|Hombre de palabra|
Escupirás tu interior carmín mientras sonrío.
Me embriagaré con tu llanto y alimentaré mis entrañas con las tuyas.
¿Quieres ver algo divertido?
La humedad evitaba que respirara con libertad. Apenas habría comido bocado antes de hallarse en medio del cuarto oscuro con un intenso dolor en el abdomen. Los labios cuarteados le recordaban lo mucho que le fascinaba el tacto del agua contra su piel, pero el frío que sintió luego de que la luz interrumpiera su autodescubrimiento lo sacó de sus pensamientos, casi en la misma sintonía cortada que el hombre reflejó tirando a su lado el balde de metal cuyo contenido vertió sobre él segundos antes. El ruido le fastidió, sus ojos se habían vuelto sensibles a la luz que provenía del cuarto continuo y de la puerta que, abierta en ese instante, lo exponía a la vista inquieta del captor.
−Es hora de jugar, cachorrito.
La piel se le erizaba de solo recordarlo. Había perdido el sentido del tiempo durante la estadía, absorto en sus pensamientos, sus sentidos, su culpa, sus pesadillas y lo otro.
La soledad tenía un olor particular en esas situaciones. Olía a carbón húmedo, a un piso frío rodeado de heces, a comida mohosa con moscas revoloteando cerca, o simplemente a nada, porque los mocos se le amontonaron en la nariz y lo sacó de quicio la sequedad de su garganta.
Sabía que tiritar no importaba; el esfuerzo producido por sus músculos para mantenerse calientes era inútil porque nadie iría a salvarlo. Y no podía hacer nada por su cuenta más que ver cómo la saliva de otro caía sobre él, sentir que le jalaban el cabello con brusquedad, el filo del cuchillo acariciando su rostro solo para terminar embriagado de sangre cuando se clavaba en una de sus manos y la risa estruendosa surgiendo del otro lado de la puerta que lo obligó a escuchar aquella vocecilla en su interior. La misma que intentaba ignorar. Esa que apareció desde el primer momento, esa que lo ayudó a salir de ahí a toda costa, esa que lo sacaba de apuros y la única que se preocupaba por él luego de recalcarle lo idiota que era cuando desobedecía.
Se sentía expuesto. El miedo aceleraba su cuerpo. Empezaba la tensión muscular, el sudor, los temblores. La creación de cicatrices se hacía presente y, aunque nunca quedaba rastro de las mismas como pasaba en cuerpos ajenos, las partes que se reunían nunca volvían a ser como antes.
Aunque los demás no lo notaran.
Para Caín lo único que importaba era que su cuerpo le permitiera seguir avanzando, arañando la tierra, gritar como lo había hecho aquella vez y llegar a la meta en medio de los laberintos que mordían su mente a diario. Solo quería vivir. Vivir lo suficiente para vengarse y estar en paz.
− ¡Te dije que pares, maldito Ken oxigenado!
Volvió a la realidad y no tardó mucho en identificar el característico sabor del líquido que brotaba de su labio inferior. La contusión casi lo arroja de la silla, pero llegó a sostenerse por reflejo y con el dorso de la mano se limpió la sangre, asegurándose de tener la dentadura intacta a pesar de la patada.
−Cuando te digo que te detengas, lo haces –recalcó el mayor, terminando de limpiar su zapato con un pañuelo y mirando de pie al esposado con una ceja alzada−. ¿Y tú qué? Deja de poner esa cara que apenas lo rocé.
El colmillo derecho lo hizo apretar los párpados antes de oír el grito de Caruso empujando al hombre con su cuerpo.
Estaba furioso, una vena al lado de su cien resaltó y las maldiciones salían de sus labios como una plegaria memorizada. Dominique lo atrajo de la espalda, susurrándole algo al oído antes de impactar su puño a la altura del estómago. Las perlas negras en sus ojos disminuyeron su tamaño y su boca se abrió tratando de salvar el oxígeno que lo rodeaba.
−Tonto, ¿por qué no lo entiendes? –preguntó en tono suave, acariciando su espalda mientras lo ayudaba a sentarse en el suelo y, una vez lo tuvo descansando en este, dibujó círculos en su nuca con una paciencia cansina− Jamás te verá; solo eres un peldaño en su búsqueda y, cuando te traspase, su indiferencia acabará contigo. ¿Eso es lo que quieres? Ser desechado como basura, ¿acaso no tienes amor propio? Deja de comportarte como un niño, madura de una vez.
