Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Cadenas de ébano


«Caído»


Humo ascendía de ese cigarrillo; rayos de luz se colaban por la persiana del motel. Autos cruzaban la carretera alumbrando la penumbra de madrugada y esa luz, aquella que parecía refractarse ante él, descubría por momentos a un fantasma que sudaba frío sentado patético al filo de una cama tan dura como un día sin pan.
«Y vaya días había pasado él...»
Se miraba las manos temblorosas. Sirenas de policía aullaban a lo lejos de la solitaria carretera: sinfonías de un caos parecido al suyo. Colillas del cigarro le caían sobre sus manos, más no sentía nada. No sentía nada desde hacía mucho...
«Pobre diablo.»
Le atormentaba. Había algo tocando esa puerta. A veces la golpeaba, otras sencillamente se abalanzaba sobre ella: queriendo entrar, queriendo roer cual carroñero lo poco de consciencia que yacía y como un perro orinarse en las vías de su mente.
«Acepta.»
Lo sentía.
«Acepta.»
Tenía.
«Acepta.»
Se lo debía...
Dio una calada vigorosa. Expulsó el humo.

Levantándose con debilidad sus piernas temblorosas le recordaban una pasada noche de empinar el codo como Dios manda que sin duda acabó con él de milagro (o por desgracia) desplomado sobre la cama y no ahogado con su propio vómito; botellas volcadas sobre la mesa de noche, un mal sabor de boca y una migraña infernal reafirmaron aquella teoría.
Vestía pobremente una camiseta de tirantes y unos boxers. Todo apestaba. ¿Su ropa? Tirada en alguna parte de la habitación.
Asomándose por la ventana abriendo la persiana con dos dedos pudo apreciar una autopista. Aquella, cínica y muerta, comparecía estoica rodeada del rojo desierto de Arizona. Una luna brillante y perlada, enaltecida en el firmamento, lo juzgaba a través del vidrio. Miraba en su interior. Lo culpaba. Lo esperaba impasible a que pagara el precio.
«Elevado aquel.»
Demasiado para una burda vida de cumplir.
«No tienes opciones.»
Quiso callarlo; quería; rogaba. En un impulso entre gruñidos de dolor y desesperación tomó una de las botellas medio vacías por el cuello y la arrojó a la pared. Aquel líquido oscuro y pútrido se escurría por el yeso. Entre las imperfecciones veía rostros familiares; entre las grietas sus recuerdos. Lo seguía escuchando: no lo veía, pero no se terminaba de callar. Se llevaba las manos a la cabeza. Se tambaleaba. Se aturdía.
«Acepta.»
¿Cuál era el precio?
«¡Acepta! Ya lo sabes.»
¿Valía la pena...?
  Observando sus antiguos tatuajes; marcas de guerra; caía en que ya no los podía discernir. Tomaban formas. Se retorcían. Escribían en su piel antiguas canciones que lo devolvía a entonces. Dio una calada al cigarro. Dio otra. Y otra más. Quería calmarse, pero la habitación se llenó de humo. Una bruma: una neblina intensa lo envolvió a él y a la estancia. Ondeante humo abrasador, espejo del pasado, que susurrante de impías verdades subyugó...
Cayó al suelo. De rodillas se rindió.

Se alzó, entonces, aquel hombre. Limpió su rostro con la mano derecha. Dirigió su mirada al baño.
Entró y cerró la puerta con pestillo. Se giró lentamente y encaró al lavabo; la llave estaba abierta y expulsaba un agua casi hirviente. La cerró. Apoyando ambas manos en el lavabo observó al espejo empañado. Su corazón empezó a desbocarse..., pero con una mano liberó aquel portal de su cortina...
Un rostro lleno de pequeñas cicatrices: distinguible aquella que partía su ceja izquierda por la mitad. Una barba mal cuidada, pelo castaño grasiento y un par de ojos grises taciturnos y exhaustos. Pero en un abrir y cerrar de ojos todo podía cambiar.
Un rostro limpio y vigoroso de cicatrices estoicas y valientes, un cabello y una barba castaña fuerte y cuidada. Sus ojos, ahora determinados, dejaban ver un mar de llamas azules crujiendo con rabia.
Y detrás de él una sombra. Ojos rojos se advertían en dónde debería haber un rostro.
Todo y cuanto quería a su alcance. Anhelos que no devolverían ni arreglarían su pasado, pero el brío de actuar...
Sólo debía... aceptar.
Un puñetazo al vidrio. Sangre viva por fin brotó de su puño derecho y salpicaba en el lavabo. Los cristales cayendo del ya muerto espejo resquebrajaron para descubrir un agujero en la pared. Metió la mano. Sacó, entonces, un sobre y un arma.
El sobre traía una carta con una aparente dirección y un puñado de billetes de cien dólares. El arma era una Colt modelo 1911 con el número de serie raspado y un cargador completo de balas del cuarenta y cinco.
Aún temblaban sus manos cuando escuchó esa voz de nuevo.
«Pobre de aquel que huya de sus demonios; perro sucio el que no los enfrente... Ahora tan sólo perro... Asciende, fantasma, y cumple tu misión.»
Entonces sus manos dejaron de temblar... Llevándose el cigarro a la boca dio una profunda calada. Exhalando aquel humo por fin pudo verse preparado en los restos de un espejo roto.


«Perro fantasma»


Por fin el sol parecía brillar. Todo volvía a brillar... Emergió de aquella habitación de motel un hombre último en sí. Portando una chaqueta de cuero de un color azabache, vaqueros azul marino, botas militares de cuero negro por encima del pantalón y una cadena colgando del cinturón, relucía perfecto... de una manera oscura. En su mano izquierda vestía un guante sin dedos de cuero; en su mano derecha vendas y un puro -manufactura cubana y lujo para los perdidos-. Risueña aquella ama de llaves que subió las escaleras del motel y vería a aquel hombre reluciente quien la saludaría con una mano al aire. Se acercaría retumbando la madera del suelo con sus botas, sacaría de su sobre un billete de cien dólares y con una jugosa propina pagaría su estadía en el establecimiento (compensación, además, por haber destrozado la habitación). Atónita aceptó el pagó y vio cómo aquel hombre se iba.
Bajando escalón por escalón dirigiendo su mirada al parking pudo avistarla a ella. Motocicleta Harley-Davidson de un color negro mate, de motor reluciente, alforjas de cuero y una inscripción de fuente blanca en uno de los laterales de la moto: «Elizabeth». Todo lo que tenía consigo aquel hombre -¿Además de odio?- y todo lo material que podía querer.
Se sentaba sobre su motocicleta tan solo para contemplarla; analizarla como si finalmente comprendiera un valor oculto más allá de la posesión. Acariciaba el cuero del asiento, pulía con su dedo pulgar el cristal del velocímetro. ¿Por qué? ¿Por qué se sentía así, si aquella era su única compañía y la conocía al completo?
«Curioso que el perro se sienta vivo luego de tan viejo.»
El calor del desierto de Arizona empezaba a imbuirlo. Pesaba como si fuera una manta; poseía de dimensión y de peso. Achicharraba, pero su piel se fortalecía con esos oblicuos rayos de sol... Incluso así sentía apesadumbrado.
Lanzó una mirada dubitativa a aquella puerta de motel que parecía encerrar en la habitación un pasado de pena y lástima. Hombre nuevo -más bien espectro-, pero los fantasmas de lo que no pudo hacer perseguían a aquel. Manos sombrías se escurrían por las rendijas de la puerta; por un lateral y por debajo; como humo, como un gas escapándose. Juraría él que pudo escuchar gritos de la habitación y golpes de ariete intentando tumbar la puerta.
«¿Me perseguirán? Esas pesadillas..., ¿vendrán a por mí?»
«El perro hizo un trato. No debería de preocuparse.»
«El perro tiene un nombre.»
«¿Acaso importa, perro?»
«Jack. Recuérdalo, imbécil.»
«¿Determinado y confiado? ¿Estás seguro? Es un nuevo día; una nueva vida. Esa batalla que ruge infinita dentro de tus mortales huesos puede que nunca acabe, pero ya no hay por qué combatir. Esto no es Iraq. Todas las guerras se han acabado, soldado.»
«La mía no.»
Jack se alistó. Sacó de su bolsillo unas gafas oscuras de aviador y se las colocó. Daría un último vistazo a la carretera.

Una infinita línea recta de asfalto que desaparecía a la distancia; tan solo un par de autos se podían ver a lo lejos distorsionados como olas dado al calor. ¿A los lados? El desierto de Arizona: rojo e indiferente; malhechor para los incautos; tumba para los olvidados; casa para los carroñeros. Plantas rodantes danzaban al son del viento y el polvo rojizo; cactus posaban estoicos.
Sería un viaje únicamente de ida, pues no pretendía volver ni tenía dónde. Sólo quedaba avanzar. Detrás ya no quedaba nada más...
Encendió su motocicleta fácilmente, se posicionó bien en su asiento y encendió la radio. Una voz, odio y una lista de Hard Rock de los ochenta serían su acompañantes.


«Hit the road, Jack»


Como finas cuchillas el viento golpeaba su cara con objetivo de cortarla; y con cada corte, llenar de inspiración su corazón.
«No hay nada dentro de ese pecho.»
Revoloteaba su cabello castaño al son del potente motor de su Harley-Davidson y su rostro se descubría llameante de determinación, pero detrás de todo aquello simplemente yacía un invierno interminable: un mundo congelado y atestado con ventiscas que susurraban sus errores.
«No hay nada allí dentro, perro. Te aseguraste de ello. Ahora eres una máquina; tus intestinos: tuberías; tu corazón: un motor; por tus venas: aceite; y ya sabes cuál es tu combustible. Ya no eres tan diferente de tu motocicleta.»
«Percibo que no te agrada.»

«La odio. Un caballo sin alma hecho de acero que corre desbocado para cumplir el único cometido que tiene y que tendrá. Servido de combustible y ostentosa solo para los despechados.»
«Sigue cacareando y tendrás todo el derecho de cobrarme las sesiones.»
Pudo escuchar un bufido burlón detrás de su oído.
«Ya he cobrado, perro.»
Jack dibujó una ligera sonrisa taciturna en su rostro.

Conforme aceleraba el paso y el ruido de su motocicleta ensuciaba el ambiente, pudo ganarse alguna que otra mirada despectiva, otras de admiración; durante todo el trayecto por el asfalto desértico su mente brillaba perlada por el sudor, pero sus gafas brillaban aún más. A través de unos auriculares aquellas sonatas de guerra se hacían una mezcolanza unísona con los petardeos metálicos de su motor; la canción de turno no paraba de citar a una: «reina del Misisipi».
Como un ejército de caballería, como cientos de cascos herrados retumbando el asfalto; el tubo de escape escupía como una ametralladora y aquel motor rugía cual león: rey de reyes; amo de su voluntad y opresor del resto. Libre de su indecisión y con una estela sombría detrás, observaba el horizonte determinante.
Pero la naturaleza llamó.
Con la mirada rastreó en la distancia alguna estación de servicio o establecimiento que pudiera despojarle de sus ansias, fallando en cualquier intento. No obstante, un poco más adelante de su posición, divisó una banqueta de metal solitaria a un lado de la carretera. Estaba atornillada al suelo arenoso del desierto: un buen lugar para encadenar la motocicleta y estar tranquilo unos momentos.
Y así fue. Paró la motocicleta cerca de la banqueta y con la cadena que llevaba colgando del cinturón y un candado que llevaba en las alforjas, aseguró la rueda delantera del vehículo a una de las patas de la banqueta; era una cadena lo suficientemente gruesa como para que cortarla significase un trabajo arduo. Se preguntó por un momento si aquello era algún punto de espera o una parada de autobuses, sin embargo no había carteles ni nada que lo dejase siquiera sospecharlo. Una vez seguro se dirigió desierto adentro a hacer lo suyo.
No habría tardado mucho cuando ya había emprendido viaje devuelta a su motocicleta, cuando a la distancia, justo al lado de ella, pudo advertir una cabellera blanca y un abrigo gris de lana. Alguien estaba sentado en la banqueta.
Jack sacaría su pistola de dentro de su chaqueta y bajaría la mano detrás de su pierna para ocultar el arma. Con pies de plomo se acercó lentamente hacia la banqueta...
Un mal paso haría reventar una rama seca del suelo, haciendo que aquel se diera la vuelta.
Era un anciano de no más de sesenta años; sus ojos sorprendidos y cristalinos le transmitieron una inocencia auténtica que hizo a la vez tomarle por sorpresa y calmarlo. Un pequeño ataque de tos asestaría al viejo de la impresión.
─¡Dios santo! ─se le escuchó decir al viejo entre arcadas─ D-Disculpe, es que me pegó un buen susto.
Jack se quitaría las gafas con su mano libre y le entregaría una mirada fría al anciano, dejando un espacio de diez segundos sin respuesta. Le picaría el dedo del gatillo al motero, más aquella mirada tranquila y servicial del anciano le haría bajar la guardia.
─¿Puedo ayudarle? ─ofreció mientras que disimuladamente guardaba su arma en la parte trasera del pantalón.
─No hace falta, muchas gracias. ─respondió pacífico el anciano, dejando dudas en Jack.
─¿Se puede saber qué hace aquí?
─Estoy esperando a alguien, señor.
Jack levantaría la mirada y observaría el panorama. Soledad total. Hacia ambos lados de la carretera no se veía aproximar ningún auto y más allá de eso solo había kilómetros de desierto rojo. No lo veía como una amenaza, pero sospechó de su salud mental.
─¿A alguien, dice?
─Sí, señor. A mi hija ─aseguró el anciano, observando cómo la carretera desaparecía en la distancia. Acto seguido echaría un vistazo rápido e inocente al hombre de la chaqueta de cuero─. ¿Marine?
Aquello lo tomó por sorpresa.
─Ranger, señor ─respondió Jack con voz queda; sin vacilar.
─Es que reconozco a un soldado cuando lo veo ─aclaró entre risas risueñas el viejo─. Marine, sargento Tyson del segundo regimiento de infantería, desplegado en las junglas de Vietnam ─dijo con orgullo, tomando firmemente las cadenas con un par de chapas que colgaban de su cuello. Ofreció su mano y aquel se la estrechó─. ¿Siria?
─Iraq y Afganistán. Jack, señor ─le espetó con respeto al veterano ya más sereno de sus sospechas.
─Jack... ─repitió para sí mismo─, un nombre de guerreros. Mi yerno también se llama Jack.
Aquello lo dijo el anciano entregándole una leve sonrisa y luego observando la carretera. Un tenue silencio pondría incómodo al hombre de la chaqueta de cuero. Aquel anciano parecía estar en su propio mundo. El tiempo apremiaba.
─Permítame, sargento.
Jack hincó la rodilla pidiendo un poco de espacio al veterano, sacó las llaves del candado de su bolsillo de la chaqueta y desencadenó su motocicleta de la banqueta.
─Una bonita motocicleta, sin duda ─señaló curioso el sargento para luego observar con detenimiento la chaqueta de Jack, quien le daba la espalda para montarse en su vehículo y reanudar el camino─. ¿Es motero? ¿Está en una de esas... bandas?
─Va a ser que no, sargento ─dijo indiferente Jack mientras volvía a colocarse las gafas.
─Bien, me alegro mucho ─volvió a señalar el anciano esta vez con la mirada perdida en el asfalto...
─Tengo que ponerme en marcha, sargento. Gracias por la plátic...
─El odio corrompe, ¿sabe? ─afirmó casi absorto en las motas de polvo rojizo del asfalto, como si viera fuego, como si volviera a ver las deflagraciones de la jungla. Jack se quedó en silencio, mirando con preocupación y oyendo con cierta suspicacia. ¿Qué deliraba aquel viejo...?─ Lo sé. Lo vi, allá en Vietnam... Estábamos acampando en medio de la jungla, con frío, miedo y diluviaba, llovía más de lo que había visto en mi desgraciada vida. ¿Sabes lo que ocurre cuando llueve en esos ambientes, chico? Los soldados se ahogan; no importa qué tan altas sean tus botas o qué tan potentes sean las orugas de los vehículos: no puedes avanzar por los lodazales. Era de noche: teníamos que salir a explorar en busca de terreno alto para poder movernos de posición, pero no podíamos encender las linternas; esos vietcongs nos podían ver a kilómetros de distancia; era su casa y nosotros unas ratas intrusas. Nos enviaron a mí, al cabo Ralph Johnson, al soldado Lewis Charles, a Andrew S. Thorne, mi más leal compañero y a Jay Ryan: el más joven del grupo; un chiquillo que sacaron de las calles de Chicago para combatir en una guerra de hombres... Salimos con palas en mano y cada con un buen par de botas para barro: nuestro objetivo era crear vías sobre la cual luego el resto podría caminar. Doscientos metros, Jack, doscientos metros y el pequeño Jay ya estaba quejándose por el terreno hostil; sus piernas dolían y no podíamos cargar con él. Hizo demasiado ruido... Delató nuestra posición. Linternas de los vietcongs se encendieron de las copas de los árboles y empezaron a abrir fuego. Demasiado barro para movernos con propiedad; no todos logramos conseguir cobertura. Lewis cayó: un tiro en la garganta que le cercenó la tráquea; Ralph recibió un disparo en la espalda: jamás volvió a caminar; y Andy... Dios... Fue rápido, estaba a mi lado, debí haberlo previsto: debí haberle advertido que tenía uno a sus once. Antes de siquiera poder acomodarme el casco, me di cuenta: pude ver a esa ratilla de Jay huyendo esquivando las balas y dejándome solo como la una. Estaba rodeado. Mantuve mi posición como pude cubierto tras un árbol; diez minutos que se sintieron como una cadena perpetua en el infierno. La jungla era tan espesa que los arbustos te desorientaban y las palmeras eran tan altas que tapaban tu visión... De repente trotes, gritos, linternas detrás de los arbustos selváticos. Mis compañeros del campamento habían venido a socorrerme alertados por los disparos de la batalla. Lograron salvarme, pero una vez de vuelta en el campamento casi maté con mis propias manos a Jay. La pelea ocasionó que lo trasladaran a otra unidad... No lo iba a dejar así.

