1. Sueños de papel
Haus des Blicks en Sonnenblumendorf, noviembre de 2022.
Un día como cualquiera otro atardecía en el pequeño caserío suburbano de Sonnenblumendorf o Villa florida de los Girasoles, como es su traducción. Cinco torreones en una colina caracterizan a este villorrio satélite de la Megalópolis de Anáhuac. Desde ellos pueden otearse a lontananza las cordilleras que rodean al valle principal. Sobre uno de los montes de esas cordilleras destaca el histórico convento Kloster der Heilmittel o de Los Remedios, y más allá, cuando el clima lo permite, asoman los volcanes que inspiraron una milenaria leyenda de amor. Ahí, en una casona solariega de tres pisos conocida como Haus des Blicks (Casa de la Mirada) cercana al Schatzbrücke der vier Häuser, o Puente de la Hacienda de las Cuatro Casas que cruza al Río Chico de los Remedios, sentado en el balcón posterior, el sexagenario escritor Homero Núñez, de seudónimo "El Cuentero", había estado intentando escribir sin lograr algo satisfactorio. En realidad no tenía claro sobre qué escribir. Ya tenía rato experimentando un bloqueo creativo como nunca antes y en cambio sus pensamientos divagaban alrededor de la circunstancia que definía al mundo desde hacía dos años.
Casi del mismo modo como sucedió a comienzos del siglo veinte, la pandemia más determinante de comienzos del siglo veintiuno duró tres años, desde marzo de dos mil veinte, cuando la Organización Mundial de la Salud la declaró de manera oficial, hasta el mismo mes de dos años luego, cuando se declaró su fin. La cantidad de víctimas también fue grande. Pero, en proporción y gracias a los avances médicos y las características del coronavirus implicado, hubo menos mortandad que con la influenza de aquel aciago primer cuarto del siglo veinte.
En ese tiempo, como en otros más añejos, muchos otros acontecimientos ocurrieron alrededor del mundo aderezando la circunstancia. Con una visión comparativa, neófitos y especialistas de diversas materias, aficionados y profesionales de la Historia pensaron e imaginaron sobre la similitud recurrente de los hechos y auguraron, no sin cierta imprecisión, lo que sobrevendría. A gente como "El Cuentero" le bastaba ver los antecedentes para imaginar variedad de posibilidades de desarrollo de los sucesos. Para otra, además había que examinar los efectos de los abusos, los intereses creados y las omisiones humanas para pronosticar el futuro menos halagüeño. Por supuesto no faltaron los exagerados agoreros que, a partir de teorías conspirativas, de las noticias acerca de que el virus causante había sido creado por los chinos desde tiempo atrás para iniciar una guerra contra Estados Unidos de América, y un largo etcétera, predijeron la proximidad de la extinción de la especie humana. Los argumentos en pro y en contra de todas estas conjeturas abundaban tanto como las falacias temerarias y los miedos paranoicos. Cualquiera podía calificar un suceso como indicio y advertencia ominosos del apocalipsis a la vuelta de la esquina. Igual que en otros momentos nefastos de la Historia, estudiosos y crédulos acomodaron las profecías más sugerentes para justificar el agobio y la desesperanza.