De cuclillas junto a él, su índice se apretó contra la piel en la que había repasado una figura invisible; asemejándose el dedo de Dom a un cigarrillo que, antes de apagarse, quemaba sin piedad al igual que sus palabras.
Por su parte, Caín se había perdido en sus pensamientos otra vez, empujando el recuerdo vívido que deseaba enterrar y el cual se proyectaba en el momento menos adecuado. Le importaba poco la mueca del hombre frente suyo; sus gestos y su presencia tan solo le eran tolerables por un interés superior. Steve aun tosía y respiraba con dificultad en el piso, sin apartar sus piernas de su abdomen, protegiéndose. Haey se acercó al rubio quitándose el saco, con los botones de su camisa resistiendo la presión de su pecho y tirándolo a un lado hasta sentarse con las piernas abiertas frente a él. Tomó el maletín e insertó el número cinco en ambos lados según la posición que le había indicado con anterioridad.
−Antes que te hagas ideas extrañas sobre lo siguiente, quiero dejar en claro que no es algo que desee –Lo miró de pies a cabeza y aclaró−. Al menos, no del todo.
−Ya, ¿entonces?
−Bésame.
Y así, el segundo eslabón de su infame diversión debía llevarse a cabo. Otro no lo hubiera entendido, pero para Caín estaba muy clara su intención al mencionarle el acto. En términos simples, la posición de ambos –dentro del juego− estaba en proceso de definición, debatiéndose entre ser el alegre exterminador o la rata invasora, pero dejando en evidencia la delantera que Haey ostentaba por ser el dueño del terreno.
El mayor palmó su pierna dos veces, llamando su atención para que entendiera el mensaje.
−Quiero estar cómodo mientras lo haces.
¿Y si mejor le cortas la lengua?
Lo iba a ignorar. Todo a favor de un bien mayor.
El hombre se dejó hacer, parecía muy calmado aun con la cercanía y extrañamente la apresuró tomándolo de la cintura para que acabara de sentarse sobre sus piernas y dejando sus dedos aferrados en las costuras de su pantalón. El fastidio le quemaba la campanilla.
Cuando separó sus labios casi rozando los de Haey, este introdujo el pañuelo que había utilizado minutos antes hasta provocarle una arcada sin razón y volvió a guardarlo. Sonrió satisfecho ante la mirada de ambos y regresó al rubio a sus piernas cuando este hizo el ademán de levantarse, a punto de perder la paciencia.
A regañadientes volvió a concentrarse en sus labios y los juntó antes de arrepentirse. No iba a perder el tiempo. El desgraciado no correspondía, apenas separaba sus labios para que se acomodara a él y la saliva le enjuagara la boca. Tenía un ligero sabor a cigarro y, aunque Caín no recordaba haber fumado antes, estaba seguro de que le era apetecible en ese momento. Dom estaba estático en su lugar, encajando su mirada en él como si lo divisara de una altura superior; como si estuviera haciéndole alguna especie de favor al dejar que lo tocara. El rubio estaba intentando mantener sus manos quietas, desobedeciendo sus impulsos ya que apenas logró desviarlas de la garganta de Haey hasta sus párpados, bajándolos con sus pulgares y logrando librarse de su vista por un momento.
Por suerte, tenía la completa atención de Steve. El muchacho lo miraba con el rostro desencajado, adolorido, apoyado contra la pared e incrédulo de lo que contemplaba. Lo guió con sus ojos hacia el saco que Dom había dejado tirado a un lado y del cual escuchó un ruido metálico cuando cayó. Steve asintió, captando su idea y saliendo un poco del trance que lo tenía absorto en cómo los labios del rubio abrazaban la boca inmóvil de Dom, distrayéndolo y volteando su cabeza mientras le daba oportunidad de buscar con dificultad la llave.
