Café con olor a chocolate
Al lunes siguiente el cielo acompañaba a los atormentados, rugiendo sobre sus cabezas anunciando fuertes lluvias. Desde que se habían conocido la calma reinaba en el firmamento, ahora sus sentimientos desbocados desencadenarían una tormenta sin precedentes.
Entró al establecimiento con paso titubeante. Se sentó, dubitativo, en la mesa de siempre, junto a la ventana y se decidió a esperar. Retorcía entre sus dedos un perfecto círculo dorado con una inscripción en él. Tenía esa costumbre desde hacía años. Se convenció de ello para no deshacerse nunca del anillo de oro que encerclaba su dedo. Las gotas se empezaron a precipitar desde lo alto y el ritmo frenético de la ciudad se aceleró aún más. Entre las personas que corrían para resguardarse del aguacero destacaban un par de tacones rojo sangre, que mantenían aquel paso pausado. Casi como si a ella no le alcanzara la llúvia. Allí, bajo un manto opaco y frío, vió más claramente que nunca la soledad de un corazón acongojado. La tristeza de una mujer cuya sonrisa, tan genuina a ojos de los demás, no era más que una máscara para sus problemas. Salió antes de que ella se acercara siquiera a la puerta. La miró a los ojos, húmedos por las lágrimas, y le dedicó su mejor sonrisa. Se acercó a ella mientras sobre la pareja caía la mayor tormenta que había visto la ciudad en años. No les importaba. No sentían el frío calarles hasta las entrañas, ni el azote del viento gélido.
—Hola, desconocida.
—Hola, extraño. —Sonrió tan levemente que apenas movió un músculo de su cara. Pero era la sonrisa más de verdad que había visto jamás.
—Te invito a chocolate.
Entraron al establecimiento y la dueña corrió a su encuentro con un par de grandes toallas y los acompañó hasta los asientos metálicos, envuelta en esa aura maternal y cálida. Un café humeante y amargo y un espeso y dulce chocolate. Uno junto al otro. Encima de la madera clara de la barra encerada. Así empezó todo, en ese café con olor a chocolate.
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