La democracia fue puesta a prueba. Los ánimos tiránicos vieron en la ocasión el caldo de cultivo idóneo. Prosperaron bajo el influjo de la demagogia populista alimentando las más perversas ambiciones. Estas, creyéndose las fuerzas vencedoras luego de la caída del socialismo real tras el derrumbe del Muro de Berlín en mil novecientos ochenta y nueve, aterradas desde hacía cuarenta años por causa de los pronósticos del fin de la Era del Petróleo anunciado por los expertos para alrededor del año dos mil cincuenta, aprovecharon la promesa de un nuevo orden derivado de la pandemia e hicieron todo lo posible con tal de mantener sus canonjías. Todo, hasta la triquiñuela de presentar sus propuestas de soluciones dizque libertarias bajo el distraz del más rancio discurso comunista. Bien lo dice el refrán: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Así, la necesidad y la desesperación populares acumuladas por años de sojuzgamiento al dinero y al poder político, aumentadas además por la injusticia hasta el rencor durante la pandemia y sus efectos recesivos consiguientes, se hicieron uno con los afanes oportunistas de los codiciosos, quienes encontraron nuevas fórmulas para envolver a las voluntades ciudadanas dividiendo al mundo más de lo que ya estaba. Si por un lado la moneda circulante se comportaba con vaivenes angustiosos, por otro la virtualidad de las monedas digitales y criptomonedas se ofrecía como la panacea de la equidad. Hasta los afanes incluyentes de las llamadas minorías vulnerables y discriminadas contribuyeron contradictoriamente a la construcción de esta nueva Torre de Babel, donde la norma que se iba imponiendo era la censura de toda aquella expresión que pudiere significar la más mínima probable herida a la susceptibilidad de las personas. Así, la gramática, palabras, frases, gestos y conductas adjetivas que antes tenían como finalidad la claridad descriptiva, fueron encajonadas en calidad de estereotipos lingüísticos peyorativos, suponiendo como su fundamento un ánimo perverso, más que discriminatorio, francamente segregacionista. Y quienes osaban emplearlas como parte de su discurso retórico eran tachados con otros epítetos, incluso más reprobables pero que conseguían, en los acusadores, la satisfacción del lapidario tras proyectar el odio a sí mismo sobre el sujeto en cuya persona se ve reflejado. En ese clima todo se volvió confuso, y no faltó el gobernante cínico arguyendo ufano que la pandemia le había caído como anillo al dedo.
Las emociones entonces se acentuaron. Las medidas de control de los gobiernos del orbe derivaron en un encierro obligado y pronto pasaron factura de varios modos, desde el rompimiento de familias, al estallido de conflictos sociales por causa del hartazgo, el hambre y la intolerancia incluso hacia los más cercanos. En el caso de Homero redundó en su aislamiento.
No obstante este panorama cataclísmico, para personas como Homero las cosas pasaban de manera distinta. Esa tarde, el tiempo transcurrió para él sin que lo notara mientras redactaba y desechaba sus apuntes.
—Contra lo que cualquiera piense, la vida no transcurre de forma lineal —se decía Homero rebotando de cuando en cuando su mirar contra la pared del fondo de la casa, del modo como lo hace el eco en cualquier cañada. —Acaso más bien lo hace por saltos, cuando no a trompicones. Claro que si se atiende la progresión de los días en el calendario tenemos otra impresión y nos resulta natural la supuesta continuidad vital bajo la premisa lógica de que nacemos, crecemos, nos procreamos y morimos; en ese orden y no otro.
En el caso de Homero, las últimas dos etapas estarían aún por verse. En cambio, los sueños y los recuerdos rara vez se nos muestran secuenciados, y más bien nos semejan trozos dispersos de la conciencia, fragmentos desechables de alguna vida y mundo paralelos. Por eso es que un escritor no solo usa sus sueños y recuerdos para crear mundos, también toma prestados los de otros.
Siendo ya las altas horas de la noche, Homero detuvo su labor. El frío lo hizo meterse a la casa. Se puso la ropa de cama, se recostó, cerró los ojos y se hundió en un brevísimo pero profundo sueño del que despertó a mitad de la madrugada de pronto y sobresaltado. Siguiendo su método y costumbre, de inmediato tomó la pluma y se puso a redactar su visión onírica de la misma manera que lo había hecho años atrás, cuando recogía sus sueños con la memoria fresca y les daba forma de poemas, o a veces solo con la esperanza de extraer alguna idea con la cual trazar algún proyecto de ficción como este de ahora, el que intentaba llevar a buen término desde poco después que comenzara la pandemia. Primero anotó una llamada referencial para indicar que la historia transcurriría...
* * *
En algún lugar remoto del universo.
Como un extracto del cuento navideño de Dickens, el zumbido del ruido blanco de los generadores del crucero espacial inundaba el ambiente. Acaso los pasos de alguno de los miembros de la tripulación cortaban su monotonía. Breves pasillos rodeaban o cruzaban la estructura ovalada de la nave de escasos dos mil metros cúbicos, más semejante a una casa en su distribución que a un crucero interplanetario. Algunas paredes, pisos y techos translúcidos repartidos por aquí y allá hacían las veces de ventanales. A través de ellos se podía contemplar difuminada la inmensidad del cosmos alrededor, y solo en algunas ventanillas dispersas se lo veía con mayor detalle. El vehículo avanzaba sin sobresaltos deformando el espacio para alcanzar velocidades superiores a la de la luz.
