11. El distraído o La vida en un pañuelo
Casa de la Mirada, diciembre de 2022.
Homero había estado recordando los derroteros que anduvo tras aquella decisión juvenil de cambiar de profesión mientras, armado con hoz, serrote y machete trabajaba en el huerto haciendo equilibrio sobre una escalera que le prestara un vecino.
Tenía el objetivo de talar un arbusto tepozán que había crecido muy grande entre la barda medianera de su casa y el muro de la vecina Casa Española agrietándolo. Lo hacía con cuidado de no caer o lastimarse. No era anciano, pero la senectud es marca limítrofe que anuncia la vejez, y a Homero, con sus cincuenta y nueve años, casi sesenta de edad, no le convenía aventurarse más allá de lo prudente, máxime estando solo y sin recursos como para solicitar ayuda o acceder a los servicios médicos. Aparte, cuando se soltó el frío invernal días atrás, la vieja lesión que se hiciera en la rodilla izquierda a los diecisiete años esquiando en la nieve le empezó a molestar con una bursitis. Esa era una razón más para cuidarse. No obstante, aprovechó las herramientas y la incómoda posición para podar también las ya gruesas ramas de la buganvilla roja, representante de su padre, y luego haría lo consecuente con la buganvilla morada, predilecta de su madre. De tan largas ya rebasaban y colgaban sobre la malla ciclónica que mandara colocar cuando tuvo a Micha, su primera gata carey, en la presunción de que, con ello, evitaría molestias a los vecinos limitando los movimientos de la felina afecta, como dicta su naturaleza, a rondar cachonda, provocativa, por los tejados calientes, en las noches de plenilunio. ¡Oh, incauto! Pronto aprendió que la voluntariosa astucia gatuna no tiene límites y siempre encuentra el resquicio, la táctica o técnica para escabullirse por los senderos más insospechados, escalando, deslizando, saltando por entre los obstáculos de apariencia más insalvable.
«En la vida todo son coincidencias», pensaba Homero alrededor de cómo entró Micha en su vida y mientras, con cuidado y usando unas tijeras para rosal, limpiaba las espinas en las varas de buganvillas resultantes de la poda. «Y sin embargo, ¡oh, contradicción!, nada en la vida es una coincidencia. Todo pasa por algo. La vida no te pasa a ti, Homero; pasa para ti», se decía el escritor rememorando la afirmación que alguna vez escuchó expresar al actor canadiense Jim Carrey en una conferencia grabada y registrada en algún video de YouTube. No dejaba de ser interesante que dos preposiciones similares y sinónimas también pudieran implicar intenciones distintas. «Lo que le pasa "a" uno, no siempre pasa "para" uno; pero lo que pasa para uno, aun ocurriéndole a otro, necesariamente le sucede "a" uno así sea de forma virtual y vicaria. Por otra parte, lo que le sucede a uno, pasa ocurriendo directa o indirectamente hacia uno». Enfrascado en esas ideas, Homero elucubraba sin mucha conciencia de sus movimientos mecánicos. Dentro de la casa resonaba la sinfonía sesenta en do mayor de Joseph Haydn. A, para, hacia, implicaban de cualquier modo un movimiento del cual uno no siempre es causante a no ser como coincidencia con otro en el mismo lugar y tiempo, así fueran los equivocados. Esa era, pensaba, una apretada síntesis de la relatividad de Einstein aplicada parcialmente a los fenómenos lingüísticos.
Como suele suceder cuando está uno ocupado, de pronto se suscitan distracciones breves que, empero, no afectan la capacidad de concentración, sino acaso la afinan volviendo automáticas las acciones repetitivas. Malo cuando esas distracciones se prolongan, pues pueden ser motivo de accidentes lamentables. Así, mientras Homero aserraba una gruesa rama, pensando en la forma como aquella gata y algunas personas aparecieron en su vida, como coincidencias, vino a su memoria una paremia que había escuchado, como lo hemos hecho muchos, en boca de sus padres: el mundo es un pañuelo.
Si bien el símil lo fascinaba, también lo confundía. Alguna vez, reflexionando ocioso sobre su significado, ideó un absurdo silogismo con el cual argumentaba que, si el mundo es un pañuelo y cada cabeza es un mundo, entonces cada cabeza es un pañuelo. Y todavía más absurdo, apelando por extensión a la alegoría calderonista, si cada cabeza es un pañuelo y la vida es sueño, entonces la vida es un pañuelo.
