El Lamento del Soldado
Si bien la gloria es insípida cuando no se tiene a nadie con quien compartirla, la derrota es amarga, aun cuando se tenga mil amigos con quien sobrellevarla. La gloria es efímera y esquiva, es una consecuencia extraña de los azares del destino. Los prusianos son, ahora, los que ostentan ese título vencedor. Sus ejércitos, gloriosos y victoriosos, se pasean en un incesante desfile, de pasos ofensivos y humillantes sobre mi patria querida.
Se escucha altivo su clarín y atronadores sus tambores. Toda Francia se conmociona y tiembla ante la marcha marcial, los cañonazos y voces extranjeras. Todo esto, junto al lamento de nuestra tierra herida y nuestro pueblo asustado que se une al llanto de la madre que no verá otra vez a su hijo, la Madre Patria que pierde parte de sí misma: presa del doloroso desgarre de su patrimonio moral y físico.
Recuerdo los primeros días: ¡Ah! ¡Hermoso desperdicio de entusiasmo patriótico! ¡Ridícula esperanza de conquista! ¡Inútiles arengas llenas de estupidez! ¿Qué pasó con el revivir de la gloria de 1806? ¿Qué pasó con la leyenda de Valmy? ¿Dónde quedó el espíritu de antaño?
Primero fue MacMahon, el General conquistador. Nos colmó de promesas, él y el Emperador. Palabras que se perdieron con la brisa de septiembre, en Sedán. Después de algunas fútiles victorias: el desastre y la rendición, ¡Qué tragedia: ¡El Emperador prisionero! Y nosotros, tristes soldados, abandonados al enemigo. El espectáculo era lúgubre y cruel, miles de corazones, sueños cortados a tajo por nuestros rivales. Mis compañeros yacían en el terreno de batalla; muertos, inertes; junto a los caballos también occisos, al lado de las baterías, de los cañones fuera de sus cureñas, abrazando sus carabinas. De verdad les digo que es una escena melancólica.
¡Cuánto compartí con ellos! Todavía recuerdo de las gloriosas campañas en Argelia, en Italia, en la defensa de Roma. Aún recuerdo nuestras angustiosas horas en Crimea, donde lo único que se distinguió en esas batallas fue el arrojo y la valentía de las tropas, muy a pesar del inepto alto mando. Pero en aquella ocasión conservamos el valor y con ello supimos remontar las adversidades. Ahora veo esas terribles carnicerías, más que combates, como pequeñeces. ¡Sí, ¡cómo algo insignificante! Allí combatíamos en suelo ajeno. Ahora nuestras mujeres e hijos están a merced de las garras prusianas; ahora luchamos en el suelo de Francia y éste poco a poco ha dejado de serlo ya.
Comparo todas esas guerras con esta y observo el contraste con este paisaje de desolación. A mi alrededor sólo veo cadáveres y material bélico abandonado. El pasto amarillento acariciado en silencio por el viento. Un cielo gris y pálido, desprovisto de nubes. Como si los cielos no se percataran de nuestra ruina, nos ignorasen y permanecieran inmunes a nuestro sufrimiento. Sitios humeantes aquí y allá y los buitres alimentándose de mis hermanos. Allí estaban, los prometeos de la patria, siendo devoradas sus entrañas por los picos de esas aves carroñeras. El cuerpo de un soldado valiente, que ha ofrendado la vida por su pueblo, no debe ser profanado de esa manera, insultado de la forma más repulsiva: mezclando su sangre de mártir con las impuras segregaciones de los buitres. Horrible trabajo, despreciables criaturas, que no respetan el descanso de los héroes caídos.
Disparé para ahuyentar a las sacrílegas aves, una y otra vez, hasta que no hubo balas en mi carabina. Rabioso, rematé con la bayoneta a las que pude alcanzar y que se hallaban heridas. Les destrocé una por una, descargando con malsano placer, mi frustración. Tenía que silenciar sus horribles graznidos y su crascitar lleno de desvergüenza. Y reí a carcajadas, saltando y pisoteando sus retos. Escupí mil veces sobre sus andrajosos despojos, defecando luego sobre ellos. Les desgarré, miembro por miembro, con mis propias manos, manchándome con su porquería, contaminándome con su inmundicia.