«Nos vendió. Nos abandonó... Ese novato canalla prefirió salvarse su propio pellejo antes que pelear con los suyos. "Semper fidelis", ¿no es así? Un traidor. Eso era.»

─Le di caza al chico ─continuó severo el sargento Tyson, con rabia saliendo de entre sus dientes con cada palabra pronunciada de aquella historia─. Una noche, cuando la mayoría dormía, me escabullí del campamento esquivando a los centinelas. Me conocía esos caminos; ya habíamos ido de campamento en campamento prestando auxilio. Lo hallé: lo habían puesto de guardia como castigo. Llamé su atención lejos de su posición: haciendo ruido en la maleza y sonidos extraños. Di con él. Lo tomé del cuello con un candado y lo llevé al suelo... Lo sentí, ¿sabes? Sentí cómo su vida, como un grito ahogado, salió expedida de su cuerpo. Eran mis amigos y los vengué... Aún me arrepiento... Me licenciaron con deshonor y me enviaron de vuelta a América. Por casualidad acabé trabajando en una empresa de almacenes y fueron trasladándome de sucursal en sucursal por mi mal comportamiento. Acabé en Chicago, por fin despedido y trabajando de dependiente en una panadería... Los padres de Jay eran los dueños... Y... Ellos me perdonaron ─decía el sargento con lágrimas en los ojos─. Les costó; más al señor Ryan que a su señora, pero, ¡lo hicieron!
─¿Qué pretende decirme con todo esto, sargento? ─preguntó sagaz y despectivo Jack sobre su moto─
─Que aún tienes tiempo, Jack ─dijo─. Aún puedes ser perdonado. Si sigues esta carretera de dolor y odio no habrá marcha atrás. Te perdonamos, te perdono, si de algo sirve.
─No necesito su perdón, sargento Tyson ─condenó el hombre de la chaqueta de cuero, dándole una calada a su puro y encendiendo su motocicleta─.
─Entonces que sepas que las tornas van a cambiar cuando menos te lo esperes. Cruzarás un camino lleno de confusión y nada va a ser como parece. Te crees un lobo: uno castaño y fuerte, sí, y estás detrás de una liebre; estás de caza; pero, ¿y cuando ellos te cacen a ti?
─Que lo intenten ─respondió exhalando humo al igual que su motocicleta; la hizo rugir. No tenía miedo─.
─Adelante, pues. Ve a cazar, perro ─advirtió el sargento levantándose imponente de la banqueta y observando por lo alto al hombre de la chaqueta de cuero─. Será una carretera larga y esto apenas empieza ─dijo─. Aún tienes esperanza, quiero que lo recuerdes. Solo tienes que estirar tu mano y... tomarlo ─Jack simplemente lo miró lleno de rabia y en silencio─. Ve con Dios.
─Y usted váyase a la mierda.


«Rojo, azul y negro»


Volvía a la carretera confuso y extrañado; importante distinción a las pasadas horas. ¿Quién era? Sabía su nombre, sí, pero, ¿de dónde habrá venido? ¿De dónde apareció? Y las palabras que pronunció... Jack cavilaba en la idea de que aquel viejo sonaba demasiado seguro para ser sencillamente un loco. Miradas esporádicas lanzaba hacia el espejo retrovisor derecho, hacia la distancia que dejaba detrás de sí... Su sangre hervía tan solo al recordar las advertencias del sargento Tyson.
«Mencionó algo que no te haya gustado, perro?» ─Escuchó preguntar burlesco─.
«Me pareció impertinente. Inaceptable ─farfulló hacia sus adentros─. ¿Lo conoces de algo?»
«Mi memoria es eternamente gigantesca, pero difusa en lo específico.»
«¿Juzgas a demasiada gente?»
«Y condeno demasiado rápido.»

Aceleró. Y aceleró más. Tenía en su mente una cosa y todos los obstáculos que tenía enfrente pretendían alejarlo de aquello. No les dejaría: no dejaría que lo avasallen... El viento golpeaba estrepitoso contra su rostro intentando arrancar las intenciones de su cara. Raspaba; quería hacerlo abandonar; y mientras eso sucedía, como un gramófono defectuoso, como un error en la programación radial las palabras de aquel viejo se repetían continuamente. Elizabeth rugía más que nunca; un grito de rabia se tropezó con los dientes de Jack cerrados con fuerza; su mandíbula: una cárcel; sus manos ejecutarían la orden.
Máxima velocidad.
«Ojos al frente.»
«Tú me diste el poder de encajar las piezas sueltas que dejó el pasado y eso haré. Lo juro. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? No soy nadie; peor que eso. Un chiste sin gracia, un juguete roto.»
«Juguete al fin.»
«¿Por qué, sombra?»
«Ojos al frente, perro»
Algo brilló a la distancia; una danza de luces bígamas. Azul y rojo. Una patrulla lo había visto -y oído- a duras penas desde el horizonte.
Quiso frenar en el instante que la divisó, pero simplemente no pudo. Progresivamente Jack reguló la velocidad de su motocicleta, sin embargo aquella patrulla ya lo perseguía y daba advertencias por megáfono. «¡Deténgase, señor! ¡Pare a un lado de la carretera!», se logró discernir.
«¿Debería?»
«Sí. Deberías.»
«No me agrada esa idea.»
«Esto nunca fue una democracia.»
«Es cierto. Jamás lo fue.»
Jack dio un volantazo apretando los frenos y derrapó en forma de U: encarando a la patrulla. Se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió.
El vehículo de patrulla se detuvo bruscamente guardando distancias con el motociclista. De la puerta del conductor salió un oficial. Joven, de pelo recién afeitado y bastante pulcro; sus ojos enseñaban un verano de sueños por venir y una valentía inocente. Era difícil discernirlo desde la distancia, pero se podría decir que olía a recién bañado, desodorante y a talco; «como el culito de un bebé», pensó Jack. Dejando la puerta abierta el policía se cubrió detrás y sacó su arma apuntándola directamente hacia el sospechoso. Se empezó a comunicar por radio.
─Central, aquí el oficial Black. Tengo al sospechoso en la mira, pero parece hostil ─compartía aquel oficial de manera suspicaz, casi asustada, detrás de su cobertura. El hombre de la chaqueta y gafas simplemente lo observaba a unos cuantos metros sobre su motocicleta mientras fumaba─
Recibido, oficial Black. Confirme: ¿está usted solo? ─Se escuchó preguntar de entre la estática del radio─
─Afirmativo, central ─respondió con voz queda─. Ramsey se quedó en casa. Problemas de estómago.
Recibido. ¿El sujeto está armado?
─Negativo ─dijo luego de dar una rápida mirada al sospechoso. Otra mirada a las alforjas en su moto lo dejarían un tanto dudoso─.
Diez cuatro. Arreste al sujeto y proceda con cautela.
Al otro lado de la tierra de nadie (más bien asfalto), Jack simplemente esperaba calada tras calada.
«Entiendo que sabes lo que haces...»
«Silencio, sombra.»
Intercambiaron miradas. Trocaron silencios. Sudor abrillantaba la frente del policía; el semblante de Jack impoluto.
«Lugar equivocado, momento aún peor.»
Jack lanzó una mirada al cielo azul. Se quitó las gafas y las guardó dentro de la chaqueta. Bajó de la motocicleta.
─¡Quieto! ─gritó el oficial Black, al otro lado del asfalto de nadie. El hombre de la chaqueta simplemente se acercaba a él lentamente─ ¡Le dije que se quedara quieto! ¡Levante las manos y póngase de rodillas!
Jack siguió caminando. Un paso tras otro. Sus ojos azules se clavaron en los del joven oficial de policía; no había vacilación alguna. Eran como los ojos de un lobo gigante rectos hacia su presa y aquella era un conejillo asustado; callado el depredador listo para abalanzarse.
Pero se detuvo.
En mitad de la tierra de nadie Jack se paró en seco y sencillamente alzó las manos, colocándolas detrás de su cabeza. El oficial gimoteó durante unos instantes... ¿Qué pretendía...? Guardó la reglamentaria y sacó el táser para empuñarlo.
─Eso es, ¡quieto allí! ─exclamó para abrir comunicaciones con su radio nuevamente─ Central, estoy por ejecutar el arresto.
Diez cuatro. Las unidades cerca de su posición prevenidas.
Eventualmente quedaron cara a cara. El oficial, a su propio ritmo, intentaba descubrir las intenciones de aquel hombre de semblante calmo. No conseguía nada... tan solo un vacío que le hacía sentir triste hasta a él. Jack en los suyos sólo halló lo que era de esperarse.

«Terror puro.»
Black se apresuró a esposar las manos del sujeto a su espalda y sin mucha dificultad lo logró. Con un empujón por la espalda ordenaba a Jack marchar en dirección al vehículo patrulla.
─¿Podría decirme su nombre, oficial? ─preguntó él con voz queda mientras caminaba─
─¿Mi nombre?
─Sí. Primera vez que me arrestan, ¿sabe? Al menos me gustaría saber el nombre de quien lo logró.
─Douglas ─respondió distante el policía─. Douglas Black. ¿Primera vez, entonces? Lo dice como si le sorprendiera.
─Ciertamente ─dijo para acto seguido ser lanzado sobre el capó y empezar a ser cacheado─.
─Pues, tarde o temprano te tenían que atrapar, canalla ─afirmó con cierto tono quebradizo en la voz mientras palpaba los bolsillos de la chaqueta─. Aunque todavía no me ha dicho su...

«¿Quieres saber por qué te elegí, perro? Porque odias. Porque resientes. Porque sufres. Todo en ti mismo encierra a un demonio más fuerte que muchos de los que comando y con este pacto... ¿Traumas? ¿Temores? No... Tus enemigos solo temerán una cosa... a ti.»

─No dudo de usted, pero, de haber sido otro día, Doug... Hoy no estoy de humor.
El oficial Douglas Black había encontrado el arma de Jack en la parte trasera de su pantalón. Se le heló la sangre. Jack se impulsó desde el capó hacia atrás con todas sus fuerzas y le golpeó con la cabeza.
Le había roto la nariz; el oficial estando aturdido dio varios pasos hacia atrás sin siquiera poder abrir los ojos. Jack lo encaró. Saltó, recogió las rodillas y pasó sus manos esposadas por debajo para tenerlas en frente. Lo tackleó hasta llegar al piso.
Estando Jack encima de él, unió sus manos esposadas y entrelazó los dedos, haciendo un gran puño. Lo alzó en el aire. Un grito de: «¡Por favor!» quedó ahogado en el viento... De manera descendente y repetida empezó a golpear el rostro del oficial. Una. Otra. Y otra. Y otra vez. Tantas veces como fueran suficientes para no romperse sus propias manos, pero destrozar su semblante impoluto... Al pobre diablo la cara no le quedó siquiera amoratada sino bañada en sangre. El labio roto, un ojo medio salido de su cuenca; las esposas le habían servido de desgracia pues aquello causó estragos con cortes por toda la cara. El oficial apenas respiraba.
Jack buscó las llaves de las esposas en los bolsillos del oficial inconsciente. Se liberó de sus ataduras; las manos le goteaban sangre. Se levantó y por encima del policía lo miró despectivamente.
«No esperes la señal. Nunca la esperes. Perro, ¿quieres saber qué sería misericordia? Un disparo entre ceja y ceja a este cerdo... ¿Lo recuerdas? Recuérdalo... Busca en tu memoria, nada en las aguas de tu pensamiento. Encuentra las llamas. Crujiendo. Rompiendo. Tumbando esa casa abajo... Libéralo... Ya sabes qué hacer.»
Buscó. Dio con su arma, pero lo pensó mejor.
Bajó su mano derecha, vendada de los cristales rotos del motel y alcanzó la cadena prendida a un lado de su cinturón. La desenganchó. Con ambas manos estiró la cadena y la empezó a enrollar en una de estas, hasta que se hizo con un puño hecho de metal frío y expectante. Volvió a alzar el puño. No hubo un grito de súplica esta vez.
El asfalto se pintó de rojo...
Una plasta tibia y burbujeante. Trozos de hueso, músculo aplastado y sueños rotos... El rojo de la arena desértica y el de la sangre se hicieron uno. Sangre y trozos de carne goteaban de esas cadenas. ¿Hubiera pensado alguna vez Jack, que un día se vería como el verdugo de un agente de la ley, después de Iraq, después de Afganistán? No... Pero el odio que le impregnaba el sistema límbico en su totalidad le había hecho más asiduo a la idea de matar. Aquello le dio un escalofrío...
«Un buen primer trabajo, pero no tenemos tiempo que perder. Deshazte de él.» ─Susurró al oído de Jack. Este, jadeando y desconcertado, observaba esa masa carmesí y borboteante intentando recordar el rostro de aquel hombre. Nada─.
─¿Qué...? ─Preguntó en voz alta no tanto a la voz que le musitaba sino a sí mismo. Estaba impactado, pero no de una manera sana. Quería más. La adrenalina recorría su cuerpo como un cosquilleo motivante... Era estúpido: era contradictorio; ¿por qué le angustiaba el hecho de que podía matar sin impedírselo su moral y al mismo tiempo solo deseaba más...? Distintas facciones: distintos segmentos de su consciencia estaban tomando armas y creando bandos que pelearían en una guerra sin banderas; una batalla sin cuartelillo alguno por el control total de lo que le restaba de alma─
«Vendrán en cualquier momento. Deshazte de él.»
Aterrizó el perro bruscamente de vuelta a la realidad. Le proponía una decisión impulsiva, pero lo entendía perfectamente. La mancha de sangre y esa patrulla seguirían estando ahí, pero al desaparecer aquel cuerpo fuerzas policíacas podrían dividir sus unidades tan solo para encontrarlo; no les sería difícil intuir que se trataba de un cadáver dado a tal cantidad de sangre, pero, seguramente y en alguna casa acogedora de un vecindario tranquilo en Phoenix, habría una familia que quisiera enterrarlo con todos los honores.
Jack se sacudió las manos enviando gotas de sangre por doquier; pronto tendría que lavarse las manos para no levantar sospechas. Dándole un último vistazo detallado a ese cuerpo inerte algó le sacudió la consciencia: no era un recuerdo, pero quizás una corazonada.
Levantó al cadáver rodeando por debajo las piernas y su torso con ambos brazos. Caminó hacia su moto, Elizabeth, y colocó el cadáver en la parte trasera: boca abajo. Con las mismas cadenas con las que le dio fin, aseguró al cadáver fijo en la moto. Montó en su vehículo. Un movimiento involuntario hizo que Jack llevara su mano a la boca: como si fuera a fumar. Observó a sus espaldas y su cigarrillo yacía tirado en el asfalto, aún humeante. Sacó otro del bolsillo de su chaqueta y lo encendió con su mechero de plata. Luego de una profunda y extensa calada, arrancó y se dirigió desierto adentro.

Aquello era hostil: su moto brincaba con el terreno irregular y el olor a óxido no podía salir del ambiente; un tanto culpa del cadáver. El sol golpeaba su rostro con intensidad y el viento no hacía más que levantar olas de polvo, mismo que se hacía barro al encontrarse con el sudor que le corría por la frente. Luego de un rato conduciendo estaba lo suficientemente lejos de la carretera como para que nadie los viese y la búsqueda tardase lo máximo posible.
Una llanura desértica de población humana como animal. Las plantas rodantes de maleza muerta rodaban danzando al ritmo del soplante viento; el sol picaba sobre su piel. Bajó de su motocicleta y se dio vuelta para encarar el cadáver echado y encadenado sobre su moto; algo de sangre había manchado la tipografía de: «Elizabeth». Procedió a desenganchar las cadenas y a cargar de nuevo al cuerpo, caminando unos seis pasos lejos de la moto. Arrojó al cadáver al piso como si fuera un saco de papas.
«Bien. Ahora, entiérralo como el desgraciado que es.»
«Nada de eso.» ─respondió Jack, mientras caminaba de vuelta a su motocicleta. Al llegar, abrió las alforjas y rebuscó unos instantes─.
«¿Qué pretendes, perro?»
Sacó de las alforjas un bidón rojo lleno de gasolina con su mano derecha; en la izquierda preparaba a su cigarrillo abrasante como encendedor. Se giró en dirección al cadáver y marchó con pie firme. Un silencio importante pesó sobre la escena.
«Creo que cuando firmamos este pacto en aquel espejo del motel no definimos ningunos límites. He aquí uno. Perro, te ordeno que te detengas... ya.»
«¿"Me ordenas"?»
«Lo has escuchado bien, escoria. Depón tus fútiles intentos y devuelve ese bidón a su sitio. A este desgraciado lo enterrarás.»
«No lo creo. Sin contar de que no tengo una pala conmigo, ni siquiera en las alforjas, enterrar a este hijo de perra me tomará más tiempo del que tenemos. Estamos lejos, no creo que nadie se acerque a observar una pequeña humareda. Quemarlo es mucho más fácil... y rápido.»
Se alzó sobre el cadáver. Empezando a inclinar el bidón algo retumbó en sus oídos.
«¡¡DETENTE!!»
Un zumbido asesino halló un hueco peleando su entrada a aquellos mortales oídos, escarbando en su cráneo y viajando por su sistema nervioso: destruyendo, explotando como un millar de bombas aturdiendo a Jack al punto de soltar el bidón y llevarse ambas manos a la cabeza; cayendo de rodillas.
─¡Maldita sea...! ─gritó desesperado Jack retorciéndose de rodillas en el piso─
«Química interesante habrá entre nosotros, perro mortal, pero no te sobrepases. Entierra a tus adversarios, desmiémbralos, hazlos puré o deja que sean carne de carroña para esta naturaleza tuya, pero a ninguno los habrás de quemar.»
Paulatinamente aquel zumbido horrorizante desvaneció: liberando a Jack de su tortura; habría sido una atormentante presión craneal lo que había hecho palidecer al mortal. Poco a poco se recuperaría y se recompondría del suelo.
«¿Se puede saber cuál es tu afán de no quemar un simple cuerpo?» ─preguntó Jack sacudiéndose la arena de sus rodillas y sin mostrar suma gracia en su rostro─.
«Puede que te lo explique, pero no ahora. Decide rápido lo que harás con él.»

