28 de febrero
Odiaba educación física, seguramente tendría que rendirla en diciembre o marzo porque no les daba las asistencias, pero en ese momento le importaba muy poco.
«Es la última vez que te cubro. Le voy a decir que estás con vómitos», leyó el mensaje de su primo con una sonrisa.
Era la quinta vez que le decía que no lo cubriría más, pero ambos sabían que eso no era cierto. Lisandro era muy bueno para acusarlo al frente del profesor, que se pasaba toda la clase dando indicaciones y tocando el silbato, y ambos lo sabían.
Tal vez por eso faltaba cada vez que podía.
Rodrigo estaba consciente de que esa hora no la aprovechaba en absoluto, no salía con amigos —porque estos sí iban a las clases— o con alguien que le interesaba amorosamente, al cine no tenía pensado ir sin compañía y menos que menos se quedaba durmiendo porque tenía que fingir delante de sus papás que iba a clases; aunque eso se vería reflejado en el boletín.
La mayoría de los días iba a una plaza y se acostaba debajo de la sombra que le ofrecía la copa de un árbol y se quedaba leyendo la revista de la semana que sus papás le compraban.
Pero ese día fue diferente.
Yendo para la plaza a la que generalmente acudía para ratearse, decidió seguir las largas calles de su ciudad para pasear un poco por el centro.
A media cuadra de dónde se encontraba vio un poco de amontonamiento de personas y tres segundos después la intriga nació dentro suyo.
Al llegar al lugar se encontró con que la veterinaria había puesto en adopción a unos perritos, los niños le pedían a sus padres entrar para acariciarlos o al menos para verlos desde la gran vidriera.
Muy pocos fueron los que entraron decididos a adoptar.
Rodrigo decidió tomar asiento en el escaloncito más alto que ayudaba a subir hasta la puerta de entrada del local, justo al frente de la ventana, para no interrumpir el paso de los que entraban o salían.
A los minutos comenzó a sentir un sutil ruido que le recordaba a su prima golpeando todo a su paso con las uñas recién hechas.
Al voltear vio a un perro grande, probablemente tenía dos años, llegando a los tres.
Hicieron contacto visual por unos segundos.
Ni Rodrigo ni yo podríamos explicar con exactitud lo que pasó en ese instante, pero trataré de explicarlo como una fuerza mayor que los unió —o tal vez ya estaban destinados a unirse—, una conexión más allá del habla; tal vez fueron sus almas que se vieron mutuamente. Sea lo que sea que haya pasado en ese lapso de segundos hizo que ambos apoyen una mano en el mismo lugar del vidrio.
Rodrigo sonrió ampliamente.
El perrito sacó la lengua y dio un par de ladridos, los cuales fueron callados por la señora detrás del mostrador.
El chico comenzó a jugarle a la bola de pelos negros desde la calle y este respondía alegre a todos sus estímulos. Incluso fue tanta la alegría de él que lamió el vidrio en un intento de hacérselo a Rodrigo.
«¿Dónde estás? Tenemos que ir a la casa de la abuela juntos. Te salvé con el profesor, no voy a hacer lo mismo con la familia si no ponés algo de tu parte», leyó el mensaje de su primo, «Otra mentira», pensó.
«Te espero en la veterinaria que está cerca de la plaza», respondió sin esperar una respuesta.
Siguió jugando con su nuevo amigo hasta que llegó Lisandro.
—Hola, rata.
—Hola —saludó sin verlo—. Miralo, ¿no es hermoso?
—Sí, pero mañana venimos a jugar con ella. Ahora tenemos que ir a la casa de...
—¡Es él!
—Mañana venimos a jugar con él —dijo manteniendo la paciencia.
—Lo voy a adoptar —habló muy decidido.
—¿Estás loco? Tus papás no te van a dejar.
—No los necesito.
—El cartel dice que necesitas a un adulto, y vos todavía no cumpliste los dieciocho.
