Ciudad Invernal
"Cuidado como andas;
procura no pisar las cabezas
de nuestros infelices
y torturados hermanos".
Dante Aligheri
I
En los sentidos se encuentran cinco razones. La vista; la más engañosa, más fácil de confundir. El oído; estimulante y poderoso a la hora de percibir. El tacto; más realista, pero depende mucho de la selección. Y el gusto, el más placentero, pero a la vez más amargo. Todas estas razones se encierran en el final principal de la historia que hago mención y que a continuación narraré.
De mí podría decir que profeso las aficiones de Arqueología, Filantropía y Antropología. Ciencias que estudio, practico y amo con verdadero fervor, aunque por mi juventud me juzgan de amateur. No importa mi nombre, ni mis credos; pero quiero dejar saber el espíritu romántico que vive en mí.
Todo comenzó cuando tropecé con esas columnas. Yo crucé el camino con lentitud, observando la delicada superficie de liquen y limo que cubría su pétreo rostro. El césped se extendía a ambos lados de la vía y en la calzada estaban congeladas unas impresiones y en esas huellas jugueteaban unos microscópicos seres vivientes, alimentándose de ese recuerdo.
Las columnas eran blancas, quizás de marfil; altas, ciclópeas, abundantes, como los faroles de una gran avenida. Escondían así, el futuro recorrido, con sus megalíticas sombras. Corrí hacia esas columnas, intentando alcanzar su secreto. Pero en sus faces cilíndricas no había mensaje alguno. Intrigado, trepé por una de ellas, ganando su cima. Cuando logré llegar al tope, no encontré tampoco rastro, ni pistas, sobre sus constructores y/o propósitos. Sólo podía ver más allá de mí: un caprichoso sendero de postes blancos, el cual terminaba en las colinas que descansan en el ocaso.
Las columnas estaban dispuestas de tal forma que podía yo correr y saltar de una a la otra. Apenas separadas por abismos de un metro de distancia. Fortalecido por esta idea, eché a correr, encima del interesante recorrido. Veía yo, entusiasmado, como el piso debajo se movía con un rutilante y constante movimiento de masas. Sentía que volaba, pues competía con las aves en mi paso para ver quien lo hacía más rápido. Las piernas eran mis alas; las pilastras, mi viento; los brazos, mi cola y mi cuerpo no era más que la extensión de toda aquella libertad. Quizás por eso no me percaté que las columnas, cada vez se tornaban más oscuras.
El camino llegó a su fin y cuando esto sucedió ya todo se había llenado de oscuridad. La pradera se había convertido en estepa. Sentí frío de improviso. La noche se tragó al sendero y dio vida a una ciudad, en medio de la nieve. Apareció por primera vez ante mis ojos, aunque ya estaba allí antes. Permanecí, temblando en la última columna, esperando una señal, una respuesta lógica a algo que no entendía. No pude formular preguntas. Volver mis pasos era imposible, las cimas de los anteriores postes estaban cubiertas de hielo. Los helados vientos soplaban con calma y parsimonia, con muerte y desidia.
La tormenta arreció, desapareciendo las columnas. Ahora el paisaje eran dunas de nieve. Tan blancas como bellas e imponentes. Incrédulo, bajé por la masa de escarcha cristalizada, dando volteretas y rodando más que caminando. Terminé mi descenso, convertido en un alud viviente que se estrelló contra una fantasmagórica figura. La estatua de una pequeña plaza en ruinas, en la entrada de la Ciudad que momentos antes había contemplado.
Me puse de pie con mucho esfuerzo, comprobando que no tuviese algún hueso roto. Descongelé mi mente y cuerpo, disponiéndome a recorrer la metrópoli que tenía frente a mí. De forma curiosa, la estatua carecía de inscripción. Su figura era la de una persona durmiendo, en brazos de una especie de muñeco de nieve, con túnica y sin rostro. Me estremeció ver las facciones del durmiente, complacidas y henchidas, en una satisfacción de la muerte. Corrí entre aquellas construcciones, tan antiguas como el granizo que las rodeaba.