A pesar de que no le gustaba lo que oía de aquel susurro sombrío, tenía un buen punto: aquel oficial había estado comunicándose constantemente por radio con la central justo antes de ejecutar el arresto, así que lo más probable era que más patrullas de la zona -incluso si estaban a varios kilómetros de allí- estuvieran de camino a investigar el corte abrupto de las comunicaciones por parte del oficial Douglas Black. Además de la búsqueda que la policía podía estar iniciando, el sol caía, peligroso e impasible, para reposarse en el horizonte y dar paso a la fría noche. Jack pensó rápidamente en sus opciones.
«Si no podemos quemar el cuerpo y no tenemos cómo enterrarlo, la única opción que queda es dejarlo para los buitres. Dejar que los coyotes hagan el trabajo, aunque no vaya a ser el mejor.»
«Servirá.»
Jack se volvió hacia su motocicleta. La tipografía sobre el negro mate yacía parcialmente manchada por la sangre del cerdo que llevó encima: así como sus propias manos y la cadena que llevaba enganchada al cinturón. Tenía que lavarse rápidamente. Abrió las alforjas de cuero y dentro rebuscó la cantimplora. Abriéndola, usó un poco para lavar sus manos, un poco más para su cara (a parte del barro, le había salpicado algo de sangre) y con un pañuelo, lo humedeció para limpiar como se podía a la motocicleta. Todo listo; solo quedaba seguir. Jack se llevó el cigarrillo que momentos antes casi usa como encendedor y decidió dar varias caladas, observando la puesta de sol en el horizonte. Mirando las nubes rojizas y los rayos de luz taciturnos, agonizantes de un día casi terminado, su mente pasó por muchas etapas y pensó muchas más. Se le vino a la mente varias cuestiones, así como memorias que prefería mantener enterradas y que sencillamente le hacían tener piel de gallina. Una de esas cosas que se le cruzó fueron las palabras del sargento Tyson, quien hacía unas pocas horas atrás lo había advertido.
«Pero, ¿y cuando ellos te cacen a ti...?». Resonó aquella frase por toda su consciencia.
«Ellos... ¿Y si por ellos se refería a la policía?» ─Se preguntó tanto a sí mismo como a la voz que lo acompañaba─.
Por primera vez en muchas horas desde el motel, aquella voz sencillamente se quedó callada. Jack en parte lo entendió, así que encendió la motocicleta y el faro principal de esta. El nombre de Elizabeth volvía a brillar entre el negro mate cuando aquel hombre de la chaqueta de cuero partió de vuelta a la carretera...
y consigo se llevó la prematura idea de que el final del camino se acercaba.


«Una lágrima en la arena»


Iluminada decisión; oscuras intenciones. Fría consciencia; ardiente deseo.
No había nada que lo parara.

De vuelta en la carretera, aquello ya no tenía atisbos de viaje sino de una persecución (aunque jamás haya dejado de serlo); la noche acechaba violentamente matando a los pocos residuos de luz natural que quedase y la luna amenazaba con alzarse imponente cual centinela justiciero. «Justicia»... Jack jamás se había visto a sí mismo como un justiciero, pues nada de lo que le había pasado entonces; antes; nunca le pareció justicia. ¿Justicia para quién? La ley, por una parte y pensaba él, busca por un concepto de justicia más equitativo para el país. «¿Con qué derecho?». Si un borracho atropella a una familia y deja vivo solo al padre, para ese hombre, ahora roto y perdido, justicia sería atropellar a aquel borracho tantas veces como fuera posible con un camión de carga hasta que se convirtiese en una papilla burbujeante y rojiza; la ley, casi metiche en su rincón elitista y aristocrática, diría que a ese pobre desgraciado borracho le esperarían los barrotes (como mucho: no sería la primera vez que un villano alega locura y sale impune; atado o medicado, a veces ambas, pero impune). Sin embargo y a pesar del odio que bullía en su interior, lo que pretendía tampoco lo consideraba justicia: era su meta, su objetivo, lo poco que le quedaba y le impulsaba a estarse en pie; era su combustible. Lo necesitaba.

Perseguidor perseguido. Hacía ya una hora que dejó a aquel cadáver uniformado de azul marino y sus compañeros posiblemente ya partieron en busca del culpable. «Culpa... Si quieren un poco tengo mucha más de dónde vino esa, pero tendrán que detenerme primero.»
Avanzaba casi ciegamente. Tenía el faro de la motocicleta encendido, pero las sombras arropaban su mente. Estaba ansioso: detrás de su oído izquierdo podía escuchar a un reloj de arena agotando sus últimos granos, uno tras otro. Podría pararse a un lado de la carretera, bajarse y aprovechar el magnífico desierto de Arizona o el de su propio corazón para rellenarlo; comprar más tiempo; pero no era la misma arena... La de Arizona era rústica y áspera, la de su corazón era dura y apelotonada como piedra; seca y con peste a azufre. La que requería ese reloj era una arena fina y suave, que se podía deshacer en sus manos, incluso... Cenizas: de las que se consiguen incinerando el cadáver de un viejo que había sido sentenciado a muerte... Solo esperaba que quien dicte la sentencia sea el mismo que empuñe la daga; y que sea rápido.

Seguía. Conducía. Pero sentía que ya no avanzaba. Los pocos autos que le pasaban por un lado lo hacían indiferentes y fríos; había caído la noche y parecía que el mundo seguía avanzando, pero no para él. Con la luna plateada dibujándose en el azul y oscuro horizonte pensaba en la gente que estaría yendo al cine, cenando en un restaurante, saliendo con los amigos, comiendo con sus familias...; riendo, compartiendo, recordando... Parecía un mundo al que ya no podía volver.
Nada: ni siquiera su vehículo le dejaría.
Elizabeth, su motocicleta, le diría a Jack mediante los paneles acristalados que el tanque de gasolina estaba vaciándose; las luces del panel titilaban como si hubiera ganado una partida en el casino; significaba lo contrario a una victoria.
Jack se detendría a un lado de la carretera, se bajaría de la moto y buscaría en sus alforjas el bidón de gasolina. Al encontrarlo lo removería en el aire para calcular su contenido dentro. No era mucho; le serviría para seguir unos pocos kilómetros más hasta encontrar un sitio donde repostar. Vertió lo que tenía en el bidón a la motocicleta y montó de nuevo para seguir avanzando.
Unos kilómetros después, Jack divisaría a la distancia diamantes sobre terciopelo negro; luces que le darían algo de esperanza.
Al acercarse pudo advertir una estación de servicio. Funcionando como gasolinera con sus respectivos surtidores de gasolina y una tienda de productos variados, también tenía un piso con numerosas habitaciones para hospedaje temporal justo encima de la tienda haciendo que aquel pequeño edificio se asomara fácilmente a la distancia. Afuera de la tienda había un camión estacionado seguramente y algunos coches; justo uno estaba terminando su turno en uno de los surtidores.
Acercaría su moto y se colocaría a un lado del surtidor. Bajándose de su vehículo lanzaría un par de miradas sagaces a la fachada de la tienda: un gran ventanal enseñaría los anaqueles y los clientes de dentro. Afuera, apoyado del muro justo al lado del ventanal, se divisaría a un hombre uniformado con el logo de la estación de servicio fumando un cigarrillo; apenas cruzaron miradas el hombre echó su cigarrillo por la mitad a un lado y se acercaría a Jack servicialmente.
─¿Puedo ayudarle, señor? ─preguntaría aquel hombre delgado y de nariz arqueada; podría decirse que algo en su genética le influía a beber como un desgraciado en un pub y a tocar el acordeón, o quizá eran las pecas, el cabello rojizo y el acento irlandés lo que le hacía pensar aquello a Jack─
─No hace falta, muchas gracias ─respondió algo seco el hombre de la chaqueta de cuero, sin siquiera darle una mirada. Una vez que quitó la pistola despachadora del surtidor y se dio vuelta para repostar la motocicleta, pudo ver que aquel hombre seguía estando ahí, esperando a la orden─. No te vas a mover, ¿verdad?
Un silencio respondió por él. Jack le daría la pistola despachadora, un poco fastidiado. Aquel empezaría a repostar su motocicleta.
─No es personal, señor. Si echa un vistazo dentro de la tienda podrá ver a Rachel, mi empleada. Es nueva. Como gerente tengo que dar cierto ejemplo ─mencionaba él con un tono amable mientras repostaba; parecía concentrado en su trabajo y a pesar de ser las ocho de la noche se veía avispado. Rachel, al contrario, se vería atareada y cansada a pesar de notarse que su turno había empezado hacía poco─. El nombre es Liam y el apellido Byrne, por cierto.
─Jack.
Al terminar su trabajo el gerente Byrne, devolvió la pistola al surtidor y se volvió para estrechar la mano a Jack, quien aceptaría.
─¿Solo Jack? ¿Sin apellidos? ─preguntó curioso el gerente─
─De momento paso. ─dijo─
Liam soltaría una mueca del rostro intentando ocultar una risa.
─Vale. Sin problema ─respondería con una sonrisa y procedería a echarle un vistazo rápido a Elizabeth, la motocicleta de Jack; la fuente blanca en la estructura resaltaría con su color negro mate─. Es una buena pieza. ¿A dónde planea ir con ella?
─Paso de responder eso también.
─Bien. Está bien... ─abandonaba Liam en sus intentos de seguir escudriñando. Sacaría un trapo de su bolsillo trasero y se limpiaría un poco las manos, las cuales olían a gasolina incluso antes de que usara el surtidor─. Puestos a ser serviciales, le advierto que esta es la única estación de servicio en kilómetros, así que creo que le vendría bien aprovisionarse si planea seguir avanzando ─dijo con un marcado acento irlandés, aunque ya más local─. Puede quedarse esta noche: aún tenemos una habitación libre y tenemos productos como aceite, bujías y algunas herramientas si necesita...
«Piénsalo por un momento, perro.» ─empezó a musitar aquella voz detrás de su oreja, repentinamente. De fondo y como si alguien mascullara detrás de una bóveda acorazada el gerente Liam seguía hablando─.
«Pensé que me habías dejado solo, sombra. ¿Qué pretendes?»
«Te di muchas cosas con el trato, pero no te hice incansable. Descansar bien esta noche no vendría mal para tu afligida mente».
«Puedo continuar».
«Y tanto, pero necesitarás energías si quieres cumplir con tu cometido».
─Perfecto. Tú ganas ─interrumpió en voz alta Jack al gerente en medio de su monólogo. Con gesto severo impuso─. Puede que esté interesado en hospedarme hasta mañana, pero no pienso dejar mi motocicleta aquí a la intemperie.
─No se preocupe por eso. Para un cliente único: un trato único ─dijo Liam con cierta gracia─. Puede dejar su moto en el garaje de empleados justo detrás del edificio. Allí estará a salvo. Claro, que eso se le añadirá a la factura.
─Eso servirá ─dijo tomando del volante la moto─. Llévame hasta allí.
─Venga conmigo.
Darían la vuelta al edificio de la estación de servicio tal y como lo había dicho el gerente. La parte trasera del edificio constaba con un garaje y una puerta de emergencia que daba a la trastienda; más allá solo había desierto. Liam Byrne abrió la puerta del garaje y se descubrieron dos autos: Jack metió la motocicleta dentro, tímida justo a un lado. Una vez la moto asegurada, Jack decidió entrar desde la trastienda y subir las escaleras hasta el piso de arriba; allí y con las indicaciones del gerente se dirigiría a su habitación luego de pagar por ella.
Su habitación sería la número 3. En el trayecto hacia ella, cruzaron por el frente a esa habitación peculiar: la número 6; un disimulado olor punzante a gasolina y otro más dulzón que no supo distinguir se escurrían por debajo de la puerta; decidieron ignorarlo.


«Barrotes de cristal - Caras coloradas»


Ya dentro de su habitación y luego de haber cruzado ese estrecho pasillo con olor a barniz, aquella habitación parecía bastante limpia para ser de una estación de servicio en medio de la carretera desértica; las sábanas estaban mullidas y no veía nada extraño ni en las colchas ni en las almohadas. Un pequeño baño se escondía tímido tras una puerta de madera y tan solo una mesa de noche con una lámpara y una peinadora con su espejo era lo que rellenaba la estancia (además de la alfombra descansando sobre el suelo). Se sentó en el filo de la cama. Sacó el arma de su pantalón y la miró entre sus manos. Limpia, oliendo tan solo a frío metal impasible... Había pasado todo un día y aún no la accionaba: aún no cumplía con su deber. «¿Estoy haciendo algo mal?», pensó. Recordaba las palabras de la sombra que le susurraba; no era su mejor amigo, pero en sus palabras identificaba sabiduría. ¿Insistió, aquella sombra, en quedarse a descansar por altruismo o quizá por autopreservación? Lo ignoraba. ¿Estaba conectado a él de alguna manera más allá de lo espiritual? ¿Era una simple herramienta para usarse y tirar? ¿Era libre, siquiera...? Lo ignoraba. Estaba sumido y consumido por una cruzada personal e incierta. ¿Cómo acabaría? ¿Acabaría, mejor formulado? ¿Acaso se imaginaba a sí mismo luego de terminada la tarea...? Lo ignoraba. Era una yuxtaposición: sabía perfectamente lo que debía hacer, pero estaba lejos de saber lo que implicaba. Dejó el arma encima de la mesa de noche y sencillamente se echó a intentar descansar un poco.
Tan cerca de su destino y aún desconocía.
No podía escapar de su tormento continuo; su aventura insidiosa no podía ni debía detenerse. 

Un ruido incesante y extenuante se empezó a producir en la tienda de abajo a solo cinco minutos de que Jack descansara. Se reincorporó al filo de la cama. De pronto: un chillido; un grito de mujer se oyó proveniente de abajo, en la tienda.
Una mirada fugaz arrojaría Jack a la pistola nuevamente; si algo pasaba abajo podría necesitarla, sin embargo, la tienda tenía varios clientes además del gerente y su empleada: empezar un tiroteo allí no resultaría. Guardó el arma en el cajón de la mesa de noche. Decidió irse desarmado.
Crujiendo la madera del pasillo de arriba con cada paso, poco a poco pudo discernir lo que eran gritos de varios hombres en amenaza. Asomó la mirada justo al cruzar la esquina que daba desde el pasillo a las escaleras. Un paso en falso haría crujir más de la cuenta uno de los escalones.
¡¿Hay alguien allá arriba?! ─pareció exclamar un hombre de voz rasposa y severa a la empleada Rachel de la estación─.
─N-No lo sé, señor ─tartamudeó ella temblando sus manos─. Por f-favor, no me apunte con el arma.
¡¡Cállese!! ¡Apuntaré a quien quiera y harán lo que yo diga! ─se escuchó el sonido metálico de la pistola cargándose─. ¡¡Y si alguien está arriba y nadie dice nada empezaré a abrir fuego!!
─No hay necesidad, vaquero.
Jack pronunció aquello bajando las escaleras hasta descubrirse con las manos en alto. Lo que este vio no fue un panorama agradable.

Estaban atracando la tienda. Tres personas: tres aparentes hermanos. Un marcado acento sureño los caracterizaría. El que parecía mayor estaba vestido de unos pantalones cargo de camuflaje militar, botas y una camiseta sudada; era el que portaba el arma. El hermano del medio estaba empuñando un bate de béisbol con una apariencia bastante pesada: estaba ayudando a mantener a todos los clientes, empleados e incluso al gerente, arrodillados en el piso y manteniendo silencio; entre los rehenes se encontraba Liam, su empleada Rachel, una pareja de ancianos y una madre con su hijo. El hermano menor tan solo tenía una navaja de bolsillo y un grupo de bolsas plásticas; estaba intentando llevarse todo el dinero que podía de la caja registradora y todos los artículos de valor de los retenidos. Gritos e insultos con apuro se lanzaban entre sí aquellos hermanos, al igual que sus rehenes.
─¡Maldita sea, Keller! ¡Te dije que los mantuvieras callados! ─exclamó el hermano mayor apuntando su mirada y el arma al hombre de la chaqueta de cuero, que bajaba las escaleras y se unía a los demás rehenes─.
─¡¿Crees que no te he escuchado?! ¡El maldito niño no se calla, Edward! ─le devolvió el grito para luego amenazar con el bate a la madre y a su hijo quien no paraba de llorar─. ¡Alfie, aprisa con ese dinero!
─¡Ya te escuché! ¡Hago lo que puedo!

