Cantando Para Ti
Habiendo naufragado su velero, un marino llegó a tierras desconocidas. Observando los peñascos dispersos de un gran y mortal acantilado. La isla era un cumulo de arena y roca, en medio de un palpitante océano. Una cantidad imprecisa de aves blancas, reinaban esas ásperas columnas que parecían haber sido cortadas a tajo, por una mano invisible y poderosa, con un hacha filosa. Nadando hacía la orilla, escuchó un extraño eco, una armonía leve y repetitiva, lejana, moribunda. Intrigado, buscó el origen de aquel canto, creyendo ver a lo lejos la silueta de una mujer sentada sobre las piedras. No obstante, mientras se frotaba los ojos, ésta desapareció. "Debió ser mi imaginación" pensó, prosiguiendo su camino hacia la playa. Sin embargo, en su interior supo que no era una visión y, sin saberlo, deseó volver a verle otra vez.
Transcurrieron los días y meses, el hombre se resignó a su destino, encerrado en la solitaria isla. No tenía acompañante alguno, los seres habituales se habían quedado atrás. El viento, el sol, el mar, los ríos, los animales; eran los nuevos acompañantes. La silueta también se encontraba allí, con él, en su mente y en las aguas, oculta como una amante desconocida, inhabilitada para seguirle. Ella le espiaba cuando y cuanto podía, observaba sus costumbres, evaluaba su corazón. Mientras, con cada fantasmagórica cantilena, él confirmaba su temor: la soledad lo estaba volviendo loco. Alucinaba con la esquiva figura de una doncella. Cada noche oía de nuevo aquel canto, melodía triste y melancólica que parecía dedicada a él. Corriendo a la playa en medio de la negrura para intentar resolver el misterio, observando solamente, de manera fugaz, la sombra de una mujer zambulléndose en las aguas. Y cuando llegaba a la orilla no divisaba nada en el tranquilo oleaje nocturno.
Él interpretó todo aquello como una tortura, decidiendo mudarse de la playa, hacia las colinas del interior. Inició los preparativos de huida lo más pronto que pudo. Ella lo supo, al ver su rostro trastocado. Desde entonces los susurros de medianoche arreciaron sus ataques. Y ahora lo hacían con una frase coherente: "Llévame contigo, no me dejes aquí" decía la fantasmagórica voz. Él tapaba sus oídos, diciéndose, una y otra vez, que aquel dulce canto no era real. El asedio luego también se hizo diurno. Noche y día escuchaba la suplicante melodía, aquel triste y atractivo tormento. No le dejaba en paz, no había respiro. Lloraba con cada escucha, sufría cuando la brisa le traía aquel sonido, no podía escapar de aquella maldita balada. "Llévame contigo, no me dejes sola; yo también te necesito, no me rechaces por favor" insistía la voz.
Al fin llegó el tan ansiado día de partir, su nuevo hogar estaba listo, muy lejos de la playa. La voz no había aparecido esa mañana. La paz le sonreía en silencio y el viento, silbaba la canción que él quería escuchar: el suave trino de la naturaleza. Emocionado, le dijo adiós a su antiguo refugio. El astro Rey despertaba de su letargo nocturno y alzaba alegre sus luminosos brazos, abrazándolo todo con cálida ternura. Las olas seguían con su interminable misión, atacando el farallón con ritmo y paciencia.
Entonces, un silencio mortal asaltó el ambiente, un helado y terrorífico escalofrió sacudió sus paralizados sentidos. ¡Era ella! ¡Era la voz! De nuevo arribaba con su paranoica letanía, murmurando su sensual oración. Quiso correr, pero no pudo, el miedo y la fascinación lo impidieron. Aguardó cada segundo con el sufrimiento de mil llameantes fiebres. Una peste seductora infectó su corazón, acelerando el ritmo cardiaco bajo el acorde de tambores tribales. Bombeando el veneno a todo rincón de su alma. Y desde sitios desconocidos se dejó oír la siguiente tonada:
"Llévame contigo, no me dejes sola;
yo también te necesito, no me rechaces por favor.
Llévame contigo, aquí nunca hubo nadie
y tú eres mi última esperanza.
No me dejes sola,
sé que te molesta mi presencia musical
pero no tengo otra forma de expresarme;
yo te necesito y pienso que tú a mí también.
Te he observado y eres un buen hombre,
no me rechaces por favor, no me apartes de tu imagen,
no alejes los ojos negros que cautivaron mi razón,
no me despojes de tus pensamientos.
Aquí nunca hubo nadie como tú,
hubo piratas errantes
que, en fugaces ocasiones, visitaron mi aposento;
sin embargo, sus espíritus eran impíos,
desposeídos de amor, y tuve que deshacerme de sus vidas.
Tú no. ¡Tú no eres así!
Sé que te incomoda mi fantasmagórica voz
pero eso es sólo una prueba
de que deseas estar a mi lado,
que me quieres como yo a ti.
