Según el calendario que colgaba sobre la pared desnuda, era sábado. Al fin había llegado. No llevaba el maletín y el ordenador había encontrado un final rápido e indoloro. Se sentó en la mesa de siempre e hizo el pedido de siempre. Esperó, como siempre, el taconeo acompasado sobre el suelo de terrazo y las campanillas. Y, como siempre, impuntual como un reloj estropeado, llegó ella. Mer, que supuso sería abreviado de Meredith, atravesó el umbral con semblante mortuorio. Se acercó con abulia a la barra y se escondió en el cuarto "reservado" tras la puerta blanca. No era ella. No era la Mer de siempre.

Oyó el chirrido tortuoso de las Converse amarillentas. La coleta caía sobre sus hombros como un velo oscuro. Bajo los ojos color Coca-Cola unas enormes ojeras se hundían en las bolsas oculares. El morado no le sentaba bien. Por primera vez desde que la conocía se preocupó por ella. No sentía curiosidad ni ansia. Ni tan solo le resultaba ameno. Se le encogía el corazón acongojado, pensando en qué podría haberla sumido en ese estado taciturno. Se levantó, se sentó en la barra de madera clara y esperó a que se aproximara a él. Estaba decidido a obtener las respuestas que nunca se atrevió a exigir.

-Hola.
-Hola. ¿Qué te pongo?
-¿Tu número?
-¿Qué?
-Este es el mío. -Tendió una tarjeta sobre la superficie encerada y la deslizó hacia ella.
-Yo no...
-Llámame cuando necesites hablar con alguien.

Sostenía el bolígrafo sobre la hoja virgen y le miraba incrédula. Nunca fue mujer de muchas palabras, pero se había quedado absolutamente muda. Puso pies en polvorosa, veloz como un galgo. Lo que ella no alcanzó a ver fue el rostro encendido por la vergüenza de él, que intentaba disimular de forma inútil agachando la cabeza. Tan intenso que logró encender las sombras. Ambos sentían el vértigo al divisar la altura. Lo que no sabían era que llevaban ya tiempo en caída libre.