Había árboles, congelados; con sus frutos cubiertos del bálsamo blanco. Solidificados como piedras de nieve. El color blanco reinaba en la locación, con sus maíces grises y oscuros que contrastaban con la geométrica arquitectura de los edificios. Penetré en uno de ellos. La puerta estaba tan expuesta a la acción del hielo, que se fragmentó en mil pedazos al yo embestirla.
Y la visión, más que el frío, heló mis voluntades y creencias. En medio de aquellas habitaciones, había personas acostadas, dispuestas de manera irregular; apilonadas como cadáveres. La habitación en sí misma, parecía una nevera, despidiendo humo blanco a través de sus cuatro paredes. ¡Un depósito de cadáveres! ¡Qué horrible! La escarcha residía en el techo y en el piso. Los rostros de aquellas personas no transmitían dolor. No había muecas ni cuerpos mutilados o con su fisionomía crispada en un rictus violento. Había niños y bebés entre ellos, luciendo como ángeles, inmortalizados en una cubierta de hielo, en una cúpula personal. Convertida en colectiva por la escarcha y la nieve. Y esos angelitos estaban esparcidos sin ningún orden ni respeto. Algunos estaban desprovistos de ropa, otros ataviados con fino atavío.
Las mujeres y las niñas no escaparon de ese destino, y, junto con los ancianos, cubrían una buena parte del salón. Era una verdadera lástima, había mujeres tan lindas, tan hermosas, que aún en manos de la muerte blanca conservaban su entera atracción, su perfecta lozanía; acompañadas de sus insinuantes y circulares formas.
Llorando. me alejé, de ese edificio. Caminando con mucha dificultad. Me estaba helando, desprovisto de todo abrigo. Una extraña somnolencia me envolvía. Adhiriéndose en mi húmeda humanidad. ¿Copos de nieve en la tormenta magnética de mi ser? Era yo, un pedazo de hielo sentimental andante.
Ya he dicho que lloraba y cuando lo hacía no eran lágrimas si no carámbanos; hielo que quemaba mis mejillas y abrasaban mi fuerza interior, con una gran tenaza de frío y dolor. Comprobé que en las demás edificaciones se repetía la escena de las personas congeladas y dormidas, siempre de manera irregular.
II
"Debajo de cada rostro
salían dos grandes alas;
y se agitaban,
de manera tal, que producían
tres vientos con los cuales helaban
todo alrededor del Cosito".
Dante Alighieri.
Llegué, tropezando, hasta un río. No estaba congelado, algo, en sí mismo, que resultaba curioso, pero brillaba como si lo estuviera, lo cual lo hacía más peculiar. Era una corriente termal; sus aguas despedían calor. Me acerqué, para refugiarme del frío. Por curiosidad y una extraña sed, probé de aquella agua, notando que su sabor era amargo, salino. La corriente era espesa, babosa. Escupí de maner violenta, con asco y repugnancia ¿Qué clase de río era ese? ¿Por qué parecía tan limpio y transparente, si en realidad no lo era?
Mi respuesta la encontré varios kilómetros abajo. El nombre de aquel torrente, así lo indicaba un cartel, era "Cosito". El río de lágrimas que fluye en los infiernos, proveniente de los ojos de aquellos que sufren y lloran eternamente; de los condenados que expían sus culpas para siempre. Por eso lo cálido de sus aguas, por eso lo viscoso, por eso lo resplandeciente.
Mis lágrimas se descongelaron gracias a la emisión calorífera del río. Yo procedí a secarlas, no quería, de ninguna manera, que mis sentimientos fluyeran en esa corriente maldita. Quería huir del sitio, pero si lo hacía de seguro moriría, congelado en cualquiera de las calles de la ciudad. No me quedaba más que seguir su recorrido. Era interesante, el río era mi única esperanza de vivir, pero a la vez era causa de mí desesperanza.