Nuestro destino, un planeta etiquetado como CA001, parecía cercano y personalmente me hallaba entusiasmado, aunque escéptico conmigo mismo. Llevaba ya tanto tiempo, ¡pero tanto!, confundido por la depresión, que ya no estaba seguro de si era una buena idea haberme sumado a esta aventura dentro de la aventura. Pero dicen que el primer paso puede ser el último y, siendo la vida una aventura en sí misma, estando ya en la ruta alguna vez soñada, no me quedaba sino dejar que las cosas fluyeran, esperar que algo allí afuera me diera los motivos y las razones que estaba necesitando para, más que solo romper mi bloqueo creativo, redefinir, quizá redimir mi existencia. Así pues, ahí me encontraba yo, Homero Núñez "El Cuentero", simple escritor, como el Señor Scrooge persuadido por un fantasma, siendo un miembro más de la tripulación del transbordador Magallanes-HS001A, sentado en mi asiento en el comedor central, disfrutando una reconfortante sopa caliente cuyo aroma me remontaba a mi madre, a mi infancia en la Tierra.
Miraba en calma los rastros de las estrellas más allá del fuselaje de la nave, como hacen los soñadores distraídos con las gotas de lluvia cuando, siendo arrastradas por el viento, resbalan sobre el parabrisas del automóvil corriendo veloz por la carretera. De pronto se encendieron las alarmas y la nave enloqueció.
El capitán y el piloto actuaron lo más rápido posible para controlar la emergencia, pero todo esfuerzo parecía complicar más la situación. El vehículo se sacudía crujiendo de manera tremenda. Yo miraba a mis compañeros de travesía tensos, alguno incluso horrorizado; mientras, yo sentí vergüenza de mi inutilidad en semejante trance.
—¡Puta madre! ¡Qué zarandeada!— dijo uno antes de desvanecerse por el efecto gravitacional. Entonces vislumbré por uno de los costados de la nave la causa del predicamento que estábamos próximos a experimentar y se me heló la sangre.
* * *
Homero soltó la pluma. Miró lo escrito un largo rato. Leyó y releyó. En su cabeza, Homero tenía una mezcolanza de estilos y temas sobre los que no alcanzaba a decidirse por uno u otro. En algún punto pensó construir una novela de ciencia ficción post apocalíptica, como aquellas viejas historias clásicas que ya miraban el siglo veintiuno rebosante de humanos, pero la noticia días atrás del nacimiento del poblador ocho mil millones dio al traste con su idea, porque contrastar la ficción con la realidad obligaba a ubicar el apocalipsis o ya a la vuelta de la esquina o en un futuro todavía más lejos de lo imaginado. Tomar el primer camino haría de su relato uno no nada más inverosímil o alarmista por demasiado próximo, mientras que tomar el segundo camino lo mostraría igual de utópico como todos aquellos clásicos. Con todo esto en mente provocando en Homero desesperante confusión, el sopor lo fue venciendo. Cerró los ojos y no nada más dormiría hasta media mañana, sino experimentaría algo más que otro simple sueño.
* * *
Planeta Tierra, año 2135.
Existe un documento misterioso conocido como el "Manuscrito Shenfú" —me explicó Konstantinos Mirídakis en el trayecto a la conferencia organizada por la asociación de arqueoastronomía SEIACA—. Comienza describiendo que, en dos mundos distantes del vasto universo, sendos astrónomos se han estado observando uno al otro sin saberlo, mientras cada cual enfoca con su telescopio un hecho extraordinario que ha sucedido en lo que desde sus particulares perspectivas hace al espacio profundo. La distancia que los separa es capicúa, pero no todo alrededor es idéntico. Uno de los astrónomos ha ubicado el acontecimiento en la cercanía de una galaxia lenticular, desde su punto de vista la más antigua jamás conocida de acuerdo con sus teorías. El otro lo ha ubicado en una galaxia espiral, desde su punto de vista la más antigua jamás conocida de acuerdo a sus propias teorías. Uno se halla en la primera, el otro ya se entiende que en la segunda. Ambas, galaxias del tipo espejo conectadas con otras muy lejanas entre sí por una red de tubos de gusano.
El primer astrónomo ha denominado a la segunda galaxia Calima; el otro hizo lo mismo con la respectiva, pero curiosamente al revés, es decir la nombró Amilaç.
