Muñecos
"Mimos, a semejanza del Altísimo, murmuran y rezongan quedamente, volando de un lado para el otro; meros muñecos que van y vienen a la orden de grandes, seres informes que trasladan la escena aquí y allá ¡Sacudiendo con sus alas de Cóndor el DOLOR invisible!"
Edgar Allan Poe.
I
—¿Te gustan? —le pregunto él.
—El bobito de la izquierda sí, pero el loquito de la derecha no —le respondió ella.
Con esa sonrisa inocente, propia del que no conoce el significado de la palabra maldad.
—¿Por qué? ¿Si es un loquito de lo más bonito? ¡Mira! —le dijo él, acercando al muñeco que tenía en la mano derecha.
Un juguete de hule, pintado a mano, con una camisa de fuerza y una mordaza en la boca.
—¡No! ¡No me gustan! —gritó ella —¡Ponlo fuera de mi alcance!
Él se rio de su actitud, "niña tonta" pensó. Guardó su muñequito con cara de loco, en la bolsa de cuero que tenía en la cintura. A continuación, extrajo un pequeño traje de payaso y se lo colocó al otro muñeco, que hasta ese momento estaba "desnudo", transformando su fisonomía.
Ella sonrió de nuevo, sonrió para apartar el miedo. Como un medio de exorcismo. Siguió los pasos de cada prenda, cuando él las colocó; los movimientos de la mano de su nuevo amigo, los cambios que se sucedían. Uno tras otro, como si fueran telones. En cada cambio de cortina había una nueva escena, una nueva vida llena de otras vidas. Absorbidas por una manipulación de dedos y alambres. Marionetas. Era la palabra que andaba buscando en su mente de niña. No la conocía, sabía lo que era, pero no sabía que se les llamaba así. De esa manera, se limitó a imaginarse la obra. Con música, público y caramelos.
—¡Ahora es un payaso famoso! —exclamó el niño, triunfante, al terminar de vestir al bobito.
Interrumpiendo los esquizofrénicos sueños de ella, devolviéndola a esta realidad paralela.
—¡Él, si me gusta! —exclamó al reaccionar —es simpático y ahora se ve chistoso. ¿Qué más puede hacer?
—Puede hacer muchas cosas —respondió como si estuviera vendiendo un producto nuevo —. Aquí tengo muchos trajes que puedo ponerle y hay algunos que nunca se los he puesto.
—Me alegro de que sean mis amigos —le dijo.
Otra vez, ella, sonrió. Una sonrisa llena de ilusiones y de fantasías reveladoras. Ahora podría tener miles de amigos en uno solo; ahora podría sentir todas las singularidades que ella nunca experimentó. Tendría la oportunidad de participar, al mezclar las vestimentas con otras y crear nuevos alientos, varias figuras con el mismo rostro.
—Yo también me alegro de que seas nuestra amiga, pero mi muñequito loco esta triste porque tú no lo quieres.
—No es que no lo quiera, es que me da miedo.
—¿Miedo por qué? Él no muerde.
—Yo no digo que muerde.
—¿Y entonces?
—¡Es que tiene cara de loco!
—Por supuesto que tiene cara de loco, porque es un loco.
—Bueno, de todas maneras, no me gusta.
—Está bien, como quieras —dijo él, encogiendo los hombros.
No alcanzaba a entender, qué era lo que le causaba miedo del muñeco; si era, o es, de lo más chistoso. Su cara de maniático, cabello despeinado, vestido con su camisa de fuerza gris y esa mirada perdida que podría hacer reír a cualquiera.
Kirie (la niña), mientras él revisaba al otro muñeco, jugaba con el bobito, que ahora era un payaso. En su manipulación, le contó chistes, hizo piruetas muy cómicas, le mojó con su flor gigante y ella rio con su rutina circense y actos de magia absurdos. Pero quería más, entonces buscó en la bolsa de cuero otro vestido. Encontrando un traje de aviador. De inmediato, puso manos a la obra, cambiando la profesión del bobito. Eleison (así se llamaba el niño) continuaba enfrascado en su búsqueda de encontrar el motivo de la aversión que ella tenía por el muñeco loco.
Lo examinó con cuidado. Sucio no estaba, ni olía mal, quizás si lo peinaba le gustaría a ella.
—¿Ahora qué es? —preguntó Eleison al darse cuenta del cambio del bobito.
—Ahora es piloto de avión.
—¿De guerra?
—No, de prueba. No es un piloto de pruebas.
—Bueno, pero sigue siendo militar.
—Yo lo que sé es que: es bueno y lucha por la paz del mundo —dijo emocionada.
Esta vez su sonrisa era de una chica enamorada, ilusionada con los héroes. Vívida pieza de reconstrucción de la verdad y la justicia, de las palabras y los hechos.
Él y ella jugaron con el aviador-bobito, inventaron un nombre y una vida, saboreando el arte de volar en la nave imaginación. Experimentando ser algo que nunca pensaron ser: los asistentes del mejor piloto de pruebas del mundo. El honrado, el más recto e incorruptible de los paladines del aire. El hombre intachable, al que todos respetan y admiran. Por el cual el mundo siente un amor prolífico y eterno.