− ¿Lo ves? –Se apartó, tomando los costados del rostro de Caín entre sus grandes manos y creyendo que Steve aún se encontraba tirado a su espalda, dispuesto apreciar la escena− Haría lo que fuera para conseguir lo que quiere y preocuparse por ti no está en sus planes, Tevie. Así es él. Nefasto. Una lacra más, ¿ya lo entendiste?
El rubio debía evitar que lo atrapara, necesitaba que Caruso cumpliera cuanto antes el encargo, por lo que decidió picarle el orgullo al mayor; la única manera de mantener su atención sobre él.
−Mejor dile que me odias tanto porque estas celoso –Acercó su rostro al oído del mayor mientras su mano derecha se deslizaba sobre su pecho llegando acariciar su cuello−. Tu complejo de inferioridad es exquisito, sin duda.
Haey levantó una ceja en su dirección, lo tomó del mentón con una mano y con la otra haló de su cabello, acercándolo bruscamente antes de escupirle en el rostro con una mueca de asco.
− ¿Celos de una basofia como tú? Ya quisieras ser la mitad del hombre que soy, Samuel. No me llegas ni a la suela.
La voz ronca pronunciando su nombre le taladró los oídos y aquella mirada se tatuó en su memoria. Dominique se puso de pie empujándolo hacia un lado y limpió la comisura de sus labios en su camino hacia Steve, quien se había apresurado a sentarse nuevamente en el lugar de inicio. Volvió a ponerle la chaqueta de cuero que había quedado rezagada en un rincón; empezó a susurrarle cosas que Caín no llegó a escuchar por el ruido que emitían sus pensamientos cada vez más insoportables y el dolor que se resguardó en la parte trasera de su cabeza.
Se limpió la cara con prisa y llevó las manos a su cabello, caminando hacia una de las paredes donde aprisionó su frente y las venas de su cuello se hicieron notorias con la presión que ejercía su mandíbula. Los leves ruidos que expulsaba se transformaban en peticiones, era él rogando que parara, que se detuviera ese dolor y el sonido de los latidos encerrados en su cabeza, aun sabiendo que sería ignorado. Como un consuelo, las imágenes arrojadas se tornaron más claras que antes.
− ¿Tienes 10 para la propina?
Estaba adormilado; solía pasarle luego del sexo. Las sábanas blancas le tapaban hasta las caderas y en su piel aún quedaba el olor a vainilla de la loción que su amante le había esparcido por el cuerpo. Le gustaba ese aroma, pero su favorito era el de avellanas.
−Pantalón, bolsillo izquierdo.
Lo vio sacar el dinero de su prenda y ponerse la camiseta antes de ir a la puerta del hotel en busca del pedido. Miró su reloj que se encontraba al lado de la lámpara, solo para darse cuenta de que se le hacía tarde y la idea de una siesta no era factible. La última vez que llegó fuera de hora, su hermano se había metido en problemas; no podía valerse sin él y estaba muy consciente de ello.
Se fue a bañar para despejar las preocupaciones; mientras aun estuviera en ese lugar, no tenían cabida en su mente.
Pensó en decirle que se metiera a la ducha con él en cuanto escuchó la puerta abrirse, pero desistió de la idea recordando el tiempo y consideró que había quedado satisfecho. Al menos por ese día. Martín tenía la disposición que tanto le gustaba, la manera de entregarse al dominio, a lo desconocido. A su voluntad.
Lo había intentado antes, pero no era fácil encontrar alguien sin tapujos, sin miedo a las esposas, látigos, vendas, tan deseoso de él que no le importara la dureza o la fuerza que ejerciera en contra, los improperios ni las humillaciones. Y aunque pudiera encontrarlo con anterioridad, ninguno le llamaba la atención físicamente.
Martín tampoco, pero había algo particular en él. La manera en cómo se acercó; recordaba conocerlo mediante el servicio de masajes con el que se pagaba los estudios. El estrés de esos últimos días junto a una recomendación casi irrelevante, hicieron que se encontraran en un lugar donde el menor se sintiera seguro. Casi lo confunde con un prostituto, pero ese pensamiento se esfumó en cuanto lo vio llegar con las cosas necesarias dentro de una maleta plateada con ruedas, un uniforme negro que lo hacía ver más delgado y finalmente le habló del pago. Aunque su manera cohibida de ser le aburrió un poco, las ganas de poseerlo continuaron.
