Herencia Romana
"Arena filled with screaming crowd,
in ectasy they cry.
Paid money for a pleasant show,
Want to see him die"
Tomas Such
Solía yo vivir en el campo, entre verdes praderas, esteros y extensos pastizales. Era una vida apacible y tranquila, tenía sus límites y limitaciones, pero no sentí amenaza o angustia alguna mientras estuve allí. Era el macho de la partida, el semental predilecto del lugar, todas las hembras eran dadas a mí y yo nunca les defraudé, cumpliendo con mi deber de manera eficiente; según podía ver yo mismo y a juzgar por los comentarios.
Todo transcurrió de esa manera hasta que vinieron unos hombres provenientes de la ciudad, se presentaron como buscadores de talento y agentes importantes dentro del espectáculo. Alabaron mi figura, el color de mi piel, mi fuerza y la velocidad de mi carrera. Se impresionaron mucho, por lo menos eso creo, con mi alta capacidad física, felicitando a mi jefe por su buena labor en desarrollarme. ¡Con que orgullo hablaban de mí! Me sentí importante y ellos le pagaron una fuerte suma de dinero al patrón para dejarme ir con ellos a una fiesta especialmente deseada para seres dotados de mis características. "como anillo al dedo" dijeron ellos.
Me Sedujeron las promesas sobre un público grandioso, respetuosa muchedumbre, que esperaría con ansias y una alegría espectacular mi irrupción al campo de juego. La arena estaría colmada de flores, las gradas vitorearían de colores. Yo iba a ser el centro de atención, cada movimiento mío sería seguido por todos los ojos de la plaza.
¡Con que euforia me embarqué en ese viaje! ¡Con ellos! ¡Yo, famoso y amado! Mi imaginación voló hacia esos lugares y no pude más que agradecer a dios la oportunidad que me había brindado de la mano de aquellos hombres. Les bendije en el nombre del creador y me dediqué a admirar el paisaje circundante.
Y, hasta cierto punto, no me defraudaron. Entramos a una gigantesca plaza (la segunda más grande del mundo, según les oí decir), hermosamente adornada y monumentalmente construida. La gente pululaba afuera como diligentes hormiguitas, todos se hallaban expectativos por la actuación de mis compañeros y yo; pues me enteré que había otros como yo en la programación del espectáculo. Me propuse entonces, en ese momento, ser la estrella del mismo, luchar para sobresalir en el grupo y así acaparar todos los aplausos del público.
Y la muchedumbre también era multicolor en ocupaciones y sentimientos. Hallábase presentes agentes del clero (dignos representantes de la secta imperante y "oficial"), empleados del gobierno y el gobierno en sí mismo, "artistas", "deportistas", gente propia del medio, personas "comunes, reporteros fotógrafo, reinas de belleza, payasos y pare usted de contar; había de todo un poco."
El lugar se hallaba abarrotnado, no cabía un alma entre tantas otras. Me encontraba emocionado, el ambiente festivo lo contaminaba todo, nada más al salir mi contrincante y yo la ovación fue multitudinaria y obligada, fue estrepitosa y alegre. ¡Algarabía en las gradas! ¡El espectáculo daba comienzo! Las flores volaron desde el púlpito, llovían pétalos de rosas y jazmín ¡qué bien reconocía su aroma!
Mi corazón no resistió más alegría y lágrimas de felicidad escaparon de mis ojos, suicidándose como muestra eterna de agradecimiento, ofreciéndose como ofrendas de una vida a punto de ser sacrificada. El sol brillaba con intensidad, con excesiva crueldad. El calor abrazaba cada partícula de los seres humanos que no estaban en la zona de sombras; sin embargo, nadie se movía de sus puestos. Todos soportaban con estoicismo su insolación. ¡Cómo les agradecí semejante sacrificio! ¡Cuánto amor sentí por ellos en ese momento!
Mujeres hermosas y radiantes agitaban sus pañuelos otras (explotando el sabor y encanto tropical que la sabia naturaleza les había obsequiado) agitaban sus cuerpos morenos al compás de una música un tanto extraña para mis oídos; una melodía henchida de pasión y fuerza, tal como yo, escrita pensando en mí (pensé yo). La fiesta brava parecía hacer honor a su nombre con la actuación de sus participantes y patrocinadores.