Ellos se arriesgaron con él, batallando contra el viento y las probabilidades, contra las marcas, contra la naturaleza; para ser igual o mejor que ella. Sentían mucha alegría cuando culminaban alguna prueba. Sólo ellos y nada más que ellos, vivían las experiencias que él vivía. Y ese era el premio para el aviador: ver a sus amigos felices, alegres, con la emoción vibrando en sus gargantas; ver cómo absorbían las enseñanzas de cada vuelo. Él filtraba sus temores y los convertía en sensaciones de vértigo y aventura. Veía sus caras de niños, es decir sus almas de niño, y sonreía. Una sonrisa dura, pero no forzada; una llena de nostalgia, llena del chiquillo que se perdió en la maraña de la ventura; ese chico que jugaba con aviones de papel; el muchacho tonto, y llorón, que se escondía en las faldas de su madre; el que fue engullido por la sociedad, por la guerra y ahora por la paz.
Él pensaba que ya no podría ser como Kirie y Eleison. Por eso gozaba y se alimentaba de sus emociones, de sus carcajadas y de cada vez que preguntaban: "¿qué es esto? ¿Qué es aquello?" Cada vez que se asomaban por la ventana y asombrados, expresaban palabras emocionadas; cargadas de curiosidad y de admiración por la naturaleza y su belleza.
Y él reía de su inocencia en las creaciones de Dios, inocencia en la destrucción natural, en la desbordante imaginación del hombre. Y pensaba: "¡Qué bella es la inocencia!", y esto era cierto porque sólo se vive en candidez una vez. Sus amigos la vivirían siempre, de eso se encargaría él; de varias formas y en diferentes momentos. Él estará allí con ellos y será lo que ellos quieran. Y así les hará felices y a su vez él será feliz con ellos; de varias formas y en diferentes momentos.
El buen Dios sonrió desde lo alto, pero era una sonrisa triste al ver a los niños jugando en el patio. Escena mal aspectada y de futuro penoso. Sonreía ante la golpeada ingenuidad de sus pequeñas criaturas, dolido de su aflicción. Sintiendo pesar por ellos y los sentimientos separados en vidas paralelas sin esperanza de unión.
Ellos volvieron de sus voladores sueños, sonriendo también, mientras una hoja caía desde un árbol realizando piruetas, giros y movimientos diversos e incongruentes; como si un piloto cómico y asustado manejara su vuelo hacia el piso. Aterrizando a sus pies de manera aparatosa sin hacer el menor ruido o lamento, sin risas ni pensamientos.
Eleison se despidió de ella. Prometiéndole que se encontrarían luego, para jugar otra vez con los muñecos.
El niño se fue lleno de esperanza. Haciendo que el cambio se hiciera más fácil y corto. Como la ilusión que se adueña de las voluntades y mantiene las rocas azul pizarra, soportando su propio peso en la tierra. Siendo acariciadas por el viento y la lluvia. En la intemperie las piedras se expanden con la luz y se contraen con la oscuridad.
Pasó un día, otro y otro, y el niño no venía a jugar. Ella se preocupó. Les extrañaba, a él y a los muñecos. Parecía mentira, pero echaba de menos a los dos muñecos. Era entendible que extrañara al bobito. ¿Por qué razón extrañaba al loquito, si ese le repugnaba? No sabía de la naturaleza de ese sentimiento que le impulsaba a recordar con intensidad al loquito, pero lo cierto era eso. Cuando estaban juntos no quiso jugar con el muñeco loco, ahora que no estaba quería acariciarlo, hablar con él. Deseaba ver su cara de loco espantado y caminar a través de sus experiencias paranoicas.
Hasta que, por fin, después de varios días de espera, las monjitas del instituto permitieron el encuentro de niñas con niños. Y entre esos encuentros estaba el de ellos.
—¡Hola! —dijo ella, sonriendo.
Le poseía el gozo de quien abre un regalo después de verlo por horas debajo del árbol de Navidad.
—¡Hola! —respondió él.
Ella le miró, con su mirada vidriosa, llena de humores acuosos y destructores.
—¿Trajiste a los muñecos? —preguntó, mirando la bolsita de cuero y exigiendo respuesta.
—Sí, pero sólo traje al bobito.
Su sonrisa se desvaneció: ¡Sólo trajo uno!
Y la metamorfosis de sus ánimos fue extraña y rápida. Se puso triste. Expresándolo de manera completa en su rostro. Luego vio la expresión de sorpresa de su amigo, que la miraba sin poder entender que pasaba. Y quizás esa mirada ingenua, ignorante; fue lo que produjo que ella se riera a carcajadas, a más no poder.
Él se asombraba cada vez más y cada vez su cara era más cómica. Hasta que terminó riéndose a carcajada limpia con ella, sin saber por qué. Esta vez su sonrisa, era una sonrisa descontrolada, paranoica, esquizofrénica. Propia de una persona que no está en sus cabales; propia de una persona que no domina lo que pasa en su vida.
Cuando por fin se calmaron, ella lo vio de nuevo y le dio un besito; él endureció su gesto de estupefacción y ella rio de nuevo.
—¡Kirie, cálmate que me asustas! —le gritó.
No la acompaño en su risa frenética. Esa risa, propia de locos; macabra, llena de convulsiones y espasmos espantosos y horribles; llena del silencio, ese que a él no le gustaba: el mutismo escandaloso. Mucho gritar y gritar y no se dice nada. Era como una conversación de cavernícolas: primitiva y brutal, igual como lo había visto en una película.
Ella poco a poco logró calmarse. Quizás porque vio a su amigo espantado de verdad y esa expresión no le daba risa; le daba lástima o algo parecido.
Se secó las lágrimas que brotaban de sus ojos y todavía riéndose un poquito, se dirigió a él y le dio otro besito tierno.
—Ya estoy mejor Eleison —aseguró.
—Oye, me asustaste bastante, nunca te había visto así.
—Es que no me reía desde hacía bastante tiempo y me desquité hoy.
