7
La temperatura a la una de la madrugada es desagradable por lo que, con motivo de calmar el castañeo de dientes, cierro la cremallera de mi sudadera y meto las manos en los bolsillos mientras que mi madre se decanta por fumar un cigarrillo. La humedad de mis mejillas contribuye a que mi vello se erice, restriego la manga de mi chaqueta contra mi cara y una gota de sangre se impregna en la tela.
—Mamá... —titubeo.
— ¿Qué?
"Perdóname."
9 letras.
—No lo sé... —suelto al fin.
—Ahora se lo contarás todo a los doctores.
Cabe destacar que acudir al hospital en mitad de la noche ha sido ocurrencia de mi madre. Desconfió de mí al creer que sería capaz de tomarme la caja entera de medicamentos contra la ansiedad y, aunque me he esforzado en negarlo, una mujer al otro lado del mostrador me ata una pulsera de papel con mi nombre alrededor de la muñeca.
Atravesamos los pasillos de la primera planta de urgencias donde el jaleo es mínimo y el silencio perturbador. La sala de espera, donde hacemos tiempo hasta que nos avisen según la mujer de antes, parece algo más animada gracias a la presencia de pacientes octogenarios que alternan sus rezos con toses.
Antes solían gustarme los hospitales hasta que, una noche, tuvieron que ingresarme aquí. Yo estaba a gusto, el problema era mi madre quien se pasó dos días seguidos llorando.
— ¿Vas a estar callada todo el rato? —la enfrento, ella me ignora—. Está bien, me rindo.
Al ponerme en pie, mi madre deja caer con voz ronca una pregunta:
— ¿Adónde vas?
Sin otorgarle una respuesta, me encamino hacia la puerta corredera de enfrente que conduce hasta un servicio. Solo hay un retrete y un lavabo, tú lo sabes, Kai, sin embargo, entras detrás de mí. Te observo a través del espejo, te pegas a mi espalda y pones tus manos encima de mis hombros.
—Eres guapa incluso cuando lloras.
Agito los hombros, captas la indirecta y quitas tus manos de mi cuerpo. Me permites inclinarme hacia delante para que abra el grifo. Al situar las manos bajo el chorro, varias gotas salpican contra la pulsera de papel. Maldigo, tú miras mi muñeca y dices:
—Así que Carla Sánchez Díaz, ¿no?
—Ya sabes cómo encontrarme en Instagram, ¿verdad, Kai?
Veo tu sonrisa reflejada en el espejo. Intentas ser dulce pero eres aterrador, sobre todo, cuando apartas mi cabello del cuello y acercas tu boca a mi oído.
—Estás atada a mí, Zenda, así que arderemos juntos en el infierno.
El espejo de enfrente se resquebraja, grito horrorizada y los pedazos de cristal se clavan en mis dedos. Resbalo, el suelo se convierte en el colchón que acoge mi cuerpo mientras las lágrimas queman mis mejillas. Gruño, impotente, al ser consciente de que el líquido carmesí que baña mi piel blanquecina. Arde.
Rezo en silencio por mi salvación hasta que me informas de tu existencia con tu pesado caminar. La sangre palpita en mis sienes. Te veo delante de mí, apuntando mi cabeza con el arma del abuelo. Me dispongo a retroceder hasta que un pedazo de espejo se clava en mi palma, gimo de dolor.
Lloro vencida, avecinando mi final, cuando de pronto un desconocido amarra mis muñecas contra mi voluntad. Te quedas mirando cómo me arrastran con fuerza por el suelo a través de mis brazos, ni siquiera intentas disparar cuando me sacan del baño.
Mi respiración se corta, dejando un hueco vacío en mi interior. La luz blanca me ciega, resulta que hay un foco encima de mi cara. Pongo ni antebrazo sobre mis ojos y me revuelvo, estoy tumbada en una camilla. ¿Por qué?
—Zenda...
Una mujer está sentada delante de su escritorio, tiene las manos entrelazadas y la barbilla encima de estas. En sus ojos admiro el reflejo de mi tristeza.
— ¿Y mi madre?
—Está esperando fuera —me sonríe, quiere ser amable—. Cuéntame la razón por la que estás hoy aquí.
—Yo no quiero morir...
—Está bien —se levanta de su silla y se coloca delante de la camilla donde me han tumbado—. Explícame por qué intentaste suicidarte.
~
Los psicólogos aplauden cómo me expreso. Dicen que en cuanto hablo, se abre al mismo tiempo una caja repleta de problemas. Y aunque lloro mientras confieso mis miedos, al salir de la consulta, empiezo a reírme. Estoy perdiendo el control que mi madre encuentra en el quinto cigarro que se fuma al salir de urgencias.
