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|Hora de jugar|


Steve seguía pateando el asiento del conductor mientras le repetía al rubio que se bajara, aun después de varios minutos donde tanto Dominique como Caín lo ignoraron en silencio. El tiempo de cambiar su decisión se agotó en cuanto subió y las puertas del Chevrolet Suburban se bloquearon.

«¿No quieres saber qué te estuvo ocultando?»

Esa pregunta fue suficiente para convencerlo de acompañarlos. No le importaba cómo Caruso terminó esposado en la parte trasera, desesperado, ni su insistencia en que debía escapar del alcance de Haey. La suposición de que le ocultaba algo había sido acertada desde un principio, necesitaba saber qué era y por qué había tomado ese camino.

− ¿Cómo sé que me lo dirás cuando lleguemos?

Nada le aseguraba que obtendría lo que buscaba, no confiaba en su palabra por lo que acceder al viaje había sido una decisión algo arriesgada.

−Te daré un adelanto −Dobló en la esquina, pasando por una pista angosta que se liberaba a unos metros−. En los pueblos alejados hay uno con una torre hecha de troncos que sirve de mirador, ¿lo conoces? Me gustaría ir, sería un buen lugar para visitar, pero las paredes tienen ojos y las puertas boca.

−Ve al punto.

−Los habitantes -Señaló la guantera del auto para que hurgara el interior− No sueles ir a un lugar con código de entrada y rastreo por voluntad propia. Vivir ahí significa guardar secretos, sin importar la edad que tengas, cómo luzcas ni qué tan "buena persona" crees que seas. Al final, rodearte con gente como esa es...

Aburrido.

−¿Cuál es el secreto? -interrumpió, sacando dos sobres y dejando caer el contenido de uno sobre su regazo.

Era el recorte de una noticia que habría salido en el periódico hace algunas décadas, con la imagen de dos hombres cuyo pie de portada anticipaba sus lazos sanguíneos. En el siguiente papel, las imágenes censuradas de los cuerpos calcinados de tres mujeres desnudas, colocadas una sobre otra en medio de un gran círculo blanco. Las últimas fotografías correspondían a un par de años atrás según la fecha anotada con marcador negro en el revés, mostrando a un anciano con el pulgar arriba al lado de un sepulcro, sonriendo.

−No entiendo en qué se relaciona esto con el secreto que escondo. Explícate.

Haey sonrió sin mostrar su dentadura, tan solo la curva ascendente de sus labios mientras elegía música en lo que el semáforo cambiaba de color.

−No tan rápido, manzanita. Primero debemos llegar o nos perderemos la diversión.

Hablar con Dominique era tan inútil como hacerlo con Steve. Ninguno quería torcer sus planes que −muy a su pesar− lo involucraban. Quizás por eso tenían esa extraña conexión que iba más allá de la deuda, una especie de compresión e incompatibilidad que, dadas las circunstancias, se tornaba incómoda para el rubio y donde ambos no parecían notarlo o decidían ignorarlo a conciencia. Caruso golpeó levemente el asiento del copiloto con sus converse negras para llamar su atención y al tercer intento no pudo desentenderse.

−That's bullshit, no le creas nada -susurró, como si el conductor no estuviera a solo centímetros de ellos colocando rock de los ochenta a un volumen de treinta y dos sobre cien−. Todo lo que escupe es falso. Si supiera algo ya te lo habría dicho, pero no es así. Es una trampa.

−Correré el riesgo, no sería el primero que me miente -atacó, mirándolo de reojo y luego posó su cabeza sobre el asiento girándose en dirección a la ventana−. Y; Steve, deja de decirme lo que tengo que hacer si no quieres que empiece hacerle caso a lo que no puedes escuchar.

Conductor y pasajero parecían confundidos por lo que acababa de decir, solo en la cabeza del chico se entendía la relación entre la voz del hombre sin rostro y todas las noches donde le acariciaba el pensamiento aquel acto innombrable hacia su pesado compañero. No le gustaba recordarlo.