—Sí, pero parecías necesitar de una camisa de fuerza.
—No digas eso ni en broma, no me gusta.
La frase "Camisa de Fuerza" le recordaba cosas que ella quería olvidar, cosas que era mejor dejarlas atrás. Allá lejos, muy lejos; allá de donde los muertos no regresan. Y esos recuerdos, por lo menos en lo que a ella concernía, estaban muertos. Por ninguna razón quería que se levantaran de sus tumbas y corrieran hacia ella, como zombis descompuestos, a ensuciar las calles mentales con la materia putrefacta de sus cuerpos descarnados y mucho menos que se comieran su cerebro, como en las películas. ¿Cómo podrá pensar sin cerebro?
—Juguemos con el muñeco —propuso Eleison, sacando al bobito desnudo.
Ella asintió con la cabeza y pensó en preguntar por qué no había traído al loquito, pero no lo hizo. Quizá era lo mejor, no saber nada más del loquito, no verlo, no sentirlo y así saber que no la podía tocar con sus garras invisibles.
—¿Ahora qué va a ser?
—No lo sé, el traje siempre sale al azar —respondió él, metiendo la mano sin ver en la bolsa.
La revolvió un poco. Extrajo un pequeño traje de Santa Claus. Con barriguita, gorro y barba incluidos.
—¡Va a ser San Nicolás! —exclamó emocionada.
—Trae su barrigón y barba, ven ayúdame a vestirlo.
Y así, entre ambos, en un abrir y cerrar de ojos, cambiaron la fisionomía del bobito. Ahora era una especie de Papa Noel-gafo. Y muy cómico se veía, pues en su afán de vestirlo rápido habían colocado mal la barriga, parecía un jorobado con traje rojo.
Y otra vez sonrieron, pero esta vez su risa era más o menos así: ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! ¡Feliz Navidad! Con una voz sonora, profunda y retumbante. Se vieron uno al otro, luego a "Santa" y se montaron en el trineo. Mientras "Santa" llamaba uno por uno a los renos. Con su clásica arenga se lanzaron en carrera hacia el cielo.
Este vuelo era diferente al del aviador. Porque éste no llevaba riesgos, ni aventuras, ni marcas que romper. Era por y para la felicidad de los otros niños en la tierra. Su trabajo consistiría en ayudar a alegrar el maltrecho planeta y a sus habitantes más noveles, quienes no son culpables de nada, ni siquiera del mal llamado pecado original.
Y el rostro bonachón de San Nicolás les recordaba a sus abuelitos; a aquellos que ya están en el cielo al lado de Dios y Jesús. Cuando reía, el gordito navideño, su sonrisa era irreal. Llena de cuentos de hadas, de juguetes hermosos, de sentimientos generosos. Llena de la magia de la Navidad, esa que embruja y hechiza a la humanidad en determinada época del año; cuando los buenos son más buenos y los malos menos malos; cuando el mundo te quiere y tú quieres al mundo. Cuando tomas los símbolos de la paz para ti y los haces tuyos, les haces un amor posesivo y desconsolado.
Viajaron por todo el mundo. Era un momento eterno para ellos. A la velocidad de la luz daban vueltas al mundo. Y por donde pasaban, dejaban rastros de alegría, huellas duraderas y verdaderas. Y el principal juguete a repartir era la bolsita de cuero con sus muñecos y trajes adentro.
Porque un juego tan maravilloso, como el que ellos poseían, lo deberían tener todos los niños del planeta. Se lo imaginaban: millones de bobitos cambiando al mismo tiempo a miles de personalidades, miles de vidas, experiencias, memorias y felicidades. Los mil caminos de la verdad estarían a disposición del mundo gracias a ellos y a "Santa".
Eso los hacía felices. Ayudando a todos se sentían útiles y necesarios para el mundo. La tierra entera les querría, la humanidad y su historia los recordaría como: "la nueva alegría" y "como encontramos la paz por fin". ¡Qué bello y sublime es ser unos tontos como lo son ellos! ¡Son unos estúpidos y absurdos humanos, felices y bellos en sí mismos!
El frío del polo norte huyó cuando "Santa", utilizando la magia de la Navidad, les regaló unos abrigos muy bonitos y calientes, con sus respectivos gorritos para completar el uniforme. Vieron a lo lejos la casa de "Santa" y la sonrisa que momentos antes habían regalado, el mundo la devolvía en forma de copos de nieve. ¡Ni Kirie, ni Eleison habían visto antes la nieve! Así que era una nueva experiencia para ellos, un nuevo contacto con la naturaleza, una nueva comunicación de vivencias a su corazón y luego procesada por el cerebro, para hacerla llegar a su destino final: la memoria.
En la casa de "Santa" tomaron chocolate caliente, comieron galletas y jugaron con los renos. "Santa" con su habitual semblante bonachón, se puso sentimental por los hijos que nunca tuvo y qué jamás tendrá. Era su destino, Dios lo decidió así y así se quedarán, él y su esposa, le bastaría lo que hacía todos los años: enviando felicidad a todo el planeta. Suspiró, deseaba tener unos vástagos propios todo el año; para verlos crecer, para pararlos junto al marco de la puerta y grabar su crecimiento mediante rayitas en la pared; ayudarlos, contarle su experiencia. ¡Para amarlos! La parte que más le dolía y lo golpeaba, tanto que a veces no quería ni pensar en eso (¡pero lo pensaba constantemente y allí radicaba el problema!), era esto: Se mortificaba por un problema que nunca llegaría y se afligía porque quería que ese problema llegara a él. El asunto era que deseaba hijos para criarlos y quererlos. ¡No para verlos partir!
