
Ángel Centinela de Luz y Oscuridad
Encadenado en húmedas mazmorras, vivo la opresora oscuridad de tu olvido. Extraños eones, multiplicados por el dolor, de manera infinita, han pasado desde mi último día de libertad, cuando yo mismo (en un acto de inconsciencia sentimental) uní los eslabones, antes dispersos, que servirían para inmovilizar mi vida, huesos y corazón.
Te he visto deambular con tristeza, por los lúgubres pasillos de mi angustioso hogar, intermitente, intranquila y envuelta en una actitud sonámbula. Tu ciega experiencia te ayuda a caminar con facilidad, entre el poroso emparedado de piedras, que rezuman las lágrimas filtradas de la húmeda tierra encima de mí. No lo logro entender porque llevas siempre una vela encendida, siendo invidente no la necesitas para guiarte, además: conoces bien el laberinto, hasta creo que naciste aquí.
Por momentos pienso que lo haces en un ingenuo y endeble deseo de arrojar alguna luz sobre mi atrofiada existencia, una esperanza que ilumine el lívido rostro de mi perdida humanidad. Desde los oxidados barrotes observo el deslizamiento fantasmagórico de tu blanquecina figura. El terror y la felicidad se confunden en mi pecho, lloro y celebro tu aparición. El sonido espectral de tu voz llega a mis oídos mientras intento cerrar mis ojos para no verte a la cara, sin embargo, mis párpados siempre se paralizan de horror, ante la belleza amortajada en tus labios, ante la tísica fuerza de tu redondeada nariz, ante el hipnotizador siseo mortecino, de tus ojos grises sin vida. Me atiendes con inmenso cariño espiritual pero no basta, tiemblo con cada toque de tu fría piel, aun cuando la mía ha estado helada desde hace muchos años ya.
Tu mirada esta fija, me observas sin observarme, acariciándome la beldad angelical de tu presencia fugaz, deseando con fervor que pudieses verme, con tu corazón, con tus ojos, con tus manos; pero no es así. Estás ciega. ¡Morbosamente ciega! Yo te amo, pero no alcanzó a decírtelo, me causa rabia de sólo pensarlo, mis labios están sellados de muerte y sufrimiento. Mi lengua fue cortada de manera progresiva durante el encierro y ahora cuelga, cual diadema de tormento prohibido del silencio opresor, en tu pequeño y hermoso cuello. Guardas mis palabras en una cajita de cristal que cae sobe tu sedoso y pálido pecho, transparentándose la locura del putrefacto, y entumecido, instrumento de mi voz. Tú no lo sabes, no tienes consciencia del ignominioso collar que desencanta tu busto semidesnudo, indefenso a tanta maldad sin nombre ni rostro. De vez en cuando sonríe tu boca, más tiempo transcurre (no obstante) inexpresiva e inmóvil frente al despojo aprisionado que significo ser yo mismo, pero casi nunca lloran tus labios.
Solo en dos ocasiones llovió desde la ladera de tus mejillas; en una de ellas (lo recuerdo vívidamente) las penurias tocaron su irritada melodía, cruel e ininteligible, llorabas por causa de aquel ente invisible y desconocido que nos unió en esta cárcel por siempre; luego (tiempo después) un alud limpio y silencioso bajó de los espejos de tu alma, hacia el tierno reinado de tus pómulos con humildad y amor incondicional, altruista, tus lágrimas me acariciaron y fueron para mí. Fue el único regalo que he recibido de tus ojos grises y me sumió en un letargo de nostalgia del cual no he querido salir, es uno de mis pocos tesoros. ¿Cómo despojarme de él? No importa cuánto me hieran, no me desharé de ello, del fluido espiritual de ti, mi Ángel Carcelero y Amado.
¡Cuánto te siento sufrir cuando algún candil deja de brillar! Pero no sé si es por mí, esa pena ciega que te invade al cerrarse la negrura del pozo sobre nosotros, porque sobre tus ojos ya se cierne la oscuridad eterna y sin posibilidades. ¡Cuánto sufro yo al ver partir esa titilante y pequeña luz que alumbra mi abandono! Sollozo semanas y meses tu ausencia, reconfortándome sólo el alivio de no tener frente a mí el espanto de tu belleza angelical. Sigo con mi vista a tu fantasma perderse en la inmensidad de las catatumbas, siendo el gozo final y el padecimiento inicial, un punto luminoso que se aleja y se desvanece a lugares anónimos, prohibidos a mis ojos, luego todo se convierte en sufrimiento. Intento reclamar a gritos tu atención, pero un balbuceo grotesco e inhumano es lo único que resuena en mi reseca garganta, dejando un eco melancólico y demoniaco, semejante a mil bestias quejumbrosas, que se repite y se repite por varios días, infectando mis oídos con los residuos estertores de mi voz desgarrada y maldecida.