—Yo no, pero vos sí. ¡Vamos! —lo tomó de brazo y lo hizo cruzar el umbral de la vereda.
Hablaron con la chica más joven que atendía porque según Rodrigo iba a ser más accesible a la hora de llenar los papeles de adopción.
—¿Están seguros de que quieren al perrito grande? Hay unos de cincuenta y cinco días que son muy juguetones —cuestionó viendo la cajita de los cachorritos.
—Sí, estamos seguros —dijo Rodrigo, muy seguro de aquella decisión.
La chica sin entender muy bien, completó la ficha con los datos que la misma requería.
—¿Ya tienen cositas para el pequeñín?
—No, íbamos a comprar ahora —luego de esas palabras miró a su primo con significancia.
Rodrigo dio media vuelta y se acercó a los estantes en busca de una pelota, recipientes para el alimento y para el agua, una correa, una camita y de paso agarró un hueso, total pagaría su primo.
Al regresar a la caja le pidió a la chica asesoramiento para el alimento, ella con gusto lo ayudó.
Una vez que tuvo al perro delante de él le puso la correa.
—A partir de hoy vas a tener un hogar, comida y amor y nadie ni nada te lo va a quitar. No tengas miedo. Yo estoy acá —dijo agachado mientras le hacía mimos en la cabeza.
Se despidieron de la chica con la promesa que volverían por productos de baño para Thor.
—Mañana te doy la plata.
—No te preocupes —respondió luchando con las bolsas.
—¿Me dirán algo si lo llevo a lo de la abuela?
—Si logra ganarse el corazón de ella, lo más probable es que te ayude a esconderlo hasta que te vayas.
Lisandro terminó teniendo razón.
Thor antes de poner una patita en la entrada de la casa ya había robado el corazón de la señora. Ella, como cualquier abuela que le cumple los caprichos a sus nietos, dejó al perro en la pieza que era de uno de sus hijos.
Las horas que Thor tuvo que pasar en aquella habitación se comportó muy bien. Era como si él supiera que no tenía que ser visto por los padres de Rodrigo.
La hora de la despedida llegó.
Rodri fue a buscar al nuevo integrante de la familia a la habitación del fondo con todas sus pertenencias, y subió al auto como si nada.
—¿Qué hacés con ese perro? —preguntó el padre cuando vio subir a Thor al vehículo.
—Lo adopté. A partir de hoy vivirá con nosotros.
—Esperamos que no bajes las notas, sino te vas con perro y todo a la calle —habló, serio. Si bien no lo iban a hacer, fue la forma que encontró para que no deje sus estudios de lado.
Al llegar a la casa, Rodrigo le enseñó cada rincón de la misma al nuevo integrante de cuatro patas.
Llenó sus recipientes y los dejó en la cocina.
Los juguetes junto con la camita los dejó a un costado de su cama, y aunque esta última tenía las pintas de ser muy cómoda, el perrito decidió acostarse en la cama de su nuevo amigo.
—Solo por esta noche —le advirtió Rodrigo apagando el velador—. Que no se te haga costumbre, eh.
Thor dio dos vueltas más, se acostó al lado de los pies del chico y cerró los ojos.
—Vos y yo contra el mundo. Te amo —susurró antes de darle un beso en la cabeza.
Thor reaccionó frunciendo el ceño, pero no abrió los ojos.
Queridos lectores, desde ese día Thor de cierta forma sabía que nunca más estaría solo y vagando por las calles, siempre tendría la compañía del chico que lo vio entre todos los cachorritos de menos de un mes de vida.
Y Rodrigo por primera vez experimento ese amor que solo puede darte alguien de cuatro patitas que corre de alegría a tus brazos cuando llegas a la casa.
Por último, no sabría decirles si fueron las palabras del padre de Rodrigo o qué, pero a partir de la clase siguiente de educación física no se perdió ninguna más, incluso subió varias notas en el siguiente trimestre.
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