Al interpretar esta alegoría imaginaba de bote pronto, como seguro hacemos muchos, un pañuelo sucio de mocos, donde nosotros con todos nuestros deseos, sueños, perversiones y fantasías somos los humores flemáticos, tan duros o líquidos pero siempre tan pegajosos y aferrados como las ganas mismas de vivir.
A veces, en cambio, imaginaba uno limpio, liso, quizá distinguido con un monograma bordado, y con aroma de esencias de maderas como la que en ese momento surgía de entre el serrín fresco, dulzón, producto de la labor de Homero que los humanos calificarían de correctiva si no incluso destructiva, pero las plantas interpretarían como una forma de amor tan salvaje como la naturaleza misma, pues conocían el secreto yacente en los pensamientos que entonces cruzaban la cabeza del escritor, quien por esos días leyó la noticia científica del hallazgo de botánicos de la Universidad de Tel Aviv acerca de que las plantas en efecto sienten y gritan emitiendo ultrasonidos.
Pero esta vez su imaginación fue un paso más allá, instalando entre sus opciones la idea de un serenero conteniendo monedas, sujeto con un nudo a modo de talega tintineante; como aquel en que su madre guardara los veinticinco Morelos de un peso que Toño le entregara en calidad de arras cuando celebraron las bodas de plata. Sendas monedas por los años de matrimonio. Monedas que, una parte de ellas, tras la muerte de su madre, Homero vendió al cambista a precio de plata mientras otras las conservó para incluir en su colección numismática. Y pensar que la tradición establece trece como límite simbolizando los bienes materiales de la pareja, la bonanza esperada y compartida; doce por cada mes del año, pero también, con la décimotercera moneda, las temporadas de vacas flacas y la obligación caritativa, solidaria, de compartir con los necesitados. Una garantía matrimonial que podía perderse en caso de infidelidad, así como Judas perdió la confianza del Mesías por el precio de trece monedas. «¡Ah, si mi padre no hubiera sido infiel, quizás hoy otro gallo me cantara», pensaba el escritor contemplando su deteriorada casa, pero también preguntándose de qué serviría en un futuro próximo su afán numismático y filatélico, en un mundo donde todo apuntaba al establecimiento de un nuevo monetarismo basado en la virtualidad digital y la minería criptográfica, en vez de la impresión de billetes, estampillas, y la acuñación de piezas metálicas con la efigie conmemorativa del momento. De qué serviría si además no tenía, fuera de sus sobrinos, a los que no veía hacía años, ni a quién dejar su colección en calidad de legado. Entonces miró a sus gatos dormitando y pensó, «¡Ah, si fueran el gato con botas...».
Dinámica, la imaginación del escritor derivó el serenero en un paliacate muy mexicano de brillante color amarillo; como ese que el sudoroso cantante estadounidense Johnny Mathis, de voz aterciopelada, se quitara de la cabeza en plena actuación para regalarlo a Tere durante un concierto en México, al que la madre del escritor, allá por mil novecientos setenta, habría asistido con Toño y el grupo de amigos publicistas, conformado por todo un conjunto de personalidades, y que una vez al mes organizaban reuniones en sus casas para la convivencia de las familias de manera intercalada.
Si bien ese se trataba de un capítulo aparte en las memorias de Homero, en el momento que surgieron esos recuerdos su ánimo se sintió invadido por ellos. Lo asaltaron como quienes, de modo semejante a los antiguos marinos en medio de un juicio sumario tras el motín, se niegan a ser náufragos arrojados a su suerte en medio de la Mar del Olvido y la Ausencia. Los recuerdos jalaron al escritor hacia un torbellino donde parecían desintegrarse y enredarse alrededor de la figura concreta de su padre. Su biografía, comprendió, estaba atada de modo indefectible a la biografía de su familia y a la Historia misma de México, si no es que del mundo.
Homero sacudió repentinamente su cabeza cerrando los ojos, como quien pretende acomodar la ideas, evadir la digresión, y volvió así a la imagen de la paremia que había desatado ese fugaz viaje en el tiempo. En su mente se formó, como de entre una nube, un simple y vulgar girón de una gastada sábana, apenas movido por un soplo, pero velando lánguido una luna bella de cuerpo entero donde quizá se reflejaba entre sombras la figura de una modelo desnuda, una mujer de figura atlética, delineada en su musculatura, senos y nalgas turgentes, pezones firmes, enhiestos, piel cobriza, con una luna y un camino de estrellas tatuados en su costado izquierdo de prostituta, con la mano entre las piernas y excitándose hasta un orgasmo líquido, desbordado como río ansioso de arrastrar todo a su paso con la fuerza del placer y el deseo.
