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1 de febrero

Rondaban las primeras semanas del año 2000 cuando Jessica sintió por primera vez el cosquilleo en la panza. Pero no nos adelantemos a los hechos, ahora, querido lector, póngase cómodo porque la primera historia empieza así:

Los padres de una pequeña de ocho años, después de súplicas y súplicas, finalmente le dijeron que sí la inscribirían al campamento de verano para niños.

Una semana después se lo veía al padre tocando bocina desde el auto para que se apuren, y a su madre llevando el bolso en unos de sus brazos mientras le repetía reiteradas veces a su pequeña dónde le había dejado el protector solar, el repelente de mosquitos, el protector labial, curitas, los shorts, las remeras, mallas, las tres camperas por si llegara a refrescar a la noche; y miles de elementos básicos de un botiquín de primeros auxilios y de prendas que no puedo recordar en este momento.

La pequeña saltando de dos en dos, las baldosas hasta el auto, aprobaba esas palabras sin escucharla.

Abrió la puerta de atrás y dejó su mochila rosa con la cara de Barbie a su lado mientras su madre dejaba en el baúl el bolso marrón de la familia, el cual lo tuvo que lavar reiteradas veces durante la semana porque su marido fue de pesca con él.

Como cualquier niña, durante todo el viaje pidió que cambiaran la estación de la radio por una en la que estuvieran reproduciendo la música del momento cuando empezaban a dar las noticias de las últimas horas, e hizo las típicas preguntas y comentarios una y otra vez cuando comenzaba a aburrirse: «¿Cuándo llegamos?». «¿Falta mucho?» «Estoy cansada y tengo calor». «¿Podemos parar?, tengo ganas de ir al baño». «Ma, ¿tienes caramelos?».

En otra parte del mundo no tan alejada, la situación era un poco distinta.

En un auto bastante nuevo para la época había una señora alterada por el tráfico con su hijo de diez años en camino al mismo campamento de verano.

Lo que el pequeño no sabía era que lo estaban mandando para que sus padres pudieran terminar sin interrupciones los trámites del divorcio.

La mente de Joe no podía comprender por qué no podía quedarse con su papá si la que viajaba por trabajo sería su mamá; sin embargo, no se negó a la decisión de los adultos. Pero hizo berrinches cuando le dijeron que no podía llevar a su Tamagotchi consigo o sus cartas repetidas para cambiar con otros niños. De todas formas la decisión había sido tomada, no lo dejaron.

Mientras la mamá de Joe le decía que se portara bien e hiciera caso a los que estarían a cargo del lugar, él se ocupaba de complacer a su Tamagotchi en sus últimas horas de vida. Al menos tenía la decencia de contestar con cansancio un «Ajá» o un «Sí, mamá».

La hora más esperada para Jessica llegó cuando la veía tan alejada.

Los padres junto con la niña se presentaron con la señora encargada en asignarle la cabaña en donde estaría hasta la finalización del campamento.

Se despidieron de su hija, le pidieron que se porte bien y que si necesitaban que la vayan a buscar con gusto lo harían.

Desprenderse era más difícil para ellos que para Jessica, pero nunca lo admitirían. Hasta el momento habían estado junto a ella desde su nacimiento.

Subieron al auto y tomaron el camino de regreso a la casa.

La hora más odiosa para Joe llegó antes de poder lavar a su amigo virtual, Sapito. Llegó a apagarle la luz antes que su progenitora le abriera la puerta para que salga del vehículo.

Antes de cerrar la puerta, dirigió su vista al juguete que dejaba en los asientos traseros y cerró esta con brusquedad, para luego seguir a su mamá que se dirigía a llenar una planilla con sus datos.

Al tercer día del comienzo del campamento de verano para niños, cuando los nenes habían improvisado una cancha de fútbol y las nenas debajo de la sombra del gran árbol hacían pulseras y collares, Jess y Joe cruzaron miradas por primera vez.

El partido estaba 2 a 1, el equipo rojo estaba ganando con una ventaja de un gol; él mismo había sido marcado por Joe.

Un jugador del equipo amarillo sacó la pelota del perímetro de la cancha. Fue Joe quién se ofreció a buscarla, la misma estaba sobre las piernas de Jessica que lloraba porque por culpa del golpe se le cayeron las cuentas y dijes, haciendo perder el patrón que había formado en el hilo elástico.

Joe fue trotando hacia ella y le pidió la pelota. Ella, apartando las lágrimas de su rostro, lo observó con una expresión de enojo y se la tiró al pecho.

Joe no le dijo nada, incluso hizo un esfuerzo de más por no hablar entre dientes o resoplar, era una pequeña triste y con bronca, si no era con él se hubiera desquitado con cualquier otro que hubiera ido por la pelota.

Conocía esa escena de memoria; la mayoría de las veces él pagaba los platos rotos de los demás.

A la hora del almuerzo, cuando cada niño intentaba sentarse lo más apartado de las niñas y viceversa, Joe vio sentada a Jess mirando su pulsera a la vez que esperaba a sus amigas. Decidió acercarse.