Llegué a un vetusto puente, a punto de desintegrarse. Era una locura tratar de atravesarlo, así que continué mi penoso caminar. ¡Ay de mí! Debí haberlo cruzado; debí haber dejado mis temores y apatía a un lado ¡Pero, no! El Cosito desembocaba ante mis ojos, en otro río, un río que no debería ser otro que el Aqueronte. Este torrente era peor que su afluente, además de espeso, era sucio, fétido, lleno de indescriptibles desechos. Tenía rastros de lava ardiente, y una especie de contra-corriente negra, que levantaba sus ponzoñosos vapores, en sentido antagónico de la dirección del río. Esa niebla viajaba al ras del agua, rumbo a lo desconocido, dejando escapar una lluvia de gritos llenos de agonía, enriquecida con terroríficos aullidos. Y ese aquelarre sofocaba todo sonido a su alrededor, sometiéndolo a su fúnebre poder musical. Absorbía todo, convirtiéndolo en otro quejido más.
No me creerán lo que digo, al unirse el Cosito con las aguas del Aqueronte, se formaban remolinos donde se mezclaban las diferentes materias flotantes, dando forma así a la contra-corriente negra. Yo no quería llorar; mi mente se negaba a eso. Sin embargo, mi cuerpo pedía algún escape, un desahogo a tanto horror de horrores. Yo no quería llorar, no quería llorar. Me arrodillé, con la intención de orar. Pedí misericordia y ayuda a Dios. Los putrefactos olores del río hicieron que vomitara; una y otra vez, hasta que me desmayé debilitado por el esfuerzo, la experiencia y por los gases tóxicos que circulaban en la orilla del Aqueronte.
Desperté en medio de una gran tormenta. Todavía estaba sumergido en el hechizo opiáceo del Aqueronte. Recordé, no obstante, las palabras de Dante en la Divina Comedia: "Ni el Danubio de Austria, ni el Tanais allá, bajo el frío cielo, cubren su curso de un velo tan denso como el de aquel lago". Creo que el velo que él nombró es la contra-corriente y sus nubes ponzoñosas. Quizás él estuvo antes que yo en la ciudad invernal.
Me sentía débil, sin fuerzas, sin coordinación real de mi cuerpo. Además, tenía en mi boca restos del limo verde, que momentos antes había vomitado. Su sabor era amargo y me producía un dolor lacerante, en la garganta y estómago.
Me incorporé, no sin un gran esfuerzo y hui desesperado de aquellos ríos. Me interné en medio de la nevada, a morir en una de las calles, lejos de esos ríos. Corrí con todas las fuerzas que me quedaban. Preferí congelarme que ampararme en ese calor profano. Cada vez me movía más despacio. Y aun cuando hubo terminado la tormenta, mis piernas se negaban a moverse, oponiéndose al abuso y al esfuerzo.
Al cabo de un rato, yo ya no corría, caminaba; y cuando caminaba: un paso era un ocaso y el otro era una postración; un rendimiento de mi espíritu, resignado a su destino. De repente sentí que caía, pero no hice contacto con el suelo. Seguía cayendo y cayendo. No experimentaba ninguna clase de vértigo y tampoco pude ver pues mis facultades estaban heladas. Estaba ciego, sordo, sin gusto, ni olfato y no obtenía respuesta de mis extremidades. El único sentimiento era el de caer. En lo que fue mi último pensamiento, dormí el frío sueño de la oscura noche de la muerte blanca.
III
"En cuanto al alma, cae en esta cisterna; y por eso tal vez aparezca todavía en el mundo el cuerpo de ésta sombra que está detrás de mí en este hielo. Debes conocerlo si es que acabas de llegar al infierno"
Dante Alighieri.
Los rayos del sol me descongelaron y pude despertar de todo aquello. Poco a poco recuperé mis sentidos. Y observé donde me encontraba: una playa acantilada; rodeada de rocas, peñascos y farallones. Yo estaba empapado y tiritando, a pesar de que el sol me bañaba con sus luces. Me pregunté entonces: ¿mi caída había sido desde ese acantilado? ¿Estaría allí todavía la Ciudad del frío? ¿Cómo es que no estoy muerto? Era extraño, el sitio no tenía semejanza alguna con la Ciudad que debería de estar detrás, arriba.
