Inmortalidad Maldita
Soy un soldado que no muere jamás. Parezco morir, pero nunca lo estoy lo suficiente. Lucho batallas sin fin ni principio, contra ejércitos inmateriales de varias épocas históricas. Y el combate siempre es cara a cara, cuerpo a cuerpo. He calado mi bayoneta más veces que las que he logrado limpiar su sangre. De nada vale huir, la guerra va a mí o vive en mí. Golpeo mis espadas en aquellas figuras extrañas, mutilándoles en una infantil y grotesca forma de defenderme. Es infantil, porque no existe la necesidad de proteger ninguna vida, de todas maneras, no moriré por sus ataques. Es grotesca, porque no hay otra cosa que hacer, no existe el respiro, nadie desiste de su cometido, no rinden sus banderas. Aunque ellos sí mueren; no obstante, ellos saben que otros vendrán a ocupar su lugar, otro me buscará y peleará hasta desfallecer, haciendo caso omiso a mi pavoroso llamado a la paz. Mientras más hombres caen, más hombres acuden al sitio de lucha y siempre con la misma intención: asesinarme.
Pero yo soy un gladiador que no muere jamás. Arribo hasta los umbrales de la muerte y la puerta nunca se abre, no me dejan entrar. Yo quiero penetrar. Toco la cancela con desesperada intensidad. ¿Por qué no son escuchados mis ruegos? Lágrimas, sudor y sangre se confunden entonces con la baba espumante, evadida de las grietas de mi desesperada razón. No dejándome otra alternativa que continuar con el eterno conflicto. Las heridas, los cortes y lesiones sanan de manera inmediata, para que pueda ser dañada luego, otras tantas veces, reviviendo y renaciendo, de forma indetenible. Así regresa el sufrimiento. Una obsesión explicable, más no controlable, poseía mi alma: liberarme de esa presión, pero a la vez mantenerle a mi lado.
"¡Allá está el guerrero que no muere jamás!" les escuchaba gritar. Entonces el tropel descendía (o ascendía, según la posición donde yo me encontrase) como un río multicolor. Y yo les esperaba para cometer los crímenes perpetuos. Ellos acudían a mi llamado, venían al encuentro fatal, movidos por una extraña curiosidad o morbosidad; era como un desafío. Yo no les llamaba con mi voz sino con mi presencia. Ellos sabían que yo existía, sus padres o sus amigos habían caído bajo el peso de mis armas o desgarrados por los garfios que patrullan el perímetro de mi persona. Deseaba no oírlos venir, susurrando venganza y ofreciendo victorias en nombre de sus amantísimas dulcineas. Nada lamenté más qué matar a tantos jóvenes, fuertes y saludables. Forzado fui a descuartizar mujeres y niñas, destazar ancianos y niños. Era una visión asoladora: bebés en pie de guerra, vírgenes portando lanzas en forma de falos gigantes, viejos levantando sus bastones; no importaba cual implemento utilizasen, lo importante era causarme algún dolor.
Ignoro las reacciones de mi rostro, nunca las pude ver. Lo único que podía mirar era la eterna cruzada.
"¡Soy un soldado que no muere jamás"! Les clamaba, intentando persuadirlos para que no continuasen con el ataque. Y, sin embargo, lo único que lograba era que se enfadaran aún más, creyendo que me burlaba de ellos. No entendían que era una súplica de un hombre desesperado. Entonces arremetían con más fuerza, desbordándose en mil riadas de tormento. Caía yo atravesado por sus flechas, abatido por las balas, destrozado por sus golpes; pero no moría. Llenos de indignación, se ensañaban con mí ser derrotado. Hasta que, extenuados por la tortuosa y ardua tarea, se alejaban, satisfechos de haber acabado con la leyenda: con el soldado que no moría jamás. Permanecía yo inmóvil, difunto en apariencia, más vivo para mi propia desgracia. Esos eran los únicos momentos en donde saboreaba el descanso, esquivo y negado para mí, por mí mismo. Pero siempre había alguien que se percataba de mi disimulada respiración y se repetía la batalla. Y aún hoy continúo en la misma.
A veces siento como el viento sopla desde el norte, trayéndome un mensaje frío y nauseabundo, recordatorio infame de cuantos han conocido el filo de mi navaja. Observo el piso hecho de cadáveres, sin poder atisbar el crecimiento de la hierba porque esta no existe bajo mis pies. A veces creo que el hambre nunca será saciada y que la muerte se mofa de mí. No quiere venir a mi encuentro porque yo le alimento con mil suplementos iguales o parecidos a mi persona. Pienso que su apetito jamás será saciado y yo estaré obligado darle de comer eternamente. Castigo magnánimo impuesto por ignorancia y mantenido por inopia; desconocimiento de mí mismo. No he aprendido a hacer las cosas más sencillas, esas que la gente común sabe cumplir. No sé vivir, no sé amar. No sé bailar al ritmo de otras melodías y no sé cómo hacer comprender mi canción a otros. No sé salir a la calle como cualquiera. No sé contestar, no sé hablar sino de sufrimiento y desolación. Pudiendo manifestar tantas escenas hermosas que se esconden en mí. soy víctima de una perversa maledicencia. No sé verme en un espejo, a decir verdad: nunca lo he hecho. No sé cuándo actuar o cuando dejar de hacerlo. Y lo más importante y que me ha condenado a ser lo que soy: no sé morir.
¿Si no he aprendido a vivir cómo podría morir? Nada peor que un dolor perenne, no saber qué hacer con tu vida, ver a tanta gente desfallecer por tus manos. Todos merecen ese premio, ese descanso. ¿Por qué yo no? ¿Es que acaso soy tan diferente? Sé que nadie responderá esas preguntas, soy un idiota. Matar, destruir, arrasar, asesinar, vivir en agonía, agonizar en vida. ¿Qué clase de complot es este? ¿Y sí la agonía y el padecimiento preceden siempre a la muerte, por qué ahora no es así?
Soy el verdugo de todos y cada uno de sus destinos me pertenece, pero mi hado no le corresponde a nadie. Sólo soy un mártir que no fenece nunca. Todos quieren disfrutar la eternidad, más yo estoy harto de ella, no quiero saber más de sus cantos.
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