"Santa" jamás soportaría ver a uno de sus hijos (¡Hipotéticos, por cierto!) salir bajo la eterna noche a buscar su propio "destino". Algo que se perfilaba como una muerte helada en ese desierto blanco y frío.
Ese fue quizás lo que le obligó a devolver a los niños al instituto, pues su primera idea fue la de quedarse con ellos, raptarlos si era preciso. Comprendió que era mejor verlos partir ahora y no cuando les hubiera tomado cariño. Además, él se encargaría de llevarlos y así no correrían ningún riesgo.
Ellos fueron devueltos a casa-hogar, en medio de una ráfaga de viento helado que mojó el vestido de Kirie y encharcó la vestimenta de Eleison.
—¡Que chubasco! —comento Eleison al darse cuenta del estado meteorológico, de regreso a la realidad. No encontró respuesta de Kirie, pues esta temblaba y tiritaba de frío. Corrieron hacia el instituto y se guarnecieron en sus aposentos.
No había corriente eléctrica y el edificio estaba a oscuras. Como no encontraron a nadie se metieron en uno de los salones de clase.
Eleison por fin la detalló. Estaba mojada hasta por donde no era preciso y según había escuchado a las monjas decir: lo primero que tenían que hacer en estos casos era quitarse la ropa mojada y colocarse una seca.
Ellos no tenían ropa de muda, ni quisiera una manta para arroparse. La noche había llegado y debían pensar en cómo apañárselas para pasar la noche allí, en el salón. Y así, sin mediar palabras, como en un acto telepático, comenzaron a desnudarse. Como dos novios, conociéndose por primera vez, reían nerviosos. Una sonrisa por cada prenda, para ahuyentar la vergüenza, porque eran niños y los niños no saben lo que es la lujuria, no saben nada acerca de eso, no saben que es un orgasmo.
Y allí se quedaron muertos de frío y con hambre.
—Tengo frío —dijo Kirie, abrasándose a sí misma.
Más buscando calor que por vergüenza.
—Yo también. ¿Qué podemos hacer? —respondió él —Todo está oscuro y me da miedo.
—Abrázame, dame calor.
—¿Yo?
—Sí, tú, dame calor —le dijo, viéndole con esos ojos hipnotizadores, esos ojos que le atemorizaban y no sabía por qué.
Debía ayudarla y darle el calor que en él no había. Quizás lo hizo porque él también tenía mucho frío y miedo.
—Gracias, me siento mejor.
—Yo también. Pero eso sigo teniendo miedo. ¿Cuándo volverá la luz?
—No tengo idea. ¿Qué te parece si jugamos con el bobito? —propuso Eleison —A lo mejor él nos puede ayudar.
—Bueno, vale la pena intentarlo.
Y ahora Eleison puso manos a la obra y buscó en la bolsa de cuero. Pedía un traje de "Boy Scout" o algo parecido. Quizás un policía, un enfermero, un bombero; algún señor de esos que ayudan a la gente. Inclusive pensó en Superman y en Batman. Pero lo que encontró fue un traje de novio.
Un poco escéptico Eleison le colocó el traje de novio al muñeco. ¿Cómo nos va ayudar? Ella también veía la escena sin muchos ánimos, no se imaginaba la forma en que los iba a ayudar el bobito. Por primera vez dudó de sus poderes y creyó que la elección en esta ocasión era errónea, y no como las otras veces que siempre habían dado en el clavo.
—¿Y bien? ¿Qué hago ahora, me caso con él?
—No lo sé, esperemos a ver qué pasa.
Sin sonreír Kirie y el "Novio" se miraron largo rato a los ojos. Él le tomó las manos, se las besó con ternura, se quitó la chaqueta y se la puso, protegiéndola del frío, luego la cargó y se la llevó al otro extremo del salón.
Eleison no hizo nada. De alguna manera intuyó que no debía interferir. Esta vez no había cabida para él. Era un juego por la seguridad de ella. Total, su amor por ella crecía día tras día y eso incluía verla compartir con otra persona.
Ella se sintió protegida. Y otra vez sonrió, como lo que era ahora: una feliz novia que va hacia el altar. Escuchó la marcha nupcial. Ya no tenía frío. El largo vestido blanco y el abrazo caluroso de su amado le protegían.
El matrimonio fue presto, en su inocencia de niña, lloró de emoción cuando el beso apasionado del "Romeo Encantado" se posó sobre sus ilusionados labios. Escuchó mencionó la frase: "Luna de Miel". Ella no lo entendió, ni la quiso entender. La felicidad era extraña. Estaba atontada, quizás fue la champaña, quizás la torta. Oyó otra frase: "Hacer el amor" y esta vez quiso imaginárselo. Pensó en la escena: ella y él abrazados en una cama grandota, dándose besitos, jugando a las naricitas, con cartulina, creyones y pegamentos. Con esos elementos "Harían el amor": un corazón bello, tierno y rosado; un corazón de cartón coloreado con sus nombres. Ese era su concepto: Hacer un corazón que palpitase por los dos, símbolo de unión y no de placer.
Eleison se quedó solito al margen de todo lo que estaba pasando. Se sentía extraño, quizás celoso. ¡No! Él no podía tomar esa aptitud. ¿Entonces qué era? No lo sabía y pensar que todo era absurdo le hizo olvidarse de sus pensamientos. Los destruyó con un soplido; tal como el lobo feroz desbarató la casa de los cerditos. Y de esa manera volvió la felicidad solitaria, a quien ya conocía muy bien; siempre fue su compañera, nunca lo traicionó y nunca lo abandonaría. Era una compañera obsesiva que él había rechazado, pero, sabía que estaba esperando por su llamado y que acudiría presta a socorrerlo. Para así clavarle sus garfios ponzoñosos y envenenar sus sentidos con un nuevo, y a la vez viejo, sentido de la vida. Los besos en remembranza total de las cadencias de su espíritu.