Las olas golpeaban sin cesar contra la roca, trayendo consigo un pedazo de hielo, que desapareció al tener contacto con la arena caliente. Esto avivó mis fuerzas y escalé el muro de piedra en busca de la ciudad. Pero sólo encontré ruinas, el cauce de lo que fueron dos grandes ríos y una antigua estatua carcomida por el salitre, que me era familiar. ¿Cuánto tiempo estuve congelado y durmiendo? ¿O fue sólo una ilusión?
No lo creo, allí estaba la prueba: las columnas del tiempo, que daban fe y vida a mi descubrimiento: La Ciudad Invernal.
Replanteé mi situación y comencé a buscar los vestigios de la Ciudad sin encontrar nada significativo. No había ruinas que me indicaran que fuera ella, ni de los edificios, ni del puente, ni rastros de las calles. La temperatura era muy elevada, contradiciendo el frío que debería haberse sentido, en la cada vez más hipotética Ciudad. Decepcionado, me dirigí hacia las columnas y regresé por el mismo camino por donde había venido. Sólo que ahora lo hacía de una forma muy diferente; en vez de volar, caminaba; en vez de correr, arrastraba los pies; en vez de alegría había tristeza o más bien desilusión.
Para remediar ese estado, se me ocurrió una idea. Podría subirme de nuevo las columnas y "volar" el camino de regreso. No encontraría de nuevo la ciudad, pero por lo menos eso me haría sentir mejor y así lo hice. Inicié la carrera, de nuevo, encima del mundo. Rememoré de mi cabalgata anterior, la paz, la alegría y lo etéreo de la experiencia. Volaba yo otra vez. Competía con las aves en un galope aéreo. Envuelto como estaba, del éxtasis, me sentí como una pluma; suave, sin peso, diseñada de una manera perfecta para volar. Me olvidé que los hombres no pueden volar sin ayuda de una máquina; desdeñé que estaba saltando columnas de seis metros de altura. De esa manera, no me percaté de un trozo de nieve, en una de sus cumbres. Resbalé y como consecuencia volví a caer. Esta vez sí sentí vértigo y el terror. Más, al caer, perdí el conocimiento.
Desperté convertido en un fantasma. Mi cuerpo estaba tirado en el césped, mostrando un Rigor-mortis espantoso. Vi algo en él, que pareció un movimiento, un tanto convulsivo, como si mi cuerpo tratara de respirar. Entonces intenté avanzar mi holográfica figura hacia mi cadáver, pero una mano fría y gelatinosa me tomó por los hombros y me impidió ir al rescate de mi ser.
Eran las garras de un ente extraño, cubierto de una gran túnica, de apariencia humana, sin facciones que delataran su origen. Es decir: el hombre, si es que se le puede llamar hombre a semejante aparición, tenía cabeza y cara, pero carecía de un rostro en sí. No tenía ojos visibles, ni boca y su tez era un tanto descarnada, blanca y opaca. El hombre me guio otra vez por el camino de las columnas hacia donde supuestamente estuvo la ciudad invernal. En ese momento ni siquiera estaba seguro de haber vivido todo eso. El recuerdo era demasiado palpable y real, como para hacer caso omiso de él; demasiado intenso, como para no compartirlo.
El hombre me llevó con él. Yo no tenía pies visibles, así que era remolcado por ese ser. Una extraña fuerza o voluntad magnética, quizás hipnótica me unía a él. Viajamos todo el trayecto, suspendidos en el aire. Cruzamos las columnas blancas hasta llegar a las obscuras. Ante nosotros se mostraba la ciudad: magnifica, envolvente, insaciable, lúgubre y tranquila. En apariencia vacía. Era una corrección de mis pensamientos. ¡No fue un espejismo! ¡Era verdad! Y sentí una estúpida alegría. ¡Estaba otra vez ante ella! A pesar de los peligros, la Arqueología y la Filantropía se imponían a los temores.
