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Ocho, Nueve... Diez

La pequeña casa tenía varias cruces de palma en su desvencijada puerta de madera; además de otras tantas dispersas en sus paredes de bahareque. Afuera, en lo que se podría llamar el patio, se encontraba un árbol frondoso de baja altura, en el cual se hallaban reclinadas tres cruces más, pero estas eran de concreto y bambú, grandes, de un metro y tanto de tamaño. El porqué de tantas cruces era una incógnita, no había nadie a quien preguntar, estaban en medio de un bosque tropical, hundidas profundamente en las montañas, sumergidas en la humedad circundante, arrulladas por el canto interminable del riachuelo a sus espaldas. Había llovido y el barro se adueñaba del único sendero disponible para acceder a la solitaria y triste casita. No era un punto en el camino.

¿Quién sabía que existía? ¿Quién la recordaba? ¿Quién le buscaba? Tropezar con ella era sólo una consecuencia fortuita de caminar la senda abierta, en la vivificante maraña verde construida por la vegetación. A pesar de todo, de la atracción que ejercía el ramillete de cruces que adornaba la humilde vivienda, ellos prosiguieron su excursión en aquellos terrenos de la nada natural. Bromearon acerca del posible significado de aquellas cruces, se tomaron fotos frente al árbol, abrazando las gigantescas cruces de bambú, riendo, alegres y tranquilos. Y prosiguieron su andanza.

El camino se fue reduciendo cada vez más, y sólo podían pasar uno a la vez, formando una fila india peculiar y llena de lodo. La oscuridad y la lluvia llegaron tomadas de la mano y preparar el campamento se volvió una necesidad, una búsqueda y una pesadilla. En un espacio tan reducido no había cabida para levantar las carpas y mucho menos permanecer allí. El río crecía, alimentado por las nubes, el cielo cumplía con su eterno cometido de brindarnos vida, agua necesaria para ella. Todo un problema para los muchachos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó una de las chicas del grupo.

Nadie le respondió, todos se preguntaban lo mismo.

—¿Seguimos el camino, intentamos encontrar un lugar apto para acampar, o regresamos hasta la casa de las cruces? Quizás podamos guarnecernos allí —sugirió la misma muchacha empapada hasta los huesos.

Llevaban ya una hora bajo la lluvia y los impermeables parecían no querer trabajar esa noche como Dios manda, o por lo menos como lo decía en la etiqueta al comprarlos.

Por decisión unánime devolvieron sus pasos, a punta de linterna, guiándose por instintos y guardando todo el equilibrio posible, la crecida se encontraba a un lado de ellos y cualquier movimiento en falso significaría bajar junto con la corriente, las piedras y palos; un tobogán trepidante de muerte segura.

—Paula, no sueltes mi mano —le dijo con voz entrecortada, por el piqueteo de la lluvia y el ruido ensordecedor del torrente, a la chica que iba cerrando la temblorosa procesión.

—Ni de chiste hago eso Andrea —le respondió prácticamente abrazándose a ella.

— Me haces cosquillas Paula, no exageres, te dije que no me soltaras no que me hicieras el amor.

—¿Es eso una sugerencia?

—¡Eres una pervertida! Deja de estar pensando en esas cosas.

—Con lo mojada que estoy y el frío que tengo no me caería nada mal un cuerpo caliente a mi lado.

—¡Ya cállate y apresura el paso, nos están dejando atrás!

Efectivamente el resto se distanciaba perceptiblemente de ambas.

En el frente iba el guía del grupo, Alberto, con la responsabilidad de encontrar el camino de regreso hacia el refugio salvador. Sabía que, aparte de un resfriado, el único peligro era caer en aquella infernal corriente que arrastraba cuanta cosa encontraba a su paso. Ya cuando llegasen a la casa buscarían la forma de entrar y resguardarse de aquel horrible frio que estaba haciendo, amén de secarse, cambiarse de ropa y comer. ¡Comida! Tenía un hambre de perros, se comería un caballo si supiera cómo se prepara uno. Rio, vaya pensamiento estúpido, lo único que entraría a su estómago esa noche eran los deliciosos sándwiches que había preparado él mismo; todo un banquete, dadas las circunstancias.

Maldiciendo y mascullando palabras no aptas para menores de edad, un poco por detrás, marchaban dos seres idénticos: Alex y Axel, los gemelos. Ambos caminaban con dificultad por un terreno hostil e indistinguible, casi invisible, tropezando con cada rama o brazo de árbol habido en el sendero, culpa de su altura, nadie los mandaba a tener más de un metro ochenta y cinco de estatura. Como contraste "el enano" iba antes de ellos, siguiendo ágilmente y con pocas dificultades a Alberto. Y al ver aquella silueta cruzar un tramo o alguna curva sin contratiempos los gemelos se confiaban y se llevaban su golpecito de turno; nada agradable.

Después de ellos venían Lisa y Carlos José, la chica rebelde y el introvertido del grupo. Enamorados hasta la estupidez, marchaban callados y silenciosos, tomados de la mano, él asustado, ella cansada, buscando apoyo en sus temblorosas extremidades superiores. Conectados de esa forma se sentían seguros, lástima que él fuera tan tímido y ella tan arisca para hablar de sus propios sentimientos. Nada parecía ayudarles en su, cada vez más, platónica relación, pues la diferencia de edades también contribuía en el caso, Lisa todavía era menor de edad y Carlos José le llevaba al menos 10 años; todos sabían de la atracción mutua habida entre esos dos seres, pero nadie hablaba sobre eso.

Y para cerrar la presentación dirigimos la mirada hacía Mary Reale, una personita muy peculiar, inquieta, pecosa, excesivamente blanca, alegre a más no poder sin grandes atributos físicos y para rematar extranjera: su dicción del castellano no era lo que podía llamarse perfecta. Pero nunca fue algo de lamentar, con sus trenzas largas, color naranja y sus ojos gris-azulados era la cosa más venezolana que usted pudiera encontrar por estas tierras.

No muy lejos de allí, otra persona apresuraba su paso con un mismo destino: la casita de las cruces. Él sí conocía su historia, el porqué de las cruces de palma, concreto y bambú. La lluvia le cogió a medio camino hacia la misma y mientras ellos bajaban la montaña él subía para encontrar el tan ansiado refugio. No era una mala persona, todo lo contrario, tampoco se trataba de una persona común, de esas que se consiguen en una plaza o un centro comercial, sus ideas viajaban con él y sus viajes lo ideaban a él. Producto de sí mismo, vivía para conocer, desarrollar su alma, pues él no quería morir con su cuerpo aquí en la Tierra, él ansiaba poder llegar más allá, detrás de las estrellas.

Paula y Andrea transitaban el sendero abrazadas, convertidas en una suerte de hermoso monstruo de dos cabezas, muy atractivo pero lento. El grupo se alejaba con los pasos de la noche y en su torpeza de cuatro pies, tropezaban con ellas mismas y con cuanta cosa estuviera en el limoso suelo, sucediendo lo más lógico: rodaron cuan largas y bellas eran en el enlodado camino. Un poco de quejidos por aquí, golpecitos por allá, ora para un lado, ora para el otro lado, cuesta abajo y ¡Saz!: Tenemos dos muchachas aporreadas, cada cual, por su lado, mareadas, confundidas y algo sacrílegas.

—¡Maldita sea! —exclamó Andrea. Su caída fue amortiguada por una oscura masa de árboles, piedras y barro.

—¿Andrea estas bien? Enciende tu linterna que no veo absolutamente nada —preguntó Paula en una situación no menos comprometida y pastosa.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque se me cayó la puta linterna, por eso ¿Contenta?

—¡Mierda! Ahora si la pusimos, pero ¿Te encuentras bien o no? ¿No tienes ningún hueso roto, ni nada por el estilo?

—Lo único que tengo roto es el pantalón, además de que el ego lo tengo embarrialado y humillado.

Andrea palpó la zona donde se desgarró la prenda y comprobó los leves rasguños de la piel, no era la gran cosa. Lo que le causaba molestias era la cantidad de fango alojada en su ropa interior, sentía como si fuera excremento recién defecado pero frío. ¡Guácala! ¡Cuánta viscosidad en su entrepierna! ¡Qué asco!

El nerviosismo y la repugnancia, aliados en esta contienda, se las arreglaron para descomponer el estómago de Andrea desarrollándose una sensación conocida y desagradable en su garganta.