Después de eso solo fue cuestión de un par de sesiones, unas miradas indiscretas, un beso brusco y, cuando las manos del chico rodearon su cuello, correspondiéndole, ya no hubo marcha atrás.
Quizás no era tan mala idea pasar más tiempo juntos −como el otro llevaba pidiéndole las últimas semanas− si eso le permitía entrar a la habitación 425 y olvidarse del mundo por un tiempo prolongado. Tal vez, era él a quien había estado buscando.
No. No podía ser él.
Entre otras razones porque, si lo fuera, no habría salido de la ducha solo para encontrarse con la escena de un Martín temblando mientras tiraba su identificación y billetera sobre la cama. Como si eso lo volviera inocente.
«Nunca toques mis cosas sin permiso.»
Recordaba haberle dicho con claridad. Sus reglas debían respetarse, lo sabía muy bien y Samuel se encargaría de que no lo olvidara.
La punzada en su cabeza desapareció, para darle paso al dolor emergente en su pecho. Alzó la vista hacia donde se encontraba Dominique remangándose la camisa, dejando en el exterior los vellos de sus brazos venosos y chistándole para que se pusiera de pie. No era el único que se lo pedía.
Cuando lo tuvo en frente, el mayor le encestó el segundo golpe. Después, Caín sintió que sus grandes manos lo dirigían hacia abajo dónde la rodilla de Dom esperaba su abdomen y lo recibió con los antebrazos para aminorar el dolor.
Se había alejado de él, tosiendo con fuerza y guardando distancia. El mayor no solo era más alto, también se veía más fuerte y robusto. Esquivó un golpe directo al rostro, pero no pudo evitar el manotazo que le siguió y que terminó por partirle el labio. Algo aturdido, Caín intentó llevarlo consigo al suelo tomándolo del cuello, pero la diferencia de peso lo terminó por dejar boca arriba bajo las piernas vestidas de tela negra que se posicionaron a sus costados y las manos que envolvían su garganta.
Estaba acabado. La respiración le faltaba, su pecho subía y bajaba cortando el tiempo entre cada uno hasta que contempló el rostro de Dom. La sombra que lo cubría y resaltaba sus ojos se intensificó, combinándose con su sentimiento de victoria que, a pesar de esas alturas, era prematuro.
Apenas el hombre pudo divisar la sonrisa que se asomaba en Caín antes de que este se tapara el rostro con ambos brazos y el sonido del metal le azotara los tímpanos. Unido a ello, su espalda se quejó al recibir el impacto de una silla con la fuerza suficiente para moverlo de su lugar, terminando a un lado del rubio.
La sonrisa de Caín se ensanchó, dedicándosela por unos segundos a Steve. Sus muñecas estaban rojas, lastimadas; de una aun le colgaban las esposas y su respiración parecía competir con las del herido. Ambas agitadas, sabiendo que no había terminado.
Miró al hombre que intentaba levantarse con sus manos y, aspirando hondo, disfrutando el momento como aquel que corre dos kilómetros por una botella de agua que se encuentra a solo centímetros, disparó su pie hacia el rostro de Dominique para luego relamer la sangre de su labio, complaciente de lo que pasaría a continuación.
El afectado escupió y tiñó de carmín el suelo. En lo que Caruso terminaba de liberarse, Caín levantó la silla para volver a impactarla contra el hombre, esta vez en sus piernas. El metal tembló y lo escuchó gemir ahogadamente mientras se llevaba las manos a sus extremidades dañadas, impedido de llegar a ellas por la punzada que le mordía donde sucedió el primer golpe.
Por sus indicaciones, Steve le dio la vuelta sin cuidado, tomándolo de las muñecas mientras el rubio se sentaba sobre sus piernas, haciéndolo gruñir de dolor. Su cara era un lienzo en blanco y los puños de Caín se convirtieron en pinceles que surcaron varias veces aquella piel. Estaba enojado; sentía la saliva caliente en su rostro y labios por más que había intentado limpiársela, la lengua le ardía y el dolor de su colmillo solo era un recuerdo constante de la humillación que se cobraría con creces.