Recorrí otra vez sus calles. No sentía frio, no tenía miedo, ni siquiera los copos de nieve me tocaban. Era interesante conocer la Ciudad de ese modo. Ahora las preguntas eran: ¿Para qué me traía el hombre hasta acá? ¿Cuál era el propósito? ¿Había yo muerto en la caída? Quise preguntar a mi anfitrión, pero no emití palabra alguna. Más raro aún, desconcertante y hasta horroroso, era que ni siquiera sentí que mis labios se movían, como si no existieran. Quise palpar mi rostro para saber si tenía boca, pero mis brazos no respondían; y lo que era peor: ¡no los sentía! O sea, tenía el sentimiento y la certeza que poseía unos brazos, no obstante, el sentido del tacto estaba eliminado. Y en ese momento caí en cuenta de otra cosa: ¡Yo no oía! ¡No escuchaba ruido alguno! ¿Acaso mis oídos estaban anulados al igual que mi boca y mis brazos? El terror más absoluto se apoderó de mi alma. No hablaba, no oía, no me podía mover (por mi propia voluntad), no olía, ni tenía sentido del tacto. Solo mi vista parecía no estar afectada por ese extraño hechizo ¡Pero había algo más! ¡Yo no sentía mis ojos! No parpadeaba, ni veía la sombra o el rastro oscuro que dejan las pestañas. ¿Carecía yo de ojos? ¿Cómo era que yo tenía una vista sin ojos?
El horror ya rasgaba lo sublime y quise llorar, pero sin ojos no hay lágrimas, quise gritar, pero sin boca no hay voces, quise correr, pero no tenía piernas.
IV
"Permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente [...] y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena".
Edgar Allan Poe.
De uno de los edificios blancos-grises que plagaban las calles emergió otra figura flotando por encima de la helada avenida. Era otro fantasma pálido, igual al que me conducía por la esteparia ciudad. Este se encontraba solo; no guiaba a nadie y su movimiento era nada más aparente. Era como un muñeco de cera suspendido en el aire.
Los dos seres se encontraron frente a frente. Yo permanecí detrás de mi preceptor. Siendo testigo de su increíble conferencia. Estaban como ya dije, cara a cara y, sin que se escuchara palabra o sonido alguno, los dos entes empezaron una comunicación extraña. No desplegaban ningún tipo de actividad, solo estaban allí, uno junto al otro, como dos esculturas inútiles. En ese momento mi curiosidad era abrasiva, pero yo no tenía medios para estar al corriente del contenido de esa conversación (si es qué se quiere emplear un término lógico al asunto). Luego de estar unos minutos, anclados en esa anti vorágine, las dos entidades se pusieron en movimiento. Fui arrastrado por ellos. Entramos al edificio de donde había salido el segundo hombre y lo que vi, era lo mismo que en los otros salones. Personas congeladas en una postura o actitud de dormir. El sueño de la muerte blanca.
Después de entrar y colocarme a una distancia que ellos consideraron prudente o ideal, me dejaron estacionado, dirigiéndose hacia el montículo de personas. Se colocaron entre una de ellas; un hombre del lado de la cabeza y el otro en las piernas. El cuerpo era de una mujer. Por lo menos eso era lo que yo distinguía desde donde estaba. En un momento determinado la persona comenzó a levitar. Era como si la sostuvieran, pero en realidad ellos seguían estando como dos estatuas, sin movimiento. Luego de unos eternos instantes, comenzaron a acercarse al sitio donde yo me encontraba.
¿Cuál era el propósito de todo aquello? ¿Quién era esa muchacha? ¿Qué tenía ella que ver conmigo? De forma desgraciada, la respuesta alcanzó mí corazón antes que llegaran hasta mí. Demasiado cruel tener que soportar la escena sucedida a continuación. Imposible evitarla ya que ni siquiera podía cerrar los ojos. Más que una obligación, era una prohibición, un impedimento.
Y ellos arribaron con el cuerpo de María, elevado hasta la altura de mi cara, para que le viera bien.
Allí estabas tú, la que tanto quise, a ti que no me oirás decir: te amo, de nuevo. Te observé y te admiré. ¡Hermosa, siempre bella! Si fuese realidad que con sólo un beso te despertaras. ¡Pero no! No era un cuento de hadas.
