Calendario de adviento
#Sueñosdenavidad
Este relato fue ganador del Segundo lugar en el concurso "Sueños de Navidad" de la editorial Infinity-Black
Les traigo un pequeño relato acerca de Luka Thompson, de mi novela Cachorros y amos.
Espero lo disfruten. 💕
El primer día del mes de Diciembre, llegó acompañado de una copiosa nevada. En la televisión anunciaron que las clases quedaban canceladas por el mal tiempo.
London fue el primero en abandonar su cama. Corrió hacia la ventana a ver si era cierto lo que veían sus ojos de distintos colores. Encaramado sobre una de las sillas caras de su mamá, comprobó que era verdad. El jardín estaba cubierto por una espesa capa de nieve fresca.
Partió entonces en busca de Felicia quien seguía durmiendo a pierna suelta. Entró a su habitación tropezando con algunos animales de peluche que cayeron de la cama de su hermana.
Tenía para armar un zoológico entero, pensó mientras abrazaba una cebra de rayas rosa. Felicia dormía plácidamente, envuelta en sus sábanas estampadas con copos de nieve.
—¡No hay escuela hoy! —anunció pegando su nariz contra la mejilla tibia de su hermana —Está nevando, vamos a jugar afuera.
Al no recibir una respuesta coherente de parte de su melliza, London hizo lo que todo niño de seis años en su posición haría.
—¡Lishi!—le arrancó el cálido cobertor de estrellitas gritando—¡Levántate, vamos a jugar en la nieve!
Felicia no recibió de buen ánimo el gesto de su hermano, de sacarla de la cama para disfrutar aquella gloriosa mañana nevada. Sin embargo, se levantó y armó del muñeco de peluche más cercano para contrarrestar al intruso.
—¡Don-don! ¡Le voy a decir a mamá que me estás molestando!—y con los ojos aun semi cerrados, le lanzó el juguete a su hermano.
—Dile, si es que la encuentras. Salió temprano—.fue la respuesta que Felicia recibió.
London no iba a perder más tiempo sacando de la cama a su melliza. La nieve allá afuera lo llamaba y no iba a hacerse de rogar. Dejó a su hermana renegar entre dientes, mientras regresaba a dormir un rato más.
Apenas si salía de la habitación, una mujer menuda le dio el alcance.
—Niño London aquí estabas. Te fui a buscar a tu recamara. Ven para que tomes tu desayuno.
Gregoria le sonrió afable y London sonrió ampliamente.
—¿Qué hay para desayunar? —preguntó, pero ya sabía la respuesta que obtendría.
—¿Qué quieres que te prepare?
Sabía que ella diría eso, Grego siempre lo consentía, en especial cuando su mamá no andaba por los alrededores. Panqueques con chispas de chocolate, sí y unas fresas encima. Ya casi las saboreaba, cuando la voz de Felicia apareció para interrumpir sus planes.
—Mamá dice que no puedes comer panqueques todos los días, Don-Don. Grego, prepara waffles; son mucho mejores de todos modos.
—Quiero panqueques, tú vete a dormir Lishi. Grego no le hagas caso a Lishi, panqueques y cereal...
—¡Le diré a mamá, vas a ver Don-Don! Le diré que me estuviste molestando y que comiste panqueques.
Listo, empezaba la pelea. London arremetió contra su melliza quien armada de uno de sus tantos juguetes, amenazó con golpearlo.
—¡Santa está mirando, Don-Don!—chilló Felicia para evitar que su hermano le saltara encima. Justo cuando se le acababa de ocurrir una mejor idea.—¡Le diré a Santa que me quisiste pegar!
—Niños, no se peleen por favor, eso no hacen los hermanitos.—Gregoria suspiró hondo frotando las orillas de su mandil impecable.—Vamos a que tomen su desayuno.
Si Grego pensaba que la lidia quedaba ahí, que equivocada estaba. Fue London quien le dio una mirada a los alrededores, buscando a ver si era cierto que Santa lo espiaba. Al no encontrar evidencia de que así fuera, le arrebató el juguete a su hermana y emprendió la huida. Escaleras abajo y sin zapatos, corrió a la cocina, un lugar que Felicia prefería evitar a toda costa.
Podía escuchar a su hermana lanzando amenazas, pero prefirió ignorarla. La cocina tibia, desprendía el olor a café recién hecho y a canela. Ya se le estaba abriendo el apetito. Tomó una manzana roja de sobre un repostero y esperó pacientemente a que Grego apareciera a cumplir su pedido.
No iba a permitir que Felicia arruinara su desayuno. Ya cuando terminaran de comer, podrían retomar la riña y ponerse a jugar en la nieve.
Un televisor pequeño y encendido en la cocina, le hizo notar que eran casi las siete de la mañana. Y al lado del aparato, un paquete envuelto con papel de regalo y un primoroso moñito, esperaba a ser abierto. No pudo con la curiosidad y lo tomó en sus manos. Justo en ese momento, fue sorprendido por Gregoria, quien acaba de ingresar a la cocina.
—Ese paquete es para ustedes.—le anunció sonriéndole. Gregoria pasó a su lado y le acomodó el cabello rubio y despeinado.—Lo mandó su abuelito.
Aquella noticia acabó por animarle el día. En seguida deshizo el papel de regalo, sin molestarse en esperar a su hermana.
Dentro de la caja de cartón, encontró un par de bultos recubiertos de papel de seda. Con menos cuidado de cuando desenvolvió la caja, London encontró un par de ornamentos para el árbol de Navidad.
Sonriendo examinó cada uno. El bote era para él sin lugar a dudas. El de Felicia era uno de zapatillas de ballet color rosa.
—Don-Don, devuélveme... ¿qué es eso? ¿Es para mí?
—La caja es tuya, yo abrí, el resto es mío.— le respondió a su melliza saltando del banco donde se fue a sentar.
Otra pelea se sucedió, esta vez alrededor de Gregoria, quien trataba de no dejar caer los platos servidos. Felicia alcanzó a su hermano de un mechón de cabello y London se detuvo para el contraataque.
Ambos terminaron llorando por la caída.
Un paquete esperaba sobre la mesa y Felicia hizo trampa para llegar primero.
—¡Eso no se hace, London! Empujar a tu hermana, le has podido hacer daño. Quiero que te disculpes ahora.
London hizo un mohín y cruzó los brazos.
—¡Ahora!—insistió la madre de los mellizos llevándose las manos a la cintura.
Entre un «no es justo, yo no hice nada, a ella la quieres más» London tuvo que pedirle disculpas a Felicia quien solo sonrió como respuesta. No tenía interés en pelear con su hermano, porque mamá estaba presente.
—¡Mami, Mami! —la niña abandonó el regalo y corrió a abrazarla. —Mi recital de ballet es la próxima semana y...
—Cariño, ten cuidado con el vestido de mami.—le dijo deteniéndola en el camino.—¿qué decías de tus clases de ballet?
—El recital es la semana que viene... Esta tarde vamos a practicar con el vestuario...
—Lisa, ¿dónde quedó mi cartera? —interrumpió la madre de los mellizos sin prestarle atención a ninguno de los dos.—Decías Felicia...