—¡Andrea! ¿Qué te pasa? ¿Estás vomitando o qué? Me estas asustando. ¡Háblame por lo que más quieras! —gritó Paula al escuchar el regurgitar de su amiga.

Sonido gutural y desgarrador que se magnificó con el mutismo de las tinieblas que la oprimía.

—¡Vaya! ¡Por fin llegamos! Okey chicos, ya vamos a descansar —anunció Alberto al divisar la enlutada figura de la vivienda.

— ¡Gracias a Dios! —prorrumpieron los gemelos totalmente agradecidos, ya no iban a chocar con más ramas por la noche.

Alberto alumbró el árbol y no pudo distinguir ninguna de las cruces gigantes que vieron recostadas en el escamoso tronco por la tarde. Con lo brumosa que estaba la noche le restó importancia al hecho, no era raro que un camión no se viera con semejante palo de agua. Por instinto buscó la vieja puerta de madera, allí sí, allí sí se encontraban las cruces de palma. Siguiendo una rutina de excursionistas comenzaron a enumerarse.

— ¡Uno! —gritó Alberto.

Como "guía" le tocaba ser el primero.

—¡Dos! El enano, cuyo nombre era Wilkerman; mal de sus padres, el ponerle nombres de esa índole a sus pobres hijos. El mote de "enano" estaban más que justificado y dada su corta estatura, cuando él dijo su número Axel pensó: "uno y medio, querrás decir".

—¡Tres!

—¡Cuatro!

Axel y Alex, los mellizos, fuertes y toscos, demasiado iguales, casi pensaban al mismo tiempo.

—Cinco...

Lisa se hallaba muy cansada para estar gritando, si le escucharon bien y si no, no importaba.

—No escuché el cinco. ¿Lisa aún estás con nosotros? —preguntó Alberto.

Ella no respondió.

—Está bien comenzaremos de nuevo. ¡Uno!

—¡Dos!

—¡Tres!

—¡Cuatro!

—Cinco...

—¡Seis! ¡Seis! —se apresuró a decir Carlos José a sabiendas que nadie excepto él había escuchado el susurro molesto y apagado de Lisa.

Alberto se percató de ello y dejó de seguir la cosa.

—¡Siete!

Mary. Con su peculiar forma de hablar, exhausta pero siempre con ganas de cooperar.

Después de ella lo único que se escuchó fue el crepitar de aguacero.

El ocho y el nueve estaban muy atrás, a oscuras, perdidas. Andrea y Paula debieron estar presentes en la enumeración, lamentablemente se encontraban en una situación distinta.

—¡Ahhhh!!!!! —gritó Andrea cuando Paula le tocó con sus manos frías y viscosas.

—¡Soy yo, Andrea! Paula. No te asustes.

—Pues si me asusto, creí que era otra cosa, un...

La frase quedó en suspenso, un apagado llanto que parecía provenir de todos lados se dejó escuchar de nuevo. Un agudo escalofrío recorrió los cuerpos de ambas chicas, Andrea, instintivamente, abrazó a su amiga y esta hizo lo propio también, no por deseos sexuales sino por un miedo a las cosas inexplicables que pudieran estar por allí, en los matorrales.

—¿Oíste lo mismo que yo?

—Sí.

—¿Qué piensas?

—Que estoy asustada, yo pensaba que los llantos eran tuyos. De hecho, yo te encontré porque me guie con el sonido de lo que yo creía que eras tú, evidentemente no eras tú porque tú no estás llorando y la verdad estoy pensando en cosas paranormales.

—¿Fantasmas?

—Si tienes una explicación mejor ahora es el momento ideal de decirla, eso sí, trata de convencerme rápido antes de que el pánico me posea por completo y salga corriendo como una energúmena en plena oscuridad.

—Tranquilízate Paula.

—Eso intento.

El plañir de aquella voz incorpórea se fue apagando poco a poco hasta desaparecer por completo. Fueron minutos eternos, durante los cuales ninguna de las dos movió un pelo. Y si antes parecían una hermosa criatura bicéfalo, ahora parecía un aterrado monstruo de dos cabezas.

Después de subir la mojada senda por fin Sameth llegó a la casita, observó las cruces en el árbol y sin más preámbulos entró a la misma, no sin dejar de notar que no estaban las cruces de palma en la puerta de madera. "Esta noche va a ser muy interesante", pensó y una sonrisa se dibujó en su rostro, ya otras veces había pasado, no era una anomalía sino algo muy común en esa casa.

En el frente de la misma vivienda Alberto y compañía descubrían la ausencia de Andrea y Paula. Les esperaron un rato, gritaron sus nombres, alumbraron el ámbito circundante con la potente luz de sus linternas, pero nada, ninguna señal de las chicas.

—Entren, yo las voy a buscar, seguro se quedaron por allí, no se preocupen, las encontraré —dijo Alberto no muy complacido.

Con lo que quería descansar y comer, ahora tenía que regresar y hallar a este par de niñas. No importaba cuanto le gustara Paula, les iba a decir "sus cuatro cosas". No era justo que por su impericia ellos tuvieran tales preocupaciones. Sobre todo él, no le bastaba con despreciarle también tenía que preocuparlo de esa manera, Paula no merecía el amor que estaba creciendo en sus entrañas, pero meritorio o no, allí se encontraba el muy condenado, agazapado rasguñando su corazón con el sonido de sus caderas.

Ido Alberto los gemelos se aprestaron a hacer lo que mejor ellos sabían hacer: destruir cosas; en este caso los dos cerrojos que obstaculizaban la entrada al refugio. Para nadie fue una sorpresa que los hollinados candados cedieran tan rápido. Los gemelos separaron las cadenas, abrieron la puerta e ingresaron a la solitaria sala de la casita. No olía muy bien, sin embargo, el lugar estaba calentito y no más al cerrar la puerta dieron rienda suelta a sus necesidades, secándose, comiendo y descansando. ¿Andrea? ¿Paula' La verdad es que nadie pensó en ellas en ese momento, mañana ya les contarían porque se quedaron atrás. Par de tontas, bellas pero tontas.

Volviendo a las mencionadas chicas. La lluvia por fin amainó, ambas suspiraron y agradecieron eso. Con mucho esfuerzo subieron la pequeña pendiente por donde cayeron, llegando de nuevo al camino. A oscuras y guiándose por sus instintos recomenzaron la búsqueda de la casita.

—A mí me pareció el llanto de un hombre —comentó Andrea acerca de los extraños sonidos que habían percibido momentos antes.

—Sí, estoy de acuerdo, pero eso fue después que estábamos juntas porque antes era una voz de mujer, inclusive yo pensé que eras tú.

—Yo no escuché nada —se encontraba en tu dirección y gracias a Dios eras tú porque si no me da un sincope y quedo allí mismo, muerta en el sitio.

—Eso es algo muy raro.

Andrea encogió los hombros como toda respuesta a la afirmación de Paula, obviando el hecho de la escasa visibilidad habida. Y, en contra de lo que pensaban, en pocos minutos encontraron la susodicha casa, vacía y apagada. La puerta se encontraba abierta y pudieron entrar sin problemas. Andrea aún tenía su entrepierna sucia y deseaba lavarse tanto como comer y reposar. Mientras, Paula, buscaba una lámpara de benzina y un encendedor que había traído consigo por si acaso, esperando que no estuvieran dañados, mojados o algo por el estilo.

—Paula acompáñame hasta el río, quiero lavarme un poco.

—Okey, yo también necesito un poco de higiene, tengo barro hasta por donde no es preciso. Sólo espera que encuentre el encendedor para ver bien lo que nos limpiamos —expresó con lasciva y deliciosa malicia.

Andrea rio, si supiera Paula hasta donde se había llenado de lodo ella. Le recordaba la desagradable sensación de su primera menstruación, deseaba bañarse con profundidad, no quería pescar alguna infección en su delicada flor. "Delicada flor", le pareció chistoso llamarle así, sonrio de nuevo, por aquella "flor" ya había pasado una abeja que había destruido parte de esa delicadeza, por los momentos no quería más nada de apicultura, ni de sus representantes, ni de sus colmenas, ni de su amarga miel, ni de sus exquisitos y palpitantes aguijones.

Alberto divisó una pequeña fuente de luz en la oscuridad, lógicamente pensó que se trataba de las chicas y por eso salió del camino e intentó seguir el tenue rastro luminoso. Este se movía de manera constante, como haciendo señales, resultaba más que una esperanza un alivio: las muchachas se encontraban bien y él ya podría descansar en paz; claro está, luego de darles un merecido y soberano regaño.

