
III
Barrio de San Blas
Sergio se encaminó hacia su viejo y polvoriento Seat Panda, que tenía aparcado en una calle solitaria de San Blas desde hacía ocho meses y catorce días. Igual de largos como un día sin pan, precisamente porque eso habían sido.
Sergio llevaba ocho meses y quince días en la calle.
Aún se acordaba de cuando acababa de terminar la carrera de Bellas Artes, y era un joven con talento dispuesto a comerse el mundo. Y cómo sus perspectivas de convertirse en dibujante se destrozaron ante la implacable realidad y acabó trabajando de contable para una pequeña empresa familiar de la construcción. No se le daban mal las matemáticas, aunque los números le aburrían; pero era lo único que había podido encontrar, y de algún modo tenía que ganarse el pan. El tiempo pasó, y Sergio veía cada vez más deudas y menos encargos. El monstruo de la ya tan nombrada crisis ya campaba a sus anchas mientras los criminales en sus trajes y corbatas eran libres para beber martinis y ver el amanecer.
Y aún se acordaba de cuando llegó un día en que el patrón, un hombre bonachón oriundo de Cáceres con algo de sobrepeso, se presentó en el local; pero no como cada jornada. Jenaro lloraba. Y es que el banco se negaba a concederles otro crédito, y Construcciones Jenaro Domínguez e Hijos acabó en la quiebra. Toda la plantilla acabó despedida y el patrón y sus hijos se volvieron a Extremadura.
De pronto el castillo de naipes donde Sergio había estado viviendo se desmoronó sobre su cabeza. Y aún le dolía el chichón.
Pasó de pedir nocturnidad a suplicar empleo.
Los prometidos subsidios seguían sin llegar, por lo que hacía de todo, desde mendigar hasta ayudar cargando cajas para ganarse un dinerillo. Al principio, tras cansarse de buscar trabajos por todos lados, se dedicó a retratar a los turistas en la Puerta del Sol a cambio de unas monedas, pero el material era demasiado caro, y tuvo que dejarlo. Desde entonces, su jornada consistía en pasearse por el centro desde bien temprano, pidiendo limosna a los peatones y buscando a gente a quien ayudar con la esperanza de sacarse algo; y siempre ojo avizor con la Policía Municipal, que nunca les ponía las cosas fáciles a los de su condición. Al mediodía, se acercaba a algún supermercado y si el día no había sido malo, compraba algo para comer. Raras veces se gastaba más de un euro. Siempre echaba un vistazo en los contenedores cercanos, donde se podían encontrar algunos alimentos caducados aún comestibles si eras de los primeros en llegar. Si tenía mucha sed, iba hasta un parque en busca de surtidores de agua potable. En ocasiones se acercaba al Retiro, como hizo el día anterior, donde se echaba un respiro echándose bajo el sol. Cuando el sol empezaba a bajar, se dirigía hacia la cola de algún albergue, si le pillaba cerca; aunque eran largas y las camas limitadas, por lo que no solía tener suerte y acababa teniendo que dirigirse hacia el viejo Seat Panda. Y si San Blas le pillaba demasiado lejos, se veía obligado a buscarse un banco desocupado.
Su coche había pasado a ser su casa. Tenía suerte de que nadie hubiera llamado a los del ayuntamiento tras varios meses sin moverlo (en parte, gracias a haberlo aparcado allí), y sólo esperaba que siguiera siendo así. Las ruedas se habían deformado de tanto tiempo parado, el depósito estaba vacío, y el parabrisas lleno de polvo; pero para Sergio ver de nuevo a su viejo Panda lo alegraba enormemente.
En su interior guardaba todas sus pertenencias y el dinero que tenía ahorrado, escondido dentro de un sobre tras el mugriento tapizado de la puerta del conductor.
Y ahora parecía que su hermano —prácticamente la única familia que le quedaba— también estaba en un apuro.
—Sergio, de verdad, no pasa nada si me dices que no; pero, ¿podrías dejarnos algo de dinero? Ya sabes, pero han echado del curro a Lucía por su embarazo y mi sueldo no nos da para mucho. Ya que trabajas de contable...—sonó suplicante el teléfono, y tras unas cuantas frases el tono cambió.—Vaya, muchas gracias por ayudarme, no te merezco, Sergio. Lleva lo que puedas, tampoco te preocupes. Hasta mañana.
Sergio dejó en la guantera el viejo Nokia de prepago que llevaba siempre encima. Les había dicho a sus amigos que sentía como si las redes sociales y el smartphone le estaban controlando, y que iba a vender su teléfono para comprarse uno que sólo sirviera para llamar y le dejara vivir en paz. Aunque era mentira. Los setenta euros le permitieron una cena caliente durante cierto tiempo.
Sus amigos, al no poder comunicarse con él por WhatsApp, dejaron de proponerle salir, y al cabo de varias semanas ya no sabía nada de ellos. De todos modos, habían empezado a mirarle de manera extraña últimamente. Al menos ya no tenía que inventarse excusas para evitar salir a tomar algo con ellos.