Lisa, la asistenta personal le tendió a Barbara lo que le pedía. Para ese momento London acababa de abrir la caja y husmeaba su contendido.
—Mami necesito llevar mi traje para el recital. Es la próxima semana. ¿Vas a venir, verdad?
—Cariño, mami tiene muchas cosas pendientes, pero por supuesto que iré. ¿Cuándo dijiste que era?
—El próximo jueves a las 6 pm.—interrumpió Lisa revisando la agenda que traía en las manos.
—La próxima semana mami va a estar muy ocupada...
—Pero Mamá, nos prometiste a Don-Don y que a mi que irías. Don-Don va a tocar el piano...
London no les prestaba atención, le importaba poco el recital, el piano o de lo que estuvieran hablando. Acababa de descubrir dentro de la caja una bolsa de dulces, salty tafffy, para cada uno.
—Cariño—y Barbara le acarició el cabello dorado a su hija.—mami va a hacer lo posible para asistir. Ahora mami tiene que salir, se portan bien los dos.
Los salty taffys estaban deliciosos, London iba por el segundo, pero su hermana no se resignaba. Irían a las clases de piano y ballet por su cuenta, si es que asistían esa tarde.
—Barbara, salimos en diez.—anunció la asistenta y tomó una serie de carpetas de sobre un mueble.
—¿No me vas a llevar a Ballet?—Felicia tenía el corazón destrozado.
Ensayó mucho para que le dieran el papel principal en el Cascanueces. A London parecía no importarle nada más que comerse todo el contenido de la caja que recibieron. No podía contar con su apoyo para presionar a mamá de quedarse con ellos esa tarde.
—Felicia, cariño Alicia te llevará como siempre...
—La niñera renunció hace una semana.—le recordó la asistenta verificando en su reloj los minutos de los que disponían.
London rodó los ojos, pero sin que nadie lo viera. No se quería meter en problemas. Su mamá perdía la noción del tiempo y de quienes dejaban de trabajar para ella.
—¿Y todavía no hallas un reemplazo?—espetó Barbara al ser puesta en evidencia.
—Mañana viene una candidata para una entrevista y el viernes otra más.—arremetió Lisa sin prestarle demasiada atención.
Un rayo de esperanza y Felicia se aferró a este tanto como de la falda de su mamá. Estaba decidido, Barbara tendría que llevarlos a sus clases y la vería ensayando con el primoroso traje de bailarina que...
—Cariño, te dije que tuvieras cuidado con el vestido.—y Barbara la apartó sin más.
Una vez más, era inútil esperar que su hermano la apoye. Lo buscó con los ojos y lo encontró apilando un montón de envolturas de dulces.
—Grego, por favor lleva a los niños a sus clases esta tarde.
—Dijiste que nos llevarías al cine.—la voz de London se dejó oír algo gangosa, estaba comiendo dulces sin pedir permiso.
—London, espero que no estés comiendo lo que no debes. Gregoria los llevará a sus clases y luego al cine. Bueno, bueno, tengo que marcharme. —lanzó dos besos volados y London la despidió con una mano.
Felicia en cambio tenía los ojos llenos de lágrimas. No quería ir a clases ni a ningún lado. Ya no le importaba el papel principal, porque nadie iría a verla bailar.
Barbara se marchó a prisa, sobre sus tacones y revuelo de su costoso vestido. Ya no le importaba nada ni que London se acababa de comer los dulces que le correspondían.
Un adorno para el árbol, salty taffy, mitones, un gorro, una chalina, un suéter de navidad, arándanos cubiertos en chocolate, todos esos regalos iban llegando día a día en cajas enviadas por su abuelo.
Una semana entera de llegar a casa y encontrar presentes sobre la mesa. Esa tarde atrapó al cartero y recibió en sus manos la encomienda del día. Tal vez Lishi dejaría de llorar al ver el regalo. Pasó la tarde encerrada en su cuarto, no quiso que la llevaran al salón para peinarla. Gregoria tuvo que encargarse de arreglarle el cabello y ayudarla a vestirse para el famoso recital.
London se aventuró e ingresó al cuarto de Felicia. Ya no lloraba, escuchaba la pieza que bailaría, mientras jugaba con una de sus muñecas favoritas.
—El abuelo te mandó esto.—anunció y consiguió que su hermana le preste atención.
Hasta se tomó la molestia de desenvolverle el regalo. Era la figurita de cerámica de una bailarina. El abuelo incluyó una nota que Gregoria se las leyó con una sonrisa.
«Suerte en tu recital, no te rompas una pierna.»
London pensaba que con tal de no asistir a esa aburrida reunión, se la rompería en lugar de su hermana. Gregoria al tenerlo a su alcance, lo persiguió con el peine y la colonia que siempre les echaba, desde que eran bebés.
—¡Don-Don no se ha vestido! ¡Por su culpa vamos a llegar tarde!—protestó Felicia dejando la figura de cerámica a un lado.—¡Le voy a decir a mamá que...!
Tuvo que detenerse ella misma, tal amenaza no iba a dar el menor resultado. Barbara no asistiría al recital, pero dejó encargado que tomaran un vídeo y muchas fotos.
Ahora quería llorar de nuevo, pero era una Prima Donna y ellas no hacen cosas como esas. Felicia recuperó la figura de cerámica y la puso en el bolsillo de su chaqueta.
Sin perder el tiempo llevó a su hermano, a punta de empujones a su habitación. Y que no saliera hasta que no estuviera listo.
—¡Genial!—chilló London tras la puerta cerrada.
Pensándolo bien, eso era lo que él quería. Arruinar el recital y su maravillosa presentación. No se lo iba a permitir, porque mamá quería ver el vídeo y las fotos de su baile. Nadie, ni siquiera su mellizo malograría sus planes.
Felicia abrió la puerta y encontró a su hermano jugando con la figura de cerámica de un niño con una caña de pescar. Corrió hacia él y se la arrebató antes que pudiera tomarla.
—Tienes cinco minutos, Don-Don. Si no sales tiro tu regalo... por la escalera.—esa amenaza funcionó en una serie en la tele, Felicia no veía porque no en la vida real.—¡Cinco minutos! Grego... ¿cómo se ven los minutos en ese reloj de la pared?
Salió con la misma prisa con la que entró y se paró al filo de la escalera, para probar que lo haría. London se asomó solo para mostrarle la lengua y cerciorarse que su melliza fuera capaz
de hacerlo.
La ropa estaba lista y Grego le ayudo a ponerse la corbata. Otro chorro de colonia y ya podían partir. London recuperó el regalo del abuelo de las garras de su hermana y se dieron de manotazos hasta que Gregoria llegó a detenerlos.
—Parecen perros y gatos, peleando todo el día. No parecen hermanitos.
—¡Yo soy el gato! Uno bien bonito, Don-Don es un perro feo de la perrera.—gritó Felicia resentida por los golpes y tirones de pelo.
—¡Te voy a tirar por ahí a ver si tienes siete vidas!—y ese fue el grito de guerra de London.