Ya estando cerca del sitio escuchó o creyó oír un extraño llanto. Les llamó por sus nombres: "¡Andrea!" "¡Paula"! Pero nadie respondió. Le parecía muy raro pues la voz semejaba más a la de un hombre que de una mujer. Paula tenía una voz grave y ligeramente ronca pero no tanto, él la conocía bien, esa misma voz le había rechazado cientos de veces, además Paula no llora, es uno de sus defectos, demasiado fuerte y orgullosa para estar sollozando por tonterías y obvio no era Andrea, con su voz de niñita consentida jamás alcanzaría esos tonos tan bajos. Sin embargo, tal como empezó así terminó el llanto.

El río no se había calmado del todo, aún su corriente no hallaba reposo, pero tras la casa existía una especie de dique alimentado por sus aguas; construido casi exclusivamente de piedras, esta pequeña "piscina" ofrecía el sitio perfecto para la higiene de las dos chicas. Hacía un frío terrible, Paula apenas lo aguantaba, sin embargo, sentía unas ganas tremendas de mostrar sus atributos, disfrutar de la brisa húmeda golpeando su cuerpo desnudo. La voluptuosidad corría frenéticamente en sus venas, instintos animales dictaban su actuación, carne y deseo contra invierno y oscuridad. Sin pensarlo mucho se desprendió de sus ropas, ofreciendo piel y belleza en ofrenda, sacrificando un pudor cansado de ser mártir, pero que igualmente se dejaba inmolar, a sabiendas de la siempre esquiva recompensa; divino premio, excepcional galardón. Tensados y en guardia, los rubios vellos de aquella hermosa epidermis regalaban un espectáculo único y envidiado.

—Se me pone la piel de gallina con este frío —comentó Paula, mientras ubicaba la lámpara en un lugar estratégico.

De una forma que le permitiera a Andrea apreciar su peculiar belleza, en todo el esplendor que la noche les estuviera bien en brindar

Ambas lo sabían, bella era un adjetivo insuficiente, para una criatura tan excelsa como Paula, era poco menos que irresistible. Andrea no lo pudo evitar, le miró con inocente candidez, desde los pies a la cabeza; odiaba admitirlo, pero la verdad es que admiraba aquel cuerpo exquisito y su seductora figura más de lo que ella misma se podía permitir. Paula poseía esa particularidad, donde quiera que fuera llamaba la atención, ya sea de hombres o mujeres, no tenía distinción; todos callaban y le dedicaban parte de sus propias vidas al observarle absortos, durante cierto tiempo, segundos, minutos y horas, lo demás era cuestión de estadísticas y sueños desbaratados por su incomprensible desdén y su complicada, luchada, odiosa y preventiva soledad.

—A mí también se me pone la piel de gallina —replicó en cuanto pudo.

— Y eso que no has tocado el agua, esto parece sacado de una nevera —comentó Paula al introducir sus piernas al oscuro estanque.

Andrea dudó, se acercó unos milímetros y al ver la negrura del pozo se resistía a bañarse en él. Con las cosas que había oído y pasado esa noche tenía suficiente. Nada más imaginarse lo pastoso y resbaladizo que debía estar su fondo le daba asco y repugnancia, esto, aunado de que no se observaba el fondo de aquel estanque y la exuberante presencia de aquel blanco cuerpo, le intimidaba y no creía poder despojarse de sus ropas. ¿Cómo comparar su pequeña y menuda figura con semejante portento de la naturaleza? Se sentía chiquitica con Paula a su lado.

Y ella, dándose cuenta de ello, salió de la piscina, en busca de su amiga. Andrea pensó en un huir, pero le avergonzó sólo la idea de que Paula supiera de la impresión que le causaba su desnudez. Se dejó llevar hasta la orilla de la cisterna, temblando a más no poder, nerviosa, emocionada, asustada, confundida por las cosas y necesidades que estaba sintiendo. Tenía ganas de llorar, de reír, de salir corriendo, de ir al baño. "De ir al baño". Rio. ¿Cuál baño?

—¿Y bien? —le preguntó Paula.

—¿Y bien qué? —le respondió con voz entrecortada.

Paula tomó nota del tono de su voz.

—¿Te piensas bañar con la ropa puesta?

—No, pero quizás pudiera colocarme un traje de baño, recuerdo haber traído uno. ¡Voy adentro y ya vengo! —contestó mientras trató de ir hacia la casita.

Intentó hacerlo, pero Paula se lo impidió, tomándola fuertemente del brazo.

—No me digas que te da vergüenza desnudarte frente de mí.

Andrea sabiendo que no podía engañarla, le contestó con la verdad.

—¡Pues sí, me da vergüenza, y mucha!

—No veo por qué – respondió, haciéndose la inocente.

—Yo sí veo por qué —dijo sin poder evitar mirar con emocionante terror como aquel busto erecto se acercaba peligrosamente a su blusa —. Los muchachos podrían llegar en cualquier momento y nos verían como Dios nos trajo al mundo, bañándonos juntas, y harían conclusiones que no son.

Paula estaba casi encima de ella y ella no podía ni quería alejarla.

—Eso no es, tú sabes muy bien que es.

—¿Y qué es? Digo, si se puede saber —replicó sin desviar la vista de los graciosos arietes gemelos que le embestían.

Una doble amenaza incitándola a romper las barreras, los conceptos más puros de lo que era una relación amorosa.

—Que te gusto, tanto que no puedes resistirte y sabes que estando desnuda conmigo no podrás reprimirte y darás rienda suelta a tus más recónditos y cochinos deseos.

—¡Por Dios! ¡Ahora sí que te volviste loca! ¡Yo jamás...! —exclamó, supuestamente indignada.

Sus trémulas palabras fueron interrumpidas por los suaves dedos de aquella voluptuosa diosa. En seguida otros labios tocaron los suyos con increíble ternura, quiso retirar su rostro, pero las garras de una pasión desconocida le impidieron tomar tal acción. Cerró sus ojos y entreabrió su boca, saboreo la nueva salinidad, cayendo en el soporífero efecto de un ósculo prohibido y contranatural. Estimulada hasta el infinito creyó desvanecerse, mientras sus piernas cedían ante el ímpetu de una sensación convulsiva y extrañada: un orgasmo. Un simple beso de aquella diosa era suficiente para eso. Y no sería el último en esa noche.

Alberto bajó hasta la inquieta fuente de luz, que resultó ser la linterna de Andrea, se encontraba empotrada en unos troncos y ramas que bailoteaban con el movimiento descendente del río. Las llamó de nuevo, oteó en la oscuridad, pero no obtuvo respuesta. Cansado y empapado se regresó a la cabaña. Un mal presentimiento viajaba en su mente. Preocupación era sólo una palabra inocua. Temió lo peor, estaba casi seguro de ello, su esperanza (única y desvalida ilusión) se encontraba en hallarlas en la casita de las cruces. El camino hacia allá le pareció largo y enrevesado, parecía que hubiese tomado otro sendero, no era el mismo que antes había recorrido. Hasta los árboles se sentían diferentes. Después de varias horas de lucha contra una maleza nueva y hostil, alcanzó a divisar el árbol con su escolta de cruces raídas e incomprensibles. Pero la casa no estaba. En su lugar estaban unas ruinas menoscabadas y destruidas por la acción de un fuego anciano y olvidado. Estuvo a punto de pensar que eran los restos de otra casa, pero al observar bien el sitio encontró algo que lo dejó perplejo. ¡Allí estaba su bolso! ¡Su bolso, con sus cosas y su misma ración de sándwiches fríos y empapados!

Luego de haber descargado sus cosas, Sameth se entregó a la tarea de comer, al mismo tiempo intentaba sintonizarse con las personas que se hallaban en la casa. Él sabía que otras "presencias" se encontraban en aquella peculiar construcción, no tenía la menor idea de cuantas eran, ni de sus sentimientos o pensamientos, pero de que había alguien, de eso no cabía duda.

Como Alberto ni las chicas regresaban, el grupo se puso nervioso. Axel era la excepción, dormía a pierna suelta, sin sentí la más mínimo de inquietud por la suerte de sus amigos. Alex no es que fuese más fraternal que su hermano, pero en estas circunstancias tenía una fuerte dependencia de la guía de Alberto. Se sentía incapaz de dirigir el grupo por sí sólo, pues por una extraña razón que ni el mismo sabía, creía que la responsabilidad de conducir la excursión (dada la ausencia del líder) recaía sobre él y en nadie más. Quizás un exceso de autoestima le dictaba que todos le verían como el indicado para capitanear la desarbolada nave, sin embargo, irónicamente, una baja autoestima le decía que no estaba capacitado para tal cosa. Y esta auto-inducida diatriba consumía parte de sus pensamientos.