—Te quedó linda. Me gusta —habló una mezcla de voz aniñada con una levemente ronca a espaldas de Jessica.

Ella dio media vuelta hasta dar frente a frente —frente a clavícula— con el nene de aquella voz.

Él volvió a repetir las cinco palabras que habían dejado sin decir a Jessica, con la diferencia de que esta vez señaló la pulsera en su brazo derecho.

Ella por inercia intentó taparla con su mano izquierda.

Joe le sonrió y se fue a sentar con los niños de los que se había hecho amigo.

Jessica no entendía el porqué de la necesidad de hacerle una pulsera, pero de solo imaginarlo río en voz alta.

Pasaron dos días después de que Joe le había hablado a la chica de ojos verdes cuando arriba de su almohada encontró un papelito doblado en dos y un paquetito rectangular de papel color rojo.

«COMO TE GUSTO MI PULSERA TE HIZE UNA.
JESSICA♡

EL CORAZÓN NO ES PARTE DE MI NOMBRE ¿TE GUSTAN LOS CORAZONES? A MI SI.

TE DEJO ALGUNOS POR SI TE GUSTAN PERO SI NO TE GUSTAN ESPERO QUE TE GUSTEN LOS MIOS.

♡ ❣ ❦ დ ♥️ ♡ ❣ ❦ დ ♥️

AHORA SI, JESSICA»

Estaba claro que Jessica no tenía la mejor de las ortografías ni la mejor letra, pero nada de eso fue visto por Joe. Incluso pensó que era el papelito más lindo que le habían dado.

Sin reflexionarlo dos veces se colocó el regalo y guardó el papel dentro del rectángulo, donde estaba la pulsera, y los escondió donde sabía que ninguno de sus compañeros de cabaña los encontrarían.

A pesar de todas las burlas que recibió por usar la pulsera, no se la cambió al tobillo como se lo recomendaron los chicos de su cabaña y menos que menos la dejó de usar.

Recién en la fogata de la noche fue cuando Jessica notó que la llevaba puesta.

Y fue en ese instante en el que sintió una plenitud de felicidad que creyó que iba a explotar porque no le cabía en el cuerpo.

Se sintió la nueva princesa de Disney.

«¿Blancanieves habrá sentido esto cuando vio al príncipe? ¿Aurora y Felipe cuando cantaron juntos fue algo parecido a esto? Y ¿Jasmín sintió que le bailaban hadas en la panza cuando voló en la alfombra con Aladdín?», pensó. Pero al no poder responder sus preguntas por su cuenta, le contó a una de sus amigas con la que compartía cabaña antes de acostarse.

—No, Jessica, no. No son hadas bailando, son mariposas revoloteando —le aseguro la rubia.

—No. Yo siento hadas bailando, no mariposas volando. ¿Cómo van a hacer mariposas?

—¿Se pueden callar? —preguntó Penélope, la encargada de diecinueve años, en cuidar a las campistas de aquella cabaña.

—Penny, ¿no cierto que son hadas bailando y no mariposas volando? —pregunto tímida a la par que se acercaba a la cama.

—Umjum... —afirmó sin saber muy bien a qué se refería— ¿Van a dormir ahora?

—¡Penélope! Son mariposas revoloteando. ¡Mentirosa!

—¿Los bichitos con luces abajo del abdomen?

Los gritos unánimes no tardaron en aparecer. Penélope las hizo callar y les pidió que respiraran profundo y hablen de a una.

—Cuando te gusta un nene —habló Jess cuando se tranquilizó.

—Ah, eso. Todo el mundo dice que son mariposas, pero me gusta más la idea de que sean hadas —habló mirando al techo—. ¿Por qué? —esta vez volteó a ver a la niña.

La niña rubia no tardó en contarle todo lo que le había dicho Jess, esta moría de vergüenza.

Luego de saber todo el inicio de la discusión de las mariposas y hadas, les explicó a las chicas lo que ella sintió al enamorarse. También aconsejo a Jessica que lo mejor era hablar con el famoso Joe.

Y así lo hizo.

Tal vez no fue de la mejor forma, pero a ella le funcionó.

—¿Por qué llevas puesta la pulsera que te regalé? —se puso delante de él, impidiéndole el paso antes de que fuera a desayunar.

—Me gustó.

—¿Por qué?

—Es linda. ¿La quieres para cambiar de lugar los dijes? —le preguntó extrañado. A punto de desabrocharla de su brazo.

—No. Quiero saber por qué te la pusiste.

—Me la regalaste.

—Sí, pero ¿la...? ¿La usas porque eres mi novio?

—N... Yo... ¿Quieres que sea tu novio? —preguntó nervioso.

Jess respondió subiendo los hombros y mirando al suelo.

—Entonces soy tu novio. ¿Ahora puedo ir a desayunar? Tengo hambre —Jessica no esperaba que le diera esa respuesta, lo único que pudo hacer fue mover la cabeza de arriba a abajo.