Entonces el escalofriante abrazo de los días nocturnos me acompaña con su silencio subterráneo y siniestro. Los demonios devoradores de pensamiento se adueñan de mi alma, unidos en un festín corrupto, sin fin, insaciable, deplorable y agudo. No los escucho, el reptar de las serpientes que se crían en los nidos ocultos de los tenebrosos y retorcidos recovecos del sepultado calabozo, causa más ruido que la actuación de estos espíritus malignos. Pero si duermo sus pesadillas sin fin, padezco la soledad de esas desapariciones inexplicables de mi Ángel Celador.
Nunca comprendí las razones de tus huidas. De repente y sin motivo visible te levantabas como movida por un resorte emocional oculto, callando de manera súbita mientras dabas media vuelta, escabulléndote hacia los sombríos túneles, dejando las sombras atrás como solitarias compañeras de mi atrofiada figura.
Un insólito y absurdo viento se cuela en instantes, sin patrón determinado, por los intersticios y grietas de los imperceptibles bloques de la mazmorra. Trayendo consigo recuerdos nauseabundos y putrefactos de lo que debe ser la tierra fértil y fresca sobre el hipógeo recinto de mi penitencia.
Entre esos intervalos de tormento dormido y pesadillas despierto, hechos irregulares ocurrieron a mi alrededor, las cosas cambiaban detalle a detalle, la superficie del piso, los muros, los oxidados y hollinados barrotes; sin embargo, me siento incapaz de describir la naturaleza de esos cambios, quizá porque no se mostraban perceptibles, de manera inmediata, a las recuperaciones de mi consciencia y demás facultades mentales, físicas y espirituales. Es, para dar una escasa y primitiva idea, cómo si creciera la celda mientras Morfeo, Thánathos e Hipnos se disputaban el derecho de sabotear y saquear mi descanso. La humedad excesiva habida me hacía pensar así, los barrotes, los muros, el enlozado, el techo, el ambiente, todo se sentía diferente cada vez que despertaba. Aunque siempre era el mismo; cada momento que pasaba absorbía una cantidad indeterminable de esa humedad, haciéndose más grande y poroso el recinto carcelario. Por supuesto esto incidía directamente con lo que quedaba de mi espíritu, empequeñeciendo, opacando, reduciéndome a un cúmulo de piel y sangre helada, que gime con la fuerza comparable a la de un zángano abandonado en una colmena vacía. No obstante, un zángano posee un destino feliz más feliz que yo, el cual es morir fecundando a su reina. ¡Ya quisiera yo morir fecundando mi Reina, a mi Ángel Celador y Ausente! Aún y cuando el precio fuese la muerte, deseo poder derrochar mi amor, en el seno de tu carne y que sintieses el Romance Eterno escapando a borbones de mi boca hacia la tuya. ¡Horrible sometimiento de represión e impotencia sentimental hecho a mis facultades amatorias!
Pero también hubo cambios repentinos, a los cuales me mantuve inconsciente, ajeno e indefenso, como la amputación de mi lengua y las cadenas inmovilizadoras que, una a una, paralizaban mis miembros. Cinco cadenas en total me fueron impuestas y la condena se hizo posicional y austera en libertades.
No tengo la más exigua idea de cuántas veces dormí y desperté antes del último acontecimiento, pero estoy seguro que no alcanzarían todas las estrellas del firmamento (cielo al cual no he visto en demasiado tiempo) para contarlas. Pues bien, sucedió que regresé a la existencia real desde aquellos aposentos infernales de la muerte nocturna como otras tantas veces lo había hecho. Al principio regía en mí el acostumbrado embotamiento y desequilibrio general, poco a poco recuperé la horrible percepción de mi encierro, con una agradable particularidad ¡Mis manos se hallaban libres!
