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Capítulo 1: Bajo la lluvia

La luz roja del reloj, incesantemente molesta en medio de la penumbra de la habitación, acompañó el inicio de su mañana. Como siempre, Catherine se encontró mirando al techo blanco de su habitación antes de que su alarma sonara. ¿Para qué se molestaba en ponerla? No había sido sorprendida por el chillante ruido en años, sus horas de sueño reduciéndose a poco más de tres cada noche, cuatro si tenía suerte.

De todas formas, ella esperó que la alarma sonara. Mantener un férreo control de su tiempo era parte fundamental de su forma de funcionar, y su alarma estaba puesta en la hora específica para cronometrar el resto de su día. En el tiempo que transcurría entre su despertar y la alarma Catherine se permitía un indulto: dudar.

Cuestionaba su vida, las decisiones que había tomado y si cambiaría alguna cosa. Ciertos días, muy escasos, incluso imaginaba lo que estaría haciendo de haber seguido otro camino. Luego, la alarma sonaba y el momento acaba, explotando como una burbuja que toca el asfalto después de flotar unos segundos.

El minuto cambió en el reloj y la alarma sonó, siendo apagada de inmediato. De forma casi robótica Catherine se levantó de la cama, yendo directo hacia la ducha para despejar del todo sus ideas antes de salir a correr, como hacía cinco veces por semana. Un desayuno alto en proteína y otra ducha la esperaban a la vuelta, para luego prepararse para el comienzo de su día.

La infinidad de su vestidor la saludó con la frialdad de sus conjuntos. Afuera la lluvia empezaba a caer y el día no auguraba nada de sol; Catherine se decidió por un traje azul oscuro con la camisa blanca. El cabello perfectamente peinado, el maquillaje ligero y serio aplicado, su imagen impecable mirándola de regreso en el espejo.

Un segundo de vacilación, apenas uno. Catherine cerró los ojos y respiró profundo. Cuando el aire salió como un suspiro, Catherine se levantó y salió de su casa. No podía permitirse más segundos. No ese día.

La trayectoria se hizo tan pesada como siempre, añadiendo la lluvia que ralentizaba el viaje; y Catherine agradeció ser lo suficientemente precavida para salir de su casa con tiempo de sobra, siempre esperando un imprevisto.

El semáforo la hizo parar en la cebra del entrecruce de calles y los números en rojo iban retrocediendo, permitiéndole a los peatones cruzar, todos con sombrillas negras o grises y apurados por llegar a sus trabajos, mirando siempre al suelo.

Aprovechando los segundos a su favor, Catherine repasó en su mente su agenda del día:

1- Reunión a primera hora con los accionistas de la empresa.

2- Revisión del nuevo presupuesto para el proyecto aprobado.

3- Repaso del contrato que el abogado principal de la empresa había enviado después de su corrección.

Catherine tenía que asegurar el negocio con los Dávila, era una oportunidad única y desequilibraría la balanza a su favor irreparablemente.

Los números en rojo cambiaron, el conteo volviéndose amarillo. Catherine se preparó para seguir adelante.

Cinco. Cuatro. Tres.

Un montón de flores voló delante de su auto.

«¿Flores?», pensó Catherine con confusión, viendo a una chica correr por la cebra detrás de las flores que el viento arrastraba lejos. Parecía ser una sombrilla.

Dos. Uno.

El semáforo cambió a verde y Catherine avanzó, ignorando el absurdo que acaba de ver.

La sombrilla rodó unos metros más sobre la acera, siendo alcanzada por una mano añosa que tenía un laberinto de venas azules prominentes, apenas protegidas por una frágil piel.

—Aquí tiene, señorita —dijo el anciano, una sonrisa agradable adornando su rostro pese al mal clima—. Debe de tener más cuidado.

—Muchas gracias, así será —respondió Olivia, sonriendo amablemente antes de protegerse con la sombrilla y continuar su carrera calle abajo.

Se había quedado dormida esa mañana, la alarma no llegando a sonar jamás y dejándola disfrutar de su profundo sueño. Su hermano le dijo que sí había sonado y que ella la había apagado un total de cinco veces antes de que no se volviera a escuchar, pero Olivia defendía que no eran más que mentiras para hacerla quedar mal.

Mentiras y solo mentiras.

Al final, su día había empezado en un borroso acelerón de apresurados pasos con movimientos torpes por la casa, una carrera hacia la parada de autobús y otra hacia su trabajo. El viento había hecho de las suyas al volarle la sombrilla lejos, porque un mal día siempre podía ser peor, y ahora Olivia estaba empapada mientras empujaba la puerta de la cafetería y una campanilla suave anunciaba su llegada.

