Se sentó y sacó del maletín su viejo portátil. Lo dejó bajo la lámpara de mesa y siguió tecleando como llevaba haciendo todo el día. Pidió un americano y le puso un terrón de azúcar. Al oír la campanilla de la puerta y el repiqueteo de los tacones sobre el terrazo se le quedó la mente en blanco. Miró al suelo y los vió: unos tacones negro azabache. Miró hacia arriba y una radiante sonrisa colgaba bajo dos grandes ojos color Coca-Cola. Pidió un chocolate, esta vez con nata montada, y se sentó en la mesa redonda de la esquina a leer. No pudo ver el título de la obra, pero se fijó en el pequeño bolso y una pregunta le cruzó por la cabeza. ¿Cómo le cabía un libro en ese bolsito diminuto? Antes de darse cuenta el bolso pasó por su lado como un relámpago. Eran las 4:30 y aún le quedaba mucho por hacer. Dos cafés más tarde él también abandonó el lugar. Oyó el repiqueteo familiar de los tacones contra la acera y se dió la vuelta. Un fino rayo de esperanza le cruzó la mirada, mas se fue tan rápido como llegó. No eran los tacones que él esperaba encontrar, así que siguió hacia arriba con paso pausado.