No logra incomodarnos algo que no es importante,
no podemos ser indiferentes ante lo que deseamos.
He estado mucho tiempo sola
y tengo miedo que mi aspecto te ahuyente.
No me rechaces por favor,
llévame a donde vayas.
La Mar es hermosa,
los arrecifes coralinos lo son aún más,
pero no como tú.
Ellos no poseen una carnosa boca como la tuya
deliciosa abertura espumante, cual ola de tentación.
Yo también necesito tus besos y tus caricias,
hace mucho tiempo que el amor no llega hasta nosotros,
demasiada ausencia de esos estimulantes fluidos
para el alma y el cuerpo.
Tú eres mi última esperanza,
llévame contigo que aquí, sin ti, moriré.
Lóbregas fuerzas actuaron sobre mí
y tal vez, ahora, mis formas te pudieran parecer extrañas,
sin embargo, la belleza aún reside en mi rostro y en mi espíritu.
Oscuros deseos rasgaron las estrofas de mi tonada,
enlutándola con frustradas dicciones,
malograda interpretación de aire penoso y arrastrado.
Y no existió vasija más adecuada para sembrar mis lágrimas
que este mar al cual su vista pretendes abandonar;
es una sutil y lastimosa forma de divulgar mis ayes,
ahogada estoy en el sempiterno rapto de la infelicidad,
las causas me son desconocidas,
pero me traen extraños sentimientos de vergüenza e inseguridad.
Soy sólo un accesorio circunstancial de la vida y la muerte,
llévame contigo, no me dejes sola con estos demonios anónimos.
Compadécete de mí, yo también te necesito.
No me desprecies,
haz un lugar en tu corazón para mí.
Acarrea mi dulce cáscara
y seré tu eterna esperanza".
Agotada la extensión de su canto, ella salió, serpenteando de su escondite y se mostró tal cuál era: linda y mórbida, sensual y angelical, triste y tímida, inofensiva a la vez que peligrosa. Él retrocedió dos pasos mientras deambulaba su vista sobre ella. Inició el trayecto de su atisbo en la rojiza y lacia cabellera. Larga, sedosa y brillante crin que engalanaba su pulida espalda. Unos ojos rasgados, de pupilas ambarinas, ofrecían una mirada retraída, adornada con la tenue y artística línea de sus cejas. Piel suave, de luz pálida y húmeda. Coronando su lúbrica boca, carnosa y mojada, estaba una pequeña nariz, perfilada. Era un erotismo cansino, grueso y limitado, símbolo de rugosa concupiscencia, impreso en el terso y acaramelado volumen de su cuerpo. Desde los deliciosos y esponjados hombros, surgía fresco, cual verde tallo apenas germinado, su dócil cuello. Manteniendo delicadas líneas de armonía con el ondulado y recio mentón.
Tropezó luego con la escandalosa, pero sumisa, desnudez de unos pequeñas y menudos senos. Rosadas y tersas colinas que, apacibles y hermosas, nacían de su pecho uniforme con sicalíptica inocencia. Las ubres de la indecencia, instrumentos tan prácticos y grandiosos que pueden alimentar tanto a un candoroso niño como a un lujurioso amante. El cabello ocultaba las coloradas puntas, de lo divididos montículos de carne. La brisa se encargaba de subir y bajar el telón, de la excitante puesta en escena. Su bruñido busto daba paso a una menuda y labrada cintura que iniciaba un magnifico crescendo para consumar el acto final de su cuerpo en unas anchas, sugestivas y voluptuosas caderas. ¡Pero, oh Dios mío! ¡Dios de Abraham, Isaac y Jacob! ¡Era imposible! ¡Sus piernas...! ¡Qué horror! ¿Dónde se encontraban sus piernas?
Ella arrastró su figura en la arena, alzando los brazos mientras suplicaba: "Llévame contigo, no me abandones; no me dejes sola aquí". Vocalización corta y muy sentida que le hizo retroceder, poseído del terror y la repulsión más absolutos. Corrió lejos de ella, tapando sus oídos. Ella cantaba, otra vez, su patético murmullo. No deseaba escucharla. Se internó en el bosque llorando y gritando al borde de la locura. Percibía la melancolía de aquella voz. Su mente imaginaba ver, en todos lados, la hermosura de aquella abominación del dios de la demencia. Pensó entonces en arrancarse los ojos, pero la imagen no se había alojado en su vista, ni en su mente, sino en su corazón. ¿Y cómo arrancarse el corazón? ¿Cómo podría despojarse del amor si sobre este elemento en cuestión el hombre no tiene el más mínimo dominio?
La distancia y el tiempo, hicieron su trabajo. No escuchó de nuevo la triste balada. Sin embargo, cada latido de su corazón marcaba el camuflado y silencioso compás de esa música. En sueños ella revivía, viniendo a su lado; sin cantar. Irradiaba una ternura infinita a través de la suplicante mirada. Esto le arrancaba el alma y el aliento.