De pronto, como si una mano invisible e impertinente arrancara el velo para descubrir lo prohibido, al unísono de la trompeta en la sinfonía al fondo, el paño en su mente se mostró arrumbado en un rincón ocultando con vergüenza una mancha. ¿Pintura labial o sangre?
El escritor parpadeó y la imagen mental sustituta le mostró un pañuelo acomodado con esmero en el bolsillo de una americana, asomando apenas una esquina tras la solapa decorada con una menuda rosa de castilla guiñando la sedosa piel de sus pétalos con coqueta timidez.
Entonces la metáfora, por el cambio nomás en una consonante, se hizo paráfrasis sugiriendo, como en un arrugado y viejo mapa del tesoro sellado con la rosa de los vientos, los trazos de la vida en un pañuelo.
Hay quienes aseguran que la muerte no es sino una transición, aunque no esclarecen hacia qué o cómo sucede fuera de lo evidente al momento del deceso. Otros piensan que es un punto de encuentro y coincidencia. En ese planisferio de la última imagen en la mente de Homero, las rutas marcadas, los posibles caminos a otros lugares, tiempos o dimensiones harían confluir a los personajes de su novela como trazos en el pañuelo de la vida, coincidiendo en un punto donde magia, aventura e historia los reunieren para bien y para mal, vivos o muertos, reales y ficticios, y donde el héroe pudiere poner a prueba sus facultades, temores y coraje, enfrentando las pruebas del amor y del desamor.
Entre esos trazos en el pañuelo de la vida estarían los de la minina Micha y sus hijos Rorick, Tabby y Blue, y muchos otros personajes más formando, en la vida de Homero, nuevos y aleccionadores capítulos cuyas primeras páginas explorarían lo ocurrido a partir del quinto aniversario luctuoso de Tere.
* * *
Casa de la Mirada, enero a febrero de 2014.
Es común relacionar a los gatos con la magia y lo sobrenatural. Para quienes creen en los fenómenos extraordinarios, mediante la muerte algunos reencarnamos en otros seres, muy particularmente en felinos, sobre todo cuando se supone que el karma o el dharma han dejado alguna deuda pendiente. También esto se asocia con la creencia de que hay objetos y sitios que ocultan portales, ventanas, umbrales y pasajes a través de los cuales uno puede llegar a otros tiempos y dimensiones, ya por accidente o por voluntad propia y con la ayuda de un mentor.
A saber si Micha había sido una reencarnación o si era enviada de una dimensión sobrenatural para servirle de mentora a Homero. Lo cierto es que Micha llegó a la vida del escritor coincidiendo con la fecha del cumpleaños de la madre de él, un nueve de febrero, y diez días después de su quinto aniversario luctuoso.
Por esos días, y hablando de coincidencias, Homero retomó su interés en Second Life, el primero de los metamundos virtuales creados por la modernidad allá en el año dos mil tres, y donde conformó el primero de sus avatares, digamos que su consentido, Beggar Mayo Slaegon.
Al principio, en el dos mil cinco, y llevado por la curiosidad, Homero se aventuró a explorar Second Life a la sazón con apenas tres años de funcionamiento. Creó a Beggar Mayo como aquellos muñecos de su infancia, sus hombres de acción a los que, como las niñas con sus muñecas, vestía y desvestía, armaba y desarmaba para conformar un personaje con el cual jugar escapando de su rutina diaria. Sin embargo, muy pronto quedó fascinado con la magia tecnológica detrás, y comenzó a verlo como una extensión suya, su alter ego, un escritor imaginario pero con sorprendente vida propia que se movía por el mundo virtual en busca de inspiración para sus historias; un seductor, atractivo y exitoso galán medianamente ajustado a los estereotipos de belleza, pero no demasiado lejano a lo que pudo haber sido el propio Homero de haberse entrenado físicamente en vez de ceder a su indisciplina y a su timidez. Beggar fue evolucionando con los avances de la plataforma hasta un grado de realismo impresionante que muy rápido llevó a Homero a ver en Beggar una especie de receptáculo de sus deseos, fantasías y sueños, los cuales a través de él proyectó como la esperanza de que, si algún día los científicos conseguían la manera de depositar las conciencias en productos tecnológicos, él sería feliz viviendo, aun después de la muerte, en la forma de un ente digital casi eterno, casi omnímodo, casi omnisciente, casi omnipresente, capaz de teletransportarse entre el espacio, el tiempo y las dimensiones. (¡Qué extraño puede resultar a veces hablar de uno mismo en tercera persona!).