Cuando amaneció Kirie fue la primera en despertarse y luego de vestirse llamó a Eleison. El pobrecito se había acurrucado en un rincón y se había arropado con un mapa de la tierra, embutido en su propio "Mundo".
—¡Eleison, despierta! —lo llamó, mientras lo zarandeaba un poco.
Él abrió los ojos con esfuerzo, quitándose a Canadá y Alaska de la cara. Vio a Kirie, vestida con la ropa seca y sintió un poquito de vergüenza al recordar que estaba desnudo.
—Toma, aquí está tu ropa, no está totalmente seca, pero es mejor que caminar desnudo.
—Gracias.
—Voy afuera a buscar a Sor María para que no se preocupe por mí y sepa que te encontrabas conmigo —dijo y se sorprendió a sí misma.
Lo vio tan indefenso que lo estaba tratando como si ella fuese mayor. Se sentía responsable de él y Eleison sintió, en su dulce balbucear, que si alguna vez le tocó sentir el calor maternal en las palabras de alguien fue en ese momento, fueron de ella. Quizás era ese instinto que tienen todas las niñas. El amor que le dan a sus muñecas, haciéndolas sentir como madres prematuras. Eso fue lo que irradió ella hacia él. Seguridad, calor, ayuda, cariño; todo lo que él necesitaba en un tono de voz. No era tanto lo que dijo sino como lo dijo.
Ella se tardó mucho, pero volvió como había prometido con Sor María. La monjita traía ropas y una toalla. Kirie, vestida con una muda de ropa, traía en una bandeja, un precioso y reluciente desayuno. "SorMa", como le decía Kirie, atendió a Eleison, dándole de comer, cambiándole la ropa y llevándose la mojada. Luego vinieron otras hermanas y les remitieron a sus respectivas áreas.
Otra vez pasaron días sin verse, días que se hicieron largos para Kirie y Eleison. Querían jugar de nuevo con el bobito. Pero había algo más en el reencuentro que querían tener. Había como una necesidad de ver si la amistad era la misma que cuando comenzaron. Habían cambiado sin querer, sin darse cuenta. Él pensaba que ella no era la misma, su mirada había desviado su habitual hipnosis hacia otra cosa, a un te miro, pero no te miro. Una especie de mirada, fija en un punto detrás de quien estuviese en frente. Y cuando veía hacia ese punto, atravesaba con la vista a esa persona, abría un orificio, una brecha. Y la vista se concentraba en un corpúsculo infinito que flota allí; delante de nuestros miedos y obstáculos para la felicidad; delante de nuestra segura cordura; delante de las más sagradas creencias y ancianas escrituras, nuestras convicciones, nuestras decepciones; aberturas en el corazón. ¡Allí en el corazón! ¡Ese manantial sangriento donde fluyen y se bombean nuestros sentimientos! Allí, enfocados en un minúsculo calabozo, que nos encierra en cuatro paredes. Esa cárcel desinfectada, pulcra, que nos hacemos para converger en ella nuestras debilidades, nuestra soberbia, el orgullo estúpido y la ignorancia del no saber vivir.
Lamentable es: que las llaves aparecen por intervalos intermitentes. A veces podemos tener encerrado a ese cumulo maligno, a veces no. Cuando se escapan esos "cumuloides" cometen sus fechorías con impunidad y aunque logremos atraparlos otra vez, ya los males estarán perpetrados. A Kirie y a Eleison les pasaba eso: habían perdido las llaves y mientras eso ocurrió, ellos cambiaron. Ahora era tiempo de encontrarlas de nuevo.
Ella también pensaba que él no era el mismo. En sus ojos no había la chispa de antes. Había alegría en sus palabras, pero sus pupilas habían perdido algo. Ya no brillaba la luz de la ilusión, ahora la oscuridad de la realidad lo cegaba. ¿Sería su culpa? En verdad no lo sabía y no lo entendía. ¿Sería acaso culpa del loquito? Quizá sí, pero tal vez no. Él había vuelto a un ciclo impuesto en él desde siempre, era un ciclo extraño fuera de su total control, pero para cuando se cumpliera de nuevo volvería a ser otra vez como era antes. De hecho, ya se sentía como el Eleison de antes. Lo único malo es que el Eleison de antes se sentía sólo y con frío, en eso ella le tendría que ayudar; quizás porque ella también se sentía así: sola y con un poquito de frío.
Y así entre cavilaciones y entretenimientos diversos llego de nuevo el día de reunión de cada semana. Pudiendo Kirie ver a Eleison y viceversa. Se vieron a lo lejos entre la multitud infantil. Emitiendo una sonrisa de prueba, para saber quién sonreía con más naturalidad, quién lo hacía con más alegría, quién se desplomaría primero.
—Te traje un obsequio —le dijo Eleison.
—¿Qué será? —preguntó con tono de seducción.
—Es algo tonto, pero creo que te va a gustar.
—A ver enséñamelo.
—Bueno, aquí está el regalo —dijo, presentando con timidez una cajita de zapatos, forrada de papel con dibujos hechos a mano. Kirie la tomó entre sus manos y la agitó un poco, acercándola a sus oídos. Luego vio a Eleison a los ojos y formuló una pregunta en su mente: "¿La puedo abrir ya?". Él respondió, también en pensamientos: "Si, claro el regalo es tuyo".