En la arena, frente a mí, se hallaba el abrillantado contrincante. Era más bien un hombre pequeño, piel atezada, lunar de ramera barata en su mejilla izquierda, ojos oscuros como sus deseos y razones, cejas gruesas y pobladas, nariz aguileña de orificios grandes, con delgados y finos labios, delineados (suave pero macabramente) en un rictus despreciativo y diabólico. Saludaba al público con una pose estudiada y poco viril, era un actor de baja calaña, impostor fingiendo valentía, nobleza, integridad y magnificencia. Yo sentí que, con toda esa actuación, me estaba robando el espectáculo y sin saber cómo ni cuándo la ira, el odio y el resentimiento se apoderaron de mis pensamientos; enfocando mis energías en el trapo rojo, que portaba como alguna especie de capa señorial. Traía puesto un sombrerito de lo más ridículo, zapatillas simples y negras que le daban un aspecto un tanto bailarín (en el transcurso de la contienda me di cuenta que su mayor virtud, que para mí era un defecto horrible e indecoros, consistía en danzar cual bailarina flamenca con el extenso pañuelo rojo); vestía un traje ajustado de apariencia afeminada, lleno de lentejuelas, espejitos y corcholatas, orlado en oro, y con una corbata chistosa en su cuello que más bien semejaba un lazo de muñeca infantil.
En fin, aquel tipo me pareció una pantomima ante mí, lleno de fuerza, vanidad, rapidez y masa corporal. Yo me consideraba honesto, íntegro, natural, sin disfraces ni actuaciones. Participaba yo en el espectáculo sólo con motivos sentimentales y artísticos, quería amar y ser apreciado por mis cualidades, sin que ello perjudicara a nadie. Él no, él se encontraba allí por la fama y el dinero, para satisfacer las ansias de sangre y muerte de una oscura tradición humana. Pero eso yo no lo sabía, no pensé que aquel menudo y amanerado personaje ocultase tanta crueldad y sadismo.
Lo dicho es cierto, él debió percibir que me irritaba la capa roja, puesto que enseguida, tomándola extendida entre sus manos (como haciendo una bandera), se la quitó y comenzó a provocarme con sus movimientos. Al principio me sorprendí y di dos pequeños pasos hacia atrás pero luego, al darme cuenta de sus intenciones, se me encendió la sangre y preparé la embestida. La cólera me dominó y mi apasionado (pero descontrolado) ataque fue evitado por él y el público emitió un grito al unísono, dictando una palabra que entrañaba burla. Sacudí entonces un poco de arena con mis extremidades posteriores y delanteras, lanzando mi segunda ofensiva, tan desafortunada como la anterior.
Y un terrible estruendo de tres letras se dejó escuchar nuevamente en el campo. Mi autoestima recibió su embate silábico de la mejor forma que pudo, sin embargo, el daño ya estaba hecho y la gente no cesaría de infringirlo durante toda la jornada.
Una y otra vez fuí eludido por sus movimientos de bailarina. Saltaba e un lado a otro con una facilidad increíble, debo confesarlo. No obstante, esto, lejos de despertar admiración en mí, me enfurecía más. El público bullía emocionado con cada uno de sus desplantes. Las gradas vivian en cada ovación, el jadeo era mayúsculo y multitudinario. Yo observaba en sus rostros un sadismo inenarrable, me horrorizaba sus babeantes fauces clamando sangre. ¡Mi sangre! Sus ojos inyectados de placeres oscuros, bajos y crueles, se clavaban en mi indefensa garganta. Brindaban por mi muerte y mi lenta tortura era más deleite que el licor que consumían. Con barbarismo y desafuero, mujeres bailaban al ritmo de una canción ceremonial, alabando con su cuerpo (y sus extasiadas danzas) el ritual de mi sacrificio en pos de su tormentoso gozo.
Voluptuosidad y concupiscencia en sus gráciles movimientos, imitaciones de mi luminoso e iluminado contrincante. No importaba mi vida para su satisfacción, yo sólo era materia visual de su inspiración traída a la arena, para deleitar sus mentes sibaritas. Mujeres (antes hermosas) convulsionaban, en evidente desquiciamiento, sus fases y sus siluetas con macabras muecas de delectación y hedonismo; hombres (antes respetuosos y altivos) escurrían un repugnante y hediondo fluido de sus bocas mientras corrompían su entre pierna con un frotamiento onanista. Desmán y tumulto eran los reyes de las gimientes graderías, cada quien friccionaba su admíniculo particular, lubricándolo con mi suplicio y enajenándose con las pócimas, brebajes y bebistrajos sensuales, preparados y extendidos para la orgía y la ocasión, para llevarlos al máximo delirio y regodearse en su bestialismo e incultura. Representaban el antiguo orden apilonado de los seres de una civilización decadente e insensible, una horda atrasada, sanguinaria y malevolente.
