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Desde el año pasado, cuando detuvieron al pervertido que fotografiaba con su teléfono las zonas íntimas de las mujeres en el Cercanías, mi armario se ha reducido a dos pares de pantalones vaqueros anchos. Nunca fui atractiva pero mis actuales atuendos contribuyen a que los demás rehúsen a mirarme. O esto quiero creer...
Atrapo la atención de un señor —cuya edad rondará los treinta— que se ha sentado enfrente de mí con la cabeza inclinada hacia debajo de tal manera que sus ojos recaen en mi entrepierna. Pero, ¿qué pasa contigo, Kai? Tú nunca me has mirado así, porque me respetas, ¡y te lo agradezco!, aunque desearía que de vez en cuando mostraras algún signo de interés por mí.
Cuando el tren frena en mi estación, enumero mis pasos desde la parada hasta el edificio donde vivo con mi madre. Y una vez entro en el portal, cuento los escalones que hay desde la primera planta hasta la quinta. Retomo mi cuenta hasta que me detengo frente la puerta de mi casa. Recuerdo todos los pasos que he dado. Los sumo y, para mi sorpresa, el resultado es un número impar. Odio los números impares por lo que resto, multiplico y divido los pasos hasta que al calcularlos obtengo un número par.
Los números pares son especiales para mí. Siempre cuento las cosas un número par de veces, nunca impar, y mucho menos los números 3 y 13. También compruebo constantemente las puertas, las luces, la alarma del reloj, los grifos... mediante los siguientes patrones numéricos: 1, 2, 3, 4 ó 1, 2, 1, 2. De no hacerlo, algo malo ocurrirá en mi vida.
También sumo las letras de las palabras. Si el resultado es impar significa algo malo. Sobre todo si la suma es 3. Dicho número me genera mucha ansiedad. ¿Ahora entiendes por qué te odio, Kai? Pero no puedo hacerlo.
«No a ti»
5 letras.
«Te amo»
5 letras.
«Te odio»
6 letras.
Al entrar en casa recibo la carrasposa voz de mi madre que emana del comedor. Sospecho que está hablando por teléfono con alguna amiga así que, después de colgar las llaves en el mueble empotrado contra la pared y golpearlas dos veces con el dedo índice, asomo la cabeza a través de la puerta.
«Madre»
5 letras.
«Móvil»
5 letras.
«Cigarro»
7 letras.
«Hiperventilar»
¡13 letras!
«Mierda»
6 letras.
El panorama que se me presenta hoy, una tarde de agosto, apenas me sorprende. La mujer que me dio la vida está despatarrada en el viejo sillón verde, cuya tela ha sufrido las quemaduras de todos y cada uno de los cigarros que mi madre se ha encendido a lo largo de su vida. Tiene las piernas puestas sobre uno de los reposabrazos y el móvil pegado a la oreja.
—Mamá.
No me ha escuchado.
—Ya he vuelto del centro comercial.
Ella asiente.
—Carla me invitó a dormir en su casa pero rechacé su plan. Yo... —titubeo—. Prefiero quedarme aquí, contigo, mamá. Solo queda una semana para que venga papá a recogerme y llevarme hasta su casa.
De pronto suelta una carcajada. Seguro que le han contado un chiste.
—Mamá, ¿te apetece ver ahora una peli conmigo?
— ¿Me lo dices en serio, Isa? —articula mi madre, ignorándome por completo al optar por continuar su charla telefónica con una compañera del trabajo—. Y encima Pilar, ¡qué fuerte! Sí, sí. Ya te digo. Menuda cara tiene. No, no, qué va. Si apenas nos hablamos desde lo que ocurrió hace quince días. Hombre, claro. ¡Yo no voy a ser la gilipollas de turno, te lo digo desde ya!
Me desplomo en el sofá. Alargo el brazo hasta la mesilla auxiliar donde se encuentra el mando del televisor. La enciendo, cambio el canal y subo el volumen. Mi madre sisea a modo de reprimenda y sacude mi brazo con la mano con la que sostiene el cigarro.
—Baja eso, joder. ¡No ves que estoy hablando por teléfono!
Me lo quita de las manos. No me odia a mí, sino a ella misma. De hecho, si la gente fuera capaz de controlar el odio que siente hacia sí misma, vivir en estos tiempos sería más fácil.
— ¿Vas a estar hablando por teléfono con tus amigas, que por cierto ves todos los días en el curro, durante el tiempo que esté aquí contigo? —le echo en cara, a lo que ella me responde con una mueca—. ¡Seguro que llevas de cuatro horas con el móvil pegado a la oreja!
—Zenda, por favor, ¡cállate un segundo!
—Hoy era tu día libre, mamá, y ni siquiera te he visto el pelo esta mañana. Y ahora que por fin coincidimos en la misma sala, tú prefieres ignorarme y seguir hablando con las viejas del pueblo.
Adivino que corta la llamada cuando toca la pantalla con el pulgar y deja caer el teléfono sobre su regazo.
— ¿Cuánto tiempo llevas hablando con esa mujer, eh? —exclamo con rabia, hundiendo las uñas en la desgastada tela del sofá.