—Termino y nos vamos —me informa al apoyarse contra la pared del edificio.
—Son las tres de la madrugada. Deberíamos estar durmiendo.
—Lo mismo podría decirte yo a ti.
Asiento, camino en sentido contrario y descanso mi espalda contra la valla que rodea y separa la acera de la carretera. A estas horas apenas circulan coches, algún que otro, pero nada más.
En la calma de la noche, mi teléfono recibe una llamada que interrumpe el sonido. Saco el aparato del bolsillo, deslizo el dedo pulgar sobre la pantalla y descuelgo sin ver de quién se trata.
— ¿Sí?
— ¡Hey, zorra!
Carla, solo ella me llama así.
— ¿Qué tal el fin de semana? —curiosea.
—Aburrido —miro a mi madre, está echando humo por la boca—. Ya sabes que con mi madre no se pueden hacer planes. ¿Y el tuyo?
—Bueno... —duda, imagino que se muerde la uña del dedo anular—. Alcohol, pastillas, sobredosis... lo normal.
Por supuesto que sí.
— ¿Cómo fue?
Es la mejor pregunta que se me ocurre, quiero quedar bien aunque, siendo sinceros, me da igual. Analizo sus emociones sin sentirlas, es lo que debo hacer.
—Estuve ingresada el fin de semana en el hospital—. Al callarme, ella interpreta que me estoy preocupando. Ojalá—. Pero, ¡eh, tía! Estoy bien.
—Ya...
—Fue más jodido saber que Rubén se enteró por culpa de mi padre.
— ¿Rubén?
Los pitidos regresan dispuestos a azotar mis sienes.
—Sí. ¡No sé por qué se lo dijo! En fin... —su voz se distorsiona—, el caso es que Rubén se quedó anoche a dormir.
La sobredosis fue a causa de los laxantes que toma con frecuencia para adelgazar. Entonces las publicaciones que Carla sube a Instagram cobran sentido; desde los doce ha estado saliendo de fiesta e ingiriendo mierdas. Ella no bailaba ni cantaba a todo pulmón las canciones típicas de reggaeton. Carla solo fumaba y consumía pastillas con el propósito de adelgazar cuatro kilos en una sola noche. Y fue durante una de esas fiestas cuando conoció a Rubén, su única pareja sentimental hasta el momento.
—Me dijo que haber roto había sido un error —me sigue informando—. También me echó en cara haberle destrozado porque, según él, me quería. Zenda, ¡dijo que me quería!
Las rodillas acarician el suelo como mi mano mi cabeza. Tiro de varios mechones, pretendo arrancarlos hasta que un alarido raspa mi lengua.
—Pero yo no siento nada por él.
Los pitidos amenazan con romper mis tímpanos así pues, sin control sobre mi cuerpo, me acuesto en la acera con la mejilla pegada al suelo.
—Dejarle dormir en mi cama fue un error. ¡Tendría que haber echado de mi casa!
No resisto más. Los chillidos se intensifican dentro de mi mente. Por más que mis párpados se cierran las manchas oscuras rojizas continúan apareciendo. Mis mejillas se queman y de mis labios se escapa una dolorosa suplica.
"Haz que pare."
10 letras.
"Quita tu mano."
11 letras.
"Ya no puedo más."
12 letras.
"Eres un monstruo".
13 letras.
—Joder, no estoy preparada para tener ninguna relación. ¿Qué puedo hacer, Zenda?
"Para, no dispares"
14 letras.
—Ahora mi única prioridad es curarme porque estoy muy jodida. ¿Tan egoísta soy?
Un. Dos. Tres. Cuatro jadeos.
— ¡Por cierto! Casi se me olvidaba.
Una. Dos. Tres. Cuatro lágrimas
—Ayer conocí a un tipo muy raro, ¡me recordó a ti!
Un. Dos. Tres. Cuatro espasmos.
—Sí, no sé... —¿estará mordiéndose el dedo gordo? No, seguro que aún está por el dedo corazón—. Tenía un nombre muy poco común, como el tuyo.
"No digas su nombre."
15 letras.
"Aprieta el gatillo."
16 letras.
"Es muy peligro, corre"
17 letras.
—Kai Huber, ¿Te suena?
"Él matará por la noche."
18 letras.
"Tu cadáver en el jardín."
19 letras.
—Esta mañana empezó a seguirme en Instagram.
Mamá ha terminado su cigarro, se ha puesto a mi altura y se ha desplomado junto a mí. Me quita el teléfono, después me apremia a poner mi cabeza en su regazo y me besa la frente.
—Es hora de dormir...
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