Rubios y con la cara colorada: así eran esos tres. Edward, el hermano mayor, descubría en sus brazos piel tatuada; marcas provenientes de algún cuartel. Tenía una cicatriz circular y magullada en uno de los bíceps: como si hubiera recibido un disparo hace mucho tiempo; un cabello bastante corto y una mirada nerviosa de ojos azules le decía a Jack que posiblemente tenía enfrente a otro veterano. Keller, por su parte, relucía en sus veintitantos años; tenía un cabello largo y cuidado, pero en sus antebrazos descubría accidentalmente marcas de pinchazos debajo de sus mangas largas. Ralph -a veces mencionado como Alfie- parecía un adolescente de no más de quince años; sus movimientos eran torpes al tomar el dinero y la bolsa temblaba con vacilación. No era el equipo perfecto pero juntos habían tomado la estación de servicio.
─¡Cállense de una vez! ─volvía a gritar Keller a la madre y su hijo pequeño─.
─¡Por favor! ¡Déjenos en paz! ─suplicaba la madre─.
─¡Joder! Ed, no servimos para esto.
─Quizá si dejasen de gritar tanto nos calmaríamos todos un poco ─sugería Jack una vez ya de rodillas y puesto al lado de los demás rehenes─.
¡Déjenos ir, por favor! No llamaremos a la policía se los juro ─empezó a suplicar la pareja de ancianos. El señor protegía con su cuerpo a su esposa: dispuesto a recibir un disparo primero antes que ella─.
─Llévense lo que necesiten, señores. No hay necesidad de aplicar ningún tipo de violencia ─dijo el gerente Liam Byrne, arrodillado a un lado de Rachel─.
─¡Ejerceremos toda la violencia que queramos! ─aseguró de nuevo Keller zarandeando el bate con fuerza solo para asustar─.
─¡Silencio, joder! ─gritó ya cansado Edward. Con un par de golpes con los nudillos en su cabeza y un gruñido ordenaría sus ideas─. Keller, toma una bolsa y ayuda a Alfie a recoger todo lo que podamos. Yo me encargaré de los invitados. ¡Señores! —exclamó a sus huéspedes— ¡No quiero ver ningún celular, cámara, radio, walkie-talkie ni nada que tenga una puta pantalla! Este estercolero es nuestro —pronunció mirando a Liam—, y como vea un movimiento brusco pintaré las instancias de rojo... A su derecha tienen a Keller, él les hará el favor de quitarle lo que no les conviene tener.
«Un hombre con maña. El equilibrio no es lo suyo. Tic tac».
«¿Algo que puedas hacer por nosotros, sombra?».
«Nada que no sea tentar».


«Botas militares; sastre de poca monta»


Edward se empezaba a pasear por la tienda como el mandamás: no lo hacía con narcisismo sino con una mentalidad peligrosamente fría. Buscaba por cámaras de vigilancia y botones de emergencia ya sea policial o de bomberos; a las cámaras las miraba fijamente y a las alarmas de incendio las recubría cinta americana. Con ojos impasibles observó a través de los ventanales a la camioneta roja pick-up por la cual habían venido estacionada cerca de la entrada de la tienda; cerca de la entrada, cerca de la salida: no tenía plan B.
Mientras Ed mantenía sometidos a los rehenes, Keller empuñando su bate los iba colocando uno al lado del otro en fila y de rodillas: registrándolos para meter en las bolsas sus celulares, relojes y radios. Pasaría él en frente de Jack indicando que era su turno. Se levantaría y con las manos en alto sería cacheado; Edward lo apuntaría con su pistola para evitar cosas raras. Jack simplemente soltó un bufido.
—Lamentablemente no tengo nada para ustedes, campesinos —dijo en un tono grave pero con cierta ironía—.
—¿Campesino? ¡Yo te daré una paliza campesina, imbécil! —exclamó Keller levantando el bate. Su hermano mayor lo detendría—.
—Nada de locuras, hermano. ¿Lo has revisado bien?
—Claro que sí. Este estúpido solo tiene un reloj antiguo quemado, ¡y está casi carbonizado! —al decir aquello el hermano del medio, Jack intentó ocultarse bajo la manga aquel reloj de correa de cuero subiéndolo por encima de la muñeca; el cristal de las manecillas estaba oscuro de un antiguo fuego y las piezas de aluminio a penas se mantenían unidas; las agujas habían dejado de avanzar hacía mucho—. Aunque...
Keller echó otro vistazo. Observó a Jack de arriba abajo, yendo desde aquel par de ojos fríos y azules hasta las botas de cuero negro; en su torso hallaría la respuesta.
—La chaqueta —le espetó el veinteañero—.
—¿Cómo?
—¡Que me des la chaqueta, sucio comegatos!
Algo empezó a reverberar en la consciencia de Jack.

Keller alzaba el bate intentando ser imponente y amenazar al hombre de la chaqueta de quitársela y seguramente ponérsela para pavonearse tanto como durara aquel espectáculo de rehenes. Jack no hizo falta de palabras voluptuosas para hacer notar su negación.
—Escucha, es solo una chaqueta —le decía Edward detrás de él, inspeccionando los anaqueles—. Teléfonos y comunicadores primero, ¿está bien?
—¡Y una mierda! —exclamó su hermano— Este imbécil no tiene nada de utilidad encima, solo cuero y cadenas. ¡Quiero su chaqueta! ¡Y la quiero ahora!

Los gritos se volvían a apelotonar en el ambiente. Como un ejército de megáfonos ese bullicio se enzarzaba nuevamente. Rachel no paraba de suplicar con terror, Liam exigía que todos se calmasen, la pareja de ancianos solo sollozaba y aquel niño no paraba de llorar. Se le empezó a notar cada vez más tenso a Keller con cada aullido.
Jack arrojaría, entonces, su mirada fría al pequeño niño. Castaño, de ojos verdes y una torrencial voz. Quizá era el fastidio, quizá se había hastiado o tal vez algo ocurrió que con simples palabras no supo esbozar; pero con sus ojos azules clavados en aquellos verdes, algo lo motivó.
—Te la daré —casi condenó Jack. Un silencio en la sala se hizo presente—. Dos condiciones: quiero que cierres la maldita boca y... —observó al niño— quiero un chocolate.
Keller estuvo atónito y confuso al mismo tiempo.
—¿Un chocolate? —preguntó él—
—El mejor que haya en la tienda —pronunció Jack severo esta vez lanzando su mirada al gerente, Liam Byrne—.
—¿Un Callahan? —nombró esta vez el gerente— C-Claro, está en el anaquel de su izquierda. Es algo caro, pero...
—Supongo que no es el momento adecuado de hablar de precios, ¿verdad, gerente? —Jack al pronunciar aquello dejó un vacío de palabras en la boca de Liam. Al final concluyó:— Pongalo en mi cuenta.
Como una jauría de perros rabiosos distintos insultos se peleaban en la garganta de Keller por salir victoriosos y hacer presencia; sus ojos se abrillantaron de un rojo intenso, o así lo quería hacer ver. Una mirada llena de vacilación daría el hermano del medio al hermano mayor; Edward asintió hastiado. Keller, en pasos tan pesados como plomo, buscó el anaquel ubicado en la pared izquierda de la tienda: tomó aquella tableta de chocolate forrada en un rojo intenso con fuentes blancas; «Callahan», decía elegantemente. Volvió sobre sus pasos y encaró a Jack con no muy buena cara... Jack, casi como si diera un brazo suyo, se quitó la chaqueta de cuero negro y se la ofreció a Keller, quedándose tan solo con una camiseta también oscura.
Trocaron: al final le dio el chocolate con mala gana, casi arrojándoselo y tomó la chaqueta.
—Esta no se puede remangar —dijo tajante Jack—.
Un vistazo con sonrisa empedernida le diría a este que el joven no pretendía nada.


«Leones azules»


Ya realizado Keller seguiría con su trabajo de recolecta; Jack volvería a su sitio de rodillas con los demás. Estando en el piso vería cómo el espectáculo se reanudaba: Keller y Alfie estarían con las bolsas recogiendo todo lo que pudiera tener un mínimo de valor de los anaqueles mientras que Edward estaría estoico frente a los rehenes, limpiando su arma detenidamente y observándola con cierta pasión; acariciaba los detalles en el mango y respiraba lento el olor a acero y pólvora del cañón. Jack los miraría esperando el momento. Llegó. Edward se distrajo cuando un auto cruzó la carretera a máxima velocidad; quizá un borracho o un juerguista, pero sirvió. Con el vistazo rápido de un depredador, Jack le lanzaría con sutileza en manos al niño el chocolate brillante y lujoso. El niño cesaría en seco con su llanto. La madre observaría a Jack con ojos llorosos pero sorprendidos... Un silencio calmo se inmiscuiría en el ambiente.
—¿Puedo, mamá? —suplicaría el niño con inocencia, contemplando a su madre como quien contemplaría a un gigante eterno—.
—C-Claro, Matty. ¡Come, anda! —le respondería la madre, tranquila e incluso alegre: aún con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Le ayudaría a su pequeño hijo a abrir el chocolate, acto seguido vería a Jack con cierto cuidado— ¿Puedo saber su nombre, señor...?
—Jack. Solo Jack —respondería por él Liam, el gerente, con una sonrisa cálida en su rostro pecoso—.
—Jack... Muchas gracias —le sonreiría la mujer castaña, en cuyo cuello se balancearía un colgante de latón con la inscripción de: «Lucy»—.

Este hombre, ahora protagonista del silencio etéreo, lo perpetuaría aún cuando le entregaba una mirada seria a Lucy. Levantaría su vista y observaría el panorama: Alfie y Keller seguían vaciando los anaqueles habiendo acabado con la caja y Edward estaría absorto observando por los ventanales a la calle baldía y desértica. Los rehenes tendrían un momento para ellos.
—Escucharé agradecimientos cuando salgamos de aquí —aseveraría Jack. La rabia se amontonaba al verse atrapado—. Hay que hacer... algo...
«El perro con cadenas ahora encadenado. No estás solo. Encadenado debes de mantenerte.»
«Vete a la mierda.»
—¿Y qué podemos hacer o pensar, siquiera? —musitó el anciano al lado de su esposa; ella se refería a él como: «Leroy»—
—No permitiré que hagas nada, ¿me has entendido? —condenaba su esposa, Beth, tomándolo del brazo como si rogara infantil y temerosa— ¿Qué pretendes que hagamos? —preguntó airada a Jack— No me atrevo ni a moverme y no dejaré que ninguno de ustedes haga una locura.
—En este manicomio el más loco será rey —respondería Jack con un cosquilleo en sus nudillos vendados y vestidos de cuero—.
—Me agrada la idea de la locura —decía Liam—, pero considero que el cliente siempre tiene la razón; debo de dársela a nuestra invitada en edad de oro aquí presente.
—¿Entonces es mejor esperar a que ellos decidan qué hacer? —cuestionó Lucy, la madre del chico, luego de darle una mirada dubitativa a Jack y luego a su pequeño— Lo siento, pero prefiero que intentemos algo a entregarnos a merced de estos desequilibrados...

Sí, carretera 6, estación de servicio Byrne. Estamos... en peligro...

Un nuevo silencio se hizo descubrir, pero ahora era distinto...

Con los pelos de punta, los compañeros de captura arrojaron miradas aterradas y frías a Rachel, la empleada de la tienda, que había podido esconder su teléfono celular -seguramente dentro de su ropa interior- y ahora alertaba de la situación. Gritos apagados y susurrados a la misma vez le exigieron a Rachel ocultar su teléfono. Ella apagó el teléfono torpemente y lo escondió en su sujetador.
—¡¿Qué coño haces?! —preguntó furioso Jack en silencio mientras Ed miraba fijamente por los ventanales y sus hermanos saqueaban—
Dios santo... ¿La vieron? Llamó a la policía, ¿estamos salvados? Esto no puede estar pasando... —Lucy, Beth y Leroy maldecían y desesperaban previendo mil escenarios distintos...: ninguno era bueno.—.
—Y-Yo solo intentaba ayudar y... conseguí esconder el teléfono y... —vacilaba ella—.
—¿Puedes siquiera entender que si estos imbéciles ven que traes eso encima, nos ejecutarán como a perros? —arrinconó Jack—
«Angustiosa ironía...»
—¡L-Lo siento! ¡¿Está bien?! Quería hacer algo y usted mismo dijo que debíamos hacer algo.
—¡Pero no a las espaldas de los demás, joder!
—Jack, ¡Jack! Cálmate. Dale un respiro a la chica —replicó el gerente; su nerviosismo se dibujaba entre sus pecas como un brillo sudoroso—. Esto puede ser bueno, ¿sabes a qué me refiero? —tartamudeó, lanzando vistazos dudosos a sus captores distraídos— Por nuestra cuenta no podemos salir de aquí.
—Hable por usted, gerente. Yo solo necesito una oportunidad —respondió Jack para luego asestar una mirada hostil a Rachel—, y ella lo está haciendo imposible.
—¿Qué te han dicho? —preguntaba Beth a la chica— Hablaste con ellos, niña, ¡tuvieron que haberte dicho algo!
—S-Sí, ¡claro! —contestaba ella— Tenga en cuenta que... que no tuve mucho tiempo, ¿ok? —mencionó paseando sus ojos por todos los presentes— Pero...
—¡Maldita sea! ¡¿Qué coño te dijeron?!

Se perdía los estribos; Jack exclamaba aquello tan fuerte como la discreción se lo podía permitir. Burbujeaba; ebullía; la impaciencia se condensaba en aquel ambiente asfixiante como un gas lacrimógeno; lágrimas dulces que se fusionaban con el sudor salado. Como mil piedras de Sísifo, como una promesa sin cumplir: así pesaba sobre ellos la impaciencia; el tiempo corría y las paredes de aquella tiendita de servicio parecían encogerse. Podrían armarse de valor y pelear pero aquella tienda apenas tenía tres anaqueles centrales -sin contar los de las paredes- y un margen de movimiento discutible: disparar un arma allí dentro, y bien como pensó Jack, podía ser desastroso...
«Y aún así el perro se veía ansioso de guerra. Su encierro tenía tan solo dos vertientes: resignación o batalla, y tuvo suficiente de resignarse.»

Pero la ansiosa angustia de la impaciencia se vería cesa.

—¡¡Señores!! —se le escuchó gritar al hermano mayor, al comandante de aquella situación desesperada: Edward— ¡Los quiero a todos atrincherados y tan serviciales como soldados de nuevo ingreso, porque a partir de ahora tenemos compañía!

Jack junto con sus compañeros de cautiverio levantó la mirada: un viejo amigo iluminaba con luces bígamas la instancia. Un suspiro de alivio se quedó atragantado en su gaznate.



«La espada afilada; la Dama Justicia podía ver»


Fue como una estampida: adentro y afuera.

Fuera las llantas se quemaban sobre el asfalto al derrapar las patrullas; si las estrellas pudiesen vernos dirían que aquello era tan brillante como una constelación de rojo y azul, pero lo que no sabrían sería que era tan solo un ejército levantando polvo desértico con sus botas, armados hasta los dientes, de ceño fruncido, ansiosos de venganza: Orión pacífico hibernaría durante eternidades al ver la guerra que se desataría allí, sollozante decepcionado.

Dentro se marchaba irónicamente coordinados: Edward comandaba álgido tomar todos los anaqueles y colocarlos cual barricada encarando la entrada de la tienda, muros alzados en táctica. Cuestionaban los hermanos lo hermético: si aquello se transformaba en una situación de rehenes la falta de visión podía ponerlos nerviosos, Edward tan solo dijo: «verán lo que necesitemos que vean». Los anaqueles se colocaban con pequeños espacios entre sí, como ojos mágicos que servirían para observar los movimientos de los azules. Coyotes en el gallinero y los cazadores tocaban la puerta.

De una de las patrullas postró la bota en el piso aquel hombre de azul oscuro pero de dorado reluciente: el teniente Phill Carson; en su mano derecha una pistola y en la izquierda un megáfono.
—¡¡Atención, malditos canallas!! —gritó aquel hombre canoso y de cicatriz cruzada por el puente de su nariz. A su lado, salían sus soldados de las patrullas cargando sus armas y apuntando estoicos a las cristaleras de la entrada. Orquestado infierno amenazaba por desatar y él era el director— ¡Al habla el teniente Phil Carson de la policía de Phoenix! ¡¡Salgan con las putas manos en alto!! —exclamó, cargando su pistola— ¡¡Si tienen armas, arrójenlas y si tienen rehenes, suéltenlos!!
¡Los tenemos!
Asomó, entonces, el teniente contrario.

Edward rodeó la muralla de anaqueles con Rachel tomada del cuello, colocándola de rodillas y apuntándole con su arma en la cabeza. Detrás de las cristaleras observó cientos de ojos brillantes: brillaban soñando por ponerle una bala entre ceja y ceja. Luego de él, apareció Keller empujando al pequeño Matthew con su bate de béisbol; detrás de ellos se escuchaba los imploros de su madre por misericordia.
—¡Los tenemos, teniente! —repitió Edward, observándolo profundo a los ojos. Rachel titubeaba aterrada por el frío del cañón en su sien— Mujeres y niños —dijo mirando primero a Rachel y luego a Matthew—. ¡Lo escucho! Yo cuidaría mis palabras...

Un breve silencio denotó el cómo todos, independiente a sus intenciones, tragaron saliva expectantes por lo que vendría.
—¡Policía de Phoenix! ¡Están rodeados, hijo! —se le escuchó vociferar a Carson desde el megáfono; sus palabras: crudas; su entonación: severa. Su mandíbula cuadrada y sus ojos sagaces no ayudarían a darle buena imagen. Sus soldados se mantendrían leales—. Hemos recibido un llamado de alerta proveniente de aquí y además, se les busca por homicidio a un oficial de policía.
—¿Qué? ¡¿De qué coño habla?! —devolvió Edward—
¡¡Pagarán por lo que le hicieron a Doug, cobardes hijos de puta!!
Afuera el ambiente se caldeaba cada vez más y junto a ese rugido proveniente de un agente de policía al mando del teniente, sus demás compañeros se divisaron listos para arremeter. Dentro, un sombrío Jack se vería con la mirada baja sintiendo un escalofrío traicionero arañando su espalda. Lucy dejaba recaer sobre él la poca salud mental que le quedaba aterrada por su pequeño, los ancianos parecían hundidos en la angustia y a Liam se le vería ansioso y frustrado; Jack estaría maquinando en su mente mil y un planes para ejecutar y salir de allí, pero de momento lo único que parecía ser provechoso era aquel hermano menor, que los observaba tembloroso con la navaja en las manos...