Allí estaban tus labios, entreabiertos, todavía matizados. La línea escarlata, tus hermosos y sublimes labios. Cuanto fuera dado por poder tocar tu tez, aun sombreada por el rosado de tus pensamientos. Sonrojada o ruborizada por una de mis habituales y maliciosas bromas. Profanando tu sencillez e inocencia. ¡Me maldigo! Sí, me maldigo por haberte hecho blanco de semejantes improperios y agravios. Quizás si hubieras podido otorgarme el perdón, yo encontraría una forma de calmar mi alma, atormentada por la conciencia.
De haber tenido un corazón material, en ese momento, habría muerto sin remedio, víctima de un ataque cardíaco. Era tal mi desesperación; no podía tocarte, ni besarte, no podía siquiera hacer un berrinche. Nada, nada de nada; eso era lo que tenía. Tú seguías allí, como un hechizo cautivante, placer y sentido agradable para mis sentimientos, una tortura esclavizadora. Un horror inenarrable.
Miré, haciendo un gran esfuerzo, tu excelsa figura, tus sublimes formas, tu mentón lleno de energía, tus mejillas llenas de ternura, tu frente (símbolo de sensatez) amplia y simétrica. El pelo, que antes fue negro, ahora lucía nevado por los hielos perpetuos.
No podría oír tu voz. Ese ritmo musical, precioso, con sus tonos de soprano, cargado de la calidez propia de tu persona ¡Tu voz! Sí, tu voz; ronca y suave como el ronroneo de una gatita. Tan claro y especial como el cantar de un gorrión. ¡La música que no acariciará mis mortales oídos otra vez! La música ¡Tu música! No hay sustitución alguna para tu falta y llevaré mi elegía por ti al mundo. Porque el mundo entero debe llorar conmigo por tu falta. ¿Qué hará la primavera ahora sin ti? ¡Ahora su flor más hermosa esta marchita! ¿Cómo podrá florecer la tierra si tu no estas bendiciéndola con tu presencia?
Todos los recuerdos me asaltaron en un ataque violento y despiadado. Y en todos o en casi todos te vi sonreír, solo una o dos veces te vi de mal humor. Y esa sonrisa, como toda tú, era amplia y despreocupada, contagiosa, austera, pero infinita en su concepción.
Y recordé aquellos momentos en los que estando conmigo, te perdías en tu propia vista. Seria, inmutable. Quizás llena de paz, Algo que conseguías mirando algo que solo tú veías. Yo no interrumpía esos momentos, eran tuyos y eso era sagrado. Aunque sé que en esos pensamientos no siempre hubo cabida para mí. Recuerdo las veces, luego de esos instantes, cuando te alzabas dueña de toda una voluntad universal, colocando las manos en los bolsillos o bien cruzando los brazos sobre tus castos senos, me decías que no le diera importancia a esos desvaríos en tu personalidad que yo llamo momentos. Pero hacía yo caso omiso a tus consejos y me dejaba hipnotizar por tu inmaculada porte de musa.
Recuerdo que el más ligero desdén (que muchas veces no lo era) proveniente de ti, eran como dagas y puñales que desgarraban mi consciencia y me sumían en el más profundo sopor del rechazo. Cómo te conocí. Como abriste tu alma a un desconocido errante. Arropándome con tu manto cordial y la mirada de tus ojos. Marrones, cristalinos, que titilaban en medio de la oscuridad. Recuerdo tu mano en la mía y la emocionante descarga que sembraste en mí. El acto reverencial que realizabas para despedirte. Tu sonrisa; tu cabellera vibrando al compás del viento. Instantes que quedaron grabados en mi memoria: tu perfil al voltear, tú caminando hacia mí, con increíble soltura y naturalidad. Nunca te vi corriendo (una lástima), tal vez porque tú eras en líneas generales una chica tranquila, aunque inquieta mentalmente.
Una carcajada maligna, llena de varias y extrañas voces interrumpió mis memorias. Eran ellos; no se movían, pero yo sabía que eran ellos. Seguro habían leído mis pensamientos y se reían de mí.