Desistió al ver la cara hincharse, la boca y nariz sangrantes y esos ojos que lo miraban con profundo odio. Por un momento pensó que él se veía así cuando su hermano lo sacudía y golpeaba contra el suelo en aquel sueño. ¿No era exactamente lo que estaba haciendo él? No, Caín tenía razones suficientes para lastimar a Dominique, no era alguien de su familia y tampoco su amigo.
Le haría entender un poco de lo que se sentía estar bajo su piel, lo que noches en vela podían causarle, lo que la tortura producía en sus sentidos y lo imposible que resultaba ignorar aquella voz que le insistía en matarlo ahí mismo.
Lo tomó del cuello de la camisa y lo sacudió un poco para que dejara de luchar con Steve por la libertad de sus extremidades superiores.
−Dame los números. Ya te hice el honor, asqueroso rabo verde.
− ¡¿A quién le dices rabo verde?! –exclamó indignado, olvidándose por un instante de la situación− Tenemos casi la misma edad, pedazo de neandertal.
− ¡El código!
−Púdrete.
Caín buscó en los bolsillos de su pantalón hasta encontrar el pedazo de tela lila y golpeó el estómago de Haey para lograr que abriera la boca e introducirlo con la misma profundidad que había sentido anteriormente, empujando su lengua y causándole una arcada que lo obligó a toser.
−Hijo de...¡Esta bien! Ya. Aleja eso de mí, maldita sea. Nueve y tres, ¿contento?
Le hizo una seña a Caruso para que lo vigilara, se guardó el pañuelo y fue hasta el maletín para insertar los números. No temía que pudiera escaparse, estaba claro desde el comienzo que había inmovilizado parte de Steve porque no podía ganar contra ambos ni estaba en condiciones de pelear.
Sintió un cosquilleo cuando vio que se abría una pequeña rendija y alcanzó a divisar algunos papeles, pero volvió a cerrarlo de inmediato. Le temblaban las manos, no habría llegado tan lejos por su cuenta y, aunque tuviera la misma meta desde que tenía memoria, no pensó realmente que ocurriría tan rápido. ¿Qué haría cuando supiera su paradero? Lo buscaría, claro. La verdadera pregunta era ¿cómo lo iba a confrontar? ¿qué preguntaría primero? Era un indeciso en ese aspecto, lo había sospechado en la feria y lo confirmaba en ese instante. Ya se le ocurriría algo; primero debía terminar con el asunto que tenía lugar en ese departamento.
Abrió y cerró el maletín una última vez para calmar sus ansias antes de dirigirse hacia donde estaba el extraño par.
− ¿Ya tienes lo que querías? Ahora largo.
− ¿Por qué hiciste todo esto? –cuestionó, lanzándole a Steve las esposas para que se las colocara al mayor– ¿Qué buscabas? Debes tener a tantos peleles debiéndote que dudo mucho que alguno se negara a participar de un rito sádico con tal de cancelar su deuda contigo.
−No sé qué estas insinuando. Hey, ¿a dónde vas?
Caminó hasta el cuarto de baño para divisar la mochila escondida en la ducha; sabía que Dom debía tener un plan B. La abrió encontrando dos máscaras de gas, un arma cargada, otro par de esposas y una pistola Taser. ¿Qué clase de loco se había topado? Buscó en los bolsillos hasta hallar el celular de Dominique y se lo guardó en los jeans. Luego cargó la mochila y sacó el Taser para apuntarlo.
−Te enseñaré un juego. Se llama "El imbécil responde" −Fue su turno de sentarse en la silla de escritorio y mirarlo desde la cima. Se sentía tan bien aquel cambio de posición que le daba un agradable cosquilleo en el estómago−. Será mejor que empieces a cantar, pajarito.
Dom sudaba frío, posiblemente luego de ver aquel ardor en los ojos de Caín, una llama que le quemaba por dentro y que parecía excitarlo mientras le apuntaba. El chico sacó el celular e intentó adivinar el patrón un par de veces sin éxito.
− ¿Qué quieres saber?
− ¿Por qué hiciste todo esto?
−Porque eres una mierda –aseguró, como si fuera obvia la respuesta, alzando la vista hacia el rubio y consiguiendo su atención−. Te mereces esto y más. Tu sabes lo que hiciste y ahora andas caminando por ahí como si nada. Maldita sea la hora que desapareciste.