El primer estudioso ha dividido a Calima en ocho cuadrantes signados con las letras de una lengua antigua y los nombres de los vientos, a saber: Alfa-Tramontana (Atram), Beta-Gregario (Begreg), Gamma-Levante (Gelev), Delta-Siroco (Desir), Épsilon-Ostro (Epôs), Zeta-Lebeche (Zetaleb), Eta-Poniente (Etâpon), Theta-Mistral (Themis). El segundo ha hecho con Amilaç lo propio, también; viceversa.
A orillas del cuadrante Atram, y muy próximo a la frontera con el cuadrante Zetaleb, hay un pequeño planeta azul clasificado por ambos astrónomos como CA001, o al revés, según sus respectivos puntos de vista. Semejante a la Tierra, se traslada en una prolongada órbita alrededor de sus dos soles rojo y azul, su atmósfera es rica en oxígeno y tiene amplias áreas oceánicas y continentales. Es Klimhá, el hogar de uno; mientras para el otro es Ahmilk.
Lo que todavía desconocen esos astrónomos dada la distancia de Klimhá respecto de Ahmilk y de nosotros es que, aun cuando se trata de mundos paralelos a la Tierra, su forma ligeramente más ancha que oblonga y la inclinación de su eje los han dotado de polos más amplios y más fríos en sus inviernos. Su zona ecuatorial en cambio es mucho más cálida por la lenta rotación resultante de contar con tres muy cercanas lunas llamadas Leda, Lamia y Wica, la más pequeña.
En una primera parte que se ha conseguido interpretar —siguió Konstantinos—, el "Manuscrito Shenfú concentra su atención en uno de ambos mundos.
Klimhá está habitado por los furris y los sarracinos, dos especies distintas que han aprendido a convivir felices y en paz, y cuyo sistemas sociales, económicos y de gobierno son, si los describimos en términos terrestres, una mezcla de religión, magia, monarquía y capitalismo socialdemócrata.
Los sarracinos, oscuros y escamosos, o coloridos y emplumados, de estilo de vida bucólico, deben su nombre a la región continental en el hemisferio norte de donde son originarios, Sarracenia, cenagosa y poblada por la melífera pero hedionda planta insectívora del mismo nombre.
Hay otra región, en la zona ecuatorial, llamada Silamabad. Más bien desértica y volcánica, hacia ahí emigró hace siglos una rama de los sarracinos hoy conocida como sarrios, y donde estos evolucionaron adaptándose al ambiente agreste. Con un estilo de vida belicoso y aventurero, se refugiaron en las cuevas alrededor de pozas azufrosas, perdieron escamas y plumajes, desarrollaron pieles tersas de colores diversos: cobrizas, rojas, amarillas, rosadas, negras, cafés, blancas o pintas; en su mayoría lisas o con algunas vellosidades y cabellos, pero nunca tan abundantes como en el caso de los furris. Podría decirse que se hicieron de apariencia más humana.
Estos, por su parte, están distribuidos en las regiones más amplias que abarcan ambos hemisferios y los polos. Los encontramos en archipiélagos con grandes islas dotadas de bosques templados y brumosas selvas negras, entre las que pueden hallarse grandes ciudades con edificios rascacielos, rodeadas de pequeñas villas agrícolas organizadas en suburbios castelares. Con el tiempo, los furris también evolucionaron como los otros en una múltiple variedad de subespecies también adaptadas según los ecosistemas de sus respectivas islas.
En una de esas grandes islas llamada Brighton Tent vive Ana Gramma, una escritora furri felina de la subespecie félix que, no obstante su celebridad, tiene motivos para sentirse desdichada.
El documento, y por extraño que parezca, descubierto muchos siglos atrás en unas ruinas en Turquía —siguió diciendo Konstantinos ya muy cerca del lugar de la conferencia— da muchos otros detalles sorprendentes, pero parece centrar la atención en la galaxia Calima y advierte: "mirar o viajar al pasado, que parece alejarse conforme se expande el universo, es más bien mirar o viajar al futuro aún ignoto o en vías de escribirse. En cambio, viajar al porvenir es retraerse hacia un pasado, un origen ya escrito, un camino ya andado que, sin embargo, se reescribe al desandarlo".
El vehículo que nos transportaba aparcó frente al auditorio. Estábamos apeándonos cuando un estallido no muy lejos de allí nos obligó a tirarnos al suelo.
* * *
Haus des Blicks, media mañana del día siguiente.