V
"El timbre de voz de la sombra
no era el de un individuo solo,
sino de multitud de seres.
Y esta voz cambiaba sus inflexiones
de sílaba a sílaba,
imitando los acentos conocidos
de miles y miles de amigos desaparecidos"
Edgar Allan Poe.
Esas risas saturaban el salón. Y cuando lo hacían no era una voz, si no varias voces a la vez. El eco iba y rebotaba entre las paredes, como fantasmas fanáticos en un brindis de espanto. Se burlaban de mí, cuales bufones perversos y retorcidos. Yo no quería escucharlos, no quería hacerlo, pero no había manera de llevarlos al silencio. Lo peor fue que giraron, colocando sus caras hacia mí. Sentí en ellos la maldad echa cuerpo físico. ¿Por qué me torturaban de esa manera? Ellos frente a mí, pretendiendo mirarme, sin rostro, sin piernas, sin cabellera, ni siquiera brazos visibles. Era increíble.
Mientras ellos celebraban su triunfo, yo me sofocaba en mi derrota. Quería gritar, que callaran o, en su defecto, taparme los oídos, quería salir con el cuerpo de María. Yo no quería escucharlos, no quería hacerlo, pero no se me ocurría nada. Estaba en blanco en cuanto a una solución. ¡Cuánto daño y destrozo estaban impregnando a mi siniestrada alma!
Y allí yacías tú, como si nada estuviera ocurriendo. Casi podría decir que sonreías, no como ellos. Tu sonrisa era de paz, tranquilidad.
¡Tú intensa beldad llena de alabanzas! En la tierna flor de tu alegría busque bendición y protección. Y tú me protegiste. Tu presencia opacó poco a poco la hilaridad de las sombras blancas. Una energía positiva que ensalzaba toda mi alma y la cubría con una esfera protectora, llena de tus más profundos y hermosos sentimientos.
Parecías una pequeña reina. Emanabas un extraño calor azul que comenzaba a darme fuerzas. Ellos debieron darse cuenta, porque cambiaron su postura y comenzaron a alejarse y tú (¡Mi María!) con ellos.
Yo luché con todas mis fuerzas y con las que tú me habías otorgado, hasta que logré mover una de mis manos. Con un grito de triunfo, el cuál pude escuchar con claridad, moví el otro brazo. Tomé tu cuerpo y salí del cuarto. Ellos se quedaron inmóviles como siempre y no sentí ninguna interferencia a mis actos (ya sea física, psíquica o espiritual), no hubo reacción. Así que me alejé levitando por las calles contigo. Digo que me retiré flotando porque yo todavía carecía de piernas.
Crucé la ciudad de la forma más rápida posible. Detrás, una veintena de esos fantasmas nos perseguían. Entonces sentí el frío y mis manos se quejaban de las quemaduras, producidas por el helado cuerpo de María. Pero no me dejé vencer y corrí con todas mis fuerzas. ¡Sí! ¡Corría! Ahora ya tenía piernas y ojos.
Los fantasmas de la muerte blanca se multiplicaban tras de mí. pero ya había salido de la ciudad y estaba en el camino de las columnas. Me sentí un poco entumecido y cansado, pero no por eso dejé de correr con mi preciada carga.
María seguía durmiendo, bella e imponente, en mis brazos. Pude notar con satisfacción y esperanza que estaba descongelándose y cada vez era más natural su piel.
Por fin llegamos a donde estaba mi cuerpo. La legión de fantasmas blancos se había quedado muy atrás. Ya no les veía, los había perdido. Pero estaba agotado, no podía más y casi arrastrándome con María, llegué hasta mi cuerpo. Me desvanecí vencido quizás por el esfuerzo.