«Treinta monedas de plata»


Entre Edward y el teniente Carson aquello pobremente se podía considerar un intercambio de palabras: era más bien una manifestación de los peores deseos que se le puede tener al prójimo.
—¡Sandeces! ¡¡Nosotros no hemos matado a nadie!! —gritó nervioso el joven Keller—
¡¡Y una mierda!! ¡Tenemos reportes anteriores donde se les ha visto conducir temerariamente, y su cadáver está a tan solo unos pocos kilómetros de aquí! Era cuestión de tiempo que uno de nosotros los intentara detener, y... ustedes... ¡¡Cabrones!!
—¡Silencio, agente Williams! —ordenó tajante el teniente. Acto seguido se volvió a dirigir a los ahora fugitivos con el megáfono— Están atrapados, muchachos, y la cosa no pinta bien para ustedes. ¡Escúchenme bien, lacras malditas! ¡A partir de ahora quiero una negociación limpia con ustedes! Díganme sus exigencias y me pensaré mejor el volarles los sesos ahora mismo.

El reloj corría; las intenciones se manifestaban impulsivas a cometer una locura. Edward y Keller se miraron las caras ansiosos: como si estuvieran a punto de dar un gran paso. El hermano mayor tomó una bocanada de aire.
—¡Si le soy sincero, teniente, no era nuestra idea principal acabar en esta situación! Pero ahora hay que aprovecharla, ¿no? —Dio un preámbulo Ed para tener tiempo a prepararse mentalmente—. Tenemos... ¡Tres! ¡Tres exigencias! —exclamó—. ¡Primero! ¡Queremos que saque a nuestro padre de la prisión estatal de Arizona! Él... debía dinero a la gente equivocada: a los Petrov. Es que... Dios Santo... ¡Un matón iba a por él! ¡¿Por qué nadie lo quiere entender?! ¡Se tuvo que defender! —explicaba él con voz quebradiza—. Por eso estábamos atracando la tienda: para pagar su fianza.

El teniente Carson quedó intrigado.
—¿Su padre? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?
—¡Jules! ¡Jules Clarkson!
—¿Clarkson? ¿El ratero de Louisville?

Al pronunciar aquel apodo, algunos agentes que acompañaban al teniente soltaron unas carcajadas burlonas; con mirada recia y nada más el teniente los mandó a callar.
—Hijos de... —rumió Ed por lo bajo. Apretó los dientes, le hirvió la sangre, alejó la pistola de Rachel y disparó al suelo— ¡¡Mi padre no es ningún ratero!!
Saltaron las alarmas rápidamente: los soldados subieron las armas pero el teniente raudo los detuvo de cometer una insensatez.
—¡Alto, todo el mundo! —rugió hacia sus soldados— ¡Óyeme bien, hijo! Tu padre cuando fue llevado a la comisaría, se le imputó esa pena de cárcel debido a los antecedentes que tenía. Aquel podría haber sido un matón, pero tu padre lo dejó en coma.
—¡Me importa una mierda! ¡Acaten a las exigencias y todo saldrá bien! —Volvió a exclamar Edward, aunque aquello parecía ser más un deseo infantil que una factible realidad—. ¡¡Segundo!! ¡Queremos que trasladen a nuestra madre, Anna Clarkson, al mejor hospital del estado! Q-Quiero... ¡Quiero que tenga protección y que la preparen para su trasplante!
—Chico, si te refieres a darle prioridad...
—Cállese... ¡¡Cállese!! Ella lo necesita, ¡necesita ese corazón! —Su voz se rompía: afligida por el dolor. Keller lo observaba con pesar, jamás lo había visto así—. Malditos polis de mierda. ¡Nunca sabrán lo que se siente! Vivir en una granja, trabajar el campo todos los días, ¡incluso pelear por tu país! ¡¿Sabe cómo se lo agradecen a gente como yo, teniente?! ¡Con una puta licencia por deshonor!

Un espeso silencio se volvió a extender. Los agentes de policía sentían odio, sentían rabia: querían vengarse, pero ahora se miraban las caras indecisos; sabían lo que tenían que hacer, pero la idea les agradaba cada vez menos.
—Veré qué puedo hacer, hijo. ¿Cuál es la última exigencia? —preguntó Carson—
—Queremos... Queremos un millón de dólares —espetó Edward—, en un maletín, en efectivo y en billetes pequeños.
—Espera, ¡espera, muchacho! Podemos sacar a tu padre de la cárcel: hablaremos con la fiscalía; podemos hablar con el hospital central de Phoenix y aunque sea complicado lo del trasplante, podemos intentarlo; pero con esto te estás excediendo. No podemos conseguir tanto dinero ni tan pronto.
—Joder... —gruñó Edward Clarkson dirigiéndole una mirada feroz a su hermano Keller, quien subyugaba al pequeño Matthew— ¡Toma a la chica y tú dame al niño! —Ed le arrojó a Rachel tirándola del brazo, Keller empujó al niño y el hermano mayor lo agarró del cuello y le puso el arma en la sien—. ¡¿De verdad quieren que mate al niño?! ¡¿Es eso?! ¡¿Quieren que lo mate?!

Gritos desgarradores empezaron a amontonarse nuevamente: los agentes de policía apuntaban sus rifles de asalto y pistolas a la cabeza de Edward, que se iluminaba de rojo por los punteros láser de las armas. «¡¡Suelte al pequeño, Clarkson!! ¡¡Suéltelo o abriremos fuego!!», se lograba discernir entre los alaridos de los policías. «¡Por favor, no! ¡¡No le haga nada a mi hijo!! ¡No...!», clamaba Lucy desde detrás de los muros de anaqueles en la tienda. Los chillidos confusos quedaban ahogados entre la muchedumbre de amenazas. Las intenciones se atropellaban. Ambos bandos exigían; ambos bandos atrapados. Los agentes de la ley gritaban. Advertían. Cargaban sus armas. Listos. Preparados. Nadie quería cumplir con su amenaza. Edward tomaba fuerte del cuello al pequeño Matty; ambos temblaban. Sus corazones se desbocaban. Un disparo se oyó hacia los cielos...

—¡¡Orden!! ¡¡Silencio, joder!! —se le escuchó farfullar desde las más profundas y sinceras fauces al teniente Carson. Bajó el arma y la enfundó. Encendió el megáfono— ¡Edward Clarkson! Conseguiremos el dinero, sacaremos a tu padre de la celda y ayudaremos a tu madre, pero, ¡nosotros también tenemos exigencias! —un suspiro de hastío se quedó atragantado en el esófago de ambos hermanos Clarkson— ¡Primero! ¡Exigimos tiempo, muchacho! Y, ¡segundo! Tienes que darnos un gesto de buena fe. ¿Cuántos rehenes tienen?
Los hermanos se vieron las caras.
—¡Más de cinco! —respondió devuelta sin vacilación—.
—No es suficiente información... —susurraba para sus adentros el teniente de la policía—. ¡Bien, chico! Necesitamos que dejes ir a al menos dos de ellos, ¡y te recomiendo que uno sea ese niño!
—¡¿Creen que soy estúpido?! ¡No dejaré ir a dos de ellos así como así!
—No te queda de otra, muchacho —condenó el teniente—. Necesitamos un incentivo para poder empezar a trabajar en tus peticiones.

Ed Clarkson quedó con la mirada baja, sumido en intriga y en sus pensamientos. Dentro de su mente, aquello parecía como si una jauría de perros se pelease por tan solo un pequeño pedazo de carne. El filete era su objetivo: quería sacar a su padre de la cárcel y ayudar a su madre, era un deseo inocente y sencillo, pero estaba rodeado de perros; alimañas petulantes y salvajes que se interponían entre él y el sueño de un niño.

Un llamado a tierra sucedió para él cuando Keller le dirigió la palabra.
—Ed, tenemos que darles algo, ¿no...? —titubeó él—. E-Es decir, mira a todos esos polis, ¡si nos descuidamos nos reventarán el cráneo de un tiro!
Quedó en silencio... Le afectaba al orgullo, pero tenía razón; si morían en ese pobre intento de negociación de rehenes todo por lo que habían luchado se iría al garete. Cayó en razón.
—Keller, busca a uno de los ancianos y deja que se vaya.

Fiel como un sabueso, rodeó la muralla de anaqueles y encaró a sus rehenes. Alfie los había estado vigilando como mejor podía -de una manera torpe-, empuñando dubitativo la pequeña navaja de bolsillo; un vistazo despectivo de parte de su hermano le hizo llegar su decepción. Keller ordenó severamente que se levantara el viejo Leroy. Beth se interpuso: alzando la voz aseguró y garantizó que recibiría alegremente un disparo si eso le hacía ir con su marido; insistente permanecía leal a unos antiguos votos nupciales manchados en café y polvo.
«Reticente amor de huesos negros.»
—Déjalos ir juntos, chico —aseveró Jack con una mirada penetrante hacia el rubio de cabello largo, quien vestía jocosamente su chaqueta—. Tu hermano lo entenderá.
Insultos se tropezaron atropelladamente contra sus dientes sin poder vocalizarlos. Keller se encogió de hombros y llevó a la pareja de ancianos.

Al traerlos hacia Edward este esbozaría una mueca de intriga a la par que de decepción; lanzando un vistazo rápido a aquel hombre fornido de mandíbula recia y cuadrada, resguardado de sus fieles soldados uniformados de un azul que se mezclaba con la noche, supo de inmediato que aquello le convendría a pesar de su rumiante temperamento. Al murmullo trémulo de: «que se jodan, serán una molestia menos», los dejó salir de la tienda.

La pareja de oro cruzaría rápida y torpemente la tierra de nadie entre la estación y la calle guardada por los policías. Llegaron rápido: un grupo de policías equipados de SWAT los guiaría y dejaría entrar a una patrulla para quedar a salvo.
—¡¿Contentos?! —vociferó Edward a los agentes—.
—Bien, Clarkson —respondía el teniente por el megáfono—. Quiero que tenga una cosa, chico.

En un momento, se le pudo observar al teniente tomar un teléfono móvil, enseñarlo en el aire para que Edward confiara, enrollarlo en plástico y cinta adhesiva y arrojarlo hacia la estación.
Hubo un instante de tensión.
El hermano mayor le daría el arma a Keller, enviaría a Rachel con los demás rehenes y le entregaría al pequeño Matty bajo la orden de: «si me disparan, acaba con el mocoso».

¿Se puede confiar en alguien que ha jurado y perjurado querer asesinarte? Ni Ed, ni Keller ni los propios agentes de policía sabían la respuesta.
Edward Clarkson abrió las puertas de cristal de la estación y dio el primer paso fuera. El móvil había caído intacto a tan solo unos pocos pasos.

Aquellos fueron eternos.
Tras cada uno de ellos un poco de aliento se le escapaba para jamás volver. Cuando estuvo justo enfrente del móvil y tan solo quedaba agacharse, pudo jurar que, en alguna realidad no tan lejana a la nuestra, alguien le atravesó el cerebro con una bala del siete-sesentaidós. Pero no fue así.

Tan pronto Edward tuvo en sus manos el móvil, se dirigió caminando en reversa, sin quitar la mirada de Carson, que con ojos serenos denotaría que dejó escapar una oportunidad. Una vez dentro de la tienda, el móvil empezaría a sonar. Ed lo desempaquetaría y contestaría.
Bien hecho —se distinguió la voz del teniente de la bocina del móvil—. Nos comunicaremos por aquí a partir de ahora. Cada cierto tiempo llamaré, y te exigiré que nos enseñes a un rehén para saber si aún podemos negociar.
—¿Soltarán a mi padre? ¿Qué hay de mi madre? ¿Y el dinero? —diría con voz esquiva Edward—.
—Tranquilo, muchacho. Ahora mismo estamos hablando con el juez Reul a ver si le concede la condicional a tu padre. Tomará tiempo, igual que lo demás. Estaremos en contacto, Clarkson.


«Señales»


Un vacío taciturno arropó la estancia cuando el teniente colgó la llamada. Aquel vacío, durmiente y sereno, amenazaba con volverse sempiterno: devuelta en la tienda, tras las murallas improvisadas, los tres hermanos se vieron las caras angustiados; intrigados; trémula ansiedad como en tu primer día en coche, como esperando una deseada noticia. La idea de que un ejército uniformado de un azul nocturno les quería dar muerte y que estarían atentos a que cometieran el más mínimo error para actuar, les revoloteaba en la consciencia como un intruso en tu casa; se orinaba en los muebles, saqueaba la despensa, arrancaba los cuadros de las paredes y quemaba las fotos familiares. Estaban aterrados.

El hijo mayor de los Clarkson le entregaría una mirada despectiva a sus rehenes, casi echándoles la culpa. En un principio había interiorizado la idea de que su cruzada por salvar a su padre y salir de la pobreza no iba a acabar bien, pero aquello, simplemente, se había ido al carajo.
—¿A-Ahora qué hacemos, Ed...? —cuestionaría Keller; sus manos temblaban de la ansiedad—.
—Esperamos. —espetó él por lo bajo—. No tenemos de otra... —Luego de pronunciar aquello, no pasaría mucho hasta que los rehenes empezaran a rogar por su vida nuevamente: Liam y Rachel les suplicaban que los dejaran ir y Lucy quería que le devolvieran al pequeño. La mente de Edward estaría atestada de preguntas, tanto que aquellas plegarias no le dejaban pensar con claridad—. Keller y Alfie, llévenselos a la trastienda; al garaje de los empleados. Allí estarán más seguros. Yo... —suspiró para ver al pequeño Matty— Me quedo con el niño.
Los hermanos en silencio acataron la orden; los sollozos aterrorizados de Lucy asaltaron la escena, sin embargo, Jack le insistió con voz calma que todo estaría bien.

Ed se quedaría solo con el niño, cubiertos tras los anaqueles. El pequeño lloraba, balbuceaba, pero lo hacía en silencio; un pequeño atisbo de madurez en su infante cerebro le hacía caer en cuenta que de aquello podía depender su supervivencia. Ed lo miraría con decepción: no hacia Matty sino hacia él mismo; en el cuasi-infinito pozo de la moral le parecía que más bajo no se podía caer. Edward era el hermano, mayor: de él dependía que su familia se encontrara unida otra vez. El niño era su salvoconducto. Era su garantía. Haría lo que fuera solo si debía.

Perpetuo desierto los arropaba. Centinelas azules vigilaban. Corderos y uno disfrazado de tal esperaban.
«La espera nunca es larga si se sabe qué hacer.»

Pasaría al menos hora y media hasta que aquel pequeño móvil sonara. Edward se levantaría del suelo exaltado. Al contestar se oiría la voz grave del teniente Carson.
¿Clarkson? ¿Me oye?
—Alto y claro —contestó él suspicaz—.
Te traigo noticias, pero antes quiero que me enseñes por la cristalera a un rehén. Preferiblemente a alguno que no hayamos visto antes.
—¿Qué pretende...?
Hágalo y le diré qué hay de nuevo.

Pensó detenidamente por unos instantes. Su plan primerizo seguía en pie: no soltaría al niño y lo usaría de escudo siempre que saliera a la palestra, pero le cayó una idea rápidamente.
¿La madre tan insistentemente quería estar con su hijo? Así se haría.
Tras una rauda orden de voz estricta Keller trajo a Lucy. Ella cayó de rodillas frente a Edward. «Levántese», masculló él. Inevitablemente, la madre se lanzó a abrazar a su hijo; el hermano mayor de los Clarkson no los interrumpiría. Le apuntaría con el arma a ella. «¡Asómese!», le dijo.
Una cara horrorizada empapada en lágrimas dulces se asomó con su hijo en brazos por un lado de los anaqueles, encarando a los policías a través de esa jaula de cristal y concreto. Detrás de ellos, Edward apuntando a la nuca de Lucy. En su mano derecha, aquella Glock, en la izquierda, el móvil en la oreja.
—¿Qué me quiere decir, teniente? —gruñó Edward por el teléfono—.

Carson y sus agentes más cercanos, Williams y Charles, soltaron un suspiro de alivio. Por un momento se debatió la idea de que había menos rehenes de lo que se creían; aun así, el tercer hermano del que hablaban los reportes no había aparecido todavía.
Quizá quiera avisar a sus hermanos de esto, chico.
—¿Qué...?
Su padre. Lo tenemos esperando en la línea, listo para hablar con ustedes.

El corazón de Edward se aceleró como si estuviera equipado con cientos de caballos de fuerza; un motor que al fin tenía un poco de combustible.
«Esperanza, creo que le llamaban los mortales.».

Sus manos temblaban por primera vez y las ideas se atropellaban con las palabras en su boca haciéndole tartamudear. Un rayo de suspicacia llegó a su consciencia.
—Póngalo en la llamada. ¡Ahora! —se le oyó exclamar, apretando con fuerza y nervio el mango de la pistola—.

La estática irrumpió en la bocina. Su corazón se detuvo por una fracción de segundo. Ruido blanco se oyó de repente. Una voz ronca aclaró su garganta al otro lado de la línea.
¿Ed...? Grandullón, ¿eres tú?
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en el rostro de Edward.
—¡¿P-Papá...?! ¡Papá! ¿E-Eres tú, de verdad? ¿Cómo estás? ¿T-Te tratan bien? ¡Aguanta un poco! Te voy a salvar, ¡¿me oyes?! ¡Te voy a sacar de allí!
La estática golpeó de nuevo el intranquilo tímpano de Ed.
Estamos teniendo problemas con la conexión, Clarkson. ¿Está seguro que no quiere llamar a sus hermanos? Puede que perdamos la señal con su padre.
El teniente Carson le dijo aquello Edward por el móvil. Ed estaba alegre, estaba ansioso. ¡Era él! Sin duda era su voz. No lo pensó mucho y los llamó a voces desde donde estaba.