—Llegas tarde —saludó Lexa—. Y obviamente mojada.

—Lo siento, yo me quedé dormida. Gracias por abrir por mí.

—No pasa nada, me estás cubriendo el turno de la mañana para que yo vaya al médico, lo menos que puedo hacer es esto —dijo Lexa, entregándole una toalla de manos a Olivia para que se secara el cabello—. ¿Estarás bien tú sola? No estás acostumbrada al turno diurno.

—No es la primera vez que cubro uno de tus turnos este mes, Lexa —repuso Olivia, sacudiendo la cabeza para que su melena castaña soltara lo que quedaba de agua contra la toalla—. Ve tranquila.

—Eres la mejor, Livvy —Lexa dejó un beso en la mejilla de Olivia y se quitó el delantal, tomando su propia sombrilla antes de salir de la cafetería.

Por su parte, Olivia terminó de secarse tanto como pudo y alcanzó un delantal negro, escribiendo en la pizarra el especial del día mientras Mike encendía la cocina y le regalaba un desayuno caliente.

—¿Cómo sabes que no he desayunado?

—Nunca lo haces cuando vienes tarde —respondió Mike, guiñándole un ojo de forma burlesca antes de regresar adentro—. Apresúrate, los clientes regulares están al llegar.

—Lo dices como si no pudieran haber clientes  nuevos —reprochó Olivia con el ceño fruncido.

—¿En un día como este? Te deberé cincuenta si entra alguien nuevo a la tienda hoy.

—¿Es una apuesta? —provocó Olivia, reclinándose en la silla y pasando un hombro por encima del espaldar en una postura desafiante. Mike sonrió.

—Es una apuesta.

La campanilla de la cafetería sonó y una señora mayor entró a la tienda, como todos los días después de dejar a su nieto en la guardería. Mike hizo un gesto victorioso y Olivia una mueca, pero ambos se dispusieron a atender a la señora con la misma amabilidad de siempre. De cualquier forma, el día era largo; mucho podía pasar en un instante.

Esa era una lección que Catherine estaba a punto de descubrir en su lujosa oficina al otro lado de la ciudad.

La reunión con los accionistas había transcurrido tal cual lo esperado durante los primeros treinta minutos; entonces, y para sorpresa de todos, el fundador de la compañía había decidido presentarse.

Catherine no flaqueó por esto, como la CEO en funciones continuó escuchando el debate de los accionistas, defendió sus decisiones y logró, de alguna manera, que todos llegaran a un consenso que pareció recibir la aprobación del fundador y dueño. Una tensa hora más tarde, cuando la reunión acabó, el salón quedó vacío excepto por ellos dos.

—No me dijiste que vendrías hoy, abuelo —comentó Catherine, permitiéndole a su secretaria irse una vez que dejó en la mesa el té para ambos.

—No quería que te prepararas para impresionarme —respondió el Señor Bloom, echando tres cucharadas de azúcar a su té.

—El médico te prohibió el azúcar.

—El médico me prohibió la vida, piensa que me interesa alargar lo inevitable unos años más a costa de perder lo poco que todavía puedo disfrutar —rebatió el señor con un bufido, bebiendo de su taza sin contemplación—. Has hecho un excelente trabajo hoy.

—Entonces es obvio que no necesito advertencias previas para impresionarte —repuso Catherine, bebiendo pese a que el té no era una bebida de su gusto.

Su abuelo no consentiría algo tan crudo como el café, según sus propias palabras.

—Siempre me has impresionado, querida —aseguró su abuelo, una sonrisa apenas perceptible finalizando sus palabras durante unos segundos, antes de mutar en una mueca seria que congeló a Catherine en su sitio—. Vine hoy porque necesitaba hablar contigo de algo serio.

—Por supuesto, ¿sucede algo con la empresa?

—Sí, de hecho —admitió el Señor Bloom—. Cuando salga de aquí hoy, iré con el abogado a ultimar los detalles de mi testamento. Lo he pospuesto más de lo debido y eso ha sido irresponsable.

—Todavía creo que estará entre nosotros unos años más, abuelo, pero si lo considera pertinente —comentó Catherine, escondiendo su mano derecha debajo de la izquierda, un gesto perfectamente calculado que ella había desarrollado para ocultar su mala manía de enterrar sus uñas en su palma hasta sangrar cuando estaba nerviosa.

