De nuevo corrían los días sobre las páginas del calendario de pared. Un repiqueteo nervioso cesaba cada vez que un cliente atravesaba el umbral de la puerta. Decepción tras decepción, la mesa de la ventana se fue llenando de tazas de café que nadie consumía.

—Mel, ¿estás bien?
—¿Qué he hecho? Lo he jodido todo. Pensé... 
—¿Qué ha pasado?
—Está aquí. Ha vuelto, Alma; mi madre está en casa.

La dueña del Rincón de Alma se llevó la mano al pecho mientras abría los ojos de par en par. Se apoyó en una silla cercana y envejeció varios años en unos pocos minutos. El pelo ya cano y la cara, escrita con pequeñas marcas de expresión narrando su vida. Aquel cuerpo, ya pequeño y algo debilitado se encorvó y encogió, haciéndose tan frágil como un recién nacido. La chica del cabello rojizo saltó de su silla y sostuvo a la mujer entre sus brazos. Apoyó su frente sobre su hombro y pareció decirle que todo iría bien. Ninguna de los dos creía esas palabras. Esa mujer estaba de vuelta, nada podía ir bien.