El Enano, en cambio, sí expresaba, como el resto de los excursionistas, reales sentimiento de compañerismo. Se tardaban demasiado, sabía de la fuerza de voluntad de Paula, temía de la pasividad de Andrea y confiaba en los razonamientos de su amigo. No obstante, conocía porciones del complicado estado afectivo de esos tres seres. Alberto amaba o creí amar a Paula, está a su vez le gustaba Andrea y ella estaba desilusionada de los hombres gracias a algunos engaños y desengaños y él casi juraba que esas dos estaban juntas o se encontraban a punto de juntarse; lo cual enmarañaba todo. A lo mejor no había porque preocuparse, Paula y Andrea, amén de su "extraña" amistad decidieron quedarse atrás para hacer de las suyas, o Paula se retrasó con Andrea a propósito para así hacer de las suyas, o sufrieron un percance serio y él sólo estaba construyendo conjeturas mal pensadas; cualquiera de esas era una teoría plausible. Se imaginaba una escena donde Alberto pillaba in fraganti a las dos chicas en una posición no muy natural para ambas. Aunque esto último no era de extrañar en Paula, todos conocían su lesbianismo implícito; todos menos Alberto, que nunca quiso verlo, ni aceptarlo y que vivía con la tonta esperanza de probar lo contrario. La cuestión era si Andrea era o se hacía participe en tales tendencias sexuales.

Lisa y Mary, metidas en la misma bolsa de dormir, miraban el desvencijado techo emitiendo de vez en cuando una palabra, ya sea de búsqueda de tranquilidad o de un comentario sobre el estado de la casa. Carlos José les observaba desde un rincón, silencioso e incapaz de emitir sonido alguno. Tenía mucho sueño, pero no quería dormirse hasta que llegasen sus amigos, sin embargo, se encontraba al borde de sus fuerzas y apenas si podía mantener un párpado alejado del otro. También deseaba hablar con Lisa, pero la presencia de Mary le impedía acercarse a ella y poder abrir su corazón sin sentir vergüenza. Tenía la sensación que todos desaprobaban sus sentimientos y que le veían como un "roba cunas". Por esa pequeña y sencilla razón esperaría siempre un momento a solas con ella para hablar. No es que no se hubiera dado nunca la ocasión, lo que no se habían conjugado eran ese instante y la voluntad de decir claramente lo que sentía. Sólo le quedaba suspirar y admirarla desde lejos. Y si de Lisa se trata, no sabía cómo decir "te quiero", ella misma no lo entendía, le costaba mucho demostrar cariño, no porque no lo sintiera sino por otra cosa, un algo que ella no controlaba y casi le forzaba a ser como era. Lo peor no es que no supiera cómo dar amor, la cuestión que más le dañaba era el no saber recibirlo. Aún y cuando lo deseara no era capaz ni de recibir ni de dar; tal vez porque de sus padres nunca lo recibió o quizás porque ella tampoco se los otorgó o se dejó dar. No lo entendía y eso le hacía sentir esa inexplicable rabia hacia todo hacia el mundo y sus felices habitantes, sus costumbres y posturas indeseadas.

Sameth se encontraba dormido cuando percibió un apagado gemido en las afueras de la casa. Su primera sensación fue de alarma, creía estar acostumbrado a las anormalidades de aquel lugar, pero la verdad es que uno nunca se habitúa a semejantes fenómenos. Luego de la sorpresa inicial, recuperando la lucidez perdida en sus sueños, recordó en donde se encontraba y no sabía si lamentarse por el brusco despertar o congraciarse con la idea de observar alguna escena fuera de lo normal. Resignado (al fin y al cabo ¿Qué otra cosa podía hacer?) se levantó con sigilo y se dirigió a la puerta, con mucha cautela entreabrió la misma, asomando apenas parte de su cabeza, lo suficiente para poder echar un vistazo al exterior de la abandonada vivienda. Aún y cuando pensaba que nada de lo que pudiera ver le asombraría (él opinaba que se encontraba psicológicamente preparado para casi cualquier cosa, siempre que la fuente de esas anomalías fuera la casita de las cruces), lo que observó en el estanque le dejó absolutamente perplejo.

Si sus ojos no le engañaban, cosa perfectamente en la oscuridad de la noche, dos hermosas chicas estaban juntas en una actitud poco menos que indecorosa. "Indecorosa", esa no era la palabra, pecadora, lujuriosa, espeluznante, excitante, impresionante y atrayente. Lo diáfano y translucido de su apariencia, normal en los úcasos en que se "materializaban" las otras personas que en un momento dado pudieran ocupar la casa al mismo tiempo que él, sin ellas darse cuenta, le proporcionaba un aspecto fantasmal-erótico que le intimidaba y cautivaba. Sin poder desviar la mirada de la desvanecedora oscilación de las imágenes.

Por fin Paula soltó los labios de Andrea, ella seguía con los ojos cerrados, de los cuales se escapaban algunas lágrimas. Paula le sonrió, diciéndole que abriera los ojos, ella le obedeció mientras la atareada amante secaba las gotas brotadas de aquel manantial cristalino. Le besó de nuevo y se dispuso a quitarle la ropa, Andrea se resistió, o por lo menos pretendió hacerlo. Aquella insaciable boca terminó por destruir toda resistencia y la pasividad reinó una vez más en sus brazos. Andrea sintió como la antigua diosa se convertía en un demonio para devorar sus entrañas, los placeres de la carne y la piel. No percibió más el frío de la noche pues el calor de los infiernos (si tal cosa existe) le amparaba con sus sedosas manos, con sus caricias, con sus largos e irreverentes dedos, con una lengua viperina que buscaba cobijo en su vientre, concibiéndolo como la guarida ideal para sus deseos y pasiones. Ahora llovía dentro de ella, mojando la cara de su bella atacante. Paula bebió y absorbió del néctar que manaba de sus fuentes más íntimas. El mundo era una locura y bailaba alrededor de una Luna cómplice y excitada, observando aquellos cuerpos unidos en desenfrenada concupiscencia. No hubo descanso para la serpiente y su pérfido paladar, para la víctima tampoco. Andrea murió varias veces, resucitando luego en un éxtasis sólo para volver a fallecer con el rostro de Paula terriblemente empotrado entre sus piernas, piernas antes poderosas y firmes, ahora temblorosas e incapaces de sostenerle en pie. No lo supo muy bien, pero en un momento impreciso, durante la matanza, la diosa-demonio soltó su presa allá abajo y le dedicó nuevos minutos a su olvidada boca. Paula le hizo tomar su propia savia, internándose ella en un canibalismo sexual que le aberraba y excitaba a un mismo tiempo. Se sentía sucia y asquerosa esa noche, sin embargo, no quería arrepentirse y Paula no permitiría que eso ocurriese. Pero lo mejor estaba por cumplirse, un nuevo sacrificio se haría bajo los rayos de Selene, la demoniaca diosa ofrecía su propia ofrenda para que la víctima saciase su sed de obscenidad y carne. Ambas recordaron su infancia, cuando la lactancia era un deber; palabra que carecía de significado en la profunda oscuridad del estanque. Paula inmoló su flor entre los sanguinarios dientes de Andrea, quien como un colibrí maligno sorbió la magia del recinto sagrado, de la demoníaca y divina abertura que se abría encima de su empapado y gozoso rostro. Paula también vio las estrellas de cerca y se regocijó por fin haber reclamado su premio, haber hecho suyo un deseo lejano y prohibido. Vía Láctea adorada, astros de eterna acción y desenvolvimiento; el Sol era el gran ausente en la comedia cósmica del amor impuro que ambas protagonizaron a sus espaldas. Como último regalo la diosa-demonio degustó de su manjar oscuro y escondido, arrancando gritos de incredulidad y lujuria, mientras lo negro de aquel beso oscurecía la vista de su víctima; el masoquismo se asomó en la escena y la víctima pidió más maltrato y ella se lo otorgó de la mejor manera que pudo. Rasgado e invadido el ensombrecido habitáculo por las deliciosas y suaves garras de la diosa-demonio, no pudo hacer otra cosa que contraerse para aprisionar lo más posible aquellos indecentes dedos y así sentir sensaciones indescriptibles, provenientes del dolor y la descortesía. Finalizado el impúdico acto ambas chicas se entregaron de lleno al descanso y a las manchadas aguas que ahora cubrían sus pechos desnudos.