Gregoria tuvo que pedir refuerzos para separarlos. El resto del personal de casa llegó en su auxilio. Luego tuvieron que coserle la manga de la chaqueta a London y rehacerle el peinado a Felicia. Ah sí y ponerles hielo en las mejillas que terminaron hinchadas a causa de los manotazos que se propinaron el uno al otro.
El paquete llegó por correo, pero ninguno de los dos pudo abrirlo ese día. Barbara se enteró de la pelea y ambos terminaron castigados en sus habitaciones.
Felicia puso música solo para molestarlo, así que London pateó la pared para perturbarla. Mala idea porque Barbara aún no salía a ocuparse de sus tantos asuntos. Regañó a su hijo, sin siquiera abrir la puerta y liberó a Felicia de su encierro.
—Con esto me demuestras que fuiste tú el incitador, London. Eres igual a tu padre. Quédate ahí hasta que pienses bien en lo que hiciste.
Quiso responderle, pero empezó a llorar y no quería que su mamá lo supiera, mucho menos su hermana quien ahora sonaba muy contenta. Irían de compras y luego a comer por ahí, las oyó decir. No era justo, Lishi iba a salir con mamá y él se quedaba encerrado como un perro que nadie quiere.
London se comió los arándanos de chocolate que envió su abuelo y le supieron amargos. Grego apareció un rato después con un vaso de leche y sus galletas favoritas, para consolarlo.
También traía el paquete que tanto esperaba. Ya no le importaba que su mamá prefiriera a Lishi, tenía a su abuelo y eso lo compensaba.
Grego le dio el teléfono y pudo acusar a Barbara y a Lishi con su abuelo, todo lo que quiso. Lloró un poquito nada más, pero cuando terminó de contarle todo al anciano, ya se había calmado.
—Ya veo, estás teniendo un mal día hijo. Espero que lo que te mandé te anime. ¿Ya lo viste?
—No, porque mi mamá no me dejó, porque quiere a Lishi más que a mí.
No iba a perder la oportunidad de que su abuelo lo supiera. Aunque ya se lo dijo antes, una vez más no importaba; porque era cierto.
—Sabes que no es así, hijito. Cuando lo abras me dices que te pareció. ¿Te gustó lo que les mandé?
—Estuvo todo muy rico y me comí lo de Lishi porque ella me pegó primero y luego le dijo a mamá que fui yo. —iba a llorar de nuevo, pero se aguantó.
Esperaba que fuera comida para comerse la parte de su hermana y luego restregárselo en la cara.
—No quiero que te enfermes comiendo tanto. Bueno, tú abuela siempre te manda saludos. Ha salido un rato, no sé dónde anda la vieja. Me tomé una siesta y cuando desperté no estaba.
Gregoria le tendió el paquete y acababa de descubrir que eran libros para colorear. Cape Cod, decía en la tapa y contenía dibujos de animales marinos de la zona.
—Gracias abuelo, me gusta colorear. —La mejor parte era que a Lishi también, así que pintaría todo el libro de su hermana primero y luego el suyo.
—Me alegro, espero te sientas mejor ahora. Te dejo para que entretengas. Nos vemos, hijo.
Tenía toda la tarde de encierro y muchos crayones en una cajita. Manos a la obra, pensó London abriendo el libro que le correspondía a Felicia. Sí, se sentía un poco mejor coloreando lo que no era suyo.
Felicia colocó su langosta de peluche, junto con el resto de sus juguetes en un estante. London en cambio, la llevaba a todos lados. Otro más de los regalos diarios del abuelo.
Papas en hojuelas de Cape Cod, camisetas con el logo de la zona, unas barras de jabón, una cajita llena de conchitas de distintos colores y tamaños. Hasta ahora todo era o delicioso o muy útil. Felicia llevaba consigo la bailarina de cerámica, como un amuleto en sus bolsillos.
El regalo del día fue una caja pequeña y tenía dentro algo curioso. Dos boletos para el cine, decía. Pero no eran de verdad, si no de juguete.
London se quedó pensando en que serían y a Felicia se le antojó ir al cine.
—De acuerdo, iremos a ver una de Disney.—anunció Barbara durante el desayuno.
—Ya la vimos con Grego.—le interrumpió London y Felicia lo pellizcó bajo la mesa.
—Yo quiero verla, mami.—y Felicia corrió a abrazar a su mamá antes que el bobo de su hermano arruine todo de nuevo.
London se tragó las lágrimas que le provocaron en pellizco; se vengaría luego.
—Iremos al cine y luego a comer. ¡Oh, London, cariño! Necesitas un corte de cabello, se te ve muy desaliñado. Tendrá que ser esta tarde. Tu papá regresa de su viaje y no quiero que te encuentre así.
No podía darle crédito a sus oídos; Felicia saltó en su sitio rebotando de alegría.
—¡Sí, papi viene a casa! ¡Papi!—y empezó a corretear alrededor de su mellizo.
A London le caía mejor la noticia, si no tuviera que ir al barbero. Odiaba ir a un lugar donde iban solo hombres mayores y olía a cigarro. Era muy aburrido.
—No Mami, Berto me corta bien, no quiero ir al barbero.
—¿Berto? ¿Nuestro Berto? ¿El jardinero?—ahora sí que Acababa de sorprender a su madre.
—Sí y él no me quema la cara con esa toalla caliente que te ponen en barbero. ¡No quiero!—London se cruzó de brazos y no iba a dar su brazo a torcer.
—¿Desde cuándo te corta el cabello el jardinero? ¡Ay, necesito conseguir una niñera con urgencia! Así yo no puedo.
No importaba lo que su mamá dijera. Por él se cortaba el cabello solito. Con tal de no ir al barbero que era de su papá y le frotaba las mejillas con toallas demasiado calientes, según él para limpiarle el rostro.
—Ahora, ¿dónde te consigo cita con un barbero? Tu padre regresa esta tarde y vendrán amigos para cenar. ¡Qué problema!
Su mamá exageraba. Berto hacía un trabajo excelente cortando arbustos y de paso su cabello. Porque la última vez que no pudieron sacarle la goma de mascar de entre las greñas, Berto tomó unas tijeras y se encargó de todo.
Lo mejor de todo era la carne asada que preparaba.
London aprendió a reconocer el aroma que la carne desprendía cuando estaba lista y sobre el plato de comida. Se escurría hacia la cocina cuando Berto y los demás se disponían a comer y se auto invitaba. Si Bárbara se enteraba que comía sentado en las piernas del jardinero, del chofer o la misma Gregoria, se moría de la impresión.
Las cosas no pintaban bien. London iba a malograrlo todo de nuevo. Felicia ya estaba acariciando la idea de salir con mamá al cine y luego ver a papá por la tarde y cenar con la familia. Pero no, su hermano se empeñaba en arruinar los planes.
—Ya vengo.—anunció London resuelto a solucionar el problema.—¡Berto, trae tus tijeras! ¡Córtame el pelo, por favor!
—¡London! ¿Qué crees que estás haciendo?—Barbara quedó más escandalizada que antes.
—Pero no quiero ser un problema, mamá.—fue la respuesta de London aunque ya demasiado tarde.
Felicia lo sabía, los planes se fueron al tacho. No alcanzaron la función de cine, tuvieron que ir a un Barbero que no hizo más que pelear con London para que se dejara cortar el cabello.