«Pequeño resentimiento»


Los alaridos no tardaron en llegar hasta la trastienda: algo estaba pasando. Keller y Alfie se levantaron de sus asientos donde habían estado vigilando a los rehenes, y se vieron las caras, se las vieron preocupados; inquietos. Aquello se convirtió en júbilo cuando discernieron lo que decía su hermano mayor...
El sentimiento no era compartido.
—Joder, ¡sí! —se le oyó celebrar a Keller, asomando su mirada por la puerta de la trastienda—. Alfie, ¿lo has oído? ¡Vamos! ¡Mueve el culo!

El hermano del medio se dispondría a salir vertiginoso por esa puerta, llegar al lado de su hermano Ed y por fin mediar palabra con su padre; habían sido tres largos años; tres duros años; no desaprovecharía la oportunidad.
Pero se detuvo en seco.
Era curioso pues sus propios pasos eran determinados y fuertes: esas botas de granja poseían una importante presencia sonora tras cada paso. Aun así, Keller se escuchó solo.

Giraría la mirada tan solo para ver a su hermano pequeño, empuñando torpe su navaja de bolsillo, mirándolo bajo y sin mover un músculo. Era difícil distinguirlo tras aquella melena rubia, pero a Keller le pareció hervir la sangre de la ira.
—¡¿Qué no has oído?! ¡Muévete! —reclamó él—.
—No...
—¿Qué has dicho...?

Alfie titubeó -quizá más que nunca en toda su joven vida-, pero tras aquellas palabras carcomidas y enmarañadas se pudo percibir una determinación imposible de no admirar. Aquello solo hacía enfurecer más a Keller.
—No empieces con eso de nuevo, Ralph... —amenazó su hermano, apretando fuerte el bate de béisbol en su mano derecha—
—¡He dicho que no! —exclamó Ralph Clarkson, rompiendo su eterno silencio—. ¡Esto..., todo esto es su culpa, Keller! ¡¿Por qué no se dan cuenta?! El tío Roger le ofreció un trabajo, ¿por qué no lo aceptó cuando podía?
—Estás loco... ¡Eres imbécil, Alfie! —clamó su hermano. Los rehenes observaban aquello atónitos; Jack, por su lado, parecía morderse la lengua: su oportunidad se acercaba—. ¡Toda nuestra vida hemos trabajado en el campo, llevando sol como una teja, hasta que nuestras manos ardían! ¡¿Querías que viviésemos en pobreza, así, para siempre?! Quizá eres demasiado joven como para entenderlo...
—Pero, ¡¿pedir dinero prestado para vender droga era mejor?!
—Cállate... ¡¡Cállate, mocoso!!

Con un alarido a los cielos Keller levantó su mano izquierda y le asestó una bofetada a su hermano pequeño. Los cinco dedos quedaron marcados en el rostro de Alfie: como un sello de penitencia; de vergüenza. Una mirada confundida y de odio fue todo lo que le pudo dar a su hermano mayor... Se rehusaba a hablar con su padre.
—Eres un idiota, ¿lo sabes? —replicaba Keller— Papá lo hizo por nosotros. Por ti.
—Tiene lo que se merece... —susurró débil Alfie—
«Cada quien tiene el infierno que se merece...»

Una muesca de asco se dibujó en el semblante de su hermano mayor. «Vigila a los rehenes. Rájales si intentan algo», dijo él antes de ir con Edward.
Alfie quedó solo, como siempre se había sentido. Quienes eran sus rehenes, lo observaban con pesar: compartiendo su dolor. Era increíble pensar a los límites que puede ser empujado una persona, sencillamente por...
«Odio...»
—Tu nombre es Ralph, ¿no...? —preguntó aquel hombre vestido de negro y cadenas que se hallaba arrodillado en el piso. El silencio se rompió como si una almádena golpease un lago helado— Aunque te dicen Alfie... Soy Jack.

Aquel adolescente quinceañero le entregó una mirada extrañada llena de lágrimas aguadas. Esa trastienda olía a moho, a gasolina, incluso a ácidos de batería para coche; se podían preguntar si aquellas lágrimas era por el picor en su garganta dado el olor, pero no era el caso.
—Tu hermano. —continuó Jack con una voz serena— No es una persona muy agradable, ¿verdad? —Al pronunciar aquello Alfie esquivó su mirada de aquel hombre. Definitivamente Keller no era alguien con tacto—. No quieres estar aquí, ninguno de ustedes quiere estar aquí, pero las cosas que hacemos por un hermano... —Jack quedó en silencio. Su mirada quedó baja, en el sucio suelo de la trastienda. El estruendo de dos motores de motocicleta rodando por la carretera resonaron en su memoria como un fantasma—.
«Quema, quema...»
Jack suspiró.
—Ustedes no lo hicieron, ¿no es así? —prosiguió— No lo hicieron. Ustedes no mataron a ese policía —unas simples palabras que pronunció Jack y se ganó una mirada juzgadora de sus compañeros rehenes; Lucy era la única que lo veía con intriga—. No son unos asesinos. Por eso sé que no nos harán nada —dijo viendo a Lucy. «Matty estará bien», le dijo con esa mirada—. Ni tú, ni Keller, ni siquiera Edward, que tiene una pistola. No son malas personas... Alfie, chico, necesito que hagas algo por nosotros.
—¿Q-Qué pretende...? —cuestionó preocupado Liam Byrne—.
—Silencio, gerente. ¿Qué te parece, Ralph? ¿Estás con nosotros?

Tartamudeó unos segundos. Su tráquea parecía encogerse de los nervios. No quería traicionar a sus hermanos, pero si quizá colaboraban...
—¿Qué quiere hacer? —masculló Alfie—
—Bien hecho, chico —le espetó Jack devuelta—. Antes eras tú el que nos estaba quitando nuestros móviles y pertenencias, ¿no?
—S-Sí. Yo y Keller.
—¿Tienes las llaves de mi moto?
Alfie rebuscó en sus bolsillos y en las bolsas con dinero y los efectos personales. Un semblante blanco y pálido sirvió de respuesta. A pesar de que su motocicleta estuviera en la misma estancia, la trastienda, no podría utilizarla.
—Mierda... Está bien. Tengo algo en mente, pero lo único que necesito es un poco de tiempo. No mucho. En cualquier momento Keller terminará de hablar con tu padre. Cuando vuelva, necesito que lo distraigas. Nada más.
—¿P-Por qué? ¿Qué harás? ¿Le harás daño a mis hermanos?
—No, Ralph —respondió tajante, aunque calmo. Le miró fijo a sus inquietos ojos—. Sé por lo que está pasando tu familia. No lo haré.
Alfie asintió con la cabeza. Jack tragó saliva y le entregó una mirada confiada a sus compañeros de cautiverio. Se levantó y dirigió su vista hacia las escaleras que daban a las habitaciones. Pensó en la suya: iría a por su arma. Pero luego, pensó en un peculiar olor...


«Sulfuro rojo; los cuernos de la bestia»


 La madera crujía susurrante, como si hablara, como si contara con voz onírica memorias del pasado: suyas, de él y de aquel. Sabía cosas. Había visto cosas. Si tan solo los pobres mortales vieran lo que hay más allá... Sería el fin.
Ese pasillo de madera barnizada olía quizá demasiado bien. La imagen de un lugar acogedor se abrazaba con facilidad; alguien experto en la materia del marketing y las buenas primeras impresiones estaba detrás.
Los números grabados elegantes en las puertas pasaban tras Jack y con cada crujido de la madera parecía que querían advertirle de algo. La oscuridad del pasillo lo arropaba con serenidad, pero picaba: hormigueaba a lo largo y ancho de todo su cuerpo –quizá su mente también-, como si cientos de cuchillos hicieran el amague de cortarle profundo; de rebanar su consciencia; de trocearla; de servirla en un plato frío y dársela de tragar a un vacío sombrío y de ojos rojos. Aquel le había susurrado desde entonces; desde que el fuego ardió y su debilidad lo paralizó; desde que su nombre y destino quedaron sellados carbonizados en un papiro bañado en diesel.

«Salvador y traidor. Juez y verdugo. El Elixir y el Veneno. Perro, ¿qué nos espera...? Ni mis demonios, videntes del Caos, arquitectos del Valle y más allá, directores del terror y las angustias lo saben con certeza. Encadenado en Ébano. Mi Marca en tu piel sempiterna. Te falta mucho por aprender...»
Un seis se plasmó en mente. La elegante fuente se pintó con un rastro de fuego en la oscuridad de sus recuerdos. Se giró hacia su derecha.

Cuando cayó en cuenta el olor casi lo atropelló: como un camión desbocado y sin frenos. Una parte de él estaba segura que aquel hedor no era para tanto, pero algo en su psique y en su espíritu imbuía esa peste de presencia propia. Habitación número 6; sin nombre; sin aparente dueño. No se debatió sobre su origen ni mucho menos, más bien un rayo de esperanza le alumbró su sistema límbico: una idea había aterrizado en él. Si dentro habían latas de gasolina o algún combustible, podría utilizarlo: crear un incendio controlado, tan solo para que el hedor entumecido a humo desesperase a los captores y los pillara con la guardia baja.

Jack se decidió a entrar.

Podría jurar que al tomar ese pomo, aunque frío, su mano se quemó como si la remojara en agua hirviendo; «los nervios pasándome factura», se dijo hacia sí mismo.
La puerta se abrió. Las bisagras chillaron; gritaron; clamaron por ayuda.
Terror se plasmó ante él.

Estoy seguro que si un día algún Dios bajase de los cielos y viese aquello, decidiría volver, irse, lejos, muy lejos, y acabar abandonándonos como siempre tuvo que hacer... Aquello no podía tener nombre. No podía ser una habitación.
Era una sinfonía de terrores y traumas.
La oscuridad bautizaba el lugar y exigía como suyo; tan solo luces de vela alumbraban pobremente en la penumbra. Grupos de mesas eran unidas a lo largo de las paredes, como un gran escritorio; sobre ellas: libros; libros, enciclopedias y manuscritos por doquier. Las paredes yacían pintarrajeadas de varios galimatías, así como de aquello:
Un sello: un círculo gótico rodeaba un par de cuernos de caprino invertidos que servían de colmillos de un león infernal; alrededor del círculo habían símbolos ininteligibles pero que despertaban a la vista sensaciones de náuseas y hasta culpa. Aquel sello se repetía impreso en las paredes, dibujado pobremente con sangre ya seca, miles, sino decenas de miles de veces. A los lados de esos sellos rellenarían las paredes esos galimatías: «Él vendrá a por mí, él vendrá a por mí, él vendrá a por mí», «Entraré, entraré, entraré», «Este es mi Valle, este es mi Infierno», «Nacido en el fuego, que las llamas, ¡las llamas me traguen!».
Debajo de las mesas se asomarían tímidas pero expectantes cientos de latas de no solo gasolina, sino diesel; combustibles; keroseno; cientos de galones de acelerantes: los suficientes como para crear un incendio masivo en cuestión de segundos.
Y en el piso...
En el piso se repetía ese sello, pero esta vez, dibujado gigante –rodeaba toda la estancia- con sangre fresca de algún animal de ganado. Sobre los símbolos extraños estarían aquellas velas de llama danzante al son de la desesperación que ahí se respiraba.

Aquel debía ser el santuario de un maníaco, o peor: de un demonio en la tierra. Jack jadearía inquietado dando los primeros pasos dentro de esa cueva lúgubre. Esos libros, tomos y manuscritos posados torpemente sobre las mesas llevaban por título temas sobre demonología, casos de exorcismos famosos, avistamientos paranormales, manuales para hacer contacto con entidades infernales y muchas, muchas copias de un mismo manuscrito: «Bautizo ígneo», sin firma aparente. Además, como si hubieran sido arrojados de mala manera, hojas de periódico rebosaban casi cada centímetro de esas mesas; algunas eran copias repetidas y otras eran únicas. Bañaban los escritorios, abundaban, desbordaban por el filo de las mesas... Algunas de esas hojas de periódico estaban clavadas en las paredes: como trofeos, como cientos de logros que se presumían. Cuando Jack las examinó, todas tenían algo en común: eran incendios ocurridos a lo largo de los Estados Unidos. «Las llamas lo devoraron todo: un incendio por fuga de gas destruye casa en Nashville», «Los bomberos llegaron muy tarde: fuego derriba hasta sus cimientos una residencia de ancianos a las afueras de Cleveland», «Hombre muere asfixiado por las llamas en su casa por presunto incendio provocado».
Aquel parecía hasta un mal chiste: como un cliché de novela, pero aquella sensación, ese escalofrío que recorría su nuca hasta llegar a su sinapsis, le decía que era más bien un batido oscuro que mezclaba la verdad y la mentira. Jack se hacía preguntas al aire y a aquella sombra que le había estado siguiendo en busca de respuestas. Se había ido, o sencillamente observaba impasible.

Algo pasó. El escalofrío se afianzó. Una brisa gélida recorrió la parte derecha de su cuerpo dejándole la piel de gallina. Por instinto, bajó la mirada.
Entre las miles de hojas de periódico algo resaltó. Una fecha: unos números de molde impresos en la vieja hoja. Jack revolvió y revolvió; lanzó hojas de periódico antiguas lejos de él.

Hasta que lo obtuvo.

Su corazón se estancó... Algo pasó ese veintitrés de noviembre del 2018, a las afueras de Austin, Texas...
El crujir, el romper de las llamas volvieron a él...
Algo más llamó su atención. Bajo el montón de hojas había quedado oculto un manuscrito antiguo, con las pintas de una primera edición.
«El bautizo ígneo». No un diario: un registro.
Jack tuvo un plan... Ya no... Ahora solo Odio fluía por sus venas.


«Bautizo ígneo» (Final)


Frustraba; ardía; la rabia se acumulaba en su boca impotente.

Los hermanos Clarkson: Edward y Keller, habían estado intentando desde hacía buen rato contactar con su padre. Intentos fútiles. La estática se interponía cada que le era posible y la conversación con su encarcelado padre era más bien un compartir de pocas sílabas. Una parte de ellos estaba alegre sabiendo que su padre estaba bien, pero no podían impedir el sentirse defraudados.

Por su lado, los centinelas azules observaban la situación hastiados. Miraban constantemente a su teniente, como buscando una señal, una llamada a la acción, o quizá un: «¡Fuego!». Al teniente se le vería fastidiado: algo no había salido bien.
Si se explicara con pocas palabras, se podría decir que faltó uno de los blancos. Carson, junto con la agente Richardson en la central de Phoenix, habían orquestado como quien dirige un grupo de ovejas al corral -«Más bien matadero»-, una treta: alguien que se hacía pasar por su padre, Jules Clarkson, sería suficiente farol para reunir a los tres presuntos hermanos para así tenerlos a tiro y darle fin a aquella enrevesada situación. Incluso si algún rehén muriera. Todo quedó en la teoría. Si bien Keller y Edward se les vería pobremente al teléfono cubiertos detrás de los anaqueles (muralla que jamás supuso un impedimento para ellos disparar), se vería imposible detectar al tercer objetivo. Se debatió tras las líneas policiales si de verdad eran tres los hermanos, pero no podían arriesgarse. No se sabía la cantidad exacta de armas de fuego empuñadas por los hermanos: un disparo impulsivo podía desatar un infierno.
Por su parte, Carson no les daría ni medio de lo que aquellos chiquillos exigieron.

La conexión en el móvil se cortó al final. A Keller se le vería regresar con paso firme y airado devuelta a la trastienda; Edward miraría por entre los anaqueles al teniente y diría con voz férrea:
—Recuerde que tengo conmigo al pequeño niño, Carson... Vuelva a conectar con mi padre, sáquelo de la cárcel, ¡ayúdenos y nadie saldrá herido!

Infortunio se sentía en el ambiente: como un obstáculo inamovible que se reía en sus caras. Mientras Carson se volvía para ver a sus agentes y rabiar arrojando el megáfono contra el asfalto, Edward se dejaría caer sentado de espaldas a los anaqueles, observando a esos ojos verdes cristalinos del pequeño Matty. Ed veía en su terror su pasado en la granja: cuando su padre volvía borracho luego de un día en que ningún pez picara el anzuelo; en el verdor de sus ojos, la tranquilidad que sentía al tumbarse en el pasto y en sus lágrimas el profundo temor, casi premonitorio, de que aquello, un sueño, una esperanza, muriera pobremente... con él.

Los pasos se oirían estridentes. Keller arrojaría la puerta de la trastienda detrás de él. Alfie se levantaría exaltado y torpemente intentaría captar su atención parándose firme frente a su hermano.
—¡Esos malditos...! ¡Sabía que algo andaba mal! —Farfullaba Keller con una mano en la cabeza— Yo lo sé, ¡lo sé! ¡Sé que ese no era papá! Edward insiste en que sí, que es su voz, pero... ¡Yo...! ¡Yo...! No lo sé, ¡no escuché una mierda!
—¿P-Por qué lo dices? ¿No se oía como él? —insistiría su hermano pequeño—
—¡Te digo que no lo sé! La señal fallaba mucho, de verdad quería hablar con él, y yo... ¡Maldita sea!

Keller se atormentaría. En su zozobra, se rascaría la cabeza varias veces con su mano libre; con el bate parecía darse toques en la pierna. Cuando levantó la mirada lo observó bien a él: Ralph, con las manos en los bolsillos, sudor corriendo por su frente y sus pupilas danzando al ritmo de su pulso desbocado. Keller sin duda era alguien torpe y malhablado; con poco tacto y poco empático; pero era muy bueno sabiendo cuándo alguien mentía. Su hermano pequeño aún no decía nada y sabía que la mentira corría por sus venas como un cáncer.
—¿Qué...? ¿Qué estás haciendo? —escudriñó él—.
Alfie quedaría en silencio. Más empático, más razonable. Mal mentiroso.
—Hazte a un lado, renacuajo... ¡Hazte a un lado!
Soltaría un revés severo y potente a la mejilla de su hermano menor, lanzándolo disparado al piso; se rasparía los codos descubriendo un poco de sangre. Rachel a un lado del pelirrojo Liam y observando aquello, se descubriría alterada.
—¡¿Quieres dejarlo al pobre?! ¡Dios santo! ¡Es tu hermano! —reclamaría ella. Inmediatamente se retractó de sus palabras—.