Ella abrió la caja cuidando no maltratar el papel de regalo que había confeccionado Eleison. Y en su rostro había como una escarcha cristalina, un polvo mágico encantador.
Estaba hipnotizada, abriendo su regalo. Se le veía feliz, radiante, hermosa como ella solo lo puede ser. Esa mezcla que está en ella y que nadie puede imitar. Podrían nacer niñas más bellas que ella (en realidad las hay) pero no cómo Kirie, nunca jamás con su esencia, con ese elixir de precocidad, con los matices de su semblante, con sus sentimientos arponeados de melancolía. Una foca bebé que no quiere y no debe morir bajo las manos del hombre y él cual debe respetar su hermosa piel.
El contenido de la caja la sorprendió. Había imaginado cualquier cantidad de cosas: peluches, ositos, un corazón, una rosa y pare usted de contar; pero nunca lo que tenía entre sus blancas manos. Allí estaba el muñeco bobito, desnudo, con su bolsita de cuero. Ella lo sostenía incrédula. ¿Por qué se lo regala si es un objeto tan apreciado para él?
—Sé lo que estás pensando. No te extrañes ni te pongas triste, pero es que mañana mis nuevos padres vendrán a buscarme y quise regalártelo para que lo cuides por mí y para que tengas un bonito recuerdo.
—¿Tus nuevos padres? ¿Mañana? ¿Qué estás diciendo? ¿Acaso?
Había lágrimas en sus ojos, pero aún no escapaban.
—Sí, fui adoptado y me voy mañana.
—¡Eleison! —Exclamó, golpeada por una mano invisible.
Ya lo había adivinado, pero quería que fuera otra la respuesta.
Y allí permanecieron. Los dos sin risa alguna mirando al piso. Como si en el subsuelo, se encontrara la solución. Ella comenzó a llorar en silencio. Sus lágrimas bajaban calladitas para no molestarlo. Se deslizaban por su mejilla caliente, buscando el reposo eterno en la tierra. Irrigando una porción del mundo con su pena, su fértil congoja. Amargo desconsuelo que empezaba, con sus primeros síntomas, a extenderse como una epidemia fatal. Seduciendo, parte a parte, célula a célula, con su hermosa y doliente angustia. Sensual arte de torturar y atenazar en base a un sentimiento, una emoción mental de forma primaria, mortal de manera primordial. Concordante con cualquier autocastigo; impuesto y disparado por los extraños gatillos de nuestra estructura anatómica. Cuyos resortes no alcanzamos a ver y por eso a veces no podemos detener la reacción en cadena.
Eleison escuchó los extraños cantos provenientes de sus pómulos inundados y estremecido volteó hacia ella y la vio. Observando como un río de almas recorría su rostro de manera abusiva. Esto lo paralizó. No solo fue una parálisis kinésica, sino también mental. Durante esos momentos no pensó, no maquinó. Sus neuronas quedaron cubiertas por el hechizo cataléptico de los sueños, por el encanto autista de la hipnosis. En esos instantes él no respiraba, estaba muerto, petrificado, enmudecido. Las lágrimas de una Medusa aniñada le habían convertido en piedra.
Él la abrazó, por fin, cuando la fascinación se lo permitió. Y lloró también, un lamento interior, una elegía que se impregnó en él, como un perfume líquido en las venas. Claro que el olor es hermoso, pero te quema por dentro, muy adentro de ti. Más allá de la consciencia cómplice, más allá del desconfiado subconsciente que guarda nuestros más íntimos secretos, y que no los revela con facilidad, aunque sean nuestros secretos, aunque signifiquen o nos identifiquen a nosotros mismos.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó kirie, rompiendo la barrera de incomunicación que había entre ellos.
—No sé. Supongo que les gusté o algo parecido.
—¿Cuándo lo supiste?
—Antes de Ayer.
—¿Son buenas personas?
—Supongo que sí. El día de la entrevista me parecieron muy simpáticos, cariñosos y comprensivos.
—¿Y cuándo fue la entrevista?
Una guerra de preguntas.
—Un día antes de conocernos —respondió Eleison, mirando el muñeco, después a ella y sus lágrimas.
—Te deseo la mejor de las suertes —dijo sonriendo, un poco forzada.
Eleison pareció no escucharla, pero asintió con un ligero movimiento de la cabeza y obligó a sus mejillas y boca a sonreír.
—Hay otra cosa que no te he dicho.
—¡Ay por Dios! ¡¿Qué otra cosa?!
—Ellos fueron los que me regalaron los muñecos y me dijeron como jugar con ellos —confesó, con rastros de emoción en su voz.
—¡Qué bonitos! Me alegro que sean tan buenas personas.
—Kirie yo quiero que lo cuides y que cuando juegues con él, te acuerdes de mí.
—Sí, lo haré.
—Gracias.
Ambos sonrieron, felices, evocando los diferentes trajes que le habían colocado al bobito. El payaso, con su nariz roja y cachetes blancos, riendo todo el tiempo. Los ojos pintados de forma triste, sus zapatos estrambóticos. A Santa Claus, con toda la corte navideña y su mensaje de paz. El aviador y sus aventuras por los aires. El novio, donde ella encontró otro tipo de paz y con quién aprendió a "Hacer el amor".
Y el que ahora le faltaba por conocer, en la que podía ser su última experiencia juntos con el muñeco.
—También traje al loquito, mira, aquí está —anunció enseñándole el muñeco de loco.