Al regresar a casa, Berto tuvo que arreglar el cabello de London.
La carta a Santa Claus era un evento especial para los mellizos Thompson. Se la entregaban en persona cada año cuando iban a tomarse la foto tradicional. Era muy importante que ambos estuvieran bien peinados y acicalados porque esa foto se la enviaban a los abuelos.
Felicia tenía un lazo rojo y blanco en el cabello. Un vestido precioso, con orillas blancas, zapatos negros y medias del mismo color. Grego le cepilló el cabello tanto que se veía más liso que nunca.
Mami dejó que se pusiera un poco de maquillaje para no verse tan pálida. También aceptó que se pusiera un lente de contacto en el mayor defecto de todo su lindo rostro. Uno de sus ojos era verde, mientras el otro era pardo.
Listo, ahora sus dos ojos tenían el mismo color. Mami era tan buena y Felicia era muy feliz mirándose en el espejo. Ahora sí, sin ninguna imperfección.
London no tardó en aparecer en el reflejo, traía el paquete que les mandó su abuelito y quería que lo abrieran juntos.
—Ahora no Don-don, estoy ocupada.—pero no servía de nada negarse, su mellizo era muy persistente.
—Si son dulces me los comeré, Lishi.—amenazó London regresando por donde vino.
—Está bien, lo abrimos juntos, pero antes ponte la lentilla.
Era lo justo, se verían tan bien en la foto con Santa, con sus ojos del mismo color, como debe ser.
Como era de esperarse, London la ignoró por completo y se alejó con el paquete.
—¡London Luka Thompson, ponte la lentilla ahora!—gritó persiguiendo a su hermano.
La persecución no duró demasiado, logró atraparlo cuando intentaba refugiarse en la cocina y tropezó con Grego que salía.
Los tres terminaron en el suelo y como resultado de la caída, ambos mellizos terminaron con un moretón feo en el rostro.
Al regresar a casa, luego de la sesión de fotos con Santa, el único consuelo de Felicia fue abrir el regalo del abuelito.
«Buenas noches, Cape Cod» uno de sus libros favoritos. Abuelito se los leía siempre que se quedaban en su casa. Felicia tomó la copia que llevaba su nombre y desapareció en su habitación hasta que fue hora de cenar.
Cuando estuvieron juntos en la mesa, le contó a papá como London no quiso hacerle caso y que durante la sesión fotográfica, le tiró el cabello.
—¿Papi, me estás oyendo?—tuvo que preguntarle porque parecía distraído mirando unos papeles.
—Sí princesa, lo que tú quieras. Dile a tu mamá que lo ordene.
Al otro lado de la mesa, London la miraba sonriente. Todavía tenía una mejilla hinchada por la caída, pero no se veía arrepentido.
Felicia se disculpó entonces y se fue a su habitación sin terminar la cena. A nadie le importó que lo hiciera, solo a su hermano, el único quien prestaba atención a sus palabras.
Las vacaciones de la escuela empezaron y en casa los mellizos Thompson no hacían más que aburrirse en casa.
Felicia tenía las mejillas coloradas tanto como la punta de su nariz. Bien envuelta en una chaqueta, el gorro, los mitones, el suéter y la chalina que envió su abuelito, miraba como su mellizo armaba un muñeco de nieve.
Desanimada y sobre todo descorazonada, aceptó seguir a London hasta el jardín con tal de no sentirse sola. Papá les anunció que prepararán sus maletas, que pasarían la navidad en Florida. Mami iba a viajar a un evento en Miami y papá les daría el alcance en el hotel.
Fue London quien protestó primero, quería pasar la Navidad rodeado de nieve, no de palmeras. Felicia sonrió porque no le importaba, con tal de pasarla con sus papás, donde fuera, dijo. Mamá le acarició el rostro y papá la llamó su Princesa.
Mamá anunció que se hospedarían en uno de esos hoteles de Disney. Felicia sonreía pensando en lo bien que lo pasarían juntos, pero mintió y su propio embuste la carcomía.
—¡No quiero ir a Florida, no quiero ir a un hotel, quiero quedarme aquí con papá y mamá.
No podía más, lo dijo en voz alta y el único que siempre la escuchaba, así no quisiera, dejó de decorar el hombre de nieve que armaba.
—Yo también Lishi, por eso dije que no quería ir. No llores...
Era tarde, las mejillas le ardían de frío y sus lágrimas empeoraban la situación. Irían a un hotel hermoso, la diversión estaba asegurada, pero estarían solos como siempre.
Mamá y papá irían a una fiesta de Navidad, ya tenían todo planeado. Los mellizos cenarían en el hotel, solos. En casa tendrían a Grego, a Berto y los demás para que les hicieran compañía, pero en Florida...
—Le escribí a Santa y le dije que quería muchas cosas.—continuó Felicia sin dejar de llorar y llena de arrepentimientos.—pero solo quiero que mami y papi cenen con nosotros.
London se sentó al lado de su hermana pensando que esa era una buena idea. Podían escribir más cartas, el abuelo les envió unos crayones muy buenos y unos lápices también.
Quedaban pocos días para Navidad, tal vez todavía tenían tiempo para que su pedido se cumpliera. Así que tomó a su hermana de la mano y se la llevó a la casa. Dentro junto con un chocolate caliente, le escribirían a Santa Claus con carácter de urgencia.
London, ocupado a todo colorear el libro de Navidad que mandó el abuelo, no sintió los pasos apresurados de su hermana.
—¡Don-Don, deja eso! ¡Esto es más importante.
—Lishi, a ti no te gustan las galletas de jengibre, así que cuando los abuelos manden algo más, te lo comes tú. —tenía un crayón en la mano y en la otra, la mitad de una galleta deliciosa, que sabía a recién horneada.
Llegó en un paquete enviado por los abuelos y... tal vez se acababa de adelantar a los hechos. Su melliza lo miraba extrañado y hasta hizo una mueca mientras London desperdigaba migajas al hablar.
—¡Don-Don! ¡Esas eran mis galletas! ¡Le voy a decir a mamá...!—no servía de nada intentarlo.
Mamá partió por la mañana y papá lo haría esa misma tarde. Le dejaron encargado a Gregoria que los tuviera listos. Lisa, la asistenta personal pasaría por ellos para llevarlos al aeropuerto y luego a Florida.
Felicia tuvo más de un tropiezo al explicarle a su mellizo la situación; algunas lágrimas acompañaron sus palabras.
La situación era seria, porque London dejó de atiborrarse de galletas.
—¿Qué vamos a hacer, Don-Don?—finalizó rindiéndose por fin.
Tomó de sobre la mesa, el libro para colorear que le correspondía y la imagen de Santa aparecía en la portada.
—¡Hasta le escribimos una carta a Santa!—exclamó Felicia sintiéndose derrotada.
—Tal vez Santa no recibió nuestra carta. Porque Santa siempre hace que todos los niños tengan lo que piden.
—Los que son buenos.—recalcó Felicia mirando con severidad a su hermano.
