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7. Los días animales

❀ Siete ❀

A partir de una noche casi fría, los celos detonaron en constantes discusiones seguidas por bofetadas, lágrimas, gritos e insultos. Ambos eran apasionados, después de todo; uno violento, el otro artista. Felix no podía adivinar en realidad cuál de las dos categorías ocupaba. Pero, ciertamente, discernía con claridad que su amante no era más que un jodido luchador de baja categoría y que, para su desgracia, toda esa mierda había sido previsible desde un principio. Su insistencia respecto a las flores, los secretos, su pasado marchito –o lo que es peor ¡vivo!–, la apropiación de sus tótems, su tiempo, y finalmente de su cuerpo, en algún momento horrorizaron a Hyunjin. Demasiado cercano, demasiado invasivo. Acusó al artista de hiedra, de planta parásita que lo devora y lo seca todo a su paso. Yongbok se lo dijo, le dijo que su lenguaje del amor era a través del contacto físico, el roce constante, las palabras rosas, pero el dragón parecía endemoniarse cada vez que se topaba con el reflejo compartido de luz carmín, en el que los huesos recaían todos sobre su espalda. Entonces lo dejaba caer, pequeño Felix crujiendo contra el suelo, en un ademán violento. Arrebataba las hojas profanadas de su viejo diario, tomaba la melena rubia, y la echaba de su departamento con violencia, escaleras abajo, frente a las miradas indiscretas de los vecinos. La piel ardía, Yongbok gritaba, lo maldecía y rasguñaba. 

Sin embargo, una vez tirado a media acera, tras ser arrastrado sobre el asfalto, algo en los labios chiquitos y sangrantes seducía de nueva cuenta al moreno. El niño pecoso permanecía confiado en su lugar. Reponía el aliento, se acomodaba los cabellos, recuperaba su boina, contando los segundos antes de que Hyunjin retornase volviéndose loco ante su propia inconsistencia. Todo bajo una luna inerte. Claro. Debía ser aquella adicción a las flores venenosas, la que lo obligaba a tomar de nueva cuenta entre sus brazos al rubito y subir los mismos escalones devorándolo a besos. Sus grandes manos en las piernas, los brazos de Felix alrededor de su cuello. Atados, siempre encadenados con hilos rojos a su colchón desgastado.

Yongbok disfrutaba mucho su rabia porque sabía que, tras patearlo en la cara, caminaría sus pasos en reversa para poseerlo con idéntico ardor. Bailarían tangos apasionados hasta el amanecer, lo dibujaría desnudo sobre su silla junto a la ventana tornasol, y volvería a gritar por él entre el furor de las apuestas para terminar el día borrachos. Juntos, siempre juntos. Adoraba entonces molestarlo, lastimarlo, invadir sus entrañas, sus secretos, porque cuando lo sentía escupirle en la boca, se sabía irrefutablemente derrotado. Lo volcaba con sus ropas arrancadas, colocaba la mano tatuada en su manzana de Adán, introducía su pulgar sobre una lengua que lo recibía obediente y decía:

—Di que eres mío, Yongbok.

—Soy tuyo.

—Di mi nombre, di que eres mío.

—¡Soy tuyo, Hyunjin, soy todo tuyo! Soy tuyo, tuyo, tuyo...

Y Felix lo gritaba sin vacilar, atrapado en ese placer que rodeaba cual serpiente su cuerpo entero, que tornaba su respiración irregular, que lo obligaba a apretarse más y más hacia su carne erecta, que contraía los músculos de su entrada una vez por segundo, caliente, repetidas veces, como un latido. Esa sensación enorme, esa ola roja que abruma e impresiona, que sacude de forma incontrolable, que place, que duele, que deseas continúe, pero también que pare. Que, cuando es fuerte, te consume entero. Así, así de crudo era el amor siempre entre ellos. Como un orgasmo rojo, agreste, idéntico a todas las flores del cuerpo más largo, exhibido en el balcón sólo un poco menos que el de Felix, cuando se volvían locos y lo hacían a la vista de cualquier insomne curioso a las cuatro de la mañana.

Rojo como golpes furiosos contra un saco colgante; la pintura carmesí embarrada en un pincel que dibuja errático las figuras más bellas y espantosas. Un autorretrato deforme, irreconocible, con los ojos sangrientos y un pistilo por erección. Carmín, escarlata, bermejo, como la nalgada que Yongbok recibió de un desconocido aquella noche en el bar, ante la mueca feroz de Hyunjin. Y todas las consecuencias después. La figura vestida de cuero aguardando junto a la puerta el momento preciso para lanzarse en contra de aquel cabrón que había osado tocar los pétalos de su caléndula, y partirle la cara con salvajismo contra la acera.

Felix recordaría con tierno horror cómo él mismo, tras un ataque de pánico, había reventado una botella en la cabeza del extraño; la forma en que salió corriendo al lado de su amante, la sangre ajena corriendo roja. Pudieron asesinar a quien fuese, o acuchillarse y ahorcarse mutuamente en aquella turbulenta relación de ir y venir cada vez que discutían. Por eso mismo, cuando el rubio retornaba a su vida vestido de gamuza en otoño, tan propio, tan modosito, y exhibía sus retratos en la academia, recibiendo la adulación de todos... se preguntaba avergonzado si acaso las personas que contemplaban aquella figura se imaginaban el tipo de relación abominable que mantenía con el modelo. El dragón de los mil cardenales. La musa eterna, la inolvidable. La de los días animales. 


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