—Cathy, mi niña, ninguno somos eternos —dijo el señor, dejando de lado su taza—. El problema es la herencia. Todos mis hijos y nietos heredarán algo, porque no dejaré a nadie desamparado, pero la compañía no es un juguete que pueda caer en manos de cualquier incompetente.

Catherine sintió su corazón ralentizarse dentro de su pecho, el dolor de sus uñas contra su palma siendo cada vez más lejano, opacado por la sensación de hormigueo bajo su piel.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Catherine, el hielo en su voz filoso y cortante. La expresión de su abuelo se cerró en algo lejano.

—Tú y tu hermano son los únicos accionistas de la familia, después de mi. El resto de mis incompetentes descendientes no tendrán nada de la empresa, todo se reduce a ustedes dos. Y, ahora mismo, él va ganando.

—¿Mi hermano? ¿Él va ganando? —cuestionó Catherine, su expresión inmutable fracturándose con una sonrisa sarcástica que no disimulaba su burla—. No puedes hablar en serio. Yo soy la CEO que tú nombraste.

—Porque sé que eres capaz, fuerte y competente —explicó el Señor Bloom, su voz impostada en el silencio del salón de reuniones—. Porque pensé que nadie podría hacerlo mejor que tú.

—¡Y es cierto! —espetó Catherine, incapaz de esconder su frustración mucho más—. Me he preparado para dirigir esta empresa toda mi vida. Incluso cuando mi hermano decidió unirse al negocio, nunca demostró tener mis capacidades y eso es algo que tú resaltaste incesantemente, hasta el punto de herirlo. ¿Qué ha cambiado?

—¡Wyatt tiene una familia!

El silencio sepulcral que reinó después de ese grito congeló a Catherine. En el fondo de su mente ella podía sentir las sombras arrastrándose, envolviendo cada recuerdo que tenía de los últimos quince años. Su esfuerzo, su vida, mermados a nada con una sola frase.

—Sé que has hecho tus esfuerzos por la empresa —continuó su abuelo, su voz bajando a un susurrante tono que parecía querer disimular lo gélido de sus palabras. No funcionó—. Aprecio todo tu trabajo y quisiera dejarte como mi mayor beneficiaria, pero no puedo hacerlo.

—Porque no tengo familia —interrumpió Catherine, y no había un atisbo de interrogante en sus palabras.

—No una propia —corrigió el Señor Bloom, condescendiente—. No puedo dejarle la empresa a alguien que no tenga descendientes, Cathy, el negocio debe continuar.

—Estoy teniendo dificultad para comprender por qué no puedo heredarlo yo y entrenar a mi hermano y sus hijos, o cualquier otro de mis sobrinos que demuestre destreza e interés.

—Es diferente, no es seguro —alegó su abuelo con una rotunda negativa, aunque la delicadeza de su voz parecía querer confortarla. Una mano temblorosa se posó sobre las suyas.

—No es seguro que los hijos de mi hermano se interesen en la empresa tampoco —rebatió Catherine, apretando con más fuerza sus uñas contra su palma. Probablemente ya estuviera sangrando—. Tus hijos no lo hicieron.

Algo oscuro y feo brilló en los ojos envejecidos de su abuelo, pero Catherine no temió por esto. Sus ojos no vacilaron en sostener la mirada azulada que ella misma había heredado. Más de una vez había sido alagada por sus ojos, no de un color cielo como los de su hermano, sino de ese gris opaco que parecía sin vida. En los ojos de su abuelo, Catherine se vio a ella misma.

—Déjame explicarme bien, porque no quiero confusiones —dijo el Señor Bloom finalmente, retirando su mano de encima de las de Catherine—. Tienes 38 años y no te estás haciendo más joven. O te casas y tienes hijos antes de mi fallecimiento, o tu hermano será mi mayor beneficiario y tú perderás todo por lo que has trabajado durante los últimos quince años.

La finalidad de sus palabras ahogó a Catherine, haciéndola tragar buches de rabia líquida que inundaban su garganta. Sus ojos se quedaron fijos al frente incluso cuando su abuelo se levantó de la silla, el golpe del bastón contra el suelo resaltando cada paso más cerca de la puerta.

—Espero que tomes la decisión correcta, Catherine —dijo él, la puerta cerrándose como una sentencia al momento de su partida.

En la soledad que quedó envolviéndola, Catherine sintió su mente alejarse, las palabras de su abuelo resonando como campanadas incesantes en su memoria, quemando tan profundo que parecían inmovilizarla en el asiento. El silencio la rodeaba, provenía de su interior y la abrazaba como un viejo amigo, opacando los latidos cada vez más erráticos de su corazón, la forma en que su piel ardía desde dentro y lo difícil que era respirar.

«Espero que tomes la decisión correcta», repitió una desagradable voz en su mente.

Catherine gritó. O no. Su garganta ardía y sentía las lágrimas calientes en sus ojos, pero ningún sonido llegó a salir.
El aire caliente era espeso, imposible de respirar, y su ropa se sentía asquerosa sobre su piel. Catherine necesitaba salir de allí.

El pensamiento fue algo fugaz y débil cuando apareció, pero con cada latido más rápido que el anterior y un dolor opresivo creciente en su pecho, la idea tomaba fuerza. Pronto, fue imposible ignorar la necesidad primaria de su cuerpo y Catherine hizo lo impensable: corrió.

Creía recordar haber salido del edificio principal de la empresa, aunque no estaba segura. Recordaba haber tomado las escaleras, su descenso apenas una imagen borrosa antes de que sus manos estuvieran al volante del auto y toda su atención se centrara en no morir en un accidente automovilístico.

Llovía a cántaros y Catherine apenas podía ver unos metros frente a ella, los limpiaparabrisas volviéndose inútiles ante la intensidad de la lluvia. No importaba, ella tenía que escapar.

«Más lejos. Más rápido. ¡Más!»

Un semáforo cambió de verde a rojo, el claxon de un auto resonó junto con el chirrido de unas ruedas. No, sus ruedas. El asfalto mojado la desequilibró detrás del volante unos segundos y Catherine sintió el mundo convertirse en un túnel sin final, con una pared gruesa al fondo que detendría su recorrido en un impacto letal.

El recuerdo llegó como un relámpago. Otro claxon años atrás, ruedas derrapando, luces brillantes, gritos, un golpe, vidrios por todas partes.

Catherine apretó el freno por instinto, deteniéndose a una orilla de la calle y mirando la cortina de lluvia que cegaba su camino. Sus jadeos sangraban desde su garganta y quemaban sus vías respiratorias, su corazón latía hasta ensordecerla y el espacio dentro del auto era abrumadoramente pequeño.

Ella moriría.

Sus manos retiraron torpemente el cinturón de seguridad y Catherine salió del auto como si su vida dependiera de ello. Su cuerpo se movió solo, su cerebro saturado de recuerdos que obnubilaban su juicio hasta convertirla en una estúpida con cada segundo que pasaba.

Un paso tras otro, Catherine se alejó del auto y se adentró más en la lluvia. Mechones de cabello rubio se pegaban a su rostro, la ropa empapada enfriaba su temperatura y la lluvia acallaba el ruido de su cabeza, dejando solo un entumecimiento agradable que la enajenó de todo.

¿Por cuánto tiempo caminó? Catherine no estaba del todo segura, ni siquiera le había prestado atención a su alrededor. Supuso por un instante que era una suerte que no la hubieran atropellado al cruzar la calle, aunque no recordaba haberlo hecho.

«Espero que tomes la decisión correcta», repitió su mente a través de la niebla que la entumecía.

¿Cuál era la decisión correcta?

Quizás la lluvia, que misericordiosamente la protegía del mundo cuando su mente se precipitaba por el barranco, tuviera la delicadeza de ofrecerle una respuesta.

—¡Oye, tú! ¡La mujer allí parada! ¡Puedes venir dentro!

Catherine miró en dirección a la voz que le gritaba, encontrando una expresión preocupada enmarcada por una melena salvaje de color chocolate. Y no supo bien por qué, motivos no habían, pero Catherine caminó hacia la dueña de esa voz hasta detenerse delante de una mirada oscura y extrañamente abierta; casi… invitante.

—Estás empapada y la lluvia no va a parar pronto —comentó la muchacha, señalando lo evidente de su estado—. Puedes refugiarte dentro.

La oferta fue reafirmada por el sonido de una campanilla cuando la muchacha abrió la puerta, y Catherine fue golpeada por el atrayente aroma de café recién hecho. Mirando a la joven de nuevo, Catherine encontró una expresión amable y comprensiva que nada tenía que ver con la intensidad de aquella mirada.

—Muchas gracias —dijo, encontrando en ella fuerzas para hablar sin que su voz fallara—. Soy Catherine, por cierto.

—Olivia —respondió la muchacha con una sonrisa, la campanilla anunciando el cierre de la puerta a sus espaldas.

Y la lluvia, que la había acompañado durante toda su ruina ese día, quedó aislada afuera junto con el frío. En cambio, Catherine se vio hundiéndose profundo en el calor de una mirada suave.

Esos ojos, que no se apartaban de ella, le recordaban al café recién hecho en la mañana.

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