Se enardecían, envolviéndose todos en una excitación auto estimulada que rayaba en el frenesí y la obscenidad. Cada vez que mi oponente demostraba la victoria obtenida, a partir de mi burlada voluntad; cada vez que él se arrodillaba, en una actitud y pose triunfal que simulaba nobleza, valentía y dignidad, siendo la única verdad tangible: su vileza, cobardía y deshonor. Demandando el clamor del populacho ignorante, falto de amor y verdaderos ideales morales hacia el significado e importancia de la vida.
¡Cuántas desfachatez, cinismo, avilantez e insolencia pude observar en ellos! ¡Cuántos nerones y calígulas, juntos en su inconmensurable y atroz placer! Todos eran religiosos y obedientes tradicionalistas leales a la herencia ignominiosa de sus antepasados, fieles practicantes de los antiguos romanos, vivos representantes de la insensibilidad del hombre civilizado de hoy, el moderno miembro de una cofradía, destinada a perpetuar el barbarismo y el sadismo de aquella horrible costumbre. ¡Y se atrevçian llamar a esta ejecución pública deporte! ¡Ja! ¡Valiente entretenimiento, valiente espectador! ¿Desde cuándo es deportivo asesinar a alguien (luego de torturarlo y burlarse de él) en presencia de testigos acusadores a los cuales no les importa el dolor y la inocencia ajena?
Yo tenía mucha sed y hambre. No había caído en cuenta por el estado eufórico en el cual me encontraba cuando me trajeron, pero hacia muchos días ya, que no había ingerido alimento. Me sentía cansado, falto de fuerzas; veía doble a veces, las piernas me fallaban en determinados momentos, los parpados y la cabeza me pesaban un mundo. Para colmo de males, unos tipejos aparecieron de la nada y me pincharon la espalda con unos implementos extraños, punzo penetrantes, adornados con hojas y flores de colores. Lo que en el argot popular se conoce como una puñalada trapera.
Perseguí a uno de ellos, pero saltó la barda y no pude alcanzarlo. Mientras, al otro lado de la tapia de madera observé como otros hombres del "medio" le felicitaban por su acción criminal.
El sangramiento terminó de empeorar mi precaria situación energética, la debilidad ganaba terreno en mi organismo y ya no pararía hasta quedar sin fuerzas. No podía más, en cualquier momento me derrumbaría. Era cuestión de tiempo, cada gota de sangre destilada significaba un grado menos en mi tabla de resistencia ¿Cuánto más podría resistir antes de caer derrotado (sino muerto) a sus pies?
Él seguía simulando valentía y, como para demostrar su superioridad y triunfo, se inclinó frente a mí, a escasos centímetros e mi cabeza humillada, y (abriéndose la chaqueta, mostrando su pecho cubierto con una camisa de seda blanca) me desafió a que le travesara el corazón con mi cornamenta. ¡Hábil manipulador de una cantidad de ventajas deshonestas! Claro, él sabía que las heridas infringidas en mi espalda, fueron hechas de una manera tal que destrozaron o anularon los músculos de mi espalda. Lo cual me impedía levantar mi cabeza y asestar una cornada. Yo no podía atacarlo (pensaba él) y por eso se "arriesgaba" en tal "hazaña". La verdad me dolía mucho el tratar de embestirlo y sólo podía observar con se acreditaba una nueva victoria ante el enardecido público, el amado populacho de antaño que ya no me importaba para nada pues mi vida estaba en juego y ellos ya no eran (nunca lo fueron en realidad) el público decente que yo amé al llegar.