Al caer Alfie al suelo se disipó la pequeña e ingenua cortina del misterio. Uno de ellos faltaba: al que le había robado la chaqueta y que ahora desfilaba. Keller Clarkson tragó saliva.
Sus ojos se inyectarían de sangre.
—¡¿Dónde está?! —gritaría—
—¡Vete al diablo, psicópata! —diría Rachel—.
Se hartó. No jugó más a ladrones y policías. Con su bate, le propinaría un swing al hombro de Rachel quien se hallaba de rodillas, enviándola al piso. Liam pegaría un chillido.
—¡He dicho que dónde está!
—¡Dios, Dios...! —invocaría fútilmente el gerente— ¡Arriba! ¡Está arriba!
—¡¡¿¿Dónde??!! —amenazó Keller alzando el bate nuevamente—
—Coño, ¡no lo sé! ¿En su habitación? ¡L-La número tres! ¡Al fondo del pasillo! Pero, por favor, no le hagas nada a Rachel...
Empuñaría fuerte el bate con sus dos manos. Tan fuerte como si sus manos dependiesen de ello.
Podrían.

«Huye»


Un par de botas granjeras convocarían aquellos crujidos susurrantes otra vez, pero ahora gritaban, exclamaban, ¡aullaban y berreaban! Le rogaban que no siguiera, que no se adentrara en la penumbra. Los ojos feroces de Keller intentarían iluminar el pasillo con su energía furiosa, pero no pudo; la oscuridad se lo tragó.
Aquella lo abrazó, lo atrapó, lo aceptó gentilmente. El frío acarició su piel, así como lo umbrío lo engullía hasta el punto de no verse ni sus propias manos. Estaba dentro... y no había salida.

Sus pasos fueron decreciendo: más débiles, más suave. La oscuridad lo subyugaba: le susurraba al oído; como una madre; como una nodriza; como la piel enferma y moribunda de su propia madre, clavada en la cama de aquella granja. Le decía que se rindiese, que todo estaría bien. Él seguía. Paso tras paso. Juraba a todo aquel que le escuchase, tanto arriba como abajo, Cielo e Infierno, que no descansaría: no lo haría hasta que lo encontrase y le diese castigo. «Desobediente», pensaba él, como su padre le diría en la granja; «Indisciplinado». No sabía qué haría... ¿Qué cosa, exactamente...? ¿Y por qué...? ¿Por qué? «¿Por qué...? ¿Por qué estoy aquí...?»

Las grietas formaban rostros. La madera gruñía su nombre. Ya no era gentil, ya no era maternal... Le rugía, le amenazaba. Le gritaba al oído; como un padre; como un verdugo; como un borracho; como su padre en la granja. Escuchaba entre los vaivenes de la brisa gélida el cómo mataba a los cerdos: un golpe seco en la nuca y caían al suelo inertes. Oía como mataba a las vacas: «¡Un tiro en el cráneo es suficiente para mandar a la vieja Betsy al otro barrio, Keller!». Lo arañaba, ¡le hacía daño! Lo umbrío tiraba de su piel. ¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Hazlo ahora o no regreses!

Se encontró con la habitación número 3...

Todo pararía. Todo se detuvo. Los susurros se callaron; el viento lo abandonó; pero los recuerdos permanecerían allí.
Al abrir aquella puerta vería que la oscuridad lo había tomado todo. Tan solo una ventana dejaría pasar la tenue luz de la luna, que alumbraría a una figura.
Keller Clarkson quedó en silencio... Preguntas estúpidas se le atragantaron en el esófago. Tomaba fuerte del bate.
Vio como esa luz se encendió.

Una pequeña llama nacería tras una chispa de yesquero. Sería acercada: sería llevada a las fauces de un cigarrillo. La luz lo descubrió a él.
Cuando la llama se vio muerta, en ese pequeño instante, Keller pareció haber visto cómo esa mirada marchita pasaba de estar fijada en el cigarrillo, a estarla en él...
Keller alzó el bate lo más alto que podía y corrió: se abalanzó contra ese espectro.
Un golpe seco retumbó en la habitación; el crujido de la madera le haría notar que dio contra la mesa de noche. Keller se dio media vuelta. La luz azulina de la luna desveló un ente de ojos azules y semblante lúgubre. El corazón se le subió a la boca.
Soltó un swing hacia donde estuvo ese rostro. Falló por solo unos centímetros. Detrás, en la nuca, sintió un puñetazo que lo desestabilizó.
Su vista se nublaba; en la penumbra tan solo alcanzaba a ver las brasas de ese cigarrillo danzando mientras lanzaba batazos al aire.
Soltó uno descendente.
Frenó en seco cuando la mano vendada se interpuso y tomó fuerte del bate de béisbol; un tirón hizo que Keller se tropezara y le arrebataran su arma.
Un golpe; un swing; de abajo hacia arriba, envió lejos el rostro de Keller haciéndole brotar sangre. Dientes había dejado clavados en la madera del bat.

Destrozado. Moribundo. Agonizante. Quiso ponerse en guardia, pero sangre chorreaba de sus encías rotas. Los dientes le caían al piso. No podía más. En un instinto confuso, así como aquel que alucina en una camilla, Keller intentó agacharse para recoger sus dientes.
El Perro no perdonó.
Un golpe seco desde arriba. Justo en la nuca, como a los cerdos. La madera tosca del bate resonó cuando fue arrojado lejos.
Ya no le servía para nada.

Keller quedó inconsciente unos segundos sobre el piso... Se levantó chorreando sangre y babas.
Se habían intercambiado; las figuras; las posiciones. Ahora el chico quedaba de espaldas a la ventana, con la luz taciturna dándole detrás: la figura de un conejillo asustado se plasmaría en la luna con la silueta de ese desgraciado.
Se oyó un clic.
Cuando la sombra alargó su brazo, ahora devuelto su cuero, se asomó el plateado de la Colt.
Detrás, unos ojos imbuidos de rojo infernal...
Un disparo en el cráneo: como a la vieja Betsy.
Los cristales se rompieron. El cadáver de Keller Clarkson salió impulsado por la ventana, cayendo y reventándose contra el piso justo en frente de la entrada de la tienda.

Jack alguna vez tuvo un plan. Todo se fue a la mierda. Su Odio arremetía más fuerte que nunca... porque ahora lo sabía.
«¿Tentar, era lo que podías hacer, sombra?».
«Así es, perro.».
«Edward Clarkson. Hazlo.»
«Se hará.».


«Telón rojo - Butacas ardiendo»


El bullicio no tardaría en desatarse. Los agentes empezaron a clamar y a moverse como si a un hormiguero le lloviera lava. Levantaron sus armas hacia la tienda. «¡¿Qué carajos ha sucedido?!», se le oyó gritar al teniente Carson. «¡Dios santo...! ¡Es Keller Clarkson, teniente!», le respondió Williams. El teniente miraría la ventana preocupado. ¿Quién...?
—¡¡Muy bien, niñas!! ¡¡Todos esperen a mi señal!! —se le escuchó rugir al teniente desde sus fauces como un viejo oso al salir de hibernar. Listo. Sin remedio. Sangre hubo y sangre habría si era necesario—.

Se escuchó desde allí. Se oyó el golpe. Primero fueron los cristales partirse luego fue el azote seco y romo contra el piso. Edward se alertó; Alfie vino tras él.

Edward salió a la palestra lentamente, apuntando al pequeño Matthew a la cabeza; Alfie estaba a su lado. Al cruzar aquellos anaqueles los ojos de ellos quedaron horrorizados; desolados. Ed empezó a temblar; a Alfie se le atoró un grito de terror en el gaznate. Keller yacía desfigurado, roto y despedazado encima de una tina de cristales y sangre aún tibia. Espasmos retorcían los dedos de un cadáver fresco.
—N-No... —balbuceó Edward. Tomó fuerte al niño. En su sien, la pistola. El dedo en el gatillo— ¡¡Lo haré!! ¡¡Lo juro que lo haré!! ¡¡Lo mataré, lo mataré!!
¡¡Edward, suelte al niño o le volaremos la sesera!! —gritó el teniente por el megáfono—. ¡¡Suéltelo, ahora!!
¡¡No, por favor!! ¡¡No le haga nada!! ¡¡No le haga daño a mi niño!! —rogó Lucy desde la trastienda—.
—¡¡Lo haré, lo haré!! —seguía trastornado Ed. El rostro vapuleado, la boca rota, los ojos perdidos en la nada con uno de ellos saliéndose de la cuenca por el impacto. No podía más—. ¡¡Lo haré como ustedes!! ¡Lo mataron! ¡Lo hicieron ustedes! Yo... No... Keller... ¡¡Malditos hijos de puta, mataron a mi hermano!!

Su voz se desgarraba: perdía el sentido. Así como su consciencia. Al joven Alfie le temblaban las pupilas, se estremecía por completo. Soltó un chillido perturbador.
—¡¡No podemos, no podemos, Edward!!
Él lo miró con ojos propios de quien ha visto su futuro; y aquel no tenía remedio.
—¡¡Tenemos que irnos, tenemos que irnos, tenemos que irnos!! —El pánico dominó a Alfie—
¡¡He dicho que suelte al niño!! ¡¡Hágalo ya!!
—Yo tampoco puedo más, Alfie, pero...

Rompió. Se quebró. Ralph Clarkson salió corriendo, embistiendo las puertas de la tienda. Se paró en seco y levantó las manos lo más alto que pudo.
—¡Me rindo! ¡¡Me rindo!! —clamó él. Rogando. Sollozando. Miró a un lado, a su izquierda, y vio esa masa burbujeante alguna vez con nombre. Él lo espetó. Despidiéndose. —. Keller...

Ed estuvo a punto de hacerlo. Sintió el nervio del gatillo activarse. Pero no podía. Ese niño gritaba, suplicaba por su vida. Él no podía. No podía. No era un asesino.
¡Acércate, muchacho! ¡Lentamente! —se le oyó exclamar al agente Williams, detrás del cordón policial—.

Alfie lloraba. Sollozaba como le salía del alma. Caminó hacia la tierra de nadie. Unos oficiales lo tomaron de los brazos y lo llevaron al cordón, raudos como sabían hacer. Lo cachearon; le quitaron la navaja. Lo arrojaron dentro de una patrulla, esposado. Sus ojos trémulos, rendidos, se fijaron en Edward a través del cristal de la ventanilla.

Edward Clarkson quería gritar, quería dispararles. Estaba paralizado. Lloraba como un niño pequeño; observando el cadáver de su hermano, se le revolvía el estómago. Respiraba fuerte. Mucho. Tomaba bocanadas de aire.
Levantó la mirada.
Apretó tan fuerte del cuello al niño como podía. Sus ojos se inyectaron en cólera. Preparó la mano. «¡¡LO HARÉ!!», gritó hacia sus adentros...
Una ventolera golpeó. Mares de niebla oscura como el azabache bañaron la calle, la tienda, todo. El niño desapareció de su brazo. Solo hubo silencio...


«Valle»


Nada. Todo se volvió oscuridad... Edward se oía respirar; escuchaba su corazón latir como una ametralladora. Nubes negras lo rodeaban vagando en un mar umbrío que pronto se transformaría en arena; una demasiado pálida; cenizas.
Sus pies descalzos podían sentir la ceniza deshacerse entre sus dedos. De la neblina, el negro se transformó en rojo: mostrando imágenes, recuerdos, premoniciones y los sueños rotos de un bebé de cuna.

Entes rojizos como la sangre se materializaban hechos de nube y niebla carmesí. Era él. Eran ellos. Su familia, sus hermanos. La niebla sangrienta tomó la forma de un pequeño niño. Una madre lo regañaba enaltecida a comparación.
¡Te he dicho que no uses las botas de tu padre! ¡Sabes que se enfadará!
Perdón, mamá...
No..., no importa pequeño. Ven acá. Déjame cargarte... ¿Sabes? Un día tendrás todos los pares de botas que quieras. Tendrás una casa. Tendrás todo lo que tú sueñes.
¿Todo...? Y... ¿Cómo lo consigo, mamá?
Soñando, mi pequeño Ed. Sueña y lo conseguirás. Sueña. Sueña. Sueña...

Los entes hechos de niebla se transformaron y materializaron ambigua una sala de hospital. Uno de los fantasmas se apoyaba de una camilla; la otra estaba echada sobre ella.
¿Has soñado, Edward? Cuéntame, querido. ¿Qué has soñado últimamente, en estos días?
Yo... No puedo, mamá... He soñado, lo he hecho, de verdad, pero nada se cumple.
Lo sabes bien, Ed. Los sueños requieren valor. Requieren fuerza. Requieren la valentía para hacerlos realidad... Aun así, cuéntame, por favor...
Sí. Sé que es lo único que te calma el dolor... Soñé... Soñé que vivíamos en un prado. Uno muy verde, ¿sabes? Éramos felices. Sonreíamos mucho. ¡Incluso hasta papá!
¿Tu padre? ¡Ese no sonríe ni con el mejor de los humores!
Se escuchó sus voces riéndose a carcajadas.
¿Cómo lo haces, mamá? ¿Cómo haces para sonreír estando así?
Pienso en ustedes. En ti, en Alfie y hasta en Keller. Eso me da fuerza. Saber que están unidos. Tienen que mantenerse fuertes, Edward. Tienen que estar juntos y recordar en todo momento que somos familia. Eres el hombre de la casa. Hazlo por mí.
Lo haré, mamá. L-Lo haré...

Se desvanecieron. Un viento torrencial, frío y tibio a la vez, desesperanzador, los borró de la existencia. Los borró para siempre. Como una mentira piadosa en tu memoria. Como un deshecho. Como basura. Como mentiras. Mentiras.
«¡Mentiras!»
Una voz le rugió aquello a Edward; miró para todos lados, pero solo había niebla negra y un mar de cenizas. De él emergieron como flores –aunque todo lo contrario-, antiguas medallas del ejército, fotos con sus compañeros de cuartel, uniformes maltrechos de camuflaje militar. Emergieron de las cenizas: picos, hoces, palas, botas de granja, los cadáveres de sus hermanos...
«Son todos mentiras, Edward. ¡¿No es así?! ¡No cumpliste con tu juramento a la patria! ¡No cumpliste tu promesa de trabajar por tu familia! ¡¡Ni siquiera pudiste protegerlos, como le dijiste a tu madre!!»
—¡No! ¡¡No...!! —gritaba Ed hacia la oscuridad que lo arropaba; intentaba agarrar esos objetos con significado de la ceniza, pero ceniza se volvían en sus manos. Se fueron para siempre—. Yo lo intenté, siempre... soñé...
«¿Crees que tu madre estaría bien si te viese así, niño...? ¿Todo lleno de lloriqueos y aterrorizado hasta tus huesos?»
Nunca te quise dar a luz, ¿lo sabes? —manifestó de las cenizas un cadáver a medio descomponer, con un agujero en el pecho que la atravesaba y dejar ver oscuridad. Su madre se movía con espasmos hacia a él— Era joven y estúpida, ¡tenía todo por delante! ¡Hasta que apareciste tú! ¡¿Qué iba a hacer?! ¡¿Abortarte?! ¡¡Debería haberlo hecho!! Dios se apiade...
¡Sabía que un inadaptado como tú acabaría así! ¡Mírate! ¡Un ladrón de pacotilla y secuestrador! —gruñía su padre que se evocaría como un esqueleto con trozos de piel restante: colgando. Sus manos permanecían, llenas de callos y una nariz partida se asomaría de una carabela con sombrero de paja y botella en mano—. ¡¿Es acaso esto lo que te enseñé, mocoso?! ¡Te voy a dar una tunda! ¡Keller es un rebelde por ti! ¡Alfie es un llorica por ti! Desastre... ¡¡Indisciplinado!! ¡¿Te crees un hombre de verdad?! ¡Si no puedes proveer una mierda!
¿Por qué, Ed...? —susurró Keller, que sería invocado de sus terrores como un zombi encadenado de pies a cabeza. Su melena rubia: desecha. Agujas de inyectadoras le colgaban de los brazos—. Sabías que no debía irme con esos chicos. ¡Ellos me dieron de probar esa mierda! Mis nervios se salieron de control. ¡Hiperactividad! ¡Abstinencia! ¡¡Ayúdame, joder!! ¡¡Haz lo que prometiste...!!
—¡Lo intenté, Keller! ¡Papá, mamá! ¡¡Hice todo lo que pude, maldita sea...!!

Edward caía de rodillas en esa nieve del horror. Manos esqueléticas surgieron y le tomaron de las piernas, tirando hacia abajo; pero no podían, Ed aún tenía qué sufrir.

Se tomó de la cabeza con ambas manos: zumbidos provenientes de todos lados y a la vez de ninguno le retumbaban la cabeza. Se detuvieron.
Cuando levantó la mirada, aturdido, vio esa cosa. A él.
Un niño pequeño. Jugaba con la ceniza. Hacía formas. Dibujaba. Ed caminó hacia él, arrastrando los pies en la ceniza.
Al acercarse lo pudo apreciar. Su piel azulada: el color de la noche; sus ojos sin pupilas cubiertos de un amarillo vacío. Le dio la cara.
—¿A-Alfie...?
¡¡¿¿POR QUÉ...??!!
Se abalanzo hacia Edward. Lo tomó del cuello. Apretaba. Lo asfixiaba. Lo que parecía ser su hermano pequeño le miraba con esos ojos muertos y condenados, balbuceando maldiciones y culpa. Ed gritó. Gritó para que aquello se acabara.
—¡¡Quiero que acabe!! ¡¡Quiero que acabe esto, todo...!! —suplicaba él—
«Sabes cómo hacerlo...»