Sin duda era culpa de London por ser desobediente. Ahora tendrían que pasar la Navidad lejos de casa, cenando solos en un restaurante, sin Grego y los demás haciendo bulla en la cocina.
No se dio cuenta hasta ese momento, cuanto disfrutaba la cena navideña que su mamá ordenaba de un restaurante caro. Todo era delicioso, pero la mejor parte era cuando se escabullía siguiendo a London hacia la cocina.
Ahí Grego y los otros celebraban con su propia comida. A su hermano le daban un plato y se lo llenaban con comida. Felicia no podía recordar el nombre de lo que ella también probaba, pero era delicioso.
En especial el chocolate caliente que preparaba Grego, mucho mejor que ese de la tienda. Todo eso se iba a perder este año, por culpa de London quien no sabía comportarse como debía.
—No quiero ir a Florida. No me gustan las palmeras.—otra galleta más y London dejó por sentado que no subiría a ese avión, por nada del mundo.
—Yo tampoco, acá están todas nuestras cosas.—continuó Felicia pensando en que sus juguetes estaban en su habitación y sus presentes bajo el árbol.—además Santa va a venir a dejarnos nuestros presentes en esta casa. No al hotel. ¡La Navidad va a quedar arruinada!
Más descorazonada que antes, Felicia se dejó caer al lado del árbol decorado y lleno de luces. La chimenea estaba encendida y los calcetines colgados. Sería una estampa de Navidad perfecta, si no hubieran un par de niños tristes en la figura.
—No entiendo, le escribimos a Santa. Pero si no recibió nuestra carta, tendremos que llevársela, Lishi.
Esa era una excelente idea, si supieran como entregársela en persona, en el polo norte. London se acababa de poner su chaqueta abrigadora y ya se enfundaba en su gorro y chalina.
—¡Vamos Lishi, no podemos perder tiempo!
A Felicia le empezó a preocupar el vestido que debía usar para entrevistarse con Santa. Sus lentillas, no podía olvidarlas. London parecía más preocupado en partir, sin empacar nada para el viaje.
—¿Sabes el camino al polo norte?—le preguntó a su mellizo una vez tenían media cuadra recorrida.
—Es al norte, Lishi. Solo tenemos que caminar hacia el Norte. Mira.—El abuelo le envió una brújula de juguete y sabía cómo usarla.
Ante semejante argumento, se sintió incapaz de protestar. Caminaron en el frío y tomados de la mano por un par de cuadras más. Hasta que empezaron a pelear por quien debía llevar la brújula.
El viaje terminó cuando llegaron al parque y Felicia se cansó de andar. Pero como era su turno de llevar la brújula y London no se la dio, empezó la gresca.
La policía apareció al poco rato, cuando ambos rodaban sobre la nieve dándose de mordiscos. Un oficial los separó y otro los hizo subir al auto.
Un vecino reportó la presencia de dos niños solos en el parque y estaba oscureciendo. Los mellizos Thompson regresaron a casa, conducidos por la policía y recibidos por Gregoria quien esperaba en la puerta llorosa.
Al verlos los abrazó con fuerza y les preparó chocolate caliente, solo porque estaba feliz de tenerlos de vuelta.
—¿Por qué se fueron sin avisar? —Grego los interrogó ya con los ánimos más calmados.
Sentados en la mesa del comedor, ninguno quiso responder. El oficial que los trajo encontró la carta a Santa, abandonada sobre la nieve.
Gregoria la reconoció enseguida, porque ella les ayudó a escribirla.
—¿Qué iban a hacer con la carta? ¿Echarla al buzón? Me tendrían que decir y yo la llevaba al correo.
—Íbamos a llevarla al Polo Norte, pero Lishi quería la brújula y no sabe usarla.—replicó London sorbiendo su taza.—nos íbamos a perder.
—¡Tú tampoco sabes cómo usarla! Nos íbamos a perder de todos modos, Don-Don.
Felicia ya ni ganas de pelear sentía, quería irse a su habitación y llorar de rabia. Gregoria seguro ya les empacó las maletas y tendrían que partir con la asistenta de su mamá hacia La Florida.
—Claro que sé, el abuelo me enseñó.—agregó London intentando esconder su pesar.
Tendría que ir con Felicia y sus padres de viaje. No tenía otra opción. Solo esperaba que a último minuto Santa decidiera cumplir su deseo.
—Será mejor que se alisten para ir a la cama. Mañana tendrán que viajar a reunirse con los señores.—Grego ahogó un suspiro.
Si bien es cierto se quedaba en la casa con el resto de personal, iba a extrañar a esos niños.
—No quiero irme a dormir Grego. No quiero irme de aquí.—London le tomó la mano y suspiró tan hondo como ella.—Odio las palmeras.
—Van a ir a un hotel bonito y visitar ese parque que tanto les gusta. Se van a divertir mucho.
Ninguno de los mellizos estuvo de acuerdo. Otro suspiro más y se marcharon a descansar, como ella les indicó.
London no quería partir sin antes esperar al cartero. A pesar que le dijeron que cerraron las carreteras por la tormenta de nieve, no quería creerlo.
Felicia en cambio, se sentía aliviada. Sabía que Santa no le fallaría. Su vuelo se tuvo que cancelar por mal tiempo y mamá les dijo que haría lo posible para regresar a casa.
Mientras su hermano esperaba mirando por la ventana, Felicia se dedicó a leer los cuentos de navidad que mandó el abuelo. Al lado del árbol, con su osito favorito y el calor de la chimenea, empezaba a sentir que sería una Navidad espectacular.
De pronto vio a London saltar hacia la puerta. Grego se mostró sorprendida al ver que el correo llegó a pesar del mal tiempo que hacía afuera.
En realidad no era el cartero, si no un vecino de la zona. Traía una caja y dijo que le fue entregada por equivocación cuando fue a recoger sus paquetes al correo.
—¡Gracias Santa!—exclamó London arrebatándole el paquete al vecino.
Sin perder tiempo se tumbó al lado de su hermana a despanzurrar la encomienda. Era una caja algo pesada.
Felicia se acercó acomedida a reclamar lo suyo y sonrió al darse cuenta de que era.
—¡Un calendario de adviento! El abuelito lo mandó para nosotros.
«Este es un calendario mágico, cumplirá todos sus deseos. Con mucho cariño, para mis queridos nietos», para que compartiera como dos hermanitos buenos, eso decía la nota que venía adjunta dentro de la caja.
¿Y ahora que harían? Los dos no podían usarlo a la vez. ¡Imposible! Si apenas podían convivir el uno con el otro, sin empezar a pelear, compartir era algo que no les funcionaba nunca.
Por lo tanto, Felicia tuvo que tomar la iniciativa y apoderarse del regalo. Era lo más lógico.
—¡Yo primero, Don-don! Tú puedes tenerlo otro día.—y Felicia empezó a correr para prevenir que su mellizo tuviera si quiera esperanza de usarlo. —Pero con cuidado porque rompes todo.
—¡Es de los dos!—protestó London persiguiendo a su hermana.—Abuelito dice que es para los dos.
—¡No! ¡Tú malogras todo!
—¡Dámelo Lishi!—London le pisaba los talones.