Creyó verla, muchas veces, en los reflejos del río, siempre vestida de blanco, pálida translúcida; cómo un fantasma. En las visiones, lucía grilletes y cadenas, ahogando su piel con escandalosas heridas llenas de sangre. El tormento pasó de ser sónico a mnemónico, imágenes difusas y descarnadas infectaron su pensamiento. Recuerdos contradictorios, lo bello y lo grotesco en una mujer desconocida.
Deseaba su belleza, pero repudiaba su apariencia final. Nadie podía ayudarle, sólo él tenía la respuesta, negar la apertura de sus sentimientos le causaba daño a ambos. Él lo sabía, no obstante, intentó, por todos los medios, borrar la memoria de aquella linda estampa. Olvidando lo que reza el viejo proverbio: "ten cuidado con lo que deseas porque puedes llegar a obtenerlo".
Y así, para su propia sorpresa (y desgracia), llegó el día que no le recordó más. No pudo rememorar su voz ni su cara. La fantasmagórica figura curvilínea no se materializó de nuevo en su entorno. ¡Estaba libre! ¡Libre de ella! Al principio el regocijo se alojó en su corazón, no más noches en vela, no más alucinaciones, no más cantos sin gloria. Vivió sus días, feliz, tranquilo. Trabajando, orando, llenando su vacío. Y cuando llegaba la noche una deslumbrante sonrisa maquillaba su rostro.
Sin embargo, en su más íntimo ser, el dolor silenciado daba a luz un llanto interno que, cual portentoso engendro recién nacido, atacaba con chillonas voces, los tímpanos de su consciencia dormida. Reclamaba atención, el nuevo y horroroso niño, gritando pestes espantosas, corruptas de desamor, mojando las mantillas del subconsciente, con orines apestosos de culpa y remordimiento.
Sus malignos excrementos crecieron poco a poco hasta crear una inmunda y gigantesca montaña, llena de repugnantes moscas verdes, cuya misión era recoger aquel cochino polen y llevarlo de lugar en lugar, de flor en flor. Todo ello, en el maltratado jardín de su alma. Fecundando padecer y angustia moral, trastornando los procesos físicos de su vida hasta los límites de la muerte. Toda esa indecorosa masa ejercía presión incipiente en sus lóbulos y hemisferios cerebrales, creando una migraña crónica que venía a ser parte del castigo.
Y así comenzó su nueva tortura: el deseo de recordarla. Deseo al que se veía imposibilitado, él mismo lo había hecho inaccesible. Impecable labor de olvido. Ni siquiera él era capaz de romperla. La noche y el día perdieron sentido, le daba igual quién reinaba en el cielo mientras él sufría. ¿Qué importaba si era el Sol o la Luna, si era Dios o el Demonio? Necesitaba su presencia o por lo menos su recuerdo. ¿Cómo tener ese pedacito de ella si él lo había arrancado, execrado, expulsado, exiliado de su memoria? Temía ir a la playa, ella debería de estar allí, ella no podía abandonarlo, él la necesitaba. ¿Cómo podría ella dejarlo sólo?
Sin embargo, aunque fuere querido hacerlo se hallaba tan desorientado y confundido que no sabría hallar el camino a la bahía, mucho menos encontrarla a ella. Y como la voluntad y la desesperanza todavía dirimían su sangrienta batalla, sin que se vislumbrase un final o un ganador, él se abandonó a la muerte. Era lo menos que se merecía por haberla despreciado de la manera en que lo hizo.
Cerca del río pasó indeterminables días sin beber agua ni comer. A veces el torrente acariciaba su cara y humedecía el cuerpo para no permitir su muerte. Cansado de esperar el fallecer, con las pocas fuerzas que le restaban, se lanzó a la corriente y esta le arrastró en su recorrido hacia el Mar. "Por lo menos moriré cerca de ella", pensó, en lo que él creía era su última hora. Las salinas aguas lo abrazaron, hundiéndolo hacía las oscuras profundidades. Las fosas de ignominia y la razón perdida. Él sintió la absorción de sus pensamientos y se dejó llevar por el abismo. Hasta que una mano angelical le salvó de su ansiado destino. Era ella, él lo sabía; cantaba para reponer sus heridas; las de su cuerpo y las de su espíritu. Ella estaba allí, con él, con su paranoica letanía, susurrando la sensual oración que él quería escuchar. "No me dejes sólo, yo también te necesito" musito él, suplicante. "Acarrea mi dulce cáscara y seré tu eterna esperanza" recitó ella sonriente. "Antes necesito tu perdón" dijo él con voz arrepentida. "No, mi huidizo caballero, tú lo que requieres es amor y el mío te pertenece; soy tuya y tú eres mío. No olvides eso, nunca escaparás de mi cariño, estarás perpetuamente encerrado en la cárcel de mis brazos. Siempre, siempre estaré cantando felicidad para ti, ya no tocaré los antiguos réquiems y elegías. No más tristezas mi amigo, no más separaciones". Entonó con la melódica suavidad de su voz de sirena.
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