: "Avísame".

Esa primera vez, lo primero que pensó Homero era que se trataba de su tía Pipi, recientemente fallecida en la segunda semana de abril de dos mil seis, solicitando estar informada del estado de salud de Tere, su hermana. Con ese supuesto en mente, Homero llegó a casa por la noche y, hablando al aire y al retrato de la tía explicó la situación y el parte médico, seguro de que ella, como técnica radióloga, esposa y además de asistente del tío Lamberto, neumólogo y masón grado treinta y tres, entendería los pormenores.

Respecto de ésta nueva psicofonía entre sus manos, él trazó la hipótesis de que la voz en primer plano era la de su madre y las del fondo eran sus grandes amigas, fallecidas antes que ella: la tía Raquel, prima hermana paterna de Toño; la Señora Marta Cuenca viuda de López; Carmelita Ortiz, madrina de bautizo de Homero, y por supuesto la tía Pipi. Tal vez entre ellas también estaría doña Yolanda Estrada a quien Tere le debiera muchos favores.

Pasarían varios años. El veinticinco de enero de dos mil catorce, su ex cuñado Fausto pasaría también, como se dice, a mejor vida, a los sesenta y siete años, luego de haber vivido en la casa rentándole durante tres meses un cuarto a Homero; precisamente la habitación principal que fuera de los padres del escritor, y quien se animó a apoyar al hombre contra el que su padre, muerto meses atrás, tenía animadversión. Fumador empedernido, el delgadísimo hombre falleció a causa del trastorno respiratorio llamado epoc (enfermedad pulmonar obstructiva crónica).

—¡Fausto! ¿Ya te viste al espejo?— habría comentado Homero a su ex cuñado el penúltimo día que lo vio con vida. Era temprano por la mañana y Fausto se encontraba de pie en la entrada de la habitación principal, dispuesto para bajar a la cocina para desayunar. Lucía hinchado y azul, débil. Homero lo convenció de llamar al médico y agendar cita. A la mañana siguiente Jolianna, la hija mayor de Fausto, habría ido por él para llevarlo al doctor y regresar luego con el papá conectado a un tanque de oxígeno. Recogería algunas pertenencias y lo internaría de urgencia en el hospital. Esa sería la última imagen del hombre que quedaría en la mente de Homero.

Tras el hecho y coincidiendo con la fecha del cumpleaños de Tere, los sobrinos de Homero, hijos de Fausto y su hermana Patricia, fueron a la casa para sacar varias de las pocas pertenencias de su padre quien murió intestado, así como la cama que fuera de Tere y en la que había estado durmiendo Homero. Esa cama tenía un significado particular para Patricia y era lógico que la tomara en calidad de legado. A cambio, Homero durmió desde entonces en la que fuera la cama de Fausto, aunque no imaginaba lo que experimentaría apenas al día siguiente cuando un ruido seco y la sacudida espantosa de la cama lo despertarían de modo abrupto.

Tratando de comprender lo ocurrido, Homero recorrió la casa en busca de algo que pudiera haber provocado el ruido. Descartando toda opción lógica sin éxito recurrió al pensamiento mágico. Supuso que algo o alguien invisible había pateado la cama. Hizo el experimento y quedó frío con el resultado al obtener el sonido exacto y notar la forma como se movió el lecho. Entonces, dando una explicación absurda, supuso que o un Fausto espectral le había pateado la cama en reclamo por su pertenencia, o su padre lo había hecho en reclamo por permitirle a su desagradable yerno vivir sus últimos días en la que fuera su habitación, aun cuando ya ni siquiera hubiera vivido en la casa durante los veintidós años anteriores. Para que esto último pudiera ser asequible, Homero imaginaría una escena del más allá.

* * *

En algún punto del tiempo y el espacio, quizás otra dimensión.

Fausto había dejado de respirar. Luego de pocos instantes su alma había hecho conciencia de su infinitud. Hallándose de pronto en medio de un halo lumínico, Fausto había recorrido suavemente una especie de túnel, sin sentir sus pasos o algún peso. Al final del túnel, unas figuras difusas lo habían saludado y lo atraían. Al acercarse a ellas distinguió a su padre y su hermano mayor, ambos teniendo por nombre Carlos; a su madre, doña Neti, y se sorprendió de mirar entre el grupo a doña Tere, la madre de Homero, hacia quien siempre tuvo un aprecio especial y gratitud, la que se vio enfatizada por el detalle de Homero de permitirle vivir sus últimos días en la que fuera la habitación de la mujer. Alcanzó a ver también más atrás al padre de Homero, Toño, como buen Leo, agazapado, pero además con un gesto agrio, de reprobación.

—¡Bienvenido, Fausto!— saludó Tere afectuosa al recientemente fallecido.

—Gracias, doña Tere. Usted siempre tan amable y condescendiente. Le estoy muy agradecido por como fue conmigo en la otra vida, aun a pesar de la oposición de su esposo— habría añadido Fausto mirando con poca discreción a Toño. —Y más agradecido le estoy porque supo inculcar en su hijo, Homero, la solidaridad. A él le estaré también muy agradecido eternamente por brindarme el cobijo de su casa en los que él ni yo, ni nadie suponíamos serían mis últimos meses. Tuve mis defectos, sin duda y terribles, pero ustedes supieron valorarme por mis virtudes. La calidez de su habitación, doña Tere, fue muy importante para mí, porque me permitió sentirme perteneciente a una noble familia como la suya.

—¡Qué!— exclamó Toño desde atrás. Se aproximó amenazante a Fausto, mirándolo con desprecio. —¡El colmo! Tus últimos días los pasaste en la que fue mi habitación, mi espacio, mi territorio, ¡con la venia de mi hijo! ¡Intolerable! Eso no lo puedo perdonar, Tere. Si antes bromeaba con Homero cerrándole las puertas de los roperos, alimentando su credulidad en los fantasmas, ahora conocerá lo que puede hacer uno, no solo chocarrero, sino enojado— afirmó esfumándose para aparecer de madrugada junto a la cama donde dormía Homero. Hizo acopio de energía, y con un puntapié sacudió el mueble despertando al escritor, susurrando luego un lamento que se clavaría como una espina y restregaría una vieja herida en el alma de Homero: —¡Tú no eres mi hijo!

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