—¡Nunca Don-don!—y Felicia tuvo que aguantarse el gritar. Su hermano la atrapó del cabello, pero ella siguió sin detenerse.
No iba a entregarle el regalo del abuelo sabiendo que cumplía deseos. London seguro desperdiciaría la magia que contenía, pidiendo alguna tontería. Ella tenía pensado lo que quería para Navidad y su mellizo no iba a arruinar sus planes esta vez.
Subieron las escaleras a toda prisa y trató de esconderse en su recámara. London chillaba para que se detuviera y Gregoria ahora también los perseguía para que dejaran de correr.
No escuchó a nadie y ya en el último escalón sintió el último jalón de pelo que casi le arranca un mechón entero.
Con lágrimas en los ojos, Felicia puso el pie sobre el peldaño faltante, pero perdió el equilibrio al sentir el peso de su hermano caer con su cabello entre los dedos.
London cayó de bruces y Felicia de espaldas, gritando ambos, escaleras abajo. Gregoria alcanzó a atraparlos a mitad de camino. Sin embargo, el objeto de la discordia salió volando por el aire hasta encontrar su aparatoso final en el suelo.
—¡Suficiente! ¡Voy a llamar a la señora y contarle que no dejan de pelear!—anunció Gregoria, mientras que como podía sujetaba a ambos mellizos, a mitad de la escalera.
El llanto de los dos no se hizo esperar. Cuando consiguieron llegar a tierra firme, Gregoria insistió en revisar sus heridas. Felicia tenía un golpe fuerte en la cabeza y la espalda amoratada por la caída. London un raspón en la frente y la cara magullada. Pero lo que más les dolía a ambos fue la pérdida del regalo del abuelo.
Hecho trizas, en el suelo, terminaría en la basura. London se repuso primero y empezó a recoger los pedazos. No había remedio, ni modo de componerlo.
—¡Es culpa tuya!—gritó Felicia acusando a su mellizo, envuelta en rabia.—Ahora no voy a poder pedir mi deseo. ¡Siempre lo arruinas todo!
Ella se marchó a su habitación y se quedó dentro el resto del día. London juntó los despojos del regalo por el que pelearon hacia un momento y los puso de regreso en la caja donde vino.
Era tarde para volver en el tiempo; al final de cuentas, ese iba a ser su deseo.
Lo sabía, siempre lo supo: London arruinaba todo. Felicia nunca lo perdonaría. Solo esperaba que mamá llegara a casa para decirle lo que pasó. Porque ella tenía que regresar, para pasar la Navidad juntos.
Gregoria entró a su habitación a llevarle el desayuno. Se sentó a su lado y le cepilló el cabello mientras ella revolvía su cereal con leche. Felicia tenía el televisor encendido y las caricaturas que pasaban no le mostraban el estado del tiempo.
—Niña, no está bien que pelees así con tu hermanito. Él está muy triste por lo que pasó.
—¡Él tuvo la culpa! Me jaló mi cabello y rompió el regalo! Nunca lo voy a disculpar por lo que hizo.
—Niña, la familia es lo más importante. Son hermanos y algún día cuando ya no estén sus padres, ustedes se van a tener el uno al otro. Si se pelean siempre, ¿qué va a ser de ustedes?
Felicia, aún envuelta en ira, hacía oídos sordos a lo que Grego decía. Saldría de su habitación solo cuando mamá volviera y no quería ver a su hermano nunca más. Así que necesitaba que le trajeran provisiones y algo más con que entretenerse.
Gregoria en cambio, tenía otras preocupaciones en mente. Recibió la llamada de la asistenta de la señora. Quería coordinar asuntos de la casa y de paso ordenar la cena de los niños.
La señora Barbara no iba a regresar para pasar la Navidad con los niños y tendrían que cenar solos, con ella. Lisa quiso saber qué debía ordenar para los mellizos. Gregoria le dijo que no se preocupara, que ella les prepararía una buena cena. Ensalada de fideos, pollito frito, puré de camotes, todo lo que a los pequeños más les gustaba.
El problema sería darle las malas noticias a los mellizos. Felicia seguía esperanzada en ver a su mamá y cenar con la familia. London por su parte, andaba más interesado en reparar el regalo de su abuelito.
—¡Grego!—la voz infantil de London la llamó desde el otro lado de la puerta.—¡Grego, ven! ¡Te necesito!
La urgencia en la voz del niño la hizo salir a prisa. Encontró a London lloroso al otro lado de la puerta. En seguida le mostró la yema de uno de sus deditos.
—Una astillita, ahora te la saco.—Grego conocía a los mellizos desde antes de nacer.
Así que sabía que esa herida era una excusa para llamar su atención. La astilla se cayó camino al baño, por si sola. Al verse descubierto, London la abrazó con fuerza.
—¿Te vas a quedar con nosotros en Navidad?—le preguntó sin querer soltarla.
Gregoria lo supo entonces, viendo la tristeza en los ojos de dos colores del niño en sus brazos. London oyó su conversación con la asistenta de su mamá. Sabía que Barbara no llegaría a acompañarlos en Navidad.
—¡Por supuesto que sí! Estaremos los tres solitos, pero vamos a pasarla bien.—susurró lo último para que Felicia no escuchara.—¿Qué te gustaría que prepare?
London sonrió a medias. Tendría que pensar en algo bueno, aunque su primera idea fueron helados,
—¡Hamburguesas!—exclamó.—¡Perros calientes y helados!
—¡No!—gritó Felicia abandonando su habitación.—¡Calamar frito! ¡Hamburguesas no!
—¡Tú eres un calamar, Lishi! ¡Hamburguesas con queso!
—¡No! ¡No queso, no Hamburguesas! ¡Calamar frito!
—¡Grego te va a freír a ti, porque eres un calamar Lishi!
—¡Vas a ver cuándo mami llegue! Le diré que me llamaste calamar y me empujaste de la escalera. ¡Y que rompiste lo que mandó el abuelito!
—¡No le vas a decir nada, porque mamá no va a venir Lishi! ¡No va a venir, como siempre la pasaremos solos con Grego!
—¡Eres un mentiroso Don-don!—y la noticia le llenó los ojos de lágrimas.—¡Lo que pasa es que no quieres que mamá sepa que siempre te portas mal!
—¡No soy mentiroso! ¡Pegúntale a Grego!
No tenía que hacerlo, Felicia podía sentirlo en su corazón, sabía que London no mentía. Grego quiso decir algo, pero Felicia huyó a su habitación.
No quería que London la viera llorar más.
A la hora de almuerzo, Felicia apareció en el comedor. El mantel, las velas, el decorado, todo le recordaba a la Navidad a solas que iba a tener que pasar.
No pudo llevarle la carta a Santa por culpa de London. El calendario de adviento que envió el abuelo, se rompió por el mismo culpable. Toda esa magia desperdiciada, le provocaba el llanto.
El hambre triunfaba sobre su coraje y tristeza. Grego no la escuchaba llamarla, por estar metida en la cocina. London tampoco andaba por los alrededores.
Seguro lo encontraba comiendo en la cocina. Así que muy digna ella, se sentó a solas a esperar que le sirvieran el almuerzo. Olía bien, al pollito frito que Grego preparaba.