No había rastros de grilletes en ellas, alguien se había tomado la molestia no sólo de soltarlas, sino que también fueron curadas las antiquísimas e infectadas heridas producidas por la opresión y herrumbre descompuesta de aquellos brazaletes castrantes. Mis dedos y uñas acusaron las caricias de la limpieza y el cariño de un bálsamo reconstituyente que hizo mucho bien en mis tejidos. Un pilar de cuadernos y lápices yacían inermes en un rincón del habitáculo. Les revisé con avidez, sin intuir o descifrar mensaje alguno en sus páginas interiores, desesperado busqué debajo de ellos y hallé un pañuelo de seda en el cual se encontraban bordadas unas palabras (con una especie de hilo fosforescente) que resolvieron en parte el enigma "PAPEL Y LÁPIZ PARA ESCRIBIR".
Lo anudé con gran amor en mi mano izquierda y me preparé con gran entusiasmo, a pesar de la reinante oscuridad, a plasmar mis sentimientos por ti, en esas hojas benditas. En eso transcurría cuando la razón volvió a mí para destruir la pequeña felicidad: había olvidado tu ceguera. Era inútil todo aquello. Alguien me torturaba de nuevo, fue otra forma de hacerme sentir la debilidad de mis acciones e ilusiones, las cuales se hallaban delimitadas de manera estricta y ajustadas a los caprichos de un ente poderoso, impalpable y, al parecer, capacitado para una voluntad malévola e indestructible, infinita.
Lamentaba con desconsuelo mi situación, cuando un inconfundible resplandor, en las lejanías abismales del laberinto, me anunció sobre tu proximidad, trayendo una lumbre de esperanza en tus manos. Distinguí, sin embargo, en medio de la tenebrosidad del pasadizo, que el pequeño fulgor no sólo titilaba (cosa muy normal, tomando en cuenta lo enrarecido del aire en la cetrina galería) sino que adicionalmente tambaleaba de un lado a otro, avanzando de una manera precaria, lenta y accidentada.
Y así, dando tumbos en la oscuridad, llegaste hasta mis rejas concediéndome el horror magnificado de tu belleza lacerada. Mis ojos apenas lograron soportar tanto dolor encerrado en una imagen corpórea, te encontrabas herida y golpeada, tus vestidos existían (sobrevivían) en jirones violentos y pedazos deshilachados de tela ensangrentada; tu entrepierna destilaba parte de aquel fluido vital, siendo un empelotado y coagulado trozo de seda. el único traje que escondía tu virtud transgredida y desflorada. Por esa razón caminabas con dificultad, la deshonra y la pena inhibían tu andar, con el ardiente escozor producido por la injuria de aquella lesión irreparable. Tus pechos descubiertos se exhibían con gracia y gallardía en medio de tanta destrucción y desgarro, ellos no sufrieron el mismo daño y permanecían firmes en sus atractivos puestos de batalla, sólo manchados con algunas huellas profanas de una presión cruel. Me encontraba hipnotizado con la belleza y suavidad de las colinas gemelas de tu maternidad escondida. Confundido y atormentado, me sentí inmensamente culpable, me excitaba la visión de tu blanca desnudez, estimulado y enardecido con el encanto divino de las líneas circulares de tu cuerpo, inexplorado por mis ojos, hasta ese momento, manos y amor. Pero también me afligía tu dolor inexpresivo, me es difícil narrar y comprender la cantidad de sentimientos agolpados en mi pecho, era un placer innegable el poder admirarte real, natural, luciendo solamente el ropaje espiritual de tu aliento, sin velos que amputaran las fascinantes y seductoras formas con las que Dios había decorado tu alma. El deseo de amarte renació con furia en todo mi ser, en mis dedos, en mis labios, en mi corazón y en mi Voluptuoso Vértice de Eros; todo eso se entremezclaba con la aterradora certidumbre, del sufrimiento hecho mujer que significaba cada laceración en tu figura desvalida, me sentí asqueroso, sádico y cochino al recrear con tu padecer las lujuriosas zonas de mi atrofiado cerebro. ¿Cómo pude ser tan insensible y cruel para gozar el desenfrenado rostro de tu desnudez? ¡Atroz! ¡Insensato! La Efigie de un Delirio Infinito yacía ante mis ojos, con ecos intempestivos de penuria y deleite, golpeándome y acunándome al mismo tiempo en un maremágnum indecoroso y avasallante.