Sonidos lejanos despertaron a Homero. Voces gritando «¡Alguien ayúdelo, por favor!» lo alertaron. Se levantó y fue a asomarse a la calle por la ventana de la habitación principal, la que había sido de sus padres. Sin notar nada especial, regresó a su recámara en el centro del segundo piso, se vistió cualquier cosa medio presentable y salió a la calle para determinar qué pasaba en la cercanía pues el alboroto continuaba. Para su sorpresa atestiguó una situación terrible. Un trabajador de limpia del ayuntamiento yacía sobre la avenida principal, debajo de la arboleda, una patrulla de la policía desviaba el tránsito y un vehículo cerca humeaba. Se acercó, en parte por su curiosidad propia del oficio de periodista, pero también con afán solidario y hubo de detenerse tan pronto como notó que la situación era más grave de lo que suponía. Primero imaginó que al hombre lo habían atropellado, luego le pareció que más bien lo habían asesinado y arrojado en el lugar, pero no fue nada de eso. El hombre estaba siendo atacado por un enjambre de abejas y este amenazaba con extenderse. Incluso algunas abejas ubicaron a Homero, policías, peatones y se lanzaron contra ellos. El escritor retrocedió tratando de guardar la calma, sabedor de que la adrenalina irrita más a las agresoras. Ninguno salió incólume recibiendo por lo menos un piquete en cuello, cara o cabeza. Uno de los policías le solicitó ayuda pidiéndole un cubo con agua jabonosa. Homero actuó en consecuencia, pero fue imposible acercarse al foco del ataque hasta que, a los pocos minutos, llegaron los bomberos con una pipa de agua preparada. Era difícil acercarse a la víctima que aún seguía consciente cundida de abejas. Detrás de los bomberos llegó la ambulancia, unos jardineros improvisaron un soplador de hojas para que arrojara humo y, cuando fue posible, los paramédicos recogieron en camilla al accidentado y lo trasladaron de emergencia a alguno de los hospitales cercanos. Homero solo deseaba que el hombre hubiera sobrevivido a los efectos del veneno de tantas abejas. Recordó la anécdota que le contaba su madre de cuando, siendo un bebé de dos o tres años de edad, curioso se puso a cazar con la mano a una abeja extraviada y molesta detrás de la cortina de una ventana en la sala de su primer hogar, hecho por el cual consiguió un piquete en la mano. Recordaba la anécdota como si fuera un sueño de otro, porque del dolor no tenía ni siquiera huella en la memoria; o tal vez sí, pero bajo capas y capas de otras heridas logradas por el solo hecho de vivir.
Todo esto alteró sobremanera el ánimo del escritor. Con el transcurrir del día, en el intento por mesurarse, Homero optó por hacer otras tareas en la casa, incluida la de tratar de conocer el estado de salud del trabajador, pero a lo largo de la siguiente semana ni el gobierno municipal ni ninguna autoridad civil o médica parecieron interesados en dar seguimiento al caso para informar a la comunidad, y eso a pesar de estar obligados uno, el gobierno en tanto patrón; dos, el sindicato en tanto representante laboral; y tres, dado que el asunto trascendió en la opinión pública por causa de la función de reportero de Homero, quien transmitió en vivo la nota mediante el sitio de su blog y las redes sociales. Todos escudaron su negligente omisión en el derecho de los familiares a la privacidad, y por lo mismo fueron incapaces de fincar responsabilidad alguna, aun cuando se supo que el delegado laboral cambió la ruta y el horario del trabajador por motivos personales, solo para fastidiarlo. Por supuesto, el delegado como la víctima y muchos otros ignoraban que en ese sitio había un panal. No obstante, ¿qué tanto eximía eso al delegado y al resto de la responsabilidad, y en cambio dejaba al trabajador como víctima de su propia torpeza? Por fortuna, después se sabría de forma extraoficial que el hombre había sobrevivido a los más de doscientos pinchazos ponzoñosos, en parte gracias a la oportuna intervención de tres ciudadanos que, en la refriega, sobrecalentaron el motor de su vehículo para ahumar alrededor de la víctima mientras gritaban a voz en cuello que alguien más interviniera en el auxilio.
La cabeza de Homero daba vueltas a lo sucedido considerando la posibilidad de que pudiere servirle para detonar una historia, o al menos alguna escena o capítulo de la novela en ciernes. Vio en el ataque de las abejas una suerte de metáfora de su situación actual acosada por fúricos enjambres de sueños y recuerdos de los que sería difícil escapar.
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