Esperó paciente sentadita en su silla, venciendo las ganas de jugar con las servilletas dobladas. Alcanzaba a oír la voz de London desde la cocina.
Era de esperarse. Mamá siempre decía que a London le gustaba andar con esa gente.
Nada, la comida no llegaba a la mesa y ella se impacientaba con cada minuto que pasaba. De pronto vio a su némesis aparecer por la puerta del comedor.
—Lishi, aquí estabas. Ven a comer, Grego te preparó pollo frito.
Y desapareció de nuevo tras la puerta. Felicia se quedó en una pieza. ¿Pretendía que comiera en la cocina?
Inevitablemente el hambre la hizo seguir a su mellizo a través de la puerta que conectaba con el ambiente que despedía un olor a comida delicioso.
Un plato buenamente servido apareció frente a ella apenas puso un pie en la cocina. La sonrisa cálida de Grego la atrajo un poco más. London le acercó un vaso con leche y luego se sentó en la banca contraria.
La comida transcurrió sin novedad. Una caricatura en la televisión mantuvo a los mellizos distraídos. Gregoria se despidió del resto del personal.
Berto se marchó primero, no sin antes insistir en que fueran a casa, a comer tamales y pavo relleno. Tuvo que rechazar el ofrecimiento. La noche buena la pasaría con sus niños, el día siguiente era Navidad. Les prepararía una buena cena y ellos abrirían los regalos como todos los años.
Hablando de ello, uno muy especial yacía sobre la mesa de la cocina. Recién envuelto, era uno que London le preparó a Felicia.
En medio de sus cavilaciones, Gregoria se sobresaltó al escuchar un ruido en la puerta de la cocina. Tal vez uno de sus ayudantes olvidó algo antes de marcharse.
Los niños no se percataron de la silueta que se dibujó en la puerta. Gregoria asustada por su descubrimiento sólo atinó a tomar el teléfono.
Alguien intentaba abrir la puerta y no lo conseguía. Temblando intentó alertar a los niños en silencio, pero ninguno le prestó la menor atención.
Gregoria se armó de valor y tomó el rodillo de cocina del cajón. Lo levantó en el aire mientras sostenía el teléfono en la otra mano, lista para marcarle a la policía.
La puerta se abrió a la fuerza y London fue el primero en voltear a ver quién era. Gregoria, bien apostada a un lado del umbral, se mantuvo lista para atacar al intruso. Pero London abandonó su sitio y corrió al encuentro del invasor.
A tiempo se detuvo Gregoria, al ver al niño correr a abrazar al recién llegado.
—¡Abuelito!—gritó Felicia al reconocerlo.—¡Viniste a vernos, abuelito!
—¡London, Felicia, tanto tiempo sin verlos!
El anciano los recibió en sus brazos y tuvo que hacer esfuerzos para no caerse. Gregoria bajó el rodillo, el teléfono y respiró hondo. Menudo susto el que se llevó.
—¡Señor Thompson! ¡No lo esperábamos! —A prisa intentó mover los platos de los niños y ponerlos en el lavadero. —¡Nos sorprendió a todos!
—Quise entrar por la otra puerta, pero nadie abría. Imaginé que podía entrar por la puerta de la cocina. ¿Les gustaron los regalos que les envié?
—¡Sí!—un grito al unísono de dejó oír en la cocina y probablemente en todo el vecindario.
Grego más aliviada por la visita, se apuró a ofrecerle algo de comer al señor Thompson. El anciano aceptó y se sentó con sus nietos adheridos a sus brazos.
—¡Pensé que no los encontraría! Me dijeron que iban a viajar.
—Ya no. Igual, no nos gustan las palmeras.—explicaba London.
—¡Cancelaron el viaje, nos vamos a quedar con Grego!—anunció Felicia más repuesta de la tristeza.—Pero mamá no va a poder llegar a tiempo.
—Entonces sí que soy afortunado. Venía a darles el último de sus regalos, ya que no iba a verlos hasta quien sabe cuándo.—el abuelo les sonrió y con ello arrasó con toda la tristeza que quedaba en casa.
El abuelo Thompson almorzó con los nietos y hasta una ronda de helados sirvió de sobremesa.
—Creo que será mejor les de su regalo ahora, ¿les parece?
Los mellizos saltaron del asiento y Felicia hasta aplaudió de la felicidad.
—Bueno, está allá afuera.
—¡Es un reno!—gritó London emocionado.
—¡No, es un pony!—esa fue Felicia quien ya tenía el nombre que le pondría.
—¡Qué imaginación la de los dos! No, vayan a verlo.
Los mellizos corrieron al patio y no encontraron ni un reno o pony o nada que se le parezca. Solo el auto del abuelo, cubierto de una ligera capa de nieve.
—¿Qué les parece?—preguntó acercándose a los desconcertados nietos.
—¿Está dentro del carro?—seguro sí es un pony, pero uno chiquito, pensaba Felicia acercándose a la ventana del coche.
Nada interesante, solo asientos para ellos dos dentro del coche del abuelo. ¿Entonces qué sería?
London seguía dándole vueltas al asunto y hasta se agachó a mirar bajo las llantas. Nada. Tal vez era una broma del abuelo.
—¿Se dan por vencidos?—el abuelo reía al verlos buscar y buscar.—El último de sus regalos los espera en Cape Cod. Los llevaré a pasar la Navidad con nosotros. ¿Qué les parece?
La respuesta no se hizo esperar. Ambos niños saltaron sobre su abuelo y los tres cayeron sobre la nieve riendo.
—Entonces no perdamos más tiempo. Vamos de una vez que su abuela los espera para hornear galletas y decorarlas.
—¡Galletas de jengibre!
—¡No, mejor de azúcar!—interrumpió Felicia.
¡Qué importaba! El abuelo los llevaría a pasar Navidad con él. Tenía que empacar y para ello, Felicia tomó la mano de Gregoria. Ambas mujeres desaparecieron dentro de la casa.
—¿Abuelito, puedo llevar uno de los obsequios?
—¡Claro que sí! Aunque allá en casa les esperan varios. —anunció el abuelo sacudiéndose la nieve.
—Tengo uno para Lishi. Está en la cocina.
Con ayuda del abuelo, London llevó el paquete que con esmero Grego envolvió en papel de regalo..
Durante el viaje, los mellizos se tomaron una larga siesta. Incluso Gregoria quien hizo esfuerzos por no dormirse, terminó haciéndolo.
El abuelo Thompson no acababa de estacionar el auto, cuando sus tres acompañantes despertaron.
La emoción de llegar a la casa de los abuelos, inundó a los mellizos. Hicieron carrera para llegar donde la abuela quien los esperaba en la puerta.
Después de muchos besos y abrazos, se instalaron en la habitación de invitados.
Gregoria insistió en preparar algo para los niños, pero la abuela decidió consentirlos. Prepararon galletas y chocolate caliente. El abuelo sacó juegos de mesa y pasaron un buen rato.
Cuando dieron las ocho, Gregoria se llevó a los niños a dormir. Se encargó de arroparlos y el abuelo llegó a leerles historias.
