1. Seda, encaje, gamuza, cuero, terciopelo
❀ Uno ❀
Conocerse fue un accidente trágico para los dos; tras el impacto, ambos volaron como chispas por los aires y derraparon contra el asfalto en vueltas dramáticas. Ocurrió en plena canícula, como focalizados bajo luces teatrales rojas, verdes, azules. Cuando se abre el telón, hay veinte fracturas expuestas, sangrando sin remedio bajo una luna que se ríe de soslayo.
En ese entonces, Lee Yongbok se regocijaba persiguiendo estrellas en sus andanzas de rebelde sin causa; disfrutaba las noches cálidas de primavera, tan libre. Tras constantes rabietas, había conseguido estudiar Artes Plásticas en la capital, por fin oculto del ojo vigilante de papá; incluso si él mismo se había encargado de cargarle las maletas, asentarlo en un departamento compartido, con todas las comodidades. Tenía un compañero de piso amable y ordenado, australiano como él, con quien pocas veces hablaba. Una carrera cara, relojes dorados, ropa de seda, dientes florales que traicionan. Con todo, este aficionado a la poesía vanguardista, solía correr y pegar gritos obscenos en la noche, bestia suelta, yendo de juerga en juerga con un amigo de la facultad. Ambos se reían ebrios a carcajadas ante quienes los silenciaban, de quienes los veían o juzgaban. Aullido. Olvido.
Changbin, el cómplice mencionado, a menudo se hallaba en revueltas estudiantiles, persecuciones, peleas callejeras y problemas con deudores, en todo menos los menesteres del arte como hubiesen deseado sus profesores. Se habían conocido así, en la biblioteca; el mayor, de pronto colocaba sus pies sobre la mesa delantera, y causaba un alboroto a través del megáfono que llevaba en mano. Invitaba con irreverencia a quienes desearan unirse a su movimiento. Yongbok, fascinado por la suciedad de los zapatos sobre la madera lustrosa, trepó a su propia mesa con las manos enguantadas en alto, e imitó al otro con una sonrisa bobalicona sobre su rostro. Era su voz profunda, aquella figura tan agraciada, porte como de principito caído, lo que terminó convenciendo a un par de chicas deseosas por conocerlo. Desde entonces, se hicieron amigos, a pesar de las reprimendas, a pesar de los eternos guantes en las manos de Felix; lujosos anillos encima. El rubito, de pecas y luminosidad en mímesis al verano, cubría constantemente sus manos: seda, encaje, gamuza, cuero, terciopelo. Lo que fuera, siempre que se hallase en público, y sus dedos no se deslizaran sobre el lienzo.
En algún momento, Yongbok encontró de lo más divertido descender al lado de Changbin con el sol, y pintar sus vivencias bajo destellos rojizos en cualquier bar, al fin las pequeñas palmas manchadas con esbozos de carbón. Ceniza de cigarro al lado. Era la adrenalina; la fascinación por la transgresión. Después de todo, nada le sucedía a él, todas las lanzas y navajas apuntaban hacia su amigo mientras ellos sólo seguían con el carnaval. Uno medio muerto, el otro más vivo que nunca. Schiele, Klimt, Mucha, Baudelaire, Rimbaud... creía comprenderlos a todos, en sus fases lunares, con sólo dieciocho años. Su arrogancia debió ser natural. Es decir, en su posición de niño hogareño, descubrir de pronto este mundo salvaje tras brincarse la barda –con ayuda de papá, por supuesto–, significó un auténtico rito, en el que abandonaba cual mariposa pisoteada su adolescencia. O al menos eso creía, aún inmerso en la protección de sus argollas doradas.
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