Llegaron a un edificio de apartamentos lejos del centro, no tenía nada de particular fuera de una apariencia más buena que decente y el tamaño de su ancho por sobre los seis pisos que lo conformaban. Devolvió todo a la guantera y, al bajar del vehículo, algunos de los grafitis pintados en el local de enfrente le resultaron conocidos; no debían estar muy lejos de la pizzería, por lo que llegaría a tiempo si se apresuraban en terminar con ese asunto.

Sobre los hombros de Caruso descansaba una chaqueta de cuero marrón que era probablemente una o dos tallas más grande y ocultaba perfectamente las esposas en sus muñecas. Dominique caminaba tras ellos, era una cadena simple: Si el mayor obtenía la atención de Caín, Steve lo seguiría sin importar cuantas ganas tuviera de salir corriendo.

El ascensor los dejó en el último piso y entraron en el departamento que se encontraba al final del corredor. Extrañamente no se encontraron con más de dos personas, que parecían ser guardias del lugar cuya atención se hallaba inmersa en la pantalla de sus móviles. Por el sonido de la puerta al abrirse, el rubio pudo percibir que había más de un cerrojo tras esta y la vista del interior le dio indicios de que algo estaba mal.

El lugar estaba casi vacío.

Había un cuarto sin puerta del lado derecho, logró distinguir una cama perfectamente tendida, las paredes grises y una lámpara de lava sobre la mesita de noche que era el único objeto personal que parecía contener la habitación. En la sala de estar frente a ellos se divisaban tres sillas. Dos de oficina, la última de metal, semejante a un asiento de escuela y, a simple vista, incómoda de usar. Sobre ellas se situaba una ventana con cortinas negras, donde apenas entraban rayos de luz tímidos por las aberturas.

Su pulcritud y el apenas perceptible olor a desinfectante del lugar le agudizó los sentidos.

Leyó los labios de Steve articular el último «vámonos» antes de que el mayor cerrara la puerta y, en efecto, hiciera uso de sus tres cerrojos internos. Se dirigió al baño mientras Caín usaba una silla de oficina y el esposado intentaba mirar a través de la cortina el mar de autos que atravesaban las calles en total desconocimiento de lo que ocurría ahí mismo.

− ¿Crees que Chloe se enoje si llego tarde de nuevo? -La pregunta resultó inesperada para el chico gato− Si me quedo sin empleo no podré regresar y si no regreso...

No terminó la oración, no podía darse el lujo de perder nada en ese momento. Solo tenía tiempo para encontrar lo que alguien le había arrebatado y devolverle el favor para terminar de saldar cuentas. No iba a deberle nada a nadie y menos dejar que se fuera sin pagar. Lo que consiguiera al terminar ese día lo dejaría a un paso más cerca a su objetivo y era su oportunidad de enfrentar a su hermano como tanto ansiaba. La puerta del baño se abrió descubriendo el cabello mojado de Dominique que goteaba sobre su terno y el suelo, según iba avanzando hasta ellos.

−Me encargaré de todo, pero debemos irnos cuanto antes, Caín -Se acercó hasta él, encorvándose para quedar a su altura−. No es buena idea escuchar las mentiras que escupe esta serpiente.

− ¿Mentiras? −cuestionó el aludido, recargando su peso sobre su pie izquierdo− Dejar que esta manzanita vea lo que tanto quisiste ocultarle no es más que un acto de caridad.

Steve no parecía querer escucharlo. Le daba la espalda intentando buscar la mirada de Caín que yacía perdida en alguna parte del suelo; deseando recordar algo que no sabía describir y que, sin duda, le dejaba un mal sabor de boca. Tenía una sensación extraña con respecto a esa situación, ¿se había sentido así antes? No, esta vez era distinto. Se sofocaba a pesa del ambiente frío que se percibía y sintió una leve palpitación en la cien. Caruso se volvió a verlo, sin importarle que el mayor cortara el espacio que los separaba con tal de apreciar mejor la escena.