Homero había estado entrando y saliendo de ese metamundo virtual como quien entra y sale de un tablero de juego, sin orden, plan o agenda. Pero Second Life era y es mucho más que un simple juego. Para el año dos mil diez, solo un año después del deceso de Tere, el escritor en pleno duelo concluyó que no podía vivir aislado y empleó Second Life para socializar de alguna manera. Por contraste, cierta circunstancia que afectó a su comunidad en la vida real lo llevó a involucrarse como activista en contra del gobierno y a quedar expuesto al vendaval de la política. Debido a ello dejó pasar mucho tiempo sin asomarse a esa otra ventana virtual donde había experimentado no nada más entretenimiento, sino había puesto en práctica y desarrollado muchas de sus habilidades que, por circunstancias de la vida, había dejado aletargadas.
Luego, ya un poco alejado de la vorágine del activismo social, un día antes del quinto aniversario luctuoso de su madre, Homero retomó sus incursiones en el mundo virtual. Azorado por los cambios tecnológicos, en la primera ocasión sostuvo una interesante conversación en una paradisiaca isla con un usuario cuyo avatar femenino tenía apariencia felina y se hacía llamar Ana Gramma, según se leía en el dato oficial del perfil, aunque en la etiqueta de sobrenombre anotaba Nekomusume.
Días después, cuando volvía de comprar unas viandas en el mercado, un instante antes de cerrar la reja del portón, una gatita, a la que él llamaría Micha, entró rauda en la casa huyendo a saber de qué peligro, pero dispuesta a quedarse. A Homero le resultó peculiar la manera como su mente asoció ambos hechos aparentemente disímbolos. Nunca antes había tenido gatos como mascotas, siempre perros en su mayoría, pero también patos, hamsters, pollos, ranas, peces, canarios. Por lo mismo la llegada de Micha supuso un nuevo aprendizaje en muchos niveles. En las siguientes semanas Micha ocupó un lugar central en su vida, y más cuando descubrió que la gatita estaba preñada de los que, tiempo después, serían sus queridos Blue, Rorick y Tabby.
Cierta vez que Homero estaba conectado en Second Life, Micha miraba atenta la pantalla de la computadora, ronroneando, entonces con la mirada siguió algo que solo ella captaba y parecía desplazarse desde la pantalla de la computadora hasta un rincón en la habitación y se quedó mirando fijamente el punto hasta que un crujido en otra parte de la casa atrajo su atención motivándola a salir disparada y curiosa.
Antes de que Micha apareciera, en la Casa de la Mirada había un mueble costurero que parecía contar con ese misterioso atributo de servir como una puerta transdimensional.
Cada tanto, empero sin ajustarse a una frecuencia exacta, ese costurero crujía y enseguida, en cualquier punto concreto y circunscrito de la casa, podía percibirse un marcado aroma de nardos.
—Ya llegó tu abuela Luisa— externaba Tere a Homero, aduciendo que era la manifestación espectral de su madre visitando a sus seres queridos, en particular a ella, su Burrita.
Todos en la familia, con excepción de Toño, el padre de Homero cuyo olfato parecía estar algo atrofiado, habían experimentado el fenómeno. Por supuesto, la explicación lógica y racional se basaba en la mecánica de materiales y los cambios de temperatura en el ambiente. Aun así, no dejaba de ser peculiar que ese era el único mueble en la casa con ese comportamiento y sin importar dónde estuviera ubicado. La explicación alternativa justificaba el hecho en que algunas pertenencias de la abuela todavía estaban guardadas dentro del mueble.
Pues ocurre que en el año previo a su fallecimiento, Tere decidió deshacerse de varios muebles y trebejos. Esa decisión, sin embargo, motivaría una discusión entre madre e hijo, porque la mujer malbartó un mueble que era una joya de ebanistería de los años treinta del siglo veinte.
Se trataba de una mesa ratona para teléfono fabricada con madera de ébano en estilo art decó. Los soportes laterales estaban tallados figurando en las esquinas sendas patas de un león ascendiendo como hiedras hasta la tabla rasa acabada con pecho de paloma. La superficie estaba decorada con un rompecabezas formado por figuras geométricas alusivas a motivos florales, hechos estos con marquetería de cedro en dos tonos barnizados al natural. En el centro, por debajo, un cajón hueco, sin tapas laterales, servía para depositar ahí alguna libreta o la guía telefónica.
Tere había optado por deshacerse de ese mueble para privilegiar otro del mismo menage heredado de su tía Pita, la maestra normalista y octava hermana de la abuela Luisa. Ese otro, mucho más útil para Tere, era una pequeña y sencilla vitrina de la misma época, el mismo estilo pero menos ostentosa, hecha con delgado triplay de pino, patas torneadas y sutiles tallas sin más pretensiones que dar un detalle decorativo. En ella, Tere almacenaba su cristalería y su colección de tazas.