Los primeros días, Sergio se sentía muy avergonzado de su situación y temía ser reconocido por algún conocido por lo que se dejó crecer el pelo y la barba. Posteriormente, el bochorno que había sentido antes pasó; pero la melena y la barba las mantuvo por pura costumbre y porque no quería derrochar su preciado dinero en cuchillas de afeitar por querer estar presentable cada día.
De todos modos, no había nadie ante quien causar buena impresión.
Como aprendió nada más llegar, en la calle estás rodeado de gente, pero completamente solo.
Sergio cogió una lata de atún en aceite vegetal de debajo de su asiento y empezó a comerse el contenido con los dedos. Tras el ágape se limpió la manos aceitosas en los pantalones y echó un vistazo hacia a su improvisada despensa, que; según sus cálculos, le daba para otro mes, mes y medio como mucho. Finalmente, cogió la mochila, metiendo todo lo que iba a necesitar, y cerró el coche.
Al doblar la esquina, un hombre de barba canosa le saludó con la mano, tambaleándose.
—¡Sergio!—dijo con una voz ronca y balbuceante—. ¿Qué cuentas?
—Hola, Jeremías, voy a dar un paseo.
Jeremías contestó algo inteligible y echó un trago al brick de vino Don Simón que sostenía en su mano.
Desde que vivía en la calle, Sergio había conocido a muchos más de su condición. Se ayudaban mutuamente de vez en cuando, y sobretodo se daban conversación. Le hablaban de sus vidas o sus problemas sin que él se lo pidiera; pero a Sergio no le importaba. Siempre disfrutaba de tener alguien con quien hablar.
Lo que no se explicaba es como ese hombre podía beber tanto. Era mediodía y Jeremías ya estaba como una cuba.
Desde que le conoció, hacia siete meses, sólo lo había visto sobrio tres veces. En el tercer día desde aquella primera vez recordaba haberle hecho cierta pregunta.
—¿Por qué bebes?
Jeremías soltó una risotada.
—Para olvidar.
—¿Olvidar el qué? —contraatacó Sergio, curioso ante el pasado de aquel hombre.
—Que ella, ¡esa perra! —gesticuló—, me abandonó.
—¿Y por qué te abando...? —Sergió se mordió la lengua. Había preguntado sin pensar en las consecuencias.
La cara de Jeremías cambió de golpe a estar cargada de furia, provocando que Sergio se arrepintiera al instante de haber iniciado esa conversación. Una persona ebria es imprevisible, y Sergio había sido extremadamente imprudente.
Pero, súbitamente, la faz del borracho pasó de rabia a tristeza.
—¡Por beber!—vociferó Jeremías, cubriéndose la cara con las manos y empezando a sollozar.
Sergio pasó un buen rato consolando al hombre, que en aquel momento parecía tener cinco años en lugar de cincuenta y siete. Desde entonces siempre le había mirado desde otra forma.
Aceleró el paso, con la intención de llegar a tiempo al albergue más cercano, sin preocuparse por la mujer que acababa de coger de la mano a su hija y se había apartado al encontrarse con él por una de las pasarelas sobre la atascada autopista por la mera desconfianza que inspiraba su aspecto .
Tras varias horas de pie en la cola, el albergue abrió sus puertas; y la larga procesión de hombres y mujeres sucios y con las caras largas empezó a desfilar hacia el interior. Sergio pudo entrar por los pelos: sólo cuatro puestos detrás suyo, oyó los suspiros de frustración habituales entre los que no cabían, al ver el cartel de "completo".
La cena consistió de un potaje de garbanzos algo insípido; pero estaba caliente y tras toda la tarde en ayunas a Sergio le supo a cielo.
Luego, subieron a las habitaciones, puso la mochila como cojín y cerró los ojos, preparándose para el nuevo día.
*****
Cuando los rayos de sol, perezosos, empezaron a asomar entre las literas; la cama de Sergio hacía rato que estaba vacía.
Sergio contempló su cara cansada frente al espejo polvoriento de los aseos comunitarios y empezó a afeitarse y recortarse la melena con unas tijeras de cocina y una maquinilla desechable. Ambos instrumentos los encontró hacía bastante tiempo en contenedores y los reservaba para días como ese. Luego, cambió su ropa mugrienta por la del interior de la mochila, que al menos no hacía olor y que guardaba para ocasiones excepcionales. Volvía a estar presentable.
Cuando salió del albergue, el encargado parpadeó, sorprendido por el radical cambio. Sergio ni se inmutó, y aceleró el paso, hacia casa de su hermano.
Echó un último vistazo al sobre con los cuatrocientos cincuenta euros en su interior y pulsó el timbre.
—Hola Sergio, ¿cómo va todo?, muchas gracias por venir, de verdad que no hacía falta... ¡Joder! ¡Muchas gracias! Vale que tengas trabajo, pero eres demasiado generoso, Sergio...
Media hora más tarde, Sergio reapareció en el portal con una sonrisa de oreja.
Tendría que ahorrar durante mucho tiempo para recuperar todo, pero estaba feliz; y empezó a silbar de vuelta hacia el Panda.
Sus bolsillos sonaban vacíos.
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