—Ya he hecho lo que querías, colgar a Isabel. ¿Estás contenta? —mi madre escupe su sarcasmo junto a una bola de humo pestilente. Ella es consciente de mi odio hacia el tabaco pero esto no le impide echármelo en la cara.
—Pues no, no estoy contenta.
—Joder...
Coge de nuevo el teléfono y comienza a teclearlo. Su ceño fruncido se ablanda hasta dejar una frente sin arrugas. La sonrisa que enseñan sus castigados labios es ocultada tras el cigarro encogido.
— ¿Con quién estás hablando ahora?
Silencio.
—Es tu amiga Isabel, ¿no?
Silencio.
—Ya veo...
¿Acaso le importan más sus cuatro amigas de la residencia donde trabaja que yo? Por supuesto.
—Me voy...
Sé que me ha oído pero finge no haberlo hecho al pulsar repetidas veces la pantalla del teléfono. Es una inmadura.
«Ojalá tuviera otra familia»
23 letras.
«Nací en la familia equivocada»
25 letras.
«Odio a mi familia»
14 letras.
Entro en el baño, cierro la puerta y echo el pestillo. Cuando mi vista se adentra en el espejo del lavabo, te veo detrás de mí, Kai. Tus brazos rodean mi cintura, entierras tu nariz en mi cuello y siento tu respiración en mi piel. Al soplar me haces cosquillas así que me retuerzo.
—Kai —río, y te hago gracia.
Tus dedos se graban en mi vientre a la vez que tus dientes arañan mi cuello. Intento quitar tus manos de mi estómago cuando un segundo tacto se desliza por mi antebrazo. Escaseo de valentía para mirar a quien atrapa mi muñeca y clava sus uñas en mi carne.
Vuelvo a retorcerme, consiguiendo apartar a la mano misteriosa. Suspiro aliviada, estamos solo tú y yo, Kai.
Dejo caer mi cabeza sobre tu hombro. Una melodía se filtra por debajo de la puerta, es nuestra canción favorita. Sonrío divertida hasta que aprietas tu palma contra mi cuello. Abro los ojos, tu figura deforme se proyecta en el espejo. Tu cara ha desparecido y tu cuello se ha torcido hacia la derecha.
Algo sube por mi garganta, un grito.
«Ayuda»
5 letras.
«Estoy llorando»
13 letras.
«Por favor»
8 letras.
¿Por qué eres así, Zenda? Siempre te derrumbas más de tres, sí, tres veces en el día. Te estoy hablando a ti, querido reflejo, esperando que puedas sentir lo que digo. Te conozco tan bien... Deseas vender tu estado de ánimo pero, ¿quién comprará un alma rota, Zenda?
«Ya no quiero ser tú»
15 letras.
«Ya no quiero ser tú, Zenda»
20 letras.
Abro el segundo cajón del lavabo y tomo las tijeras. Echo mi cabello hacia delante y lo atrapo en un puño. Miro su longitud, ya va siendo hora de que lo sanee. Es la primera vez que hago esto... Los nervios hacen temblar mis manos.
«Tú puedes»
8 letras.
Y antes de que me arrepienta, paso las tijeras hasta destruir mi larga melena. Después me miro en el espejo, mi cambio de imagen no me convence. Observo la pila de tintes que hay colocados en la estantería. ¿Y si convierto mis castaños mechones delanteros en platinos?
«Perfecto»
8 letras.
La tarde pesa sobre mis hombros por lo que me dirijo hacia mi dormitorio. Me desnudo en plena habitación y camino hasta mi cómoda de donde saco un pijama veraniego. Es de color verde, ¡menuda indirecta! Pues que sepas, vida, que ya no tengo esperanzas en nada.
Tal vez debí haberme criado en un ambiente religioso, porque no tener nada en que creer ha estado matando mi entusiasmo durante años. No soy suicida. Pero a veces las cosas se vuelven confusas.
Desde ayer intento rezar y, antes de irme a la cama, canto aleluya unas doce veces.
12 veces.
Siempre hay números en mi cabeza. Un hambre de contar que debe de ser alimentada. Me han recetado pastillas para ir a la cama y se supone que debo tomármelas, sin embargo, me dedico a contarlas. Le mentí a mi doctora cuando ella sabía perfectamente que estaba fingiendo...
«Lo siento»
8 letras.
La pantalla de mi portátil, colocado encima de mi escritorio, parpadea. Tengo una nueva notificación. Me siento sobre la silla con ruedas giratorias y pongo el ordenador encima de mi regazo. Al parecer has publicado una nueva foto, Kai.
Pincho en tu nueva publicación, la cual me dirige a tu perfil y me informa del lugar donde te encuentras. Es el campo de fútbol donde entrenas. En el pie de foto añades unas palabras desconcertantes:
Hoy ha sido un gran día el cual nos ha demostrado que la unión hace la fuerza.
¡Debemos celebrar nuestra victoria, equipo!
¿Acaso estás invitándome a cenar en el Mc Donald's contigo, Kai?
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