Pronto se quedaron dormidos los tres. Gregoria tuvo que despertar al señor Thompson quien roncaba plácidamente sobre la mecedora en medio de las camas de los niños. El anciano le agradeció por acompañarlos y se despidió hasta el día siguiente.
Grego suspiró mirando a la ventana. Tuvo que ir con ellos a casa de los abuelos. London se aferró a ella y no se quiso subir al auto hasta que aceptó el viaje.
Pensándolo bien, tal vez sí se iba a perder la fiesta en casa de Berto y toda aquella comida deliciosa. Pero sus niños lo valían. Así que apagó la lámpara y les dio las buenas noches en un susurro.
London despertó primero que Felicia y la siguió a la cocina. Gregoria intentó devolverlo a su cama, pero no tenía caso. La señora Thompson intentó lo mismo y fue capaz de convencer al nieto de acompañarla al comedor.
Era Navidad y London no engañaba a nadie. Quería abrir los regalos, pero tendría que esperar que Felicia despierte.
En realidad, su interés era que su hermana reciba su regalo, junto con todos los demás que serían para ella.
Felicia apareció pronto en el comedor, llorosa y desconsolada. Despertó en un lugar desconocido luego de soñar que papá y mamá estaban en casa con ella. No solo no encontró a sus padres, si no que se halló sola en una habitación que no recordaba.
La abuela la tomó en brazos y pronto Felicia se calmó. El delicioso desayuno apareció pronto en la mesa y ya con el estómago lleno, el corazón se contentó un poco.
London no resistió más, tenía que alegrar a su hermana. Era Navidad y lo único que quería era verla feliz. Escapó de la mesa y fue en pijamas a buscar el regalo que dejó en el auto para Felicia.
—¡Lishi, Lishi! Abre éste primero.—London casi aplasta los waffles de su hermana al dejar la caja sobre la mesa.
Así lo hizo la pequeña Felicia y al arrancar el papel colorido descubrió el calendario de adviento que les envió el abuelo.
Encontró las piezas cuidadosamente pegadas en los casilleros. Los números pintados de morado y rosa, con brillos encima. El calendario entero sufrió una transformación interesante. Ya no tenía colores navideños, si no parecía sacado de su habitación, donde todo era de color lavanda y rosado.
—¡Don-Don!—exclamó Felicia sin saber cómo continuar. Su mellizo reparó y adaptó el calendario para ella.
Incluso escribió su nombre, con ayudita de Gregoria, sobre el tejado de madera.
No tenía que decírselo, London esperaba un comentario, algo, lo que fuera. Miraba a su hermana ansioso y de verdad esperaba poder animarla.
—¡Qué bonito regalo! ¿Tú lo hiciste?—preguntó la abuela.
London asintió esperando todavía la respuesta de su hermana.
—¿Te gusta Lishi? Ahora podemos pedir un deseo.
—¡Cierto! Muy cierto, un deseo de Navidad.—continuó el abuelo limpiando sus gafas. Estaba seguro que les envió un calendario de adviento igualito a ese.
Felicia le sonrió a su mellizo y pidió permiso para levantarse de la mesa. Una vez le fue concedido, ambos hermanos se sentaron al lado del árbol decorado por los abuelos. Sí iba a pedir su deseo, pero lo compartiría con London, era lo menos que podía hacer por él.
—¿Estás listo Don-don? Cierra los ojos, no hagas trampa.—y ella cerró uno de sus ojos de distintos colores.—Pide tu deseo junto con él mío.
Tomaron el calendario de adviento y cerraron los ojos. Hicieron su deseo en silencio y quizá sin tener que decirlo, ambos sabían que pedían lo mismo.
Los abuelos se asomaron a contemplar la escena, muy complacidos al ver que no peleaban más. Gregoria lo tomó como un milagro navideño.
Los preparativos para la cena en familia continuaron en la cocina. Los mellizos salieron con el abuelo a jugar en la nieve. Los nuevos juguetes quedaron abandonaron bajo el arbol, junto con el calendario de Adviento hecho para Felicia.
La mañana pasó tranquila entre hombres de nieve y trineos.
Por la tarde el abuelo Thompson destapó el piano y en seguida empezaron los villancicos. London se sintió muy aliviado de no ser él quien toque para la familia. Felicia y la abuela se tomaron en serio el canto, siempre lo hacían. Incluso Gregoria se les unió haciendo los coros.
Por fin llegó la hora de sentarse a la mesa y dar las gracias. La abuela tomó la palabra y el abuelo la siguió.
—La mayor de las gracias es tener a mis nietos en la mesa.—el abuelo sonriente le acarició el cabello a Felicia.—No hay mejor regalo que un viejo pueda recibir.
London esperaba una caricia que no llegó, si no fueron varios besos de parte de la abuela. No negaría que para él ese era el mejor regalo también, pasar la Navidad con quienes más quería.
Ese fue su deseo, bueno casi. Quería que papá y mamá también los acompañaran.
Gregoria se levantó de la mesa sin decir una palabra. No lo notaron hasta que la abuela giró para pedirle que empiece a servir la comida.
—¿A dónde se fue? Estaba aquí hace un momento.
No tuvieron que esperar mucho, Grego apareció más sonriente que antes.
—Señores, ha llegado un regalo, creo que es lo que los niños querían.
Sin más preámbulos, Gregoria se apartó de la puerta del comedor y dejó pasar a la sorpresa.
—¡Mami!—gritó Felicia saltando de su asiento.
Lo sabía, lo sabía. Don-don y ella lo consiguieron. Su deseo se hizo realidad. Mamá estaba en casa y justo para cenar.
—¡Hola, hola! ¡Qué bueno verlos! ¡Pensé que no los alcanzaría!—Barbara se veía agitada, pero contenta. Lucía un bronceado muy propio de las tierras cálidas donde estuvo unos días.
—¡Mami!—London no pudo contenerse y corrió hacia ella. La abrazó con todas sus fuerzas y ocultó su rostro para que no lo vieran llorar.
Los abuelos los alcanzaron también y se llenaron de cálidos abrazos.
—Llegaste a tiempo para la cena. Íbamos a empezar a servir.—anunció la abuela regresando a su puesto.
Gregoria colocó un plato más en la mesa y ya se estaba marchando cuando Barbara la detuvo
—Necesitamos un puesto más, papá está en camino. El tráfico lo demora, pero llega en cualquier momento.
Felicia no pudo más y explotó en risas. No podía creerlo. Su deseo se hizo realidad y tenía que darle el crédito que merecía su querido hermano.
No era tan malo después de todo. Le dio un regalo muy especial y algo que quizá nadie más hizo, le devolvió la esperanza de una familia feliz.
Quizá Gregoria tenía razón y lo importante no es lo que está bajo el árbol de Navidad, si no quienes están a tu lado. Conoció a London desde antes de nacer. Siempre sería su querido hermano mellizo, pasara lo que pasara, Navidad tras Navidad.
El mundo daría vueltas y sus vidas seguirían su curso, pero Felicia sabía que aun cuando se sintiera sola, siempre tendría a su hermano en quien apoyarse.
Porque quizá algún día, en un futuro muy lejano, solo se tendrían el uno al otro.
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