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Chocolate espeso

Ya pasaban más de 20 minutos de las 16:30. No iba a aparecer. Las palabras en la pantalla hacían piruetas. No podía leer lo que ponía, así que se concentró en el oscuro brebaje. Daba pequeños sorbos, combinados con miradas furtivas hacia la calle, manteniendo viva la chispa de la ilusión. El fondo del vaso de cristal le observaba insolente y desafiante. La mujer tras la barra sentía curiosidad por él, con los ojos puestos sobre su nuca. Las campanillas chocaron unas contra otras; qué celestial resultaba aquel sonido cuando anunciaba la llegada de un ángel. Los tacones de un blanco puro se dirigían hacia su mesa. Se paró frente a él, agarrando el bolsito marrón con ambas manos y sonriendo tímidamente.

—Hola. ¿Está ocupada?
—No.
—¿Te importa que me siente?
—No, claro.
—¡Gracias!

Tomó asiento y cruzó las piernas con elegancia por debajo de la mesa. Era diferente cuando llevaba las zapatillas, más niña. No le dijo nada, solo rompía galletas sobre su taza de chocolate caliente mientras miraba a través del cristal. Le echó una mirada discreta al local y le sorprendió no ver ni una mesa vacía. Prefirió sentarse con un completo desconocido a abandonar el lugar. Pescaba la galleta con la cuchara y se la llevaba a la boca, sonriendo ligeramente. Parecía despreocupada. Como si nada más importara a parte de esa tacita blanca llena de espeso cacao oscuro. Olía a chocolate y a perfume. Era embriagador.

Fue recogiendo cucharadas hasta que llegó al fondo del recipiente. Entonces le miró fijamente a los ojos, se apoyó sobre el dorso de la mano y fue a decir algo. Pero las palabras murieron en su boca. En él se había encendido la curiosidad, se armó de coraje y dijo:

—¿Cómo te llamas?
—Mmm... Por ser tú, buscaré un buen nombre.
—¿Por qué no me dices TU nombre?
—Entonces sería aburrido. Veamos...

Miró pensativa a través del vidrio. Se reflejaban en sus pupilas los pasos frenéticos de los transeúntes en busca del tiempo perdido.

—Mer.
—¿Mer?
—Sí, Mer.

El nombre de Mel vino a él como una bofetada. Solo había cambiado una letra, aun así le parecía un insulto. No volvieron a hablar y ninguno de los dos hacía ademán de marcharse. A las 20:30 de la tarde la dueña les pidió educadamente que abandonaran el local. Las mesas estaban vacías y relucientes, con las sillas sobre sus asientos y las patas hacia arriba. Miró a la joven que tenía enfrente y le pareció que había envejecido varios años en cuestión de horas. Guardó su ordenador en el maletín, se ajustó el cuello de su camisa de rayas y se fue. Ella lo miraba caminar apesadumbrado. Era la sombra de un hombre que caminaba con desgana, por el hecho de estar vivo debía seguir caminando, y eso le agotaba.

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