En tu marmóreo cuello pude observar señales de unos extraños mordiscos y succiones amoratadas. Alguien había cortado tu pelo, reduciendo la antigua catarata ámbar oscuro, que bajaba tu espalda, a una capa desordenada y pequeña de cabello que apenas alcanzaba los linderos de tus desabrigados y fantásticos hombros. No puedo entender cómo osaron tocar los mórbidos pétalos de mi Flor Amarilla, cómo deshojaron la santidad de tu talle con esos dientes y colmillos diabólicos, cómo arrancaron las raíces de un corazón incorrupto, ensuciando tu amor interno con odio malsano y gratuito. ¿Qué culpa pudo vivir en ti, para que ocurriese esto? ¡Ninguna! ¡Simplemente ninguna! Mi Ángel Amado y Carcelario no merecías ser mancillada y marchita, de una manera tan inhumana y bestial ¡Tú lo único que precisas es amor, cariño, comprensión, caricias, no esa grotesca colección de salvajismo perverso y brutalidad demoniaca!
Un hilillo carmín escapaba desde la deletérea palidez de tu boca, reflejando en silencio una violencia desconocida que te alcanzó, quizá, por culpa mía. El ente invisible del cual somos esclavos, te había castigado al enterarse de alguno de tus cuidados o de la solicitud de tus compasivas visitas, del cariño especial que retribuías sobre un ser encerrado, sobre quien la ternura, lástima y una extraña admiración (que aún no sabría interpretar con exactitud) recaía en forma recurrente, tal vez te parecía notable y noble el estoicismo del cual hacía gala mi disminuida figura. Si llegases a saber que mi falta de quejas se debe al hecho de estar incapacitado para hacerlo, no por mi fortaleza o valentía. El resto de tu rostro permanecía virgen e incólume, a la anónima agresión de la que fuimos víctima. Sí, me incluyo en tu martirio; cada herida infringida en tu lozana y nívea piel, era una lesión incurable y vehemente en mi descolorida alma. Lloraba yo tu dolor, sufría tu perjuicio, vivía tu sacrificio (sin poder gemirlo o gritarlo), ya que tú nunca exteriorizabas ni emitías signo alguno que delatara tu aflicción. Los inertes y grisáceos ojos, agentes cristalizados de una visión estética, consagrada debajo de las elegantes cejas, continuaban inmóviles e insensibles a todo aspecto material visible. La eterna oscuridad cubría tus humorosas pupilas cual párpado transparente; incapacitadas por un génesis espiritual injusto que no incluyó las llaves. Y el mundo nació negro y así permaneció para ti.
Y de esta manera, cual plañidero profesional, llovía yo los lamentos qué, por alguna razón inconcebible, te negabas a llorar.
Entonces vino lo peor. ¡Increíble, existía un tormento más vil y depravado que el antes descrito! No bastó los milenios de sufrimiento, no alcanzó a satisfacer tu dignidad, destruida de manera nefasta; no bastaba con eso, él necesitaba de nosotros, de nuestro pesar y nuestra carne.
Una sombra más negra que la tenebrosa y cerrada oscuridad del recinto, comenzó a surgir tras la inapreciable espalda de mi Ángel Amado. Parecía nacer de tu propia piel, luego comprendí que, al contrario, estaba cubriendo tu cuerpo, abrazándolo, tocándolo, acariciándolo. Tú continuabas estática, sin percatarte del frío abuso que recorría tu golpeada y linda silueta. Era una actitud de sumisión que no entendía y me volvía loco. ¿Por qué no te resistías? ¿Por qué no te quejabas? ¿Qué aberrante sensación provocaba esa sonrisa taciturna, en tu ensangrentada boca?
Pronto llegaron los cambios. La sombra consiguió (con mucho esfuerzo, según mi punto de vista) abrir una de tus manos, prefiriendo entonces cien veces, el que hubieses conservado tu puño cerrado. Sobre la abierta, rojiza y teñida palma palpitaba una masa irreconocible de tejidos y músculos suturados. Al principio alejé de mi vista de la horrible sanguijuela despellejada que se estremecía, con moribunda y desesperada fuerza, porque eso pensé que era: un baboso y asqueroso animalucho, colocado en tus manos para torturarte. ¡Dios mío qué equivocado estaba! ¡Dios, qué desatino!