Corrí con premura hacia el arroyo más cercano, asqueado de mí mismo y me despojé de esas ropas, infectadas con su olor, con su sangre, su excremento, carroña y los propios restos de mis amigos devorados y alojados en su buche, mil veces maldito. Me sumergí en esas aguas buscando purificar mi cuerpo, pero ya hace tiempo que había yo perdido mi valor como hombre. En esos momentos sólo era yo una denigrante pantomima de los que antes había sido. ¿Dónde se encontraba aquel soldado corajudo y valeroso? ¿En qué parte del mundo me había abandonado? ¿Es que toda la audacia y valentía me fue arrancada del corazón? ¿En qué parte de mi cuerpo se halla escondido mi verdadero yo? ¿O es que acaso este era mi verdadero yo?
Ahora sólo soy un cobarde que se rechaza y desprecia a sí mismo. Un individuo carente de valores con los que fue criado, no apto para defenderse ante su reflejo. Imagen deshonrosa y corrupta en las enturbiadas aguas del riachuelo; que, como un espejo maligno, me ofrecía su nefasta indolencia. Delirante visión en la cual, mi antiguo yo (el gran guerrero, merecedor de mil medallas) me degradaba, arrancándome las bandas, los distintivos, insignias y emblemas que delataban mi rango. Condecoraciones que fueron aplastadas por mis propias botas o por mis propios actos. Marché luego en una avenida hecha por los pelotones y compañías de mi batallón. Los cadáveres cobraron vida de su trance sepulcral para participar en la ignominia, vestían los uniformes desgarrados aún, con sus heridas destilando sangre ennegrecida, con los guantes de gala corroídos por la muerte.
Todos estaban allí, dándome la espalda o lo que les quedaba de ella. No me miraban con sus vacíos ojos en señal de que me consideraban traidor. Tuve que desfilar entre el desprecio de cien muertos, de los cuales algunos ni siquiera se encontraban de cuerpo completo. La vejación se hallaba compuesta por fantasmagóricos despojos, desprovistos de piernas, algunos sin brazos, otros sin cabeza, sin manos, sin torso. Sus sables envainados representaban la ausencia de compasión para ser tan vil y tan bajo como yo.
Tienen razón al tratarme así, yo sólo soy un cochino cobarde que no tiene ni siquiera el valor de matarse para salvar el honor comprometido. Es justo que me abandonen ahora pues yo les abandoné mucho antes y con consecuencias mucho más graves. ¿Con qué cara veré a mis hijos? No puedo presentarme ante ellos, no tengo el derecho de llamarlos así. Un miedoso no puede criar más que una raza de cobardes y yo no quiero ese destino para ellos. Es mejor que renieguen de mí y del deshonroso recuerdo, para que sus compañeros no se lo reprochen, para que no sufran a causa de mi nombre. Ellos deberán escupir mi rostro, abofetearme, maldecirme y luego darme la espalda.
No me queda otra salida, más que el exilio. Desterraré mi cuerpo, corrupto de miedo a otras tierras donde no afecte a los míos. Iré a buscar el valor que dejé olvidado en alguna parte. Si por lo menos aquí en Metz lo hubiese recuperado, no tuviera que dejar mi patria. La cual no merezco llamar así, es una blasfemia de mi parte. Antes de unirnos al ejército de Bazaine ya habíamos perdido la batalla. Allí, cerca del Mosela, combatimos más con desesperación que con encono y confianza. Fracasó nuestra defensa antes de comenzarla. El desaliento y la desesperanza cundían en nuestras filas cual pestífera indolencia.
Yo, en último intento de redimir mi reprobable conducta, pensé celebrar ese día tres cosas: la victoria de nuestras tropas contra los invasores, mi cumpleaños y el regreso de mi valentía. Vana ilusión desperdiciada aquel 27 de octubre. Hubimos de capitular y entregarnos a nuestros vencedores. Pero yo hui, ocultándome para no presenciar la destrucción de nuestros ejércitos, de nuestras esperanzas.
Les abandoné a su suerte, en vez de caer junto a ellos con las botas puestas, morir con honor. Solución a la falta de valor que circula en mí ser.
Desde ahora en adelante no mostraré mi cara a los hombres y como un pordiosero recorreré Europa hasta encontrar cura a mis males. Mendigaré y sufriré mi penitencia, tal vez así obtenga misericordia de mis amigos muertos, a través de la compasión quizás Dios se apiadé de mí también. No tengo derecho a pedir que se me trate como un ser humano sin embargo eso espero yo de ellos. Soy una bestia sin alma, sin moral. Soy sólo un aborto de la naturaleza humana que debe ser rechazado porque ya soy repudiado por mí mismo. Es lo justo para un ser tan vil y bajo como yo.
Me resignaré a mi destino y esperaré la conmutación de mi pena. Me pregunto: ¿Por qué alguien se dignará a escribir mi reprochable historia? ¿Para qué se molestará alguien en narrar mi conducta?
Viviré sin respuesta hasta que muera...
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