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II

Barrio de Argüelles

   Milagros Ortega, Milagritos, como todos la llamaban; corría. Llevaba en brazos a su hermanito Joaquín, de sólo nueve meses, mientras las bombas caían a su alrededor. Donde antes había un edificio, ahora sólo quedaban escombros. Pero parecía que los bombarderos Junkers Ju-52 no se conformaban con haber incendiado el Museo del Prado, haber destrozado gran cantidad de edificios —especialmente en el barrio donde Milagros vivía—, ni con provocar que la Gran Vía pasase a llamarse "Avenida de las Bombas". Ni siquiera les contentaba llevarse a millares de vidas de un plumazo.
   Ahora querían matarla a ella.

   Cuando las sirenas empezaron a sonar, los dos hermanos y su madre, también llamada Milagros, se hallaban haciendo la compra en uno de los comercios locales que aún no había sucumbido por la destrucción y el racionamiento. Dentro de poco la disponibilidad de comida sería nula, y todo el mundo intentaba recopilar víveres para no caer frente el hambre.
   La muchedumbre empezó a correr en busca de refugio al oír la macabra melodía de las bocinas de ataque aéreo, seguidas por el rugido de las hélices, el silbido de los obuses, los disparos de las baterías anitaéreas y las explosiones. Y gritos, lamentos, lloros. Muerte.

   Milagros corrió por la acera seguida de su madre, esquivando los cascotes y los cristales rotos, en dirección a su salvación: la boca del Metro. Atisbó los tres aviones alemanes en el cielo, "Viudas", los llamaban los madrileños. Tras una velocísima carrera para una joven de su edad cargada con un bebé, logró llegar a las escaleras que conducían a la seguridad de los túneles antes de que la segunda pasada de los aviones pudiese alcanzarla.
   La estación estaba repleta de gente, que como ellos, se refugiaban de la muerte alada. Justo entonces se percató de algo: su madre había desaparecido.
   —¿Mamá?, ¿mamá? —empezó a gritar en busca de su madre entre el gentío.
   De vez en cuando le parecía reconocerla, pero siempre resultaba ser otra mujer al acercarse. Para colmo, como amargo presagio, Joaquín empezó a llorar histéricamente. Si bien había lo había hecho en silencio ante las bombas que caían mientras era cargado por su hermana, ahora que también notaba la ausencia de su madre sus sollozos se intensificaron. Y Milagritos hizo lo único que podía hacer: se acurrucó en un rincón y dejó correr las lágrimas sobre sus mejillas, uniéndose a su hermano.
   Su madre se había quedado atrás y estaría casi sin lugar a dudas, muerta, ya fuera por las bombas o por el verdadero peligro, los escombros que salían despedidos de las edificaciones por los temblores. Y por otro lado, ¿y su padre, que trabajaba en la Plaza Mayor? ¿Habrá logrado resguardarse también?

   Una hora pasó entre lloros, gritos y temblores hasta que sonó la alarma de final de bombardeo. Fue la hora más larga de su vida.
   Al salir de la estación, Milagros, con Joaquín de la mano, se encaminó hacia la Plaza Mayor de inmediato.

    Su padre tuvo suerte. Su madre, como descubrieron al día siguiente, no tanto.

   —¿Por qué tenemos que sufrir esta condenada guerra, papá? ¿Por qué? ¿Qué tiene esto que ver con nosotros?—preguntó, con los ojos húmedos.

   Entonces, Milagritos despertó.

   Otra vez la misma pesadilla que nunca conseguía olvidar y que la llenaba de sudores fríos y ecos de otras épocas. Recordaba aquella triste jornada, muy a su pesar, como si fuera ayer.

   Fue un día de preguntas sin respuesta.

   Viendo la hora, y sabiendo que no seria capaz de volverse a dormir, se alistó para salir a dar una vuelta.

   Pasear la ayudaba a relajarse, y desde que Marcial falleció en consecuencia de un ataque al corazón, se sentía encerrada en casa, rodeada de tantos recuerdos y fantasmas del pasado.
   Pero la memoria es implacable.

   Aún así, era cuasi bisabuela y gozaba de una fantástica salud para su avanzada edad, por lo que intentaba aprovechar al máximo el tiempo que le quedaba con sus nietos (y pronto una bisnieta), visitándolos cada fin de semana y llevando a jugar al parque a los más pequeños. Aún era temprano, y no recogería al más pequeño hasta la hora de comer, así que se propuso ir a un bar del Centro, donde hacían el mejor chocolate con churros de Madrid; el único placer que se concedía, pese que a su médico le recomendaba ahorrárselo.

   Tras dar buena cuenta de ellos, se dispuso a salir del local, y una mujer morena le sostuvo la puerta amablemente para permitirla salir.

   Tras llegar, sin prisa pero sin pausa, a la casa de su hija pequeña, que le había dado un niño que ya contaba siete años y que le encantaba que su abuela le contara historias de su infancia, se lo llevó al parque para pasar la tarde, mientras la madre volvía a toda prisa a la oficina para continuar con el turno de tarde.

   —Abuelita, ¿por qué mamá y papá nunca me llevan a pasear como tú?— preguntó, tras pasar junto a un vagabundo.

   —Porque aún no se han hecho viejos, vida mía. Cuando te das cuenta de lo precioso que es el tiempo, ya es demasiado tarde. Y tus papás se preocupan ahora por trabajar y ganar dinero para que tú puedas vivir mejor. Pero eso no es lo único que importa, después de todo. 

   >>Y llegará un día en que se darán cuenta de que diez años se han puesto detrás suyo. Nadie les dijo cuando correr, no oyeron el disparo de salida. Sé astuto, cielo, y aprovecha el tiempo. Eso es algo que debí hacer cuando pude. Hazlo tú por mí.

   —De acuerdo, abuelita.  —contestó con cara muy seria—. ¿Me compras un helado?

   —De chocolate, ¿verdad?

   Al pequeño se le iluminó la cara, y su abuela lo miró, pensando qué sería de él. ¿Cómo será el mundo que verá? ¿Cumpliría su deseo aquel niño lleno de entusiasmo cuando fuera un adulto aburrido como los demás? Sabe que nunca lo sabrá, pues ya no estará para ver lo que le deparará el destino.

   Mientras tanto, los pájaros del Retiro trinan a su alrededor. Cantan que, a veces, todos nuestros pensamientos son dudosos. Y entonces el cielo empieza a cambiar de color, engalanándose para la llegada de la noche.

   Muchos años más tarde, en otro tiempo, en otro lugar, el nieto de Milagros cumplió la promesa que le hizo a su abuela. 

   Pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

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