−No sé de qué hablas, explícate.
−Yo no soy Steven. No me trago ese cuento de la amnesia y las pesadillas; es basura. ¿Que la culpa no te deja dormir? ¡Por favor! Tu no sientes culpa por nada –Inclinó el cuerpo hacía delante para cortar distancia, exhalando con desdén−. Tengo palabra y si por mí fuera, te dolería hasta respirar ahora mismo.
−¿Me matarías? –preguntó levantando el mentón. En su cabeza maquinaba las posibilidades de que él fuera aquel bastardo que buscaba y el solo pensamiento le provocaba aversión.
−No soy como tú –sentenció, luego de hacer una mueca semejante a una sonrisa forzada−. Yo no mato a quien estorba y tampoco me ensuciaría las manos con alguien que es tan poca cosa.
Y disparó.
∘◦◦∘
Despertó con cierto dolor por la cercanía de Steve escribiéndole en el rostro con un marcador. Este se apartó y fue a llamar a su compañero sin dirigirle la palabra. Algo confundido bajó la vista, se dio cuenta de que estaba en ropa interior, esposado en el respaldar de la cama y con las piernas amoratadas; apenas podía sentirlas.
− ¿Qué me hiciste? –resopló, mirando el pequeño basurero que cargaba Caruso− ¿Dónde está mi ropa?
−Deja al niño divertirse también. No seas aguafiestas.
Caín se sentó al filo de la cama y abrió la cámara delantera del móvil para mostrarle su reflejo. En letras azules decía «Soy un traidor, mírame». Adornado con varias líneas horizontales que terminaban de rayar el resto de su rostro inflamado.
Durante la inconciencia del mayor, Steve le contó los favores que le había estado pidiendo. Recordó las palabras de Maya y quiso saber cuánto valor tenían las cosas que le solicitaba a su nombre. En total, constaba de la identidad falsa, una caja cuyo interior se negó a decirle hasta que llegaran a casa, algo de dinero y la promesa de que no investigaría nada de su pasado. Eso último era parte del contrato y claramente lo había roto.
− ¡Suéltenme! ¿Te crees mucho porque Steve te cubre el culo? A puño limpio no durarías ni tres minutos.
Los dedos de Caín aprisionaron sus mejillas causándole un dolor que lo obligaba a verlo. La sangre le hervía; sintió su rostro deformarse como aquella vez frente al espejo, convirtiéndose en alguien ajeno a él, alguien a quien no podía controlar. Quería ir por la mochila y vaciar el cargador en aquel cuerpo sobre la cama, pero desistió al darse cuenta de que empezaba a considerar las palabras de esa voz en su cabeza.
−Iba a salir por esa puerta −susurró, elevando el tono poco a poco− Iba a ignorarlo y largarme, pero tenías que hacerte el macho alfa y sacarme de mis casillas, ¿verdad? ¡No soy un maldito cobarde!
Sí lo eres.
−No lo soy −repitió−. Así que tienes dos opciones: Cancelas todas nuestras deudas y te dejo aquí, esposado, hasta que llegue tu servicio de limpieza o escribes tu último deseo en un papelito antes de que te abra el cráneo con una roca.
Soltó su agarre y dejó las llaves de las esposas en una esquina de la habitación, guardando en su bolsillo aquella que abría el candado de la puerta.
−¿Recrearás esa hazaña conmigo? No tienes decencia –insinuó en voz baja, con la misma mirada acusadora que se había intensificado con el paso del tiempo− Deuda cancelada; ahora largo.
−¿Cómo sé que no cambiarás de idea y querrás cobrarme el favorcito más adelante?
−Te lo dije, Richter. Soy hombre de palabra.
Se acercó al borde de la cama, haciéndole una seña a Caruso y este dejó caer sobre la cabeza y cuerpo del mayor el contenido del pequeño basurero. A Dominique le dieron arcadas del asco al notar que se trataba de orina y, según el susurro que le dio Caín antes de irse, estaba combinada con algunos escupitajos suyos porque se había aburrido esperando a que despertase.
«Y la próxima, no tendrás tanta suerte» Pensó, saliendo del departamento con el maletín.
CONTINUARÁ
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