Sameth, sin él mismo proponérselo, se acercó cada vez más al pozo donde Paula y Andrea reposaban. Su asombro se equiparaba con la curiosidad que tal escena le producía, por no hablar de la excitación y el estímulo que conllevaba la pervertida unión. Ambas brillaban en la oscuridad, al mismo tiempo que parecían evaporarse, envueltas en un movimiento espectral y turbador. Fue muy tarde cuando cayó en cuenta que se encontraba demasiado cerca de ellas, las chicas emitieron un grito de pavor, saltando de la piscina con rapidez y cubriéndose las partes íntimas con sus manos, corriendo luego hacia la casa, olvidando las ropas, paños y los enseres de higiene personal.

Él lamentó su imprudencia, había espantado a las pobres chicas. Si no se equivocaba ellas le observaron de la misma manera que él las vio, con un aspecto fantasmal; era lógico que huyeran, más si notaron el abultamiento en sus pantalones. "El fantasma violador", pensó riéndose. En vista de que no podía hacer nada para remediar lo ocurrido hasta el día siguiente se encogió de hombros, se lavó la cara, tratando de no pensar en cosas sexuales, y decidió ir a dormir, "mañana ya veremos", dijo. Cuando entró a la casa, aunque otra vez no les podía ver, el olor de las chicas lo impregnaba todo y no pudo dejar de pensaren ellas y en sus "cosas sexuales".

Lisa despertó a medianoche, tenía unas inmensas ganas de orinar. Mary seguía durmiendo, emitiendo de vez en cuando, algunos vocablos en inglés. ¡La pequeña Mary hablaba dormida! Lisa se lamentó de no saber una papa del susodicho idioma, a lo mejor estaba revelando algo muy íntimo o algo parecido. La zarandeó un poco, intentando despertarla; nada. Un tronco o una roca daban más signos de vida que ella. Lo más que hizo fue darse la vuelta y cubrirse la cabeza, al mismo tiempo que decía otras incomprensibles frases. Iba a continuar en su tarea de avivarla cuando Carlos José llamó su atención. Sacudía a una y él que se despierta es el otro; cosas de la vida y el destino.

—¿Te ocurre algo Lisa? —preguntó aún medio dormido.

—Nada, no me sucede nada. Es sólo que esta muchacha no reacciona.

—¿Pasa algo malo con Mary?

—No, tampoco.

La mirada de Carlos José hablaba por su boca.

—¡Mira, antes de que te pongas neurótico mejor te digo la verdad! —manifestó Lisa en una de sus típicas reacciones.

Él se quedó en una sola pieza, pensando que si abría la boca iba a meter la pata. Asustado, optó por callar y esperar por su explicación; aunque no se la había pedido.

—Tengo ganas de orinar y esta niña no se despierta — declaró.

Carlos José suspiró, enhorabuena era eso; por un momento pensó que era algo más grave.

—¿Y ella que tiene que ver en un asunto tan privado como ese?

—¿Eres tonto o te haces? ¡Allá afuera está oscuro y me da mucho miedo ir sola!

—Sí me lo permites, yo te puedo acompañar.

—¡Ja! ¿Tú? —exclamó Lisa con ironía.

— Sí. ¿Qué tiene de malo?

—¡Mira, si no lo sabías existe una cosa que se llama pudor femenino! ¡Simplemente me da vergüenza! ¡Por más difícil que te parezca, yo soy una chica penosa! Además, ¿No será que quieres observarme mientras hago pis?

—No ¿Cómo se te ocurre tal cosa? Yo te respeto y te... —replicó, indignado —y te valoro como ser humano. De todas maneras, si no deseas que te acompañe puedes ir sola, por mí no hay problema.

Por una vez en su vida pensó haberle ganado una discusión a Lisa. Ella, entre la espada y la pared (y con el líquido presionando su vejiga), dio su brazo a torcer y aceptó su compañía; eso sí, siempre y cuando se volteara mientras ella descargaba su necesidad. Amenazando con no volverle a dirigir la palabra si le pillaba observándole, Carlos José les siguió a pocos pasos fuera de la casa.

—¡Ay de ti si volteas a verme! —recalcó Lisa.

Él no dijo nada, no hacía falta. Dirigió su mirada hacia las estrellas y a la brillante Luna que retomaba su lugar en el oscurecido cielo, después de la lluvia. Ella, por su parte, desconfiada hasta la medúla, se ubicó detrás de un árbol que estaba cerca del estanque. Adoptando una posición en cuclillas, procedió a bajarse el mono deportivo junto a su bikini de encajes blancos. No había transcurrido muchos segundos de aquella operación cuando sus gritos llamaron la atención de Carlos José. El primer impulso fue de correr en socorro de su amada, pero se le vino a la mente que Lisa le estaba poniendo a prueba y dudó, se quedó como una estatua, sin hacer nada. Hasta que ella se le abalanzó encima lloriqueando y con sus ropas más debajo de las rodillas. "¡Están muertas! ¡Están muertas!" era lo único que alcanzaba a decir ella mientras se hacía como una garrapata a su cuerpo. Más aterrorizado y confundido que nunca, Carlos José, tomó a la chica en sus brazos, alzándola y corriendo desenfrenadamente ambos frente a la puerta. Tropezó, cayeron. Como pudo se incorporó de nuevo, arrastrando a la desconsolada y semidesnuda joven dentro de la vivienda, el mono y el bikini no entraron en ella, quedándose enredados en un clavo oxidado y desapercibido que estaba en la puerta.

No obstante, el susto de afuera se convirtió en pánico una vez adentro. ¡Allí no había nadie! ¿Dónde se encontraban sus amigos? No pudiendo aguantar más, ante la visible desaparición de sus compañeros, Lisa se desmayó, dejando a un Carlos José desorientado y extrañado. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué significaban las palabras de Lisa: "¡están muertas! ¡Están muertas!"? ¿Dónde estaban los demás?

Con suavidad colocó a su pequeña amiga en su bolsa para dormir, admiró un poco sus piernas y otros atributos, cubriéndola luego, ligeramente avergonzado y estimulado. Armándose de valor y sin perder de vista a su amada, se acercó a la puerta, echó un vistazo afuera, no vio nada raro, recogió las ropas y se devolvió con Lisa. Tranquilizados los ánimos y reponiéndose de la impresión, analizó paso por paso la situación. Primero, Lisa se había asustado con "algo" o con "alguien", él no lo sabía, no tenía idea que cosa había visto u oído ella; segundo, los muchachos no estaban en la casa, ni sus cosas, era algo extraño, no pasaron ni dos minutos en su periplo fisiológico fuera de la vivienda, tiempo más que insuficiente para que ellos recogieran sus cosas (los chicos habían desaparecido con todo y equipo) y se largaran de allí, eso sin contar que la única salida plausible era la puerta frente a la cual él se encontraba; tercero, sus propios bolsos y enseres aún se encontraban allí, excluyendo la bolsa de dormir de Mary, que compartía con Lisa, por lo demás los artículos personales de su compañera todavía estaban donde ella los dejó al salir, incluyendo unas toallas higiénicas de mujer medio mojadas enfundadas en su envoltura.

—¡Paula qué coño fue eso! —exclamó Andrea, absolutamente aferrada al cuerpo de su amiga.

—No tengo la menor idea; un fantasma, tal vez —respondió con una voz apenas perceptible.

—¿Lo llegaste a ver bien? Yo la verdad no lo detallé, pero me pareció la figura de un hombre joven y vestido con ropas actuales.

—Yo sí lo vi bien y tienes razón en lo que dices, era el fantasma de un tipo y nos estaba observando.

—¿Un espectro voyerista?

—Y de paso a la moda.

Rieron un rato, se encontraban nerviosas y ese fue el medio que inconscientemente hallaron para alejar un poco el susto anterior: bromear sobre lo sucedido. En realidad, Andrea deseaba hablar de otra cosa, sobre el otro suceso acaecido en el estanque. Se sentía tan confundida, jamás pensó que iba a hacer una cosa semejante. Ella era tan femenina, les gustaban los hombres; nunca había imaginado, ni en sus fantasías más profundas, el tener relaciones sexuales con otra mujer. En un momento dado había visto películas donde ocurría ese tipo de relaciones íntimas y la verdad es que, si bien recibía cierto estímulo observándolas hacer el amor, no le excitaba la idea de ser partícipe en tales acciones. Sobre todo, estaba confusa con los sentimientos que sentía por Paula, siempre le había tenido un cariño especial, era su mejor amiga, el incondicional hombro donde ella lloró muchas veces, la compañera pícara y bromista que le hacía sentir bien, reír. ¿Amarla? ¿Estaba enamorada de ella? Eso significaba demasiado. Por más que lo pensaba y analizaba, no se entendía a sí misma, llegando a la misma conclusión: le había gustado lo que pasó, deseaba a Paula, deseaba que pasara de nuevo; su antiguo novio jamás le hizo ver las delicias que le enseñó ella. ¿Una relación basada solamente en el sexo? Sexo contranatural, para más vergüenza.

