3. Un rito secreto
❀ Tres ❀
Con el paso de los días, incluso sin percatarse, comenzó a frecuentar una vez por semana aquel sitio subterráneo tan sucio, ya sin la compañía de su amigo. Lo hacía en secreto, como un rito, como quien se confiesa cabizbajo antes de comulgar. Conjuraba sonriente algún pretexto, corría, cerraba con llave la puerta de su alcoba, aislado del único con quien se comunicaba en inglés. De alguna forma, le avergonzaba que alguien descubriera la atención con la que acomodaba un listón que combinase con el tono de su pantalón, alrededor del cuello de sus camisas más finas confeccionadas con seda. Seguido peinaba con delicadeza los cabellos rubios sobre su frente sonrosada, sin un deseo manifiesto en particular. No porque no existiera, sino porque se negaba a enunciarlo. Un idioma desconocido, ¡el de las flores! Un reflejo de inocente soberbia ante los espejos. Es que se vestía para la ópera y entraba a las cloacas, a ensuciar o acaso rayar sus zapatitos de charol. Era ridículo, hasta él lo reconocía, pero en ningún momento optó por cuestionarse; sólo obedecía a los anhelos ocultos en su pecho, aquellos que despertaban en la soledad de las tardes sanguíneas.
Diez quejidos. El esfuerzo. Volver seguido la mirada, como si fueses perseguido a lo largo del callejón.
Una vez allí, a decir verdad, nunca apostaba; ni siquiera podía decirse que disfrutase el espectáculo, pues la masculinidad violenta jamás fue un atributo que lo sedujese. O eso decía. En cambio, era el extenso prado floral, bañado de oro por los años en amorío con el sol, el que le fascinaba. Los ojos tintados de misterio, que chocaban con los suyos ya sin intimidarle. Eran los labios de melocotón grueso, listos para un beso; el cabello despeinado que flotaba impulsado por un suspiro vencido el oponente. Anatomía en grafito. Un admirador secreto. A veces no estaba, y los colores se tornaban marchitos. También a veces, cuando caminaba por la ciudad, buscaba sin querer la silueta felina. Un invernadero andante... qué lindo hubiese sido hallarlo acaso por accidente. No, nunca. Él era su musa, incluso si confesarlo en un principio, y después, al final, lo avergonzaba.
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