Todo se volvió negro. La oscuridad lo engulló y el silencio nombró suyo el mundo... Ed dejó de sentir las manos que le tiraban, dejó de sentir cómo Alfie le asfixiaba...
Dejó de sentir miedo.
Cuando abrió los ojos, vio hacia abajo, hacia sus manos. Una pistola se formó en ellas hecha de sombras.
¡¡No lo hagas, chico!! ¡¡No lo hagas!! —se escuchó a la lejanía lo que parecía ser un megáfono—. Pero, ¡¿qué coño hace?!
«Sabes lo que tienes que hacer, Ed... Has cometido demasiados errores. Arréglalo. Es tu momento. Un fantasma que jamás debió ser: un dolor de vientre que jamás se tuvo que sentir. Impío que nunca la luz debió atisbar... Hazlo... ¡¡Hazlo...!!».

La oscuridad se fue. La calle se volvió a formar; el cordón policial volvió a aparecer. Gritos se escuchaban hacia todas partes. Edward se descubría con el arma en la sien, apuntándose, afuera de la tienda y al lado del cadáver de Keller.
¡¡He dicho que no lo hagas, muchacho!! ¡¡Podemos conseguirte ayuda, si quieres!! —clamaba a todo pulmón el teniente Carson. Sus agentes se verían nerviosos, presintiendo lo terrible—.

Atrás, desde la tienda, alaridos se darían hacia los cuatro vientos.
—¡Deténganlo! ¡¡Deténganlo!! —exclamaba insistente, fuerte, desesperado el gerente Liam Byrne—. ¡¡Está loco!! ¡¡Tienen que detenerlo!!

Todo ocurrió en una fracción de instante. Edward abrió los ojos, como saliendo de un trance.
Pero era demasiado tarde.
Un grito encerrado y hueco de Alfie desde la patrulla sería lo último que se escuchase antes del martillo golpear la bala.


«Suspiro - Ahogado»


Había acabado. Su cadáver tirado a un lado de Keller. Medio cráneo afuera.

Los agentes de policía se miraban horrorizados: algunos vomitaban. Hacia sino un rato atrás que Ed se vería dispuesto a dispararle al niño, pero en un momento, lo soltaría y empezaría a hablar solo: deambulando por la tienda; hablando para sí en voz alta; gritando; pidiendo ayuda. Un escalofrío recorrió el cuerpo del teniente Carson, quien, por fin, apagaba el megáfono y enfundaba el arma.

Los oficiales armados trotaron hacia la entrada de la tienda lo más raudos posible. La mantuvieron abierta y pidieron que los rehenes saliesen de forma ordenada.
Aquellos hombres uniformados, desde la trastienda, se verían como un rayo luminoso de esperanza. Lucy fue la primera en levantarse. Recibió con un abrazo a su hijo Matty quien vino corriendo hacia a ella, llorando a mares. Ella le repetía lo mucho que lo quería. Un vistazo preocupado echaría ella a las escaleras que daban arriba.
—N-Nos tenemos que ir —dijo Lucy hacia Rachel y el pelirrojo irlandés Liam, quienes los miraban aliviados y con una sonrisa de oreja a oreja—. Lo siento por todo, de verdad.
—No se preocupe. Vaya —le espetó Liam con cierta vacilación. No paraba de ver el cadáver de Edward en la entrada. —.

Lucy y Matty saldrían de la tienda escoltados por unos agentes. Sería el fin de esa noche turbia para ellos... Desde la patrulla ella observaría esa ventana rota de arriba, sintiendo náuseas y una sensación de saber qué pasó...

En la trastienda, Rachel se despediría de su jefe.
—N-No... No sé si vuelva el lunes, Liam... —diría Rachel con cierta vergüenza. Le seguirían temblando las manos y le dolería el hombro—. Lo entiendes, ¿no?
—Sí. ¡S-Sí! Lo siento, de verdad, Rachel —se excusaría el gerente. Sudor frío correría por su frente pecosa—. Voy a tener que echarle una limpiada a... esto y ojear unos currículos. Tú me entiendes.

Aquel pelirrojo le daría un abrazo y una sonrisa a Rachel, quien se iría por la puerta de la trastienda y sería escoltada a una patrulla.

Liam se levantaría del suelo y se sacudiría el sucio de las rodillas. Un fuerte desapego y aprehensión a la suciedad lo haría asquearse. Vio como los policías se iban yendo uno a uno del cordón. Había acabado, por fin.
Se preparó, entonces, el gerente. Caminó con decisión de irse...

Algo lo impidió...

Pues aquello no era una persona.

Una mano vestida de cuero cerró la puerta en su cara. Los ojos de Liam se quedaron clavados a una puerta que evocaría el cierre de un destino condenado. Tembloroso; convulso; cual cerdo se estremeció al verlo a aquel, lentamente...
Dos ojos infundidos en un rojo demoníaco; no había pupilas; no había esclerótica; no había alma en ese espejo. Solo rojo. Fuego. Llamas que se clavaban a él. Aquel ser poseído por el Odio vestía de una chaqueta de cuero y respiraba fuerte observando a ese pobre diablo.
—¿U-Un M-Marcado...? —susurró el pobre Liam—.

Ese monstruo se abalanzó contra él.

Liam Byrne intentó correr pero aquel espectro lo tomó por los hombros y lo arrojó hacia su propio coche.
Chocó de espaldas; se golpeó la nuca con el chasis. Logró esquivar por los pelos un puñetazo que partió la ventanilla de coche, encendiendo la alarma ipso-facto.
Corrió por la trastienda jadeando, gimoteando por ayuda en palabras que solo él podría entender; el terror pronunciaba las palabras en su lugar.
Iba tumbando los estantes de las herramientas, derramando las latas de aceite; ese monstruo lo esquivaba todo, inmutable ser de rabia eterna.
Lo atrapó: con un puñetazo lo envió de espaldas a una estantería de metal, donde lo sometería. Un vistazo rápido echó el monstruo a las herramientas de detrás: una llave de tubos llamó su atención.
Liam aprovecharía un segundo de descuido del espectro: le golpearía en la entrepierna y esquivaría para salir corriendo.
Rompería el cristal que servía de jaula a aquel extintor, el cual prepararía y apuntaría al rostro del ente: dejándolo asfixiado unos instantes. No desperdiciaría esa oportunidad.
Por unos pocos palmos Liam lograría llegar a la puerta de emergencia que daba a la parte de atrás de la estación y escaparía no sin antes derribar un estante que bloquearía el acceso.

Respiraba hondo; jadearía; perdería el aliento mientras corría aquel gerente desierto adentro.

No conocía a aquel hombre –si acaso era tal-, ni mucho menos sabía qué quería –si en alguna realidad los monstruos de pesadilla quisiesen algo más que dar caza-. Su corazón latía a pasos agigantados y su mente se vería nublada de cualquier tipo de lógica. No era humano. No era una persona. Era Odio personificado y venía a por él.

Y no descansaría hasta matarlo.

Un rugido se escuchó a la distancia. Uno metálico. Uno estridente y grave. Si los demonios pudieran hablar, sonaría algo parecido. Ese motor se encendió a la lejanía y con rabia feroz arrancaría gritando sus deseos más sanguinarios a los cielos de la fría noche.
Vería a sus espaldas mientras corría por el desierto: una luz lo encandilaría, lo aturdiría al son de que esa motocicleta; caballo del diablo; corcel de acero, viniese a por él.
Algo atrapó su pierna. Paró en seco. Cayó de boca al piso.

Cadenas negras como la noche atraparon su pie. La motocicleta pasó por su lado y derrapó un poco más al frente. Le ardían: esas cadenas quemaban como si hubieran estado bañadas en magma; como si el infierno mismo le hubiera dado origen. El quemado... le agradaba. El dolor, el hedor a carne calcinada le despertaba sus instintos más básicos... Le excitaba.
Ese monstruo encima de su corcel de hierro lo sometía sosteniendo esas cadenas de ébano enrolladas a su puño. Con sus ojos rojos, vacíos y sangrientos, le hablaría.
—Años he buscado. Años te he dado caza —espetó umbrío aquel hombre de la chaqueta de cuero—.
—¡¿Q-Q-Quién eres...?! —vociferó el pobre cerdo bañado en arena, tumbado en el piso, con su pierna atrapada y quemándose a fuego lento—.
—¡¡Sutherland!! ¡¡Soy Jack Sutherland, maldito hijo de perra!! ¡¡¿¿Recuerdas ese nombre??!!

Rugió. Rompió su voz para nombrar su apellido. Liam perdió el aliento un segundo, mientras disfrutaba que su pierna se estuviera fundiendo con ébano. Miró a las estrellas. Vio fuego en ellas. Vio llamas. Vio las ondas del fuego crujir. Vio el humo negro... Rió. Rió a carcajadas mientras se tomaba de la cabeza, en irónico dolor orgásmico.
—T-Texas, ¿no...? Austin, Texas... —vociferó Liam con placer en sus palabras carcomidas—. Era... Una hermosa casa.
El monstruo callaría. Frío silencio dejaría mientras de fondo su motocicleta lloraría con él. Una lágrima cayó en la arena.
—¡¡Elena, Alex, Dave y Elizabeth...!! —pronunció el dolor por él. Su voz temblaba, mientras la cadena en su puño temblaba y apretaba más fuerte la pierna del gerente. Este soltó algo parecido a un gemido—.
—¿Q-Q-Quien...?
Ambos agonizaban, pero solo uno gozaba su dolor...
—¡¡M-Mi esposa, mi hija, mi hermano y su mujer...!! ¡¡ELLOS!! —arrancó desde sus fauces aquel grito que intensificaría el rojo eterno de sus ojos y el calor emanante de las cadenas de ébano— ¡¡A ELLOS MATASTE, HIJO DE PUTA...!! Y recordarás sus nombres por toda... la maldita... eternidad...
—F-Fue... una de mis más grandes obras. Dos pisos, varios metros cuadrados, varios litros de acelerante para un incendio voraz y rapidísimo... Cuando se dieron cuenta ya era muy tarde, ¿n-no...?
Jack volvió a guardar silencio. Sus lágrimas se secaron y evaporaron como si su piel hirviese. La determinación que le concedió aquel espectro, en aquel motel oscuro, en aquel momento de debilidad, se plasmó en su cara.
—Mi obra empieza ahora, imbécil...
Giró la manilla; rugió su moto. Rugió la antigua motocicleta de su hermano: todo lo que quedaba de él y del nombre de su esposa... Jack arrancó con velocidad, arrastrando a Liam.

Tan rápido como aquello iba: Jack condujo desierto adentro y empezó a ir en círculos; en zigzag; dirigía su motocicleta lo más rápido y turbulento que pudiese... Liam perdería piel, sangraría, se quemaría por la fricción con la arena; su líquido vital, su espíritu, su alma yacería manchando el desierto del mismo rojo que emanaban los ojos de Jack. Por primera vez, aquel monstruo, Liam Byrne, sufriría auténtico dolor; uno que no le causaría placer. Piedras se clavaban en su carne, su sangre sería una con la arena, aquella picaría en las heridas abiertas, los gritos de dolor se entremezclarían con la sinfonía constante del motor de la motocicleta; chocaba contra los cactus para recibir sus espinas en la cara y sus pulmones tragarían arena, sudor y sangre.
Para cuando Jack se detuvo derrapando, el cuerpo de Liam salió volando siendo frenado en el aire y cayendo por las cadenas atadas al puño de Jack. Él lo vería, a su monstruo, al hombre que condenó su vida al odio. ¿Por qué lo haría? ¿Por qué tuvo que quemar hasta las cenizas a aquellas personas...?

Cuando Liam levantó su rostro, se lo enseñó a Jack con cierta maldad y placer. Su nariz ya no existía, sus labios colgaban como cuajos de carne viva enseñando sus dientes y sus fauces, había perdido un ojo y el otro lo tenía inyectado en sangre. Resoplaba, jadeaba; estaba muriendo. Aun con todo aquello pudo esbozar una sonrisa: como si hubiera cumplido un objetivo.
—S-Sí... Esto me llevará con él... —dijo retorciéndose de un dolor agónico, para voltearse sobre el piso y quedar bocarriba— ¡¡Garloth!! ¡Iré hacia tu regazo, amo! ¡Te fui fiel! ¡Te soy fiel! Las llamas los purificaron... ¡¡Los bautizaron...!! ¿Por qué no me escuchas...?
«Lo has alimentado durante años, sucio siervo. Has servido a un demonio glotón, que solo engulle y no responde; no concede ni escucha. Has servido mal. Has entorpecido mis acciones en este plano. Perro, termina tu obra.».
—Muero... ¿Por qué no veo el Valle...? ¡¿Por qué nunca lo he visto?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué ese chico, Edward y yo no?!
«Jamás tuviste Marca, cerdo. Jamás fuiste Marcado. Tienes ante tus perecederos e infantes ojos uno de verdad, que te guiará al limbo. Al Vacío. ¿Aún sufres?».
—¡Él tampoco! ¡Yo sí tengo su marca! ¡Lo sé! Ese brujo... ¡¡Dijo que la tenía!! ¡Que había nacido con ella! ¡El león caprino...! ¡¡Todo esto fue por él!! ¡¡Por Garloth, señor de las llamas!!

La sombra se burló de él.
«Su destino ya está condenado a la perdición. Mátalo, Perro...»
—Lo haré... Lo mataré... y sufrirá.

Jack, con un gesto con el puño, soltó las cadenas de Liam y las colgó de su cinturón. Bajó de la motocicleta y encaró las alforjas de cuero. Sintió cómo las sombras del espectro que lo acompañaban le acariciaron amenazante el hombro.

«¿Qué pretendes, sucio perro...?»
—Sufrirá... el mismo destino que tuvo mi familia.
«¡¡HE DICHO QUE NO...!!»

Jack escuchó los zumbidos; estremecían su cuerpo; lo mermaban; lo debilitaban.... Esta vez el odio lo hizo mantener en pie.
«¡¡Cada vez que un cerdo como este, ingenuo y petulante, quema un cadáver, impide que esa alma acabe en mi Árbol, en mi dominio...!! ¡¡Si lo incineras cometerás su mismo error!! ¡¡Su alma será MÍA!! ¡¡Y será un gran campeón entre mis filas!! Recuerda nuestro pacto, perro... Te di la determinación, te di mis cadenas, ¡te di la fuerza para cometer tu venganza!».
—Hoy no cometo tu voluntad, sombra maldita... Hoy me libero de tus cadenas.
«¡¡TE MALDIGO, PERRO!! ¡¡Mis hordas te perseguirán, te torturarán y te enviarán al Vacío...!»
—Que lo intenten...

Jack Sutherland se armó de la determinación que aquella sombra demoníaca, carente de nombre, pero rebosante en propósito y ambición le dio, para darle muerte a aquel cerdo que arruinó su vida. Jack tomó de las alforjas un galón de combustible acelerante y se volvió hacia Liam. Estaba delirando. Repetía el nombre de Garloth incesantemente. Cuando Jack, su verdugo, su traidor y su vengador, se postró frente a él, empuñando ese galón, Liam no impidió emocionarse.
—¡Claro! ¡¡Claro!! ¡¿C-Cómo no lo había pensado antes...?! ¡¡Yo soy el bautizo ígneo...!! Me enviarás a él... ¡Gracias, Jack Sutherland!
—Lo verás pronto... Quedas bautizado, maldita rata...

El bidón se alzó en el aire. Bañó a su presa, antes cazador, del elixir que quería. Se regocijó. Gozó. A Jack no le importaba: ojo por ojo.

Encendió entonces, aquel perro que se liberaba de las cadenas del odio y el pesar, un cigarrillo con lo último de gas que le quedaba a ese yesquero. Dio un par de fuertes caladas. Vio al cielo. ¿Era por su familia? O, ¿era por él? ¿Por sí mismo? Le dio igual. Ese pobre cerdo era suyo. Iba a morir, después de todo...
Lo arrojó... Las llamas del infierno engulleron rápido a Liam.
—¡¡SÍ...!! ¡¡SÍ...!! ¡¡L-LO VEO...!! ¡¡EL VALLE...!! ¡¡EL VALL...!!

Soltó un grito desgarrador, rompiendo sus cuerdas vocales, mientras reía, reía hasta que sus ojos se derritieron y una mirada vacía vio hacia el Vacío. Jack quedó hundido... Otra lágrima cayó en la arena...

De pronto, las sirenas llamaron a la lejanía. Lo buscaban. Lo buscarían. Ahora le darían caza a él. Jack Sutherland había completado su objetivo: ansiada venganza ahora saciada con el olor a carne chamuscada. El cielo se tiñó de rojo. Las nubes de negro. Esqueletos emergieron de la arena asomando sus cuencas vacías, como mirándolo, como sabiendo lo que pasaría y lo que pasó; juzgándolo por ser lo que fue y por lo que será. Su corazón se desbocó; Jack estaría nervioso. Viendo hacia el horizonte, detrás de él, un par de ojos rojos sanguinolentos, etéreos e infinitos, ondeantes como el calor a la distancia, endebles como las nubes, pero fuertes como el brillo de una nueva vida lo observaban enojados; aquellos ojos jurarían darle caza.
Jack los esperaría. Huiría de ellos. Se prepararía. Después de todo, aún tenía su motocicleta y unas cadenas que ya no encarcelaban su destino, sino que lo defendería de aquellos que viniesen.

No sabía quiénes ni qué.

Pero los combatiría.

Hizo rugir su moto: el nombre de Elizabeth, su difunta cuñada, brillaba en blanco como una voz del porvenir. Entre la penumbra roja y oscura como la sangre, Jack encendería el foco de su motocicleta, iluminaría su camino y conduciría hasta que su alma dejara de combatir...


Cadenas de ébano

Continuará...

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro