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I

Marcus despertó aquella mañana con una extraña sensación fría de peligro, era como si alguien le estuviera observando, se acercó a la ventana y suspiró, la había vuelto a dejar abierta. Se apoyó en la cornisa con lentitud, dejando que el aire frío acariciara su piel con suavidad, se asomó y observó la calle. No había nadie, como era de esperar. Solo eran las cuatro de la mañana, siempre se despertaba a las cuatro en punto.

Se alejó y cerró la ventana para luego proceder con la cortina. Me estoy volviendo loco, pensó, en un vago intento de quitarle hierro al asunto, de no preocuparse tanto por su reciente paranoia. Caminó con pereza a su cama, pensando que aún le quedaban tres horas para que sonara el despertador, tres horas más para dormir.

En su mente se repetía constantemente esa alarma que le impedía no estar alerta. Todos los días caminaba mirando alrededor, pasara por donde pasara todos los ojos parecían apuntarle, incluso cuando la policía le paraba con el coche parecía observarle más de lo normal. Pero a él esas miradas ya no le extrañaban, todos pensaban eso desde que era pequeño. Marcus vivía en un pueblo pequeño, allí casi todos se conocían y se divertían contando cosas de los demás. Sobretodo de él, de su familia y de todos los asuntos que le rodeaban.

Marcus nunca conoció a su verdadero padre, las veces que se había atrevido a hablarlo con su madre ella trató de evitar el tema con respuestas simples, que sí era un hombre ocupado, que no le necesitaban. Y eso era verdad. Nunca le necesitaron, hubo una época, que Marcus no recuerda, en la que estaban solo él y su madre como un equipo. Hasta que ella conoció al que sería su padrastro, el hombre que más había admirado en su vida, aquel que estuvo ahí la primera vez que aprendió a montar en bici o que le ayudó a quitarse su primer diente de leche. Es por eso que fue tan doloroso recibir esa noticia.

Su padrastro se había ido a Afganistán hacía dos semanas, él tenía doce años. Le había prometido traerle un gorro de militar cuando volviera y estaba emocionado, él también quería ser militar, cómo no serlo cuando su ejemplo a seguir lo era. Su alegría no duró demasiado, se esfumó cuando vió llegar a los dos militares, los mismos que se fueron con su padre a la guerra hacía tan poco tiempo. Desde que los vio entrar en el jardín supo que algo no iba bien, que si su padre no estaba con ellos era porque algo malo le había sucedido. Su madre no dijo nada, ni siquiera lo instó a entrar en casa, parecía querer ocultarle la conversación, trataba de escuchar lo que decían a través de la ventana de la cocina pero lo único que pudo escuchar fueron los sollozos de su madre, pudo ver las lágrimas recorrer sus mejillas a través de los cristales y entonces supo lo que había pasado, su padre había muerto.

A la mañana siguiente su madre se acercó a él mientras tomaba el desayuno, lo tomó de las manos y lo llevó a dar un paseo, uno muy largo. Los ojos de su madre, de un color que mezclaba el color miel y el verde grisáceo, miraban la naturaleza con ojos que se sentían perdidos, sin atreverse a mirar a su hijo. Cada vez que pensaba en su esposo no podía evitar que las lágrimas acudieran a sus ojos, pero debía mantenerse fuerte para decírselo a su hijo. No tardó demasiado en darle la noticia, fue algo duro de asimilar, pero en cierta manera, era algo que ya sabía. Sin embargo, aquello no hacía más ameno el dolor, el que su madre se sentara a hablarlo con él solo abría más la herida, confirmaba sin remedio que nunca más vería a su padre.

No lloró cuando le dieron la medalla honorífica, ni cuando sonaron los disparos al cielo, las lágrimas se negaban a salir, solo podía oír la voz de su padrastro "Se fuerte mientras yo esté ahí fuera. Ahora eres mi hombrecito. Cuida de ellos". Quería haber podido despedirse, estaba enfadado por no haber podido hacerlo, estaba resentido consigo mismo por no haber podido hacer que se sintiera orgulloso, por no haberlo visto una última vez antes de que cerrara los ojos para siempre.

Sentía un fuerte dolor en el pecho, uno que ni siquiera el orgullo de saber que su padre había salvado a muchos de sus compañeros podía llenar, uno que por muy heróico que hubiera sido le hacía desear de forma un poco egoísta que hubiera sido él uno de los que hubieran sido salvados en lugar de el héroe. Recordó haber salido corriendo de allí mientras los invitados caminaban a casa para comer algo y consolar a la familia. Quería huír por unos minutos, escapar de todo ese ambiente, de esa presión. Escuchaba a su propio corazón latir con fuerza en sus oídos mientras corría, se encontraba tan alarmado que ni siquiera vio acercarse a aquel hombre grande y vestido de negro. Se percató de su presencia al sentir sus manos aferrándose fuerte contra su brazo y tratando de apartar su camisa para comprobar si era cierto que en su espalda se encontraba aquella marca de color negro azabache, la marca con el símbolo de Aries.

No pudo distinguir bien el rostro del hombre, pero pudo percibir una sonrisa que se ensanchó en su rostro al ver aquel signo que parecía pintado con tinta sobre su piel . Marcus entró en pánico y trató de zafarse, pero sus esfuerzos eran inútiles contra la fuerza de aquel mayor. Una voz resonaba lejana en su cabeza, pero no podía oírla, estaba demasiado aturdido y asustado. La voz continuaba retumbando y de repente, sin saber muy bien qué pasó, algo tomó su cuerpo, lo poseyó completamente, tornando sus verdes ojos en negros, y como si de un acto reflejo se tratara, la piel del hombre que estaba en contacto con la suya comenzó a arder de manera incesante, provocando en él un fuerte grito seguido de un sollozo silencioso que sólo provocó un intercambio de miradas entre ambos, asustadas tanto por parte del hombre como por parte de Marcus.

Días después, todo el pueblo comentaba que Marcus, el hijo del militar muerto, había quemado al carnicero del pueblo cuando se había acercado a darle el pésame. Todos lo tachaban de inestable e incluso a veces, sospechaba que su madre era capaz de dudar de su inocencia pese a fingir que no era así. Así eran las cosas en su pueblo. Cuanto más pequeño, más chismoso, o eso le gustaba pensar para no creer en la idea de que realmente lo estaban siguiendo.

Tumbado sobre la cama se dedicó a mirar el techo, a contemplar aquellas estrellas que su padrastro le había colocado cuando era un niño pequeño al que la oscuridad no le gustaba, muchas veces había pensado en quitarlas, argumentando que ya no tenía ese problema, pero quitarlas sería como borrar su recuerdo. Quizás era por eso que su madre se había negado a quitar las cosas de su despacho, quizás por eso, todos en aquella casa se empeñaban a cuidar aquellos indicios de lo que para finales del año en que su padrastro murió planeaba ser una casa del árbol para los hijos de la familia Dellaway.

Algún día pensó ... Algún día debo terminar esa casa para Thomas.

Sin saber cómo, se durmió, completamente estirado en la cama y con la almohada en el suelo junto con las sábanas. Al día siguiente la alarma sonó a las seis, como hacía de costumbre, la apagó en un acto reflejo sin llegar a despertarse y continuó su sueño, ignorando por completo las rutinas que había adquirido mientras su padrastro aún vivía. El cansancio invadía su cuerpo como ocurría todos los días desde que se despertaba en la madrugada.

Sintió unos pasos resonar por su habitación, acercándose a él. Levantó la cabeza, esperando encontrarse a su hermano pequeño, Thomas, pero no vio nada, estaba él solo en su habitación. Se incorporó con rapidez, tratando de descifrar de donde provenían aquellos pasos ligeros que habían sonado al lado de su cama, sin éxito.

— Marcus son las siete y media —. Thomas abrió la puerta de golpe, asustándolo, ya que aún no había encontrado la ubicación de su acosador invisible, pero también aliviandolo de alguna forma al hacerle saber que no estaba solo. El rostro de su hermano se mantenía imperturbable con una fuerte expresión de sueño —. Tu bus pasa en diez minutos.

— ¡Joder!— masculló Marcus entre dientes. Se levantó con rapidez, pensando en un conjunto de maldiciones que su madre le tenía completamente prohibidas decir dentro de casa. Se vistió mientras salía deprisa por la puerta de su habitación para dirigirse al baño, el único que tenían en toda la casa.

Su hermano se le quedó mirando, acostumbrado a ver a Marcus salir corriendo de casa, bostezó y bajó con pereza a la cocina. Su madre ya se había ido a trabajar.

Mientras Marcus trataba de colocarse el pelo intentando no parecer un indigente para luego lanzarse por la barandilla de las escaleras, saltando de un piso a otro en un desesperado intento por no perder el autobús, Thomas esperaba como cada mañana mientras terminaba su vaso de leche. Colocó en la mochila de su hermano el desayuno que nunca se tomaba en casa. Miró en el armario, sin sorprenderse de haberse quedado sin galletas, se rascó la barbilla y puso el brick de leche entero y un tupper con cereales miel pops.

Sus ojos captaron como Marcus salió despavorido de la casa al ver el bus detenerse frente al jardín de su casa. Sin mochila. La cogió en brazos y aguantó la respiración al recibir todo el peso de los libros y cuadernos que Marcus llevaba a clase todos los días. Corrió tras él tratando de alcanzarlo, gritando su nombre en una escena que los compañeros de su hermano ya se habían acostumbrado a ver y que, para su desgracia, les hacía mucha gracia.

Lo alcanzó justo en las escaleras del bus y, como el adulto responsable que no era, le traspasó todo el peso de los libros de golpe, gesto que habría desestabilizado a cualquiera, excepto a Marcus, claro, Marcus, a ojos de Thomas, era un chico fuerte y muy duro, como una versión menos culturista de Terminator. La mirada de Marcus se suavizó y se acercó al pequeño Tommy para besar su frente con cariño y acto seguido, revolver su pelo en un gesto fraternal, cosa que siempre hacía a Thomas sentirse bien consigo mismo.

Marcus subió al bus, sintiendo la mirada burlona de la mayoría de sus compañeros. Sobretodo de un tipo al que realmente detestaba, o como a él le gustaba llamarle, Dean el machirulo.

— ¿Hay un día en el que no te duermas, Dellaway? — era un chico más bien delgado, cara alargada y pecas que se esparcían con sarna sobre su cara —. Supongo que has vuelto a pasar otra noche en comisaría.

—Si, me habían detenido por comerme a tu abuela no te jode— contestó el joven rodando los ojos— y ahora me van a volver a detener por partirte la puta cara pedazo de imbecil, repite eso si tienes huevos que...— su amigo Carlos lo detuvo, interrumpiendo su mala leche mañanera como solo él sabía hacer.

— Aquí no nos comemos a nadie ni pegamos a nadie— negó lentamente su amigo, clavando sus ojos oscuros sobre los suyos, como si temiera no poder controlarlo mucho más— ¿Verdad que no?

— Marcus ven a sentarte —Matiah se encontraba sentado en los asientos del final, tenía apoyado el brazo en el asiento vacío de delante y miraba la escena con diversión, nada era capaz de perturbarlo. Ni siquiera los instintos homicidas de su amigo.

Caminó entre las personas y se sentó al lado de su amigo con cara de pocos amigos, una cara muy suya.

Se dejó caer sobre el asiento de mal humor y abrió la mochila para asegurarse de que tenía todos los libros del día ahí metidos. Sorprendiéndose de encontrar el desayuno que su hermano había dejado para él.

— Cada día Thommy se supera a si mismo —. Dijo Carlos con diversión, colocando sus suaves rizos oscuros con las yemas de sus dedos— algún día llegará lejos.

—Creeme que sí, más que nosotros por lo menos— añadió Matiah, con una sonrisa que poco destacaba en un rostro tan pálido como el suyo. A veces, Marcus se preguntaba si sus padres de pequeño lo habían bañado con lejía.

—Oh dios mío, no me gustan los Miel Pops— Marcus negó despacio— prefiero los Corn Flakes.

—¿Qué clase de problema tienes?— Carlos lo interrumpió, con un claro tono de indignación— Te gustan los cereales sosos, como tú.

— Voy a decirle al pobre de tu hermano que no te gustan los desayunos que te hace —Matiah cogió con la mano un puñado de cereales y comenzó a comer.

—Ni se te ocurra— lo amenazó Marcus mientras daba un largo trago al brick de leche— Tommy no tiene ni que sospecharlo.

— La verdad, tu hermano es un santo, Dellaway —su amigo se recostó en su asiento con pereza— el mio no me hace ni caso.

—Lo sé, tengo mucha suerte— el joven suspiró y se recostó en el asiento guardando el brick— por eso no quiero que nada le haga daño.

Se entretuvo mirando por la ventana, mientras sus amigos comenzaban a discutir sobre uno de aquellos programas de telebasura que les gustaba ver. Marcus no veía ninguno de ellos así que se limitaba a asentir y a fingir que tenía algo de idea sobre quién se iba o se quedaba en los concursos o sobre qué iba a pasar en los nuevos capítulos de las telenovelas. Miraba cómo las personas de su pueblo se preparaban para afrontar el día cuando se topó de nuevo con la mirada del carnicero, un tipo alto y fornido con una pequeña cicatriz en la ceja y nariz aguileña, la piel bastante bronceada y un cabello que en su día fue negro pero que ahora se encontraba lleno de canas.

Aquel hombre siempre lo miraba mal, desde antes incluso del incidente del funeral de su padre. Nunca había sabido la razón, pero tenía claro que fuera lo que fuera no le daba buena espina, tenía algo malo y lo sabía desde el día del incidente, por mucho que mostrara una cara amable al mundo Marcus sabía que ocultaba algo.

La mañana transcurrió bastante tranquila, como casi siempre. En los pueblos pequeños todos se conocían y no solía pasar nunca nada, eran el lugar típico de las películas y series americanas donde todo el mundo era feliz, aunque claro, en las películas siempre se inventaban algún crimen que le diera gracia al largometraje, pero en resumidas cuentas, eso no era lo común, normalmente todo iba bien. Quizás por eso le sorprendió que lo llamaran a dirección, ese día no había hecho nada.

Ese día había venido un pariente de su madre, un hombre inglés, alto y pálido, con una sonrisa que ocultaba más de lo que quería hacer parecer. Marcus se sorprendió de que aquel sujeto se presentará en el instituto en lugar de aparecer en su casa. Le resultaba sospechoso que su madre hubiera mandado a alguien a buscarlo como si de un niño pequeño se tratase.

Una voz en su cabeza le gritaba que saliera huyendo, pero ya era tarde, un profesor lo acompañaba a dirección y no podía zafarse, debía buscar otra manera. Miró a su alrededor pero lo único que vio eran obstáculos, escaleras, paredes y puertas que solo lo alejaban de su objetivo, el escape.

El profesor de literatura lo dejó en el despacho del director con una sonrisa amable, como si no fuera a entregar a Marcus a un potencial secuestrador de menores y se marchó despreocupadamente de nuevo hacia el aula, con los dedos entrelazados detrás de la espalda y con una alegría inusual para lo que era ese señor tan amargado.

—¿Pero qué cojones le pasa?— murmuró el joven mientras sentía la mirada atenta y sonriente del director, a quien podría considerar como un viejo amigo de tantas visitas que le había hecho de no ser por su carácter asocial y malhumorado que no le permitía llevar los castigos con felicidad y filosofía.

—Tu tío nos ha informado de que te vas a un internado en Inglaterra— la sonrisa del director Hunnings se ensanchó al pronunciar esas palabras y fue ahí donde Marcus supo lo poco que aquel hombre le apreciaba. Después de todo iba a ser cierto que todo el pueblo lo veía como un potencial delincuente juvenil.

—Esto es un error, yo no voy con este tío ni a la vuelta de la esquina, como para ir a otro país— se rehusó el chico, reacio a aceptar que su madre fuera a mandarlo tan lejos sin despedirse.

El hombre trató de restarle importancia a las quejas de Marcus y soltó una suave risa despreocupada, como quien ríe las gracias a un niño, cosa que solo logró enfadar mucho más al joven.

—Tu madre no te lo dijo para no alarmarte, pero es lo mejor para tí, nos vamos ahora mismo al aeropuerto, un avión nos está esperando.

—Pues metete el avión por el culo y a ver si del impulso te vas a Inglaterra tú solo— contestó con un tono envenenado que provocó que al director prácticamente se le salieran los ojos de las órbitas. Su aspecto habría hecho reír a Marcus en cualquier otra situación, pero ahora se encontraba demasiado alarmado como para pensar en que parecía que al director se le iban a caer las cejas, ahora estaba asustado y eso se notaba en su rostro, que estaba más pálido que de costumbre.

—Señor Dellaway, le ruego que no sea maleducado, este es un centro escolar— lo regañó el director, alterado y aún con una expresión exagerada para esa frase tan tonta.

—¡Pues es un centro escolar deficiente porque dejan marchar a los alumnos que les caen mal con desconocidos que podrían ser delincuentes!— vociferó, haciendo reír aún más a su supuesto tío, que fingía ser un familiar divertido por los caprichos de su sobrino.

—Ya está bien, Marcus— el hombre se puso en pie y colocó una mano en el hombro de Marcus, haciéndolo caminar a la salida— siento las molestias, señor Hunnings, mi hermana se pasará en unos días a por el expediente para el traslado.

—Me parece perfecto— asintió el director, complacido por ver cómo lo sacaban de allí— mucha suerte en tu nuevo instituto, Marcus, espero que te sea tan beneficioso como me ha dicho tu tío.

El muchacho trató de rechistar, pero el hombre se acercó a su oído y le susurró unas palabras que le hicieron estremecerse y provocaron que se le erizara la piel como nunca le había pasado.

—Tengo a Thomas en el coche, tiene un pijama monísimo con sus marcianitos verdes, por cierto, es un chico muy dulce— sintió como una sonrisa se formaba en el rostro de aquel hombre, una sonrisa sádica y malvada, y apenas pudo contener los impulsos que le incitaban a golpearlo. Si no hubiera sido por Thomas...lo habría matado en ese mismo lugar.

—¿Qué quieres de mí? No tengo nada— trató de negociar, en un tono neutral y duro que no dejaba espacio a la desesperación o el miedo.

—Solo quiero que te metas en el coche y te estés quieto, si lo haces, Thomas no sufrirá ningún daño. Lo prometo.

Marcus rechinó los dientes con fuerza y lo miró con ojos fieros, desafiantes, quizás incluso demasiado para ser sólo un chico de diecisiete años, pero se sometió, sólo por esa vez, por el pequeño Tommy, que lo necesitaba más que nunca. Caminó hasta el Volkswagen negro de cristales tintados y se sentó en el interior cuando el hombre le abrió la puerta, sin darle tiempo a reaccionar antes de que le bloquearan las puertas.

La voz de su interior salió a relucir una vez más, pero esta vez más clara y concisa que normalmente. Pudo distinguir una voz femenina haciendo eco en su cabeza y resonando en su cráneo una y otra vez, una y otra vez.

—Thomas no está aquí, es una trampa.

Un escalofrío recorrió a Marcus y pudo sentir el suave rugir del motor bajo su asiento, el coche estaba arrancando y él estaba atrapado.

La voz trataba de hacerse eco de nuevo, más fuerte, pero había algo que le impedía cobrarse toda la fuerza que necesitaba, como si el propio miedo de Marcus la estuviera limitando. Quería gritar pero le resultaba imposible, o al menos, eso parecía en un principio. El propio Marcus estaba aterrado de si mismo, aterrado de aquel hombre, aterrado de que esas voces significaran que estaba loco. Por primera vez, Marcus estaba en shock, su cuerpo se negaba a moverse y parecía no poder reaccionar, se había paralizado.

Esos segundos se le hicieron eternos, le hicieron sentir que no pasaba el tiempo. Sentía un ruido constante y sin sentido a su alrededor, un ruido que lo aturullaba y le impedía concentrarse, pero en ese momento, como si su propio subconsciente estuviera tratando de echarle una mano, las imágenes de los días que pasó entrenando con su padre vinieron a su mente una tras otra. Los movimientos, los consejos. Esto es lo más importante, Marcus. Pase lo que pase, nunca dudes, nunca. Esa frase se repetía en su mente una y otra vez mientras el hombre posaba la mano en las marchas y se disponía a emprender el viaje de una vez por todas, en un tiempo récord, pero que a Marcus se le había hecho eterno.

No lo pensó dos veces, en cuanto el hombre se distrajo para tomar el volante Marcus tomó su cabeza y la golpeó contra éste con toda la fuerza que pudo sacar, que no era poca teniendo en cuenta su altura, que era mucha para un chico de su edad, y teniendo en cuenta el entrenamiento militar que había seguido religiosamente cada mañana hasta que sus días de insomnio lo habían interrumpido. Tomó al hombre de la corbata y lo apartó con furia aprovechando su desorientación para poder quitar el seguro al coche y salir por la puerta del copiloto. Sintió la adrenalina invadir su cuerpo mientras corría, como un incentivo más, subiendolo tan alto que temía que nadie pudiera pararlo nunca. Se vio forzado a volver a la realidad cuando escuchó los pasos del hombre resonando tras él. Sabía que ese hombre estaba entrenado, y probablemente fuera un soldado hábil. Pero él tenía algo que ese británico insoportable no, él corría para salvar su vida.

Creyó haberlo perdido en algún momento de la carrera, pero siempre, fuera como fuera, en algún momento volvía a encontrarlo, era una persecución incesante, estresante e insoportable que ponía todos sus nervios de punta. No supo bien cómo, tal vez ya veía todo borroso de tanto correr, pero se vio atrapado. Corrió y corrió por calles y callejones sin saber por qué lo perseguían tanto, sin saber qué lo hacía tan especial y valioso, corrió hasta perderse por el pueblo, y al final, como si su destino fuera inevitable, llegó a un callejón y no vio la salida.

Un muro de ladrillo lo mantenía al alcance de ese hombre, y por mucho que pudiera treparlo, no disponía de tiempo suficiente para hacerlo, estaba inevitablemente condenado.

El hombre trajeado se plantó en la única salida, con la nariz ensangrentada y algo hinchada y dolorida del golpe, y Marcus, tratando de retroceder, se golpeó con los contenedores y pudo ver, horrorizado, lo que en ellos se había vertido. Residuos de carnicería.

El carnicero salió de una puerta lateral que daba al callejón y lo miró con ojos que ansiaban venganza por las quemaduras causadas en el pasado. Sus manos arremangaron su camiseta gris y aún pudo ver la cicatriz de los injertos de piel que le habían colocado hacía cuatro años. Marcus se estremeció, dando todo por perdido, y, en un desesperado intento por salvarse, tomó la tapadera del cubo de basura y se la arrojó a la cabeza al carnicero, que la atrapó con un movimiento rápido,sin apenas inmutarse.

Algo se revolvió dentro de Marcus, como una llama que desea salir. Sintió fuego en sus venas acompañado de una extraña sensación que ya había sentido antes, algunas noches en su habitación, cuando sentía la presencia de su acosador invisible. Era como si dos personalidades distintas, dos presencias, se encontrasen girando en torno a él. Su conciencia, y aquella que lo acosaba por las noches. Sintió una brisa fría que pasó a su lado inocentemente, acercandole una tubería metálica a los pies, que tomó sin pensarlo dos veces, y a continuación, con energías renovadas y unas fuerzas que no sabía muy bien de dónde venían, volteó su cabeza y enfrentó su mirada a la de ambos hombres, de una vez por todas.

Ambos hombres se miraron y rompieron a reír, el hombre trajeado se acercó con pasos decididos y tomó una pistola de su chaqueta que le heló la sangre a Marcus, aunque, como buen soldado que era, o al menos eso le gustaba pensar, trató de mantener la cabeza fría.

Antes de que el hombre pudiera siquiera reaccionar el chico lo golpeó con fuerza en el brazo y lo despojó del arma bruscamente, haciéndolo caer a unos metros de su posición, justo a los pies del carnicero, que se acercaba a pasos agigantados para ayudar a su compañero. La batalla parecía desequilibrada, pero Marcus enseguida logró tornar la balanza a su favor. Pateó el arma con furia para alejarlo del carnicero y, cuando este se acercó a golpearlo levantó la tubería y lo golpeó como si de una bola de baseball se tratase. El hombre trajeado trató de contrarrestarlo, pero una fuerza invisible lo desequilibró y lo lanzó contra los contenedores de basura con una fuerza que habría asustado a cualquiera que hubiera visto la escena, que más que algo de la vida real parecía un suceso digno del cine de terror. Marcus levantó el brazo y dio un codazo en la cara al carnicero cuando trató de agarrarlo por detrás, y dejándolo medianamente aturdido, mientras el otro hombre aún se recomponía del golpe, tanteó el terreno con la mirada en busca de una salida.

De nuevo, hubo algo externo que parecía querer ayudarlo. Una puerta metálica que se encontraba frente a la de la carnicería se abrió despacio, revelando la trastienda de un pequeño local de comestibles que vendía frutas, verduras y un poco de todo. Marcus entró a la velocidad del rayo y bloqueó la puerta como buenamente pudo para evitar que lo siguieran, aunque eso no sirviera de mucho teniendo en cuenta que solo tenía dos salidas posibles y que sus perseguidores iban a tener muy claro qué camino había tomado.

Salió de la tienda todo lo sigilosamente que pudo y acto seguido corrió como alma que lleva el diablo en busca de otro lugar donde refugiarse, casi pudiendo sentir los pasos de ambos hombres pisando sus talones. Caminó rápidamente al callejón que juntaba el estanco con la tienda de ropa y artículos deportivos, ese callejón donde tantos días se había escondido para fumar un cigarrillo antes de ir a hacer la compra como casi siempre le ordenaba su madre y trepó por la reja de metal que lo separaba del callejón de la calle paralela, la de la librería y el cine. Subió al pequeño muro de ladrillo que sostenía la vieja reja y con decisión saltó a la otra calle, rascándose un poco las manos al apoyarlas en el suelo para amortiguar mejor la caída. Con una mayor sensación de seguridad, revisó lo que a su alrededor se encontraba y se fijó bien, por primera vez, en aquel lugar en el que nunca entraba, la librería de aquel anciano alemán que llevaba en ese pueblo más años que él.

A pesar de no haber entrado nunca, ni siquiera para encargar los libros del colegio ya que de eso se encargaba su madre, y por lo tanto, de no conocer en absoluto el lugar y mucho menos al dueño, la librería le pareció el mejor lugar en el que refugiarse. Porque de todos modos, ¿quién debería temer a un anciano? Si trataba de atacarlo podría pelear contra él perfectamente y tendría todo a favor de su victoria, esa idea no tenía más que ventajas.

Una suave campana tintineó en el momento en que se decidió a atravesar esa puerta. No había demasiada gente, sólo un par de ancianos leyendo el periódico y una mujer con un niño de unos dos años que se dedicó a mirarlo mal porque a esas horas debería estar en clase. Trató de no llamar demasiado la atención, caminó entre aquellas estanterías oscuras de madera de nogal sin que nada le llamase especialmente la atención hasta que llegó a una sección de algo que parecía astronomía. Multitud de libros kilométricos, enciclopedias y volúmenes se hacían espacio en aquel lugar, sin embargo, no fue ninguno de ellos lo que llamó su atención, fue un pequeño librillo bastante fino y de un aspecto muy antiguo. Sus cubiertas, de piel, estaban teñidas de un color azul muy intenso, con suaves dibujos dorados de hermosos símbolos celestiales decorando ambas tapas y dos únicas palabras escrita en un lenguaje similar al alemán en su portada. Persönliches Tagebuch.

En ese momento Marcus agradeció con toda su alma haber estudiado alemán en el instituto porque de esa forma al menos pudo reconocer el idioma, aunque había algo extraño que le estaba ayudando en su lectura, como si las letras delante de sus propios ojos se reorganizaran y se tradujeran al inglés automáticamente. Marcus acarició el libro con suavidad entre sus manos, algo extasiado, hasta que una voz con marcado acento alemán rompió su encantamiento, poniéndolo en alerta de nuevo.

—Lo siento, eso no está en venta, lo he colocado ahí por error, es un objeto muy preciado para mí.— el joven se volteó lentamente al escuchar esas palabras y se topó con el rostro arrugado y el cabello lacio y canoso del señor Müller, que pareció exageradamente sorprendido al verlo, como si incuso dudase que pudiera leer. Cosa que bueno, teniendo en cuenta que el libro que portaba en las manos estaba en alemán podría tener algo de sentido.

Sus ojos se encontraron y a los pocos segundos de hacerlo Marcus pudo ver cómo el anciano frotaba sus cansados ojos y volvía a concentrarse en los suyos. Las cosas resultaban algo raras, pero Marcus ya se había acostumbrado a eso desde que, sin razón aparente, sus ojos comenzaron a cambiar paulatinamente cuando cumplió los dieciséis y pasaron del verde esmeralda a parecer una bóveda estrellada. Sí, exactamente, los ojos de Marcus eran como una galaxia.

—Te estaba esperando— susurró el anciano nada más salir de su estupor, mirando a un lado y a otro como si se temiera que algo iba mal— pasa a la trastienda, tengo mucho que contarte.

El chico asintió, apretando el diario contra su pecho como si le transmitiera confianza y se encaminó a la zona trasera de la librería, donde se encontraba la casa del señor Müller. El anciano le ofreció asiento en su sala de estar y se dispuso a preparar un chocolate con malvaviscos a la vez que realizaba una llamada de la que Marcus no pudo captar ni una sola palabra. Acto seguido se acercó al joven y le tendió la humeante taza mientras tomaba asiento en frente, preparado para contarle cosas que ni en un millón de años podrían resultar creíbles.

—Abre el diario, Marcus— lo alentó, dispuesto a comenzar todo lo despacio que fuera necesario. El joven obedeció y abrió aquel libro por la primera página, topándose de nuevo con solo dos palabras y un símbolo, un pequeño signo de Aries dibujado en la esquina. Kristen Baker. Se quedó extasiado por unos segundos al vislumbrar el símbolo y sintió un pequeño vuelco al corazón al leer ese nombre, después fijó su mirada en el hombre, que lo miraba expectante, sin saber que tenía esa página de especial.

—Ese es tu símbolo, ¿verdad? Tienes la marca de Aries en algún lugar— Marcus llevó una mano a su paletilla inconscientemente y asintió despacio, sin comprender bien el punto de lo que quería decirle ese anciano, ¿qué era lo que hacía tan especial a su marca de nacimiento? — Te han perseguido y atacado y ni siquiera sabes por qué. Tienes miedo y te sientes perdido, pero nada de lo que hagas puede ayudarte y en el fondo lo sabes, es solo cuestión de tiempo

—Me volveré loco, ¿verdad? O me matarán antes de que eso ocurra— interrumpió Marcus, preguntas a las que el hombre no pudo dar una negativa, pero tampoco pudo dar la razón.

—Eres alguien muy especial, Marcus, desde tu nacimiento has sido especial y nadie puede cambiar eso. No sabes quién es tu padre y eso tiene una explicación, porque tu padre no pertenece al mundo terrenal, tu padre es un dios, uno de los doce señores del zodiaco— los ojos de Marcus se abrieron como platos y sintió la necesidad de irse de allí antes de convertirse en la marioneta de alguna secta extraña, pero el anciano continuó con su charla. — Se que parecen cavilaciones de un viejo pasado de rosca, pero es verdad, Marcus, ¿o nunca te has preguntado por qué puedes quemar a alguien solo con tocarlo o por qué tus ojos parecen estrellas? Eres el hijo de Aries y por eso ahora hay gente que quiere matarte, gente muy mala y con métodos muy oscuros. Tu familia y tú estáis en peligro. Yo me encargaré de hablar con tu madre de esto pero tu debes salir de aquí ya, saben que estás en el pueblo y no hay ningún sitio seguro en el que refugiarte. Ve a Olympia, está muy cerca de aquí y he dado el aviso de que necesitas una guía que te explique lo que está pasando y te refugie. No puedes volver, o al menos no en un tiempo. Llévate el diario, yo mismo te llevaré a la estación, no pases por casa, te mandaremos lo que necesites, solo debes coger el autobús y marcharte antes de que te encuentren, ¿me has entendido? Es la única manera de salvarte y de salvar a tu familia. Denunciaremos tu desaparición y así alejaremos a tus perseguidores de este pueblo, te prometo que todo va a ir bien, solo debes ir a Olympia y buscar a Mackenna Grace, te he anotado sus señas.

Marcus asintió lentamente, procesando la información, y tomó un montón de post-it que el anciano tenía en su mesita de café para anotar cosas sin importancia, garabateó una nota de disculpa con un único lo siento para su madre por el peligro al que los había expuesto y por su repentina desaparición, y sabiendo que estarían mejor sin él, se dejó llevar a la estación con la esperanza de poder volver a casa algún día.

Durmió durante el viaje, no demasiado, pero lo suficiente como para retomar algunas fuerzas antes de buscar a Mackenna. Caminó por las calles de Olympia, mucho más grandes que las de su pueblo, por cierto, y finalmente llegó a una preciosa casa blanca con una puerta pintada de rojo donde junto al buzón podía leerse Sr. y Sra. Grace. Caminó decidido a la puerta y sin pensarlo dos veces, tocó con golpes decididos pero no demasiado fuertes para no resultar descortés.

Esperó uno, dos, tres segundos, y finalmente, se topó con una mujer de unos treinta años con el cabello castaño liso que le caía sobre la espalda y los ojos castaños ocultos tras unas gafas de prada que parecían bastante a la moda. Todo en ella iba perfectamente conjuntado, llevaba una falda negra de tubo con una americana a juego y una camisa blanca, parecía una empresaria importante o una embajadora. Su piel estaba bastante bronceada y sus rasgos la hacía parecer extranjera. A Marcus le sorprendió que alguien vistiera así para estar en casa, pero el recuerdo del señor Müller diciéndole antes de despedirse que ella lo esperaba se lo explicó rápidamente

—¿ Marcus Dellaway? —Dijo con voz seria, tratando de comprobar si realmente era él.

—Si el señor Müller me dijo que me estabas esperando— murmuró, con una timidez poco habitual en él.

—Si, soy Mackenna Grace, secretaria del consejo de ancianos de la religión Signa, encargada especialmente de los asuntos del continente americano. Pasa, he hecho café, tengo mucho que contarte— la mujer lo invitó a entrar y cerró la puerta tras de sí caminando a un patio trasero perfectamente cuidado y lleno de un césped muy verde— tu cuarto está arriba, ya lo he preparado, mi esposo recogerá tus pertenencias mañana y yo te acompañaré a comprar todo lo que necesites, pero lo primero es lo primero, toma asiento.— Lo incitó con tono demandante, sentándose frente a él. —Comenzaré por el principio, cuando se creó el universo las responsables de hacerlo fueron las constelaciones zodiacales que eran quienes gobernaban en esos tiempos. Trece en total.

—¿No eran doce? —Interrumpió Marcus provocando una mirada de exasperación en Mackenna.

—No, eran trece, pero deja que termine de hablar antes de las preguntas. Una de ellas, la última, llamada Ofiuco, quería el poder únicamente para si y buscó una excusa para destruir el sistema. Las constelaciones tenían amores con humanos, dando lugar a los celestes, seres poderosos hijos de las constelaciones que no tardaron en ganarse el aprecio de sus padres. Pero los hijos inmortales de estos, ofendidos, querían venganza y Ofiuco se la ofreció uniéndolos a su causa. Las zodiacales decidieron solo tener un celeste cada una cada mil años y estos son protegidos por los signa. Pero deben luchar para ganar a los omegas, que son Ofiuco y sus seguidores, de una religión contraria a la nuestra.— Observó cómo Marcus asentía a sus palabras, comprendiendo lo que decía.— Tu eres un celeste, el hijo de Aries y el primero del que tenemos constancia en América, tu misión es encontrar a los demás celestes de este continente para podernos reunir en Europa.

—¿Cómo los distinguiré?— Mackenna daba golpecitos con las uñas en la mesa mientras pensaba, a la vez que removía su café.— Todos tienen una marca, igual que la que tendrás tú. También tienen ojos galaxia y desprenden una tenue luz en la oscuridad.

— Y cuando acabe... ¿Cómo me pongo en contacto con vosotros?— La mujer sacó una libreta y un boli de su bolso y apuntó un teléfono.

—Me llamarás regularmente, cuando estéis todos alguien vendrá a buscaros para llevaros a salvo a Europa. Debes saber que los omegas están en todas partes y probablemente te sigan, es peligroso, lo sé, sufrirás ataques y pasarás muchas dificultades pero confío plenamente en tus habilidades.

—Esto es un poco... no sé qué decir— Marcus negó despacio— creo que necesito despejarme.

—Deberías darte una ducha y echarte un rato la cama, hay demasiado que procesar y seguramente necesites tiempo para pensar en preguntas que quieras hacerme. Te prometo que todo va a ir bien— la mujer le dedicó una bonita sonrisa y le puso la mano en el hombro, tratando de calmar sus preocupaciones— te quedarás aquí unos tres o cuatro meses para ponerte al día con nuestra historia, costumbres, cosas que necesites saber y por supuesto, entrenamiento. Cuando estés listo y las cosas se hayan calmado con la policía, que te estará buscando, te sacaremos de aquí con toda la discreción posible y podrás comenzar a buscar celestes.

—Entonces, que así sea— concedió Marcus mientras se terminaba el café que le quedaba en la taza y se ponía en pie velozmente, deseoso de llegar a la cama y de dormir por lo menos doce horas seguidas. Se despidió educadamente de Mackenna y subió a ducharse al enorme baño que había junto a la habitación que le habían destinado.

Se notaba de lejos que Mackenna y su esposo vivían muy bien, así que Marcus supuso que los Signa eran gente poderosa, gente que de verdad podría protegerlo.

Se colocó delante del espejo y se observó mientras se quitaba la camiseta con cuidado. Su torso estaba algo marcado con moratones que los golpes contra las paredes y contra esos hombres le habían ocasionado. Tenía el labio roto y varias heridas en las manos, además de muchos raspones. No había pensado que iba a tener tan mal aspecto, pero al verse vio claramente que estaba mucho más perjudicado de lo que creía.

Lavó sus heridas con toda la delicadeza posible y, algo magullado aún pero mucho más relajado, se vistió con la ropa interior y el pijama nuevos que Mackenna le había dejado sobre la cama y se dispuso a tumbarse para envolverse en un profundo sueño. Un sueño que se vio interrumpido por una perspectiva que le había resultado increíblemente más interesante, el diario.

Sus tapas azules parecían llamarlo desde la mesilla y un extraño aura de atracción parecía incitarlo más y más a tomarlo entre sus manos. Su mano izquierda se deslizó lentamente hacia aquel libro y, sin pensarlo dos veces, ignoró el cansancio y decidió comenzar a leer aquellas páginas que tan fuertemente lo llamaban. Abrió el diario por el principio y comenzó a leer, sin poder dar ya marcha atrás.

Mi nombre es Kristen Baker, soy panadera y por mi cumpleaños me han regalado este diario. Mi madre ha creído que sería buena idea que comenzase a narrar mis emociones así que aquí estoy. Esta soy yo y lo que voy a narrar ahora, es mi historia

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