Ella dio un paso atrás, sintiendo que el muñeco la veía con esa mirada de te miro, pero no te miro. Se vio en una especie de espejo embrujado, mostrando un mundo paralelo.
—Yo... —susurró sin llegar a decir nada en concreto.
Se encontró a sí misma, viniendo del pasado. Corriendo en extraños túneles, jugando y sudando, perseguida por seres inmateriales. Entes descarnados, cargados de recuerdos y memorias muertas. Elementos conductores de electricidad oscura, descargando sensaciones vívidas. Vio a su padre, con su mirada perdida, inerte: Ese te miro y no te miro, porque estoy muerto. Era parte del regreso de las almas, que fueron una con ella en otros lugares del tiempo. Sus sentidos de felicidad y bienestar.
Ahora entendía lo que temía del muñeco: tenía miedo de convertirse y transformarse en la quintaesencia de la locura, en el performance del abatir, en un guion corto de ideas, en una historia absurda, repetitiva; obsesiva y adictiva.
Era la protagonista de su vida. Tenía el rol principal. De ella dependía sacarle el mejor provecho a su papel: La sufrida hija de la nada. Si había un traje que le colocaron era el de mártir. La disfrazaron de Juana de Arco, la bella heroína que luchó por y para el bien y que luego fue traicionada e inmolada por su propia gente. A los que ella ayudó tanto y que, en plena ejecución de Juana, ante las llamas que la consumirían, y el pueblo cómplice de ese inútil sacrificio le dijeron: "El amor no se hizo para ti Juana. Jamás tu talle virginal sentirá la llama maternal. Las únicas llamas que sentirás serán las del infierno".
Pero la justicia divina tomó cartas en el asunto y decretó:
"La recompensa por esas vidas serán en esta vida. El alma ya tomó su conciencia universal y Dios te ha perdonado Juana. Él se ha compadecido de ti y serás libre y hermosa en su paraíso muy pronto. Y allí podrás escoger tu propio traje. Allí podrás desprenderte de esa armadura que oprime tu casto seno y sentirás lleno tu vientre de almas, de vidas, de la llama etérea que encenderás a su debido tiempo. No más luchas, no más muertes, no más estados de sitio, ni ciudades y ciudadanos que defender. Llegó tu tiempo de descanso. Tu tiempo de paz. El tiempo de prepararte para tu bendición y recompensa: La Eternidad. Con esto la deuda de Dios para contigo estará saldada".
"Amén".
Y así, venciendo sus miedos ella tomó al "loquito" entre sus manos y lo acarició, y jugó con él. A pesar que no dijo nada. El solamente se limitaba a verla. Quizás sonreía, tal vez no. Y entonces sus inexpresivos ojos tuvieron un cambio, un asombroso cambio de mirada: había un brillo en sus pupilas que se dilataban y contraían convulsivamente, clavándose en los océanos de Kirie; sus ojos verde-gris.
Y el muñeco navegó en ellos. Sintiendo la brisa fresca de la cordura, la lucidez que había perdido volando en alas de cera. De nuevo se volvió loco, pero este era otro tipo de locura: paranoia del tipo sentimental, se había enamorado de ella.
—Tómalo —dijo Kirie.
Extendió sus brazos hacia Eleison. Volteando la cara, en una expresión de rechazo absoluto, tratando de alejar sus pensamientos de la mirada del "loquito".
Él tomó al muñeco y lo guardó en sus bolsillos. Intuía que esa iba a ser su actitud y no le afectó mucho pues ya estaba preparado para lo que pasó. Al contrario, se asombró de que ella lo agarró y hasta jugó con él. Pero estaba claro que a pesar del esfuerzo a ella no le gustaba, ni le podrá gustar jugar con el "loquito". Tendrían que pasar muchas cosas y cambiar otras más para que ella quisiera al loquito. Eleison estaba consciente de eso.
—Vamos a ver que traje sale ahora —manifestó Eleison.
Metió la mano en la bolsa de cuero. Extrajo un traje que no supieron reconocer: un sombrero de paja, una braga de jean, un rastrillo, una pala, unas botas muy extrañas, guantes, un tenedor gigante y un grupo de bolsitas con nombres de frutos.
—¿De qué es el traje?
—Pues, no sé Kirie, vamos a vestirlo y así lo sabremos.
—Bueno.
Era un señor mayor, de esos que siembran matas y árboles. Eleison y Kirie no se acordaron del nombre con que se llaman a estos señores.
Así que él tuvo que decírselos. Él era un agricultor. Les mostraría como escoger la mejor tierra para plantar ilusiones y esperanzas. Como regar los anhelos con dedicación, preparación, amor y cariño. Con agradables palabras, las plantitas crecerían felices y alegres. "Euforotropismo" llamó él a ese tipo de crecimiento. Les enseñó cómo utilizar los nutrientes. Esos pequeños detalles de la vida que nos alimentan con sus nuevos aires, nuevos ánimos; con la infinita sabiduría de la experiencia, el amor interno y que desea aflorar una hermosa flor. Como una Orquídea: salvaje, bella e incomprensible, tal vez incontrolable.
Otra cosa que aprendieron de él; fue el amor a la lluvia. La lluvia es una bendición para los agricultores. De las nubes más negras y borrascosas, con aspecto lúgubre y tormentoso, caen las más puras gotas de agua; agua limpia y purificadora. Agua para, por y de la vida, no para ahogarnos en ella, no para formar un charco de lodo que ensucie nuestros pensamientos.