Andrea observó el hermoso rostro de su amiga, ella reía, bromeando, haciendo chistes sobre el pervertido fantasma que les había espantado; hallando de nuevo a la diosa que antes le había amado en una faceta distinta: la chica de carne y hueso, el ser humano con corazón, pelos y uñas. Se veía tan natural, tan apetitosa, exquisita, radiante; sí, sí, era ella. Sus blancos dientes brillaban con su risa, su boca la recordaba suave, húmeda y tierna, sus manos le transmitían toda la calidez que su corazón asustado requería; no el corazón espantado por la extraña aparición, sino su corazón de niña aterrada ante las vicisitudes de la vida. Su alma necesitaba un lugar donde descansar, en donde refugiarse de la lluvia indiferente; allí donde se pudiera proteger del desamor, de la soledad, de su propia inseguridad, de sus temores y de los hombres (tontos hombres) que siempre le habían causado penas y dolor. Ahora se daba cuenta que la necesitaba, que su brazo desnudo era más que una desviación sexual, su abrazo era amparo y cariño, confianza y amor, respeto y placer.

Paula seguía charlando sin parar cuando ella le besó con ternura, mientras le revelaba unas palabras cargadas de emoción para ambas.

—Te amo Paula, no sé cómo sucedió, pero estoy segura que te amo.

Paula sonrió, susurrándole al oído: "Lo sé, siempre lo supe; la que no se daba cuenta eras tú".

—¿Y tú, Paula, me amas?

Necesitaba saberlo, oírlo de sus propios y deseables labios. Ahora que su corazón había encontrado una importante razón para seguir latiendo no creía poder prescindir de su presencia.

—¿Qué clase de pregunta es esa? Ni siquiera tienes derecho a dudarlo.

—Lo siento, necesitaba saberlo. Tú sabes, he sufrido tantas desilusiones, no aguantaría otro desastre.

—Esta bien, está bien, te entiendo; yo también te quiero. ¿Cuántas veces me has oído decirte que te amo? Además, ahora es que se viene el desastre, yo soy el caos en dos patas.

—Cierto te oído decirlo muchas. Quizás demasiadas veces.

—¿Y entonces por qué dudas? —le preguntó mirándola a los ojos.

Andrea no respondió, su titilante y esperanzada mirada lo decía todo.

—Eres una tontita adorable, por eso te amo con todas las fuerzas de mi retorcido corazón —aclaró Paula, acariciándole la nariz, mientras por la mejilla de Andrea bajaban algunas lágrimas fugitivas que huían de aquellos inquietos y tristones ojos marrones —. Definitivamente eres una tontita adorable, mi tontita adorable.

Por fin Lisa recuperó el conocimiento. Un poco confundida, miró a Carlos José acostado a su lado y en la misma bolsa de dormir. No supo qué pensar, revisó sus extremidades inferiores, encontrándose vestida de pies a cadera. Hasta donde lograba recordar, ella (en su inesperada huida) no se subió ni el mono ni el bikini, eso sin contar que le fue imposible limpiar sus partes íntimas. Con sobresalto y vergüenza rememoró los momentos en que vio los fantasmas de Paula y Andrea corriendo hacia ella, gritando y haciendo muecas llenas de terror y espanto. Ella también corrió o, mejor dicho, se alejó tan rápido como sus ropas en los tobillos se lo permitieron; se alejó de las dos translúcidas siluetas destilando por sus piernas el líquido que aún excretaba. Pensaba en ese bochornoso momento cuando cayó en cuenta de un detalle: sus ropas no eran las mismas que usaba cuando ocurrió el indeseado encuentro en el improvisado baño detrás del árbol, alarmada, se levantó bruscamente, despertando con sus movimientos a Carlos José, para chequear si el bikini que actualmente llevaba puesto era el mismo que utilizaba al momento de salir a hacer "pis"; y no lo era. Miró fijamente los cansados y recién espabilados ojos de su acompañante con una mezcla de vergüenza, rabia y dolor. Él no necesitaba oír reproches, sabía muy bien que pasaba, esa fiera y penetrante mirada lo decía todo sin decir nada.

—¡Eres un aprovechado mal nacido! Seguro que disfrutaste mucho cambiándome la ropa, sobre todo te gozaste la limpieza de mí... —la frase quedó suspendida —... De mi... Mi intimidad. ¿Te gustó mi vagina? ¿Te gustó mi vulva? ¿Te gustó como huele? ¡Maldito cochino! ¡Yo, yo que te quiero! ¡Estúpido! —esta última frase vino acompañada de una sonora y salvaje cachetada.

Él no hizo nada por defenderse, nada dijo, se dejó insultar, pues consideraba que algunas de las acusaciones estaban bien fundamentadas. Era verdad, él la había tocado; aunque no estaba seguro si lo había hecho con suficiente respeto o se había deleitado con ello. No tenía una idea clara de porque se le ocurrió limpiarla, ¿Sería una excusa para abusar de su indefensa dignidad? Ya el sólo acto de vestirla era lo bastantemente deshonroso para ella, no sólo le había visto sus genitales, los había palpado y no recordaba (o no deseaba recordar) si había tocado de más.

Lisa sentía unas ganas intensas de matarlo, de llorar, de lanzarse sobre él, hasta que confesara su crimen; pero por sobre todo necesitaba su comprensión y hombro amigo. Necesitaba una explicación, ella lo quería, a su modo, es verdad; sin embargo, lo amaba, siendo el dolor más grande la desilusión. Ella le creía una persona incapaz de realizar un acto semejante, era su ídolo, ello lo admiraba; ahora no sabía si sentir desprecio, miedo, odio o desesperanza.

Luego de un rato en que ella descargó toda su furia contra el rostro de Carlos José, Lisa, cesó de repente su ataque. Observó atentamente a su alrededor, sin poder hallar a sus amigos. No había señal alguna de su paso por la casita; Mary, "El Enano", Axel y Alex, parecía que nunca hubieran estado allí. Enseguida volvió la mirada hacia su víctima, inquiriéndole al respecto. Él, protegiendo su cara con las manos aún, le resumió en pocas palabras lo acontecido, explicándole que ella conocía del asunto tanto como él.

En cuanto tuvo control de sí misma y de la situación notó la sangre que manaba de la nariz de Carlos José; el principal objeto de su ataque había sido el infringirle daño, sin embargo, ahora que sus deseos estaban consumados se arrepentía totalmente de haberlo hecho. Carlos José lloraba, ella lo sabía que no era por los golpes físicos, ella le había repudiado e insultado de una manera un tanto severa y lo peor no había sido la severidad del trato sino el saber que estaba parcial o completamente justificada. Ambos permanecieron largo rato en la misma posición, ella encima de él, a horcajadas, Carlos José simplemente tirado en el piso intentando en vano, ocultar su llanto y evitando que más sangre le saliera por la nariz.

Sameth les observaba desde un rincón de la habitación, actuaría con prudencia esta vez, manteniendo silencio y ocultándose en el sitio más oscuro del cuarto con la íntima esperanza de no ser descubierto. La chica se levantó por fin, después de haber estado inmóviles por espacio de unos diez minutos. Ayudó al muchacho a levantarse, le examinó la enrojecida nariz, procediendo a buscar una franela blanca (que, como es lógico, perdió parte de su color no más tener contacto con sus fosas nasales), improvisando un pequeño vendaje; rasgando la tela. Nadie quería hablar, pero alguien tenía que hacerlo. Ambos tomaron la iniciativa, tropezando sus palabras sin llegar a decir nada en concreto. Hicieron un nuevo intento con resultados idénticos; los dos hablaron al mismo tiempo. Rieron. Al final él, caballeroso, le cedió la palabra a su ofendida y avergonzada amada. Ella, para empezar, le relató lo que vio cuando fue a descargar la vejiga. Contándole como Andrea y Paula (o sea sus espectros) la asustaron.