−No sabes qué significa caridad, Dom. En esta vida solo tienes ojos para ti y tus intereses personales, esa es la puta verdad.

La mano suave y grande sujetó su hombro; lo alejó del rubio hasta que el asiento de metal se enredó en sus piernas haciéndolo caer y dejando su pecho cálido al contacto con la luz de la tarde que pasaba debajo de la cortina. Sus miradas se insultaban mutuamente, pero mientras una sonreía con superioridad, la otra no estaba dispuesta a inclinarse o aceptar la derrota aun estando en el suelo.

− ¿Y tú qué sabes de verdades? -susurró, levantando una ceja cerca de su rostro, sin alejarse− Tu vida no es tan distinta, Stevie; una enorme bola de mentiras que has repetido incontables veces hasta creértela. Aún en este momento no puedes ver lo evidente porque tu enfermo cerebrito no te deja lúcido ni un instante.

Su perfume le inundó la nariz antes de sentir el contacto del índice de Dominique en su cabeza una y otra vez, resondrándolo como un niño pequeño. El hombre miró al rubio que apreciaba al par sin mostrar emociones, inmerso en las propias, y regresó su atención soltando una ligera risita burlona.

−Suficiente charla, te enseñaré el juego, manzanita. Trae el maletín que está bajo mi cama -El aludido no se movió−. Hey, ¿me estas escuchando? Tráelo.

Caín apretó los dientes, sin decir nada.

−Muévete, yo lo traeré.

Caruso apartó al mayor con su cuerpo, dirigiéndose al cuarto. Se metió hasta el torso bajo la cama, luego de ver y calcular el lugar donde se encontraba el maletín, lo atrajo apoyándose sobre este y las huellas de sus dedos se abrieron paso por la ligera capa de polvo que lo cubría. Los movimientos le resultaron incómodos e incluso dolorosos por el peso que ejerció sobre sus muñecas presionadas contra el metal. No era pesado, lo sacudió un poco para intentar averiguar su contenido y se lo entregó de espaldas a Haey, recargándose en la pared más próxima a su compañero. El hombre dejó el objeto frente al amnésico y señaló la combinación con su largo dedo, mostrando sus uñas bien cuidadas.

−Tres números, tres acciones. Parecen seis, pero es el mismo número en el lado opuesto. Si el primero de la derecha fuera nueve, el último de tu izquierda también lo sería. Es muy sencillo.

Los aires que daba Dominique cuando hablaba no le habían molestado tanto como en ese momento; lo enfermaban. Le parecía repulsiva su manera de querer darle órdenes y solo se limitaba a permanecer en silencio porque no tenía planeado perder la compostura. Caruso hacía lo propio, mirándolo como si quiera arrancarle la piel y volvía su vista a la puerta, nervioso.

−¿Y tú qué ganas con eso? −preguntó finalmente, apoyándose en el respaldar− Dudo que necesites algo de mí justo ahora.

−Solo quiero divertirme un rato.

No era juguete de nadie e iba a mandarlo a volar, pero se contuvo. No tenía sentido deshacerse del mayor hasta que tuviera los dígitos, aunque por dentro tuviera ganas de hacerlo callar cada vez que abría la boca. Decidió que lo mejor era ignorar las arcadas que le provocaba su prepotencia y acelerar el momento en que le diera la llave para irse de ahí.

Cobarde.

«Cierra el hocico»

− ¿Qué quieres?

La respuesta lo contentó; rodó la segunda silla de oficina hasta él, alzando el asiento marcando más la diferencia de altura entre ambos y sentándose en ella como si se tratase de un trono. Cruzó las piernas y extendió una rozando la rodilla del rubio, quien no entendía la expresión de gusto en sus ojos hasta que los mismos descendieron hacia su zapato derecho que terminó apoyándose a un centímetro de su entrepierna.