Durante el pandemónium generado tras su acción mi vista se nubló por un momento, me atacó la debilidad y perdí la noción de lo que acontecía en mi inmediato alrededor, y cuando recuperé algo de mis disminuidos sentidos, pude observarlo alejado de mí, con una postura extraña que me hizo pensar que había llegado el final. Escondía una espada tras de sí, el sol le delató, al reflejar sus rayos en el metal, ese era mi destino, la sentencia estaba hecha y el juego terminado. Miles de emperadores romanos mostraban en las gradas la señal de mi muerte, todos colocaron sus pulgares hacia abajo, cerrando el puño asesino con lujuria y desespero; veredicto final: ejecución.
Porque eso era, una ejecución pública disfrazada de fiesta, aunque algunos cerebros, almas atrasadas y sumidas en el barbarismo sádico de su naturaleza cruel se empeñen en decir que esto es un deporte. ¡Hipócritas inconscientes! ¡Ya los quisiera ver en mi posición! Es muy cómodo opinar desde esa posición agresora y protegida.
Bueno, lo cierto es que intentó provocarme de nuevo, agitando el trapo rojo, en el cual ocultaba la espada, para así matarme con ella cuando embistiera. Yo no me moví en absoluto. Primero, no tenía ganas de seguir participando en su espectáculo: segundo, me hallaba sumamente agotado como para correr hacia la muerte; tercero, estaba hastiado de hacer de payaso para gozo de los cretinos de las gradas. En fin, no existía ningún provecho en que yo gastase mis últimas fuerzas en una arremetida inútil y fallida; hasta el extremado caso de ser fatal y asesina.
El enardecido y pre-orgásmico público clamaba por el fin, estaban a punto de llegar al clímax y solo les faltaba ser estimulados erógenamente con mi cadáver ensangrentado. Arruinaba el espectáculo mi falta de movilidad, todos esperaban la embestida final. El estado infructuoso que le otorgaróa el inmerecido triunfo a mi afeminado contrincante; sin embargo, yo no actuaba así. Yo no me movía, ni pensaba hacerlo. Si quería matarme tendría que buscarme. No iba a contribuir al ensalzamiento de su patética y arrogante figura.
A él pareció disgustarle que yo no siguiera las pautas de su guion e intentó disimularlo con una sonrisa victoriosa y fingida. Luego se acercó a mí con su, ya característico, paso dancístico y pretensioso, deteniéndose a un palmo de mis narices con una nueva pose, acompañándola con ciertas muecas extrañas y frenéticas de su rostro. Ejecutó una cantidad ridículamente extensiva de movimientos y braceos con su cuerpo, preparando (por último) la espada para asestar el golpe de gracia. El populacho se levantó se sus puestos, emocionado y expectativo. Siendo increíble la bulla y la suciedad que cayó desde los palcos, no aguantaban más y deseaban eyacular el fruto de su excitada y morbosa actividad de gozo purulento, causado o acicalado con mi sufrimiento y muerte.
El egocentrismo de mi contrincante le obligo a detener por un momento la agonía de aquel placer y se dio a la tarea de agradecer a los voyeristas de las gradas, agachando muy cerca de mí. Se encontraba demasiado embriagado por su propia exaltación y la gloria mal concebida (injusta y corrupta), tanto, que le hizo cometer ese error fatal. Era mi última oportunidad, no tendría energías para otra. Haciendo un horrible esfuerzo arremetí contra su cara, atravesando su cráneo parte a parte con un golpe certero, seco y justiciero. Blandí mi espada con honor y con las restantes fuerzas le sacudí con violencia hasta que cayó detrás de mi cuerpo.
El silencio rompió el hechizo y la meseta orgásmica bajó en picado mortal hacia el reposo y allí falleció el disfrute onanista de los espectadores. Mi naturaleza animal se desplomó, casi sin aliento, en las arenas de la plaza, mientras el horror hecho público, observaba el desecho que yacía con la cabeza destrozada, en el ardiente y rojizo polvo. Nadie se movió, nadie grito; todos enmudecieron mil años y se conmocionaron con el triunfo de la justicia y la retribución del sufrimiento animal. impuesto por los humanos. Habría llegado el momento en que la diversión cobrara el justo tributo, un boleto adecuado, a sus ansias y crueldades.
Vengada fue mi muerte por mí mismo, eso era una realidad tangible y poderosa. Sin embargo, mi futuro ya no importaba porque yo había muerto en el momento exacto que me sacaron de mi tierra.
Así,ellos, habían decidido mi futuro...
"Arena colmada con chillona turba, ellos gritan en éxtasis. Pagaron dinero por un espectáculo complaciente, quieren verlo morir".
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