Ella creía que ambas estaban muertas, que habían caído por alguno de esos precipicios, el río se las llevó o quizás algo peor. Él no supo que responderle. La chica entonces, le exigió respuestas a su conducta anterior, por qué no la despertó en vez haberla vestido y limpiado. De nuevo él no halló una respuesta adecuada. Pidió, con voz sincera y acongojada, que le perdonara si había cometido una falta. Y en medio de la desesperación encontró fuerzas suficientes para revelarle sus sentimientos; eran fuerzas otorgadas por una sola causa: él pensaba que ya no poseía la menor posibilidad con ella y por lo tanto no tenía nada que perder, ya lo había perdido todo. La chica le miró fijo a los ojos, haciendo un esfuerzo buscó las palabras que necesitaba decir; no es que no supiera dónde se encontraban esos vocablos, no es que no quisiera buscar esas odiadas y deseadas dicciones, no, no era eso. Tenía un incomprensible miedo a pronunciarlas. Sabía que se condenaría, su pecho dejaría de ser su dolor oculto y vulnerable estaría frente al amor y sus desplantes; sin embargo, también sabía que esto rompería la condena de su corazón oprimido.

De repente, así como se abalanzó antes para golpearlo, le abrazó con frenesí, mientras le gritaba que lo quería. Luego del lógico estupor del muchacho, ambos, envueltos en un sollozo alegre, se besaron por primera vez. Fue un beso tierno, cargado de aquel amor encerrado que ellos habían escondido desde hacía ya mucho tiempo. La luz de la libertad llegaba al fin a sus labios. Y él pensó que todos esos golpes habían valido la pena. ¿Qué significaba una nariz rota ante la realización de su más grande anhelo? Ella, le dio gracias a Dios por aquel susto que a trompicones y sobresaltos le había conducido a sus brazos por fin; aunque le entristecía el hecho de que sus amigas estuvieran muertas. Sameth hubiera querido revelarle que las chicas se encontraban con vida, sanas y salvas, y que se hallaban allí junto con ellas y sus otros amigos; a pesar de que no pudieran verles ni sentirles.

Por las mismas necesidades que había tenido Lisa, El Enano despertó a mitad de la madrugada. Somnoliento y fiscalizado por los líquidos retenidos, no reparó en la ausencia de Lisa y Carlos José. Sin tener ninguna clase de problemas, a excepción de unos mosquitos que le molestaron durante el proceso excretor, regresó a la cabaña, descubriendo la desaparición de los antes mencionados. De manera infructuosa intentó despertar a Mary y Axel, la pequeña muchacha ni se movió, el gemelo sí dio muestras de vida, insultándolo por fastidiarlo a mitad de sus sueños; le recordó de una manera grosera su ascendencia y descendencia, para luego enrollarse en su bolsa de dormir. No muy esperanzado, zarandeó al otro hermano, quien regresó del país de Morfeo sobresaltado. Como sobresaltada fue su reacción cuando se enteró de la desaparición de Lisa y Carlos José.

—¿Cómo? ¿Desaparecieron? ¿Adónde podrían haber ido?

—Lo ignoro, quizás están dando una vuelta, hablando, qué se yo. Tú sabes que ese par está locamente enamorado, aunque no se lo comuniquen el uno al otro —le respondió El Enano.

La verdad es que ambos no habían notado la ausencia de los enseres de sus amigos.

—¿Y qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Alex.

—No lo sé. Por ahora nada, esperemos que regresen y si no dan muestras de vida por mucho rato, los buscaremos por los alrededores.

Allí fue donde Alex observó que no estaban los implementos de Carlos José ni los de Lisa, pero no dijo nada de esto al Enano. Asustado e intimidado, al no tener control alguno sobre los acontecimientos y no saber qué hacer, aceptó la propuesta de su compañero. Eso sí, si había que buscarlos que los buscase él, porque no tenía la más mínima gana de salir en esa horrible oscuridad. Estaba actuando como un cobarde, él lo sabía, pero prefería que dijeran "aquí corrió" que "aquí murió".

Para suerte de todos no ocurrieron más cosas extrañas esa noche. El Enano se quedó dormido y no pudo cumplir con la búsqueda de sus amigos. Alex no concilió sueño de una manera tan fácil, sin embargo, de igual manera no salió del amparo de la casa; tenía demasiados complejos encima como para estar protegiendo o buscando a alguien. Mary siguió hablando dormida de su pasado, recordando parte de su vida en Salt Lake City, cuando aún era una niña encerrada en el mundo contradictorio y fantasioso de la religión de sus padres. Reviviendo su labor como misionera en Venezuela, esparciendo la fe y revelando el libro del mormón a sus hermanos latinoamericanos. Eso fue antes de conocer a Paula, antes de huir de su antigua creencias y comenzar una nueva vida al amparo de los maravillosos amigos que había conocido gracias a su extrovertida protectora.

Mujer que ahora estaba metida en una bolsa de dormir con Andrea, cubiertas hasta la cabeza, ocultándose de los "fantasmas" que parecían habitar en la casita de las cruces.

Sameth fue el primero en despertar. Previniendo cualquier sobresalto, recogió sus cosas en silencio y dejó la habitación. Una vez afuera decidió esperar a que sus fortuitos ocupantes se levantaran para intentar explicarles lo sucedido. Sentado en las piedras del enmohecido estanque, aguardó por ellos mientras deglutía un sencillo desayuno de excursionista.

Alberto fue el siguiente en despertar, aun cuando su primer pensamiento fue que todavía estaba dormido. Se encontró acostado en el medio de una habitación atestada de personas: sus amigos. Frotó sus ojos, se pellizcó la mejilla, comprobando que era real la realidad frente a él.

Y allí se encontraba su amada entre ellos, Paula. Le buscó con la vista, sin hallarla, vio a uno de los gemelos pernotando a pierna suelta, Wilkerman estaba recostado en una de las paredes apenas cubierto por una manta, Mary yacía muy tranquila en medio de ambos rebozando inocencia en su rostro, Lisa y Carlos José estaban embutidos en una sola bolsa de dormir, abrazados y en apariencia felices. No cabía duda que esos dos por fin se habían juntado; sonrió, se alegraba por ellos, pero esperaba que no hubiera pasado algo más "profundo" entre ellos esa noche, pues no quería tener más problemas de los que ya había tenido. En medio de toda esa parafernalia se encontraban dos bolsas de dormir, ambas cerradas hasta el tope, impidiendo observar a sus ocupantes. En una de ellas estaban dos personas y en la otra solo una; supuso, con toda razón, que Alex o Axel estaba en una y en la otra estaban Paula y Andrea.

No sabía a quién despertar primero, la lógica le decía que Carlos José era la persona más indicada para que le explicase todo, sin embargo, su corazón les pedía a gritos que hablara con Paula antes que nadie. Ignoraba cuanto había ocurrido después de su partida en busca de las chicas, aparte de encontrarse muy extrañado por lo que había pasado a él mismo. Amaneció dentro de la casa, no en las ruinas en la cual se acostó. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Si los muchachos le encontraron por qué no lo despertaron? ¿De qué forma lo movieron sin despertarlo? ¿Por qué las ruinas estaban en el lugar que debería estar la casa? ¿Qué había acontecido con Paula y Andrea?

Por fin, vencido por sus dilapidados sentimientos, tocó con suavidad la bolsa donde se encontraban las dos chicas. Hubo un movimiento convulsivo dentro de la misma, escuchó leves murmullos y después de cierto tiempo, Paula abrió la cremallera con mucha cautela y temor. Asomó pues su hermoso rostro, sonriendo al ver la expresión alegre de su amigo.

—¡Gracias a Dios eres tú! No sabes lo feliz que me hace ver tu rostro. ¿Ya amaneció?

Alberto interpretó esas palabras de otra manera y pensó que ella tal vez...

—Yo también me alegro de verte, me alegro que estés bien. Yo...

En ese momento surgió Andrea de la bolsa, mostrando sus hombros desnudos por encima de la cremallera mientras cubría sus pechos con las manos.

—¡Hola Alberto! —saludó de manera nerviosa retratándose una extraña culpabilidad en su rostro.

Él tomó nota de la escasez de ropas de su amiga, así como Paula también exhibía su cuello al natural dejándose ver un pequeño moretón en su bella piel, producto (seguramente) de una succión bucal: un "chupón". Andrea tenía otros tantos en su cuello y en sus hombros.

—¿Ya amaneció? —preguntó de nuevo Paula.