Él le dio un tierno beso en el cachete y siguió caminando hasta entrar al café.

Las siguientes siete semanas las pasaron juntos, pero sin invadir el espacio del otro.

Joe todas las mañanas se robaba un chocolatín para dárselo a Jess acompañado con un beso en la mejilla. Ella se ponía nerviosa y salía corriendo a dónde estaban sus amigas y comía su regalo viendo a su novio.

Ella también le hacía regalos; piedras, pero no cualquier tipo de piedras, sino que estas eran con formas: algunas parecían aviones, otras tenían formas de gotas de lluvia o de pétalos de una flor, y otras simplemente no eran similares a nada, pero tenían un lindo color.

Antes de dárselas las limpiaba y escribía la fecha en números con una fibra azul, el color favorito de Joe, para que no se olvidara cuando se las había regalado.

Aunque no era un chocolate, él aceptaba una por una con una sonrisa de oreja a oreja.

Al llegar la noche, cuando se suponía que todos los campistas estaban durmiendo, Joe iba a buscarla para que vean las estrellas juntos. Casi siempre cuando la acompañaba a su cabaña robaba una pequeñita flor y la apoyaba con cuidado sobre su oreja, ella feliz le daba un abrazo y le susurraba que lo quería mucho. Luego sellaba el final del encuentro despeinándolo y él repetía su acción haciéndola reír.

La última noche del campamento fue diferente a las otras.

Joe se puso más perfume de lo que tendría que haber usado en los dos meses que duró el campamento, le pidió consejos y ayuda para peinarse a Henry, el encargado de su cabaña, y también tomó unas linternas para que hagan de vela.

Como todas las noches golpeó con suavidad la ventana de la cabaña de su amada y la esperó sentado. Ella salió unos minutos después, se había dormido y la tuvo que despertar una de sus amigas.

Cuando ella se estaba dirigiendo al lugar de siempre, la fogata, él la tomó de los hombros y la guio al río donde le habían enseñado a pescar.

Ahí los esperaban las luces de las linternas mirando hacia ellos, Jess estaba deslumbrada, no sabía qué decir, le había encantado.

Pasaron unas horas sentados al margen del río, tomados de las manos y con los pies tambaleando sobre el agua. No hablaron mucho, el sonido del viento chocando con las copas de los árboles y el ulular de las aves nocturnas tapaban la falta de palabras.

Jess levantó la vista al cielo y le avisó al nene a su lado para que pida un deseo al pasar una estrella fugaz.

Ninguno de los dos lo afirmó en ese momento, pero habían pedido volver a encontrar al otro. Tal vez en otras circunstancias o el próximo año.

Joe sacó una mochila detrás de un árbol y comenzó a juntar las linternas, no sin antes apagarlas, Jess al verlo decidió ayudarlo con tristeza porque eso significaba que tendrían que volver cada uno a su cabaña.

Eso fue exactamente lo que hicieron, pero antes de que ella tome el picaporte de la puerta, él la llamó por el apodo que le había puesto en esas ocho semanas, «Chikorita», sus ojos le hacían recordar al personaje de su videojuego.

Ella rio por lo bajo al voltearse, él cortó la distancia entre ellos y sus labios dibujaron una sonrisa como nunca lo habían hecho mientras le acomodaba los pelos rebeldes que había sobre sus mejillas y ojos.

Se miraron por última vez antes de que Joe tomara las diminutas manos de Jessica, ambos cerraron los ojos y sus labios se rozaron. Podían sentir la respiración del otro chocar con la suya.

Cuando iba a besarla se arrepintió y alargó unos centímetros la distancia. Nunca había besado a una chica y no quería que se riera en su cara por hacerlo mal; además que no sabía si ella ya lo había dado, no se lo quería robar.

Mientras Joe le daba mil y una vueltas a la situación, Jessica se había dado cuenta de que él no iba a besarla, entonces lo tendría que hacer ella. Cortó la distancia que segundos antes Joe había impuesto y juntó sus labios.

Pasaron pocos segundos hasta que Joe cayera en cuenta de lo que estaba ocurriendo e inmediatamente puso ambas manos en la cintura de Jessica porque recordó que en las películas que miraban sus primas adolescentes, junto con su mamá, el chico lo hacía. Jessica hizo algo similar al recordar la película de «Bernardo y Bianca», tomó el cuello de la remera de él.

Luego del primer beso de ambos se pusieron nerviosos. Ella estaba colorada y él no podía verla a la cara.

Como todas las noches, Joe esperó a que ella entrara a la cabaña, pero esta noche era un poco distinta, y se permitió saltar y bailar al dar media vuelta sin saber que Jessica lo miraba desde la ventana abrazada a Bebé osito.

Querido lector, esa noche ninguno de los dos pudo dormir por pensar en el deseo que le habían pedido a la estrella fugaz. También meditaron que en el caso de que no se cumpliera lamentablemente serían solo un recuerdo muy hermoso en el otro, además de ser el primer beso de cada uno.

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