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6

Al finalizar la conversación con mi amiga Carla, arrastro el carrito (¿por qué utilizo diminutivos?, si el puto carro ronda los treinta kilos) hasta mi edificio, donde el paso de los años ha dejado su huella con varias humedades en la fachada de ladrillo. Se supone que tienen que restaurar el bloque, bueno, de hecho hace cuatro años mandaron una circular avisando que "en breve" realizarían la obra. Y aquí sigo, esperando que "en breve" lo arreglen.

— ¿Dónde puse las llaves?

Mientras rebusco en el bolsillo del pantalón, creo oír el chirrido que hace la puerta al abrirse. Al levantar la cabeza me topo con que, en efecto, alguien vestido con una sudadera de color negro me sujeta la puerta para que entre en el portal. Se ha puesto la capucha y tiene la barbilla pegada al pecho de tal manera que solo se aprecia su nariz.

Un agradecimiento se atora en mi garganta a la vez que mis pies se anclan al suelo. Cuando esta persona avanza en mi dirección, reconozco su perfume así que me inclino en busca de un beso que llega en forma estrangulación. La pared recibe mi espalda en el momento que tu mano ataca mi cuello y haces temblar los buzones. Dejas marcada la muerte en mi piel mientras yo suplico ser la chica de tus sueños.

—Volviste con él, zorra.

Disfrutas torturándome pero tus golpes en mi cara resultan menos dolorosos en comparación con tu susurro encima de mi boca.

—Eres la chica de mis sueños, Zenda...

Y tú me haces sentir como tu mundo entero, Kai.

— ¿Por qué juegas conmigo?

Rompes mis labios, robas mi voz.

— ¿Por qué dejas que Rubén duerma en tu cama?

Las gotas con aroma metálico se deslizan por mi frente.

— ¿Por qué dejas que te manosee, cuando tienes inscrita mi inicial en tu coño?

El dolor escapa de mi vientre en forma de sangre que discurre por mis piernas.

—Hicimos una promesa, Zenda. ¿Por qué la rompes?

Tus dedos chocan contra mi mejilla, mis ojos se cierran y mi cuerpo te echa de menos cuando desapareces en la oscuridad.

~

Despierto a consecuencia del contraste de temperatura entre mis brazos, que son saludados por el frío que desprende el suelo del lavabo, y mis labios, que avisan de un calor extraño en ellos. Intento levantarme, pierdo el equilibrio y me apoyo en el lavabo. En el primer vistazo, mi boca está intacta pero, con el transcurso de los segundos, se abre una herida que parte desde el labio superior hasta la mitad de mi mejilla izquierda.

La piel de mi bajo vientre se desgarra, me doblo por la mitad sujetándome el estómago y rompo mis cuerdas vocales al gritar sin miedo pues, mamá, está fuera de casa.

De un manotazo al aire, tiro en un acto de desesperación los peines esparcidos por el lavabo y caen al suelo, como mis rodillas. Pego la frente al suelo mientras que me bajo los pantalones hasta las rodillas. La curiosidad por ver mi herida vence ante el dolor así que, me tumbo boca arriba, elevo mis caderas e inclino el cuello hacia delante.

Nunca antes una letra me había lastimado tanto, tal vez por que nadie hasta ahora había grabado en mi piel, muy cerca de mi entrepierna, su inicial, en concreto, la letra "K".

Al ser consciente de la musiquita que danza en el aire, me veo en el aprieto de tapar con una gasa este tatuaje casero. Más tarde reparo en la grieta de mi cara que, al agrandarse a cada minuto, se me hace complicado hallar un modo de ocultarlo. Termino dejando la herida descubierta.

Recojo mi teléfono del suelo, descuelgo la llamada cuyo prefijo es 802 y pego el aparato a mi oreja derecha.

—Cariño...

El susurro al otro lado de la línea provoca que mis ojos se llenen de lágrimas.

— ¡Papá!

El equilibrio me traiciona por lo que me siento en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra el marco de la pared.

— ¿Cómo estás? —me pregunta.

—Te echo de menos.

—Y yo a vosotros.

Un pitido en mi oído distorsiona las palabras de mi padre.

—Pronto volveré a casa, cariño.

Otro pitido.

—Mientras tanto, seguid cuidándoos los unos a los otros.

Otro más.

—Ya sé que este viaje se está alargando más de lo normal pero, por favor, Zenda, cuida de tu madre y de él —hace una pausa—. Pronto estaré de vuelta. Cuida de la familia en mi ausencia.

Y cuelga. Y me desmorono. Y lloro. Y me encojo. Y tiemblo. Y me asfixio. Y chillo. Y me lamento. Y muero. Y me destruyo. Y respiro. Y me ahogo.

Estoy de rodillas frente al bidé, abro el grifo, dejo correr el agua hasta que se derrama y meto la cabeza sin coger aire. Mi herida en el vientre se agrava al hundir mis uñas en ella mientras que mi cara se desfigurar al expulsar en forma de voces el escaso oxígeno que queda en mis pulmones.

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