Con él, Kirie y Eleison abrieron surcos en la tierra, en la menguada irracionalidad del individuo. Llenándola de diversas semillas, estímulos, variados efectos, diferentes productos subconscientes, necesarios para la variación de la reacción y la moderación de las moralejas.
Luego cerraron los surcos como quién cierra sus heridas, como curando las arrugas del alma. Esas grietas que agotan nuestro palacio. Contemplaron su trabajo. Cansados pero contentos. Sudando de alegría y con la esperanza alimentada por la jornada laboriosa e instructiva.
Ante sus ojos, árboles y arbustos emergieron de la campiña. Germinando y floreciendo en cuestión de segundos. Y a esas hermosas flores llegaron miles de abejas y colibríes. Atraídos por las exitosas fragancias que emanaban de las revelaciones afloradas, en la Epifanía de diamantes que habían esparcido en el campo, recogiendo entonces las abejas el polen y lo diseminaron por todo el sembradío. Mezclando los tipos de planta. Variando y produciendo los futuros frutos de la frugal cosecha.
Un prado multicolor, lleno de bellas y exóticas flores silvestres. El ambiente se trastornó en mil fragancias y perfumes. Un enjambre de picaflores invadió a los frutos circundantes. Las abejas danzaban, inquietas, por los alrededores. Produciendo un rumor musical con sus alas y un humor ambarino en sus panales que algunos llaman miel.
Y en el centro de aquel paraíso se levantaba un hermoso olivo, verde y poderoso. Parecía irradiar una gran sabiduría. Se podía sentir afluir un éxtasis de paz y de gloria. Él estaba allí, como un rey ante su corte, sobresaliente, firme. Estaba sólo, en una pequeña colina de la pradera; como un símbolo. Como un estigmatizado laurel fundido en los estereotipos de la naturaleza humana.
Su amigo, el agricultor-bobito, les dijo que ese era su premio. Era el producto de su cosecha, su responsabilidad y paternidad. No había sido él, quién había hecho posible ese Edén. Sino ellos, quienes lo sembraron y construyeron, en una especie de plano astral; más allá de los conceptos de espacio-tiempo. En el sentimiento interno, acompañado de la imaginación y sus deseos de mortales simples.
Después de culminar ese hermoso paisaje, el cielo se tornó gris y la lluvia azotó, bendiciendo su creación.
—¡Otra vez se están mojando! Ustedes dos son un caso especial —les dijo "SorMa".
Devolviéndolos a la realidad. Una realidad que era húmeda, porque no sólo lo estaban imaginando, sino que llovía de verdad. Paralelamente a su precipitación cósmica, llena de energía y alimentos internos para el alma.
Y bajo el amparo del paraguas de "SorMa" se introdujeron al edificio. Mismo donde fueron separados por las monjas. A mitad del pasillo volvieron su mirada al mismo tiempo, observaron sus rostros a lo lejos. Fue la última vez que se vieron.
Kirie caminaba triste. A pesar de haber vivido la hermosa experiencia con el agricultor-bobito y de todas sus enseñanzas y moralejas. Muy a pesar del mensaje y la paz, la sabiduría que se encerró en su ser. Iba triste; su amistad yacía moribunda y no podía hacer nada por remediarlo. No podía hacer más nada que rezar y esperar con fe, con esperanza. Que la amistad renacería de sus cenizas como el Ave Fénix, para ser mucho más fuerte, en el futuro; gracias a las experiencias y vivencias que juntos habían saboreado. Unas de ellas con sabor amargo y otras con un dulce gusto que empalagó sus sentidos. Sería una amistad diferente. Con dos personas distintas. Que habrán crecido en su interior y allí residiría la diferencia. Pero en el fondo ellos serían los mismos niños que jugaron a ser más que niños.
Eleison también estaba triste. A pesar que comenzaría una nueva vida. Llena del nuevo amor de sus padres adoptivos. Juguetes, viajes y paseos reconfortantes. Muy a pesar de los frutos que llevaba consigo, estaba el vacío de lo que había dejado atrás: al bobito. Él también creía que de alguna forma su amistad no se iba a perder. Quizás les podía decir a sus nuevos padres que le permitieran hacerle visitas a Kirie ¡Claro! ¡Allí estaba la solución! Así la amistad no se perdería del todo, pensó. Y eso le devolvió la fe y la alegría.
Eleison volvió al cabo de algunas semanas, a visitar a Kirie. Pero encontró que ella había sido adoptada y sus nuevos padres se la habían llevado lejos, a un lugar que él no sabía pronunciar. No hubo estados de ánimos para él, ni sonrisas; les dijo a sus padres que se quería ir. Pero, antes de eso, escuchó a "SorMa" cuando dijo que ella le había pedido que confeccionara un traje para el muñeco, igual al uniforme que utilizaba Eleison en el instituto. Y Kirie se lo había llevado consigo.
"Me llevó con ella", pensó, y se echó a reír.
A mucha distancia de allí, Kirie tomó entre sus temblorosas manos el traje de "Eleison" que le había hecho "SorMa", y se lo colocó al bobito con la esperanza que funcionara. A miles de kilómetros de distancia, Eleison pensó: "Siempre estaré contigo, sea lo que sea, pase lo que pase cuenta conmigo como tu amigo incondicional". Y ella pudo escuchar-sentir cuando "Eleison-bobito" le dijo lo mismo: "Siempre estaré contigo, sea lo que sea, pase lo que pase cuenta conmigo como tu amigo incondicional".
Y los dos demostraron su alegría con lágrimas. Ella en su casa, él en el auto de sus padres. ¡Había funcionado! Su amistad era más fuerte que la distancia y las situaciones.
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