Parecía más que obvio, pero él se resistía a creerlo. Siempre se lo dijeron, ella misma una vez se lo confirmó; sin embargo, él pensó que era una táctica de ella para que él no le siguiera pretendiendo. Paula era tan femenina, tan coqueta, tan mujer, que no llegaba a imaginársela de otra manera.

—Sí, ya amaneció —respondió al fin sin dejar de lamentar lo que había descubierto.

Andrea se percató que Alberto había descifrado su secreto, sintiendo que una ola de vergüenza y compasión recorría su cuerpo. Observó a Paula pedirle que le acercara sus cosas para vestirse mientras le explicaba las aventuras experimentadas por ambas cuando se quedaron atrás, como encontraron la casa vacía, la aparición del fantasma en el estanque mientras se bañaban, hasta llegar al instante en que él les despertó.

Él, a su vez, expuso sus propias vivencias, su fallida búsqueda, el regreso a la casa, las ruinas, la desaparición de sus amigos, el hallazgo de sus cosas entre las ruinas, en fin, todo cuanto había acontecido o recordaba.

Por supuesto las chicas se vistieron de manera improvisada dentro de la bolsa de dormir. Una vez hecho esto despertaron al resto de los muchachos, procediendo a armar el extraño rompecabezas vivido esa noche. Lisa se alegró de ver a sus dos amigas con vida, todos vieron con buenos ojos el noviazgo de Lisa y Carlos José; sin embargo. Alberto todavía no asimilaba la relación de Andrea y Paula.

—Parece ser que siempre estuvimos juntos y no nos observábamos los unos a los otros, la pregunta sería ¿Por qué? —comentó Carlos José.

—La clave está en esta casa —aludió Wilkerman.

—Sí, en esta casa y sus alrededores —completó Paula.

—¿Lo dices por el fantasma? ¿El tipo que vimos ayer en la noche? —le preguntó Andrea.

—¡Claro! Además, Lisa creyó vernos como si fuéramos fantasmas, cuando corríamos adentro de la casa al ser espantadas por el tipo ese —agregó Paula.

—Perdóname que te corrija, pero yo no creí verlas, yo las observé a ustedes desnudas y fantasmagóricas corriendo hacia mí – aclaró Lisa —estoy más que segura de eso.

Al oír la aclaración de Lisa todos voltearon a ver a Carlos José inquiriéndole con sus miradas.

—No me vean así, yo sólo sé que algo la asustó a muerte y si ella dice que eran los fantasmas de Paula y Andrea yo le creo.

—Yo no sé ustedes, pero yo pienso que mejor resolvemos este misterio en casa, recojamos nuestras cosas, lavémonos, desayunemos y nos largamos de aquí, este lugar ya me está dando escalofríos – sugirió Alex.

—¡Excelente idea! —exclamó El Enano.

—¡Aja! ¿Y Quién sale primero? —preguntó Alex.

—Yo no. Con el susto de anoche tengo suficiente —manifestó Paula.

Cada uno miró al otro, recayendo al final todas las miradas en Alberto. No en vano era "el jefe" del grupo.

Sameth los observó salir en fila india por la puerta principal de la casa. Por supuesto lo primero que notaron todos fue en su figura recostada en el estanque. Lisa y Carlos José preguntaron si ese era el fantasma de la noche anterior. Andrea, después de confirmar que, si era él, se escondió tras Paula y está a su vez detrás de Alberto. Axel le miraba con cierto desdén. Alex sintió que su miedo se transformaba en odio. Wilkerman tomó nota de la actitud serena del desconocido y Mary (siendo la única que no experimentó ninguna de las anomalías ocurridas en la noche) se acercó tranquilamente hacía el desconocido, preguntándole su nombre y quién era, qué hacía por esos parajes.

—Mi nombre es Sameth —respondió —y también soy un refugiado de esta casa, anoche llovía y necesitaba guarnecerme en alguna parte.

—Ellos son mis amigos —dijo Mary —: Alberto, Andrea, Paula, Lisa, Carlos José, Wilkerman, Axel y Alex. Yo soy Mary.

Cada uno saludó, movió la cabeza hizo algún ademáan, cuando la pequeña Mary dijo su nombre.

—Tienes un acento muy particular —le comentó él.

—Tú también hablas raro - contestó ella sonriendo.

—Soy extranjero, aunque me siento el tipo más venezolano este país.

—Yo también siento igual, no nací aquí, pero amo esta tierra y a mis amigos, estos hicos maravillosos que están a mis espaldas.

—Creo que ellos piensan lo mismo.

—Mi corazón no abriga dudas respecto a eso —aseguró —. Disculpa que te pregunte esto ¿Tú sabes algo sobre lo que pasó anoche aquí en esta casa? Mis amigos dicen haber visto ciertas cosas anormales y tú formas parte de esas visiones fantasmales. Dime: ¿Nos estabas jugando una broma o es que hay algo raro en la casa?

Esa la pregunta que todos querían oír y la respuesta no se hizo esperar.

—La historia de esta casita y sus cruces no es muy clara, lo que yo sé son sólo partes de una leyenda olvidada imposible de verificar. Ahora lo que ocurrió anoche fenómeno ocurre algunas veces cuando la gente frecuenta estos parajes o pernoctan en sus alrededores. Yo, al igual que ustedes, vine con unos amigos hace unos años y nos pasó algo parecido. Estábamos todos dentro de la casa y no podíamos vernos los unos a los otros oímos llantos diversos, vimos a nuestros amigos como si fueran fantasmas, las cruces variaban de número, etc. Cuando amaneció, las cosas volvieron a la normalidad y tomamos la decisión de salir de aquí o más rápido posible recogimos nuestras cosas y nos alejamos inmediatamente. Mis amigos no quisieron regresar nunca a este lugar, yo, en cabio, le tome un singular aprecio después de indagar sobre su pasado. No es que o hay averiguado mucho, al contrario, es muy poco lo que he logrado saber de lo ocurrido en esta casa. Pero es exactamente la curiosidad lo que me atrae, quiero conocer su historia, saber qué pasó; por eso volveré cuantas veces pueda. Por aquí ya no vive nadie y los habitantes del caserío más cercano sólo dicen que esta casa está embrujada y que ni locos se acercan a ella de noche porque las almas de toda una familia penan por estos lugares. Eso, en cierta forma, explica la multiplicidad de las cruces, seis en total. Seis cruces, seis personas, seis muertos, seis cadáveres insepultos que yacen en este bosque, cerca de la casa.

—¿Tú nos viste cuando estábamos bañándonos en el estanque? —le preguntó Paula.

—Sí, sí las observé y te puedo decir que de los hechos extraños de los cuales he sido testigo en esta casa ese hecho en particular se lleva el premio en cuanto a lo bello e inesperado.

—¿Nos viste desnudas? —inquirió apenada Andrea.

—Desnudas y algo más. Te diré que es la escena más erótica y estimulante que he visto en mi vida, juro por Dios que no lo olvidaré.

Alberto sintió como su última esperanza moría con la confirmación del acercamiento sexual entre ambas chicas.

—Es un placer conocerte Sameth, gracias por la explicación, pero ya tenemos que irnos —indicó Alberto lacónicamente, a la vez que hacía señas a sus amigos para organizar el regreso.

Recuperados, de lo ocurrido la noche anterior, nuestros amigos, entre charlas, comentarios, chistes y silencios, desayunaron y recogieron sus implementes; tomando rumbo a hacia sus casas. Alberto, Paula y Andrea, no hablaron más de lo necesario durante el proceso de organización del regreso. Lisa y Carlos José vivían cada momento de nuevo idilio. Axel y Alex volvieron a la carga con su ya acostumbrada sesión de bromas de mal gusto. Wilkerman seguía siendo el blanco de las charadas de sus amigos y Mary y Sameth parecían haberse hecho muy buenos amigos, mientras se veían a los ojos, sonriendo nerviosamente al ver sus expresiones de interés mutuo, tratando de esconderlas entre sus dientes y sus bocas.

Ya en el camino, siguiendo una rutina de excursionistas, comenzaron a enumerarse:

—¡Uno! —Alberto como "guía" del grupo le tocaba ser el primero.

—¡Dos!

—¡Tres!

—¡Cuatro!

—¡Cinco!

Esta vez la voz de Lisa se dejó escuchar con fuerza.

—¡Seis!

—¡Siete!

—¡Ocho!

—¡Nueve!

—¡Diez!

Un nuevo acompañante cerraba la comitiva.

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