−Lámelo.

El silencio llenó el departamento, pero los pensamientos que se abarrotaban entre los tres cuerpos ocultos en la débil sombra no parecían desvanecerse debajo de las cortinas.

Las ideas en su cabeza se enredaron y aquello que denominaba la voz del juicio se hizo presente. Estaba atrapado, era ponerse en una posición humillante erguida entre lo que debe o puede decir y lo que otros desean y casi exigen escuchar. Entre sus deseos y los del hombre sin rostro.

Así debía sentirse la humillación, ser degradado a un objeto en el cual pueda ejercerse acciones ante su vulnerabilidad. Como una inyección experimental cuyo sujeto de prueba estaba amarrado a una cama sin conocer el líquido que entraría a su cuerpo o haber dado siquiera su consentimiento para ello.

Sin embargo, estaba en Caín dejarse atar a esa silla aun estando consiente de lo que podría pasar. Se lo había planteado muchas veces en el camino e incluso dentro del departamento cuando se vio acorralado como un cordero que, aun sabiendo las consecuencias, se adentraba al bosque en busca de algo más que el pasto al que ya estaba acostumbrado. Aunque en esta ocasión nada le aseguraba que obtendría algo importante de Dominique y no seguiría su juego retorcido en esas circunstancias.

−Olvídalo, ahí no hay nada que me interese −bufó, apartando su pie bruscamente y dándole la espalda al maletín, dispuesto a irse− ¿Por qué habría de creerte? Dices conocer cosas acerca de mí; él también. Ambos son igual de ingenuos si creen que voy a caer en sus mentiras.

Steve intentó ir tras él, pero el mayor lo impidió tomándolo de las esposas con fuerza, haciéndolo soltar un gesto de dolor que intentó reprimir con el ceño fruncido. Caín había librado dos de los cerrojos, pero cuando llegó al último se dio cuenta de que había un candado colgando de este.

−Si te vas, no te diré qué pasó con tu hermano.

La advertencia lo detuvo. No estaba seguro si lo decía para obligarlo a jugar o porque en realidad sabía de su paradero, pero tenía que averiguarlo. No obstante, si el hombre pensaba que con solo mencionar a su hermano caería por la borda de la desesperación, estaba equivocado.

−Pruébalo -retó, dando dos pasos hacia él−. ¿Cuáles son nuestros nombres? Si sabes dónde está, no debería ser complicado contestar algo tan simple.

El mayor sonrió, sus ojos brillaban entre esa niebla oscura en la que se convertía su rostro cuando la malicia se asomaba. Era hipnotizante verlo curvar sus labios de esa forma, con un mechón húmedo cayéndole sobre la frente descubierta y sus manos amplias desabrochando los primeros dos botones de su camisa para recostarse más cómodamente y terminar descansando en el respaldar.

−Saúl y Samuel Richter. ¿Contento? -Hizo el ademan de abrir el maletín, llevando una de sus manos tapando su boca haciéndose el sorprendido de la clave que se lo impedía− Creo que en el interior hay una foto de su casa antes del incendio, por si quieres recordar los viejos tiempos.

«Propiedad de S.R»

Recordó la nota en el cuaderno que había enterrado. Ya no cabía dudas, pero sí muchos pensamientos contradictorios que se esforzó en contener al ignorar por completo los gritos que se formaron dentro de él causados por lo que estaba a punto de hacer. Tomó asiento hasta mirar el objetivo y, sin ver al dueño del zapato que sostenía su mano izquierda, mordió el interior de su mejilla intentando calmarse. Se convertía en el sujeto de prueba encadenándose a la cama antes del experimento. Una rata de laboratorio sin voluntad.

El menor negaba con la cabeza varias veces mientras los ojos de Dominique producían un destello.

−Hora de lamer, manzanita.

CONTINUARÁ




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