Se miraron sin decir nada y pensaron cómo podía ser tan agradable el silencio. Nunca habían mantenido largas conversación sobre temas trascendentes, de esas que te preguntas en la ducha o antes de irte a dormir. Ellos intercambiaban otra cosa a parte de palabras. Finalmente, un carraspeo nervioso y el golpecito de la taza contra la mesa. Fin del silencio cómodo. 

—¿Estás enfadado por lo que te dije o por no decírtelo?

—No estoy enfadado. 

—Claro que lo estas. Deberías estarlo si no. 

El móvil empezó a vibrar dentro del bolso y ella hizo oídos sordos. Él, en cambio, no pudo con la curiosidad, con la incertidumbre que le provocaba toda aquella situación. 

—¿No lo coges?

—No puedo. 

—Si es por mí...

—No, es por mí.

Terminó con una sonrisa de lado a modo de muletilla. De esas tan poco suyas. No de felicidad contenida, ni siquiera de cortesía; una sonrisa forzada para aparentar "estar bien". Una de esas que evitan un montón de preguntas incómodas. El teléfono dejó de vibrar y el aire se asentó de nuevo. 

—Gracias por el cacao. 
—De nada.
—Lo siento. 
—¿Algún día me explicaras por qué? ¿Por qué debería perdonarte?

Un nombre de tres letras quedó suspendido en su lengua. Y por sus ojos pasó una sombra, rápida y pesada.