No obstante el afán por aligerar la carga y desapegarse de cachibaches, Tere conservó el comedor compuesto por la mesa, ocho sillas, trinchador y dos largos jugueteros de dos niveles. Las sinuosas líneas de sus delicadas formas de influencia Bauhaus fascinaban el gusto de la madre del escritor quien, por acuerdo con ella, su padre y a falta de más libreros para acomodar su abundante colección de libros de alrededor de cinco mil ejemplares, los tomó y modificó reforzándolos para usarlos en su biblioteca, aunque tras la muerte de Tere optó por venderlos también al buhonero. Los últimos muebles rematados fueron un chifonier y el mueble costurero.
—Así te dejo menos carga, menos problemas, hijo; además necesitamos el dinerito— argumentaba la Coneja, que era uno de los apodos de Tere desde su infancia.
El chifonier era parte de la recámara de Tere y hacía juego con el comedor. Estos, fabricados en estilo Mid Century, más específicamente Van Beuren de la línea danesa, fueron adquiridos para amueblar el primer departamento decente del matrimonio formado por Tere y Toño, el cual se ubicaba en la incipiente colonia Guadalupe Inn, en las cercanías de la Villa y Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México. En ese nidito de amor concebirían a su primogénita Patricia, nacida en mil novecientos cincuenta y dos; tres años después, a Sandrita la Picolina y dos años después, a Sandra, homónima de la segunda.
—Ahí van más de cincuenta años de historia de vida— contestó melancólica Tere luego de que Homero la cuestionara por su largo silencio mientras miraba a los buhoneros cargar con el armatoste donde la mujer guardara parte de su intimidad.
El costurero, en cambio, era más moderno, y más bien un cajón para ropa sucia que Tere adaptó en su uso tras adquirirlo a unos artesanos callejeros, motivada porque su diseño y color empataba con el de ese menage Van Beuren. Antes de liquidarlo extrajo retazos, estambres y una bolsa de labores que había elaborado su hija Patricia cuando niña, y donde estaban guardadas unas pocas pertenencias de su madre Luisa. Habiendo quedado libre el espacio del mueble, Tere guardó los objetos de valor más sentimental en un baúl grande que era su "mundo".
Este término sinónimo lo tomó prestado del abuelo José, padre de Toño, quien denominaba de tal modo un arcón acomodado a los pies de la cama, y donde él almacenaba, mejor que ropa de cama, los recuerdos que lo ligaban a su difunta Angelita; esto a pesar del tolerante descontento de su segunda esposa, María Luisa, a la que Toño y sus hermanos se referían como "La Pirata", no por ser la madrastra solo, sino por el hecho de que, coja desde joven, usaba una pierna de palo.
Tere tomó prestado ese concepto para referirse al baúl de viaje en que Toño y su hija Patricia trajeran la ropa comprada durante la estancia de la joven en Inglaterra, en aquella época de un año de duración, mil novecientos setenta y tres, cuando Toño buscó alejar a su hija de Fausto, el novio que nunca fue santo de su devoción. El pretexto utilizado fue enviarla a estudiar inglés a un internado para señoritas. Se esperaba que esta decisión actuara como último recurso, después de agotar otros intentos de hacer entrar en razón a la hija y disolver los lazos afectivos con su novio debido a la distancia. En ese mundo, entonces y al igual que el abuelo José, Tere almacenaba organizados los recuerdos familiares.
Tras liquidar el mentado costurero, era de esperarse que no se suscitara de nuevo el extraño fenómeno del crujir de maderas pero, ¡oh, sorpresa!, se repitió solo que ahora en un librero ubicado enfrente de donde estaba el cestillo.
El escritor, siempre escéptico, cambió de sitio el librero sospechando que, dada la ubicación, los cambios de temperatura en la pared ocasionaban el crujido. El resultado fue el mismo. Como de costumbre y sin un horario que pudiera asociarse a los cambios de temperatura por la circulación del aire, el librero tronaba con singular alegría y el aroma de nardos a veces se producía en lugares distintos. Homero empezó a tomar un poco más en serio y como posible la opción paranormal. Su madre sonrió tomando las cosas con naturalidad.
—Los misterios de Dios están más allá de nuestro entendimiento— le recordaba Tere a su hijo.
Tere falleció el treinta de enero de dos mil nueve. Tres días después algo cambió. Francos sucesos paranormales pasarían a formar parte de la vida del escritor.
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