Una lengua remendada y carcomida reptaba y se retorcía entre aquellos bellos dedos encharcados de plasma y podredumbre. Si hubiese tenido alguna clase de alimento en mi estómago, fuese vomitado ante el abyecto panorama, del pulsante y pestilente esperpento. Sin embargo, sólo unos amargos y cáusticos gases se escabulleron de mis corroídas entrañas. Ahora creía entender porque sangrabas desde el interior de tu boca. ¡Dios qué equivocado estaba! ¡Dios, qué desatino!
¡No era tu lengua sino la mía! En tu mano relucieron, manchados y brillantes, los incrustados fragmentos de la antigua y odiosa cárcel cristalina de mi músculo fonador, extirpado mil de noches atrás. Le habías curado, mediante procedimientos desconocidos, devolviéndole la vida hasta su decrépito sueño. Pero nuestro Amo se percató de tu bien intencionada maniobra (al saber que portabas, inconscientemente, mis palabras en tu cuello) y nos castigó a ambos del modo que mejor le vino en ganas. Las muertas esperanzas fallecieron una ocasión más, muerte sobre muerte, arena sobre desierto. ¿Acaso se podía morir mil veces sin renacer jamás?
Preso del horror y de la mazmorra, emití mis frenéticos y guturales gemidos, en un intento sordo de desahogar la angustia que embargaba mi espíritu y mi cuerpo. Digo que fue un intento sordo porque no logré escuchar mis graznidos, percatándome entonces del agudo dolor que punzaba en mis tímpanos. Dañado había sido mi aparato auditivo con algún tipo de herramienta incandescente y penetrante. Mi oreja había sido violada con crueldad, un propósito prohibido y anulador, destruyendo la frágil membrana que me permitía gozar el invaluable placer de tu voz. Soprano aterrorizante de preciosa calidad interpretativa, lúgubre, seductora, divina, dulce, inocente, mística y espectral; deseo en violencia obertura, sublime ejecución de un alegreto rancio y enlutado.
¡Oh, tu tierno cantar de Blanco Cisne de la Noche Eterna! Ahora sólo percibía las incomprensibles vibraciones de tu inalcanzable fonación; pues no conociendo mi nueva incapacitación comunicativa, hablabas sin parar sobre hecho o sentimientos ocultos a mi corazón. Sonreías y suspirabas en cada pausa, alegre en apariencia, aún y cuando (por cada palabra emitida) brotaba más fluido vital de tu boca, más espesa y abundante mientras transcurría el desarrollo del soliloquio.
La sombra arreció sus ataques y abusos, tomando una forma humanoide, un tanto imprecisa, de la cual mil pseudobrazos emergían para acariciar las zonas erógenas de tu atractivo organismo. Fue múltiple el estímulo de tus lugares sagrados, inherentes de tu feminidad desbordada. Pero tú no te dabas cuenta, no sentías la agresión, y seguías hablando y hablando, ajena a la crueldad sometida. No puedo describir las atrocidades cometidas por esas garras siniestras, sería morboso narrar la erosión de sus carnes más blandas y escondidas, cómo los suaves puntos de tu maternidad fueron maltratados en busca de un orgasmo diabólico y malsano.
De repente todo tu ser se agitó, convulsionando y, doblegadas tus fuerzas, caíste de rodillas al piso, quedando tu cuerpo arqueado y jadeante con las piernas abiertas ofreciendo una vista abismal del vago y golpeado recuerdo del centro de tu corazón y hermosura. Extraños fluidos se derramaron desde encima de ti y empaparon el sucio enlozado, así como tu piel desnuda y macerada. Luego te alzaron, esas mismas mugrientas extensiones de la sombra, por el escaso y sobreviviente puñado de cabellos, que aún trataban de adornar tu corona. De nuevo, tu sumisión al acto fue total y arrastrada fuiste por los largos pasillos de la catatumba, dejando a un palmo de mis narices una moribunda llama de la vela; así como también mi lengua reconstruida y los jirones de tu vestido embadurnado de tormento rojo y la amilanada memoria de tu perfume.
Desde ese lamentable y nauseabundo momento no sufro las antiguas pesadillas; ya no duermo. El insomnio es mi nueva tortura, así como el silencio y tu ausencia. No sé si alguna vez volveré a verte, mi esperanza ha muerto tantas veces que no estoy seguro de que pueda revivir. Escribo ahora, pues esta es la única forma que me queda para amarte, mi Ángel Celador y Perdido. Mi amor vive en estas letras, aunque no pueda dártelas a leer.
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