Cuando desperté estaba solo. ¡Solo! Con las columnas y el viento ¡No había más! ¡No estaba mi adorada María!!! ¡Oh no! Había fracasado y los fantasmas se llevaron a mi amada, a pesar de mi ardido intento. Caí sobre mis rodillas y olvidándome de mis dolores físicos grité. Golpeé la tierra como sí ella fuera culpable de mi sufrimiento. Arranqué parte del césped y me hundí en la locura. La perdida razón de no tenerte ¡Tú, vida de mi vida! ¡Tú, razón de mis razones!
VI
Yo, ya no busqué más la ciudad, di media vuelta, dándole la espalda a mis impulsos arqueológicos y filantrópicos. Hui de allí, no creí poder soportar otra vez la presión a la que fui sometido. Preferí irme a casa y olvidar la lucha contra la muerte blanca y su legión de fantasmas pálidos.
Cuando llegué a mi patria lo primero que hice fue ir al encuentro de María. Necesitaba saber si lo que vi era cierto, tenía la esperanza de hallarla viva y de que todo había sido solo un delirio, una pesadilla, una alucinación; producto (quizás) del cansancio de mis investigaciones, casi obsesivas y sin reposo alguno ¡Pero no! Te encontré muerta y ya recluida en el panteón familiar. No atendí a los consejos y alientos que me querían dar mis parientes y me precipité hacia tu tumba.
Mis amigos intentaron detenerme. Me dijeron que esperara el alba pues era de noche y en la noche se debe dejar descansar a los muertos. Otro pretexto que quisieron imponerme fue el de qué apenas había sido sepultada esa misma mañana y no era prudente molestar a las autoridades del cementerio tan rápido. Dicho sea de paso, a altas horas de la noche.
Desoí sus ruegos y escapé hacía el encuentro de mí reina perdida. Aún mi mente no aceptaba que estuviera realmente perdida. En mí desvarío pensaba que, si le había salvado una vez podría salvarla de nuevo de los garfios de la muerte.
No sentí ningún remordimiento ni miedo alguno, cuando saltando la barda profané el sagrado recinto que es la última morada de las almas. Yo creo más bien que lo es de los cuerpos y no de las almas. Llegué hasta las puertas del panteón y violenté sus umbrales. ¡Qué absurdo! Aquel no era yo, destruí las puertas teniendo las llaves. Mi excusa era la desesperación. Y corrí hacía el salón central del mausoleo; presuroso abrí una de sus tapas, la que correspondía a María. Yo creía que había ya vivido el horror de horrores en la ciudad invernal y que no podía haber un sentimiento de terror más intenso y pavoroso qué. Aquellos que sentí allá.
¡Pero no! De nuevo me equivoqué. Y allí rodeado de cadáveres y acompañado por el frío de la noche, lloraba de confusión y por temor a las respuestas. Mi locura había disminuido y me encontraba difuso y contrariado luchando contra de mí y mis deseos paranoicos; mirando al sarcófago como si fuese un escorpión a punto de atacar. Paralizado ante un riesgo inminente. Un peligro que no era de imposición física sino más bien de deterioro mental.
Me dormí o me desmayé, no estoy seguro cuál fue mi manera de evadir aquella realidad. Abrí el sarcófago, y besé sus ojos: los antiguos crepúsculos de color café. Pronuncié su nombre en susurros; como una breve exhalación de mi hálito. Como si fuese un hechizo mágico que volviera a encender su corazón. Su bella voz no recitaría nunca más los versos de mi vida.
Mientras, el amanecer y el canto de los gallos señalaban el nacimiento de un nuevo día y en mi locura pensé que el sol glorificaba tu renacimiento. Y me llevé conmigo el cuerpo amortajado. Amigos y parientes acababan de llegar a los alrededores del panteón familiar. Y cuando me vieron salir con el cadáver en brazos, hubo gritos, desmayos, estupor, y algunos huyeron atemorizados temiendo de la sacrílega escena y por confusión.
Y ahora estoy aquí, encerrado. Toda esa experiencia ensombreció mis recuerdos. Les digo a los médicos que quizás cuando vuelvas podrás compartir conmigo tu paso por la ciudad invernal. Donde los cinco sentidos no son ni están accionados por el mismo tipo de voluntad.
María te quiero aquí conmigo.¡Vuelve pronto por favor!
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