I
Bar "Agustín", Centro
Alfredo Martínez esperaba en una mesa, mientras jugueteaba con los sobres de azúcar de su café.
En frente de la puerta M51, Terminal 4S, Aeropuerto de Madrid Barajas-Adolfo Suárez
Treinta horas antes, a las cinco y media de la madrugada, caminaba apresuradamente por las largas estancias del Aeropuerto de Madrid Barajas-Adolfo Suárez en dirección a la salida, entre viajeros soñolientos y empleados de la terminal con la cara sombría antes del final de su turno. No es alguien en quien la gente se fija: un hombre de veintiseis años que aparenta más, con profundas ojeras y algunas arrugas incipientes -gajes del oficio-, el pelo castaño claro y ojos azul pálido. Con doce mil horas de vuelo en diversos aviones y simuladores a sus espaldas, era un piloto curtido, pero aún lejos de los veteranos de la profesión, aunque de camino. Acaba de llegar a Barajas (LEMD para los pilotos) tras un largo vuelo nocturno como comandante desde Miami (KMIA), donde había (además de pilotado), mantenido una intensa conversación con Javier, un amigo suyo y su copiloto en aquel vuelo:
—Nuestra respiración es como el rastro de vapor que deja nuestro aparato en el aire vacío...¿Sabes? Me pongo filosófico aquí en las alturas, Alfredo.
—Y que lo digas, eso sí, la filosofía se va al traste si hay clásico, ¿eh? —comentó, apartando un momento la vista hacia los controles en busca de cualquier problema.
—Entiéndelo, llevo el Barça en el corazón, ya sabes, mi padre, mi abuelo...—la radio les interrumpió en su tertulia con un marcado acento portugués: —Iberia Seven-Five-Niner, reaching Zamora Sector, contact Madrid FIR Control on 132.55 Megahertz, Lisboa FIR.
—Lisboa FIR, contacting with Madrid on 132.55, good day, Iberia Seven-Five-Niner heavy —contestó Javier, al tiempo que Alfredo introducía la frecuencia que Alfredo había copiado en un cuadernillo mientras la torre la radiaba, dejándola en la posición de "STANDBY". Posteriormente, pulsó el botón con el dibujo de dos flechas que la pasó a frecuencia activa.
Al rato que Javier contactaba con el controlador español del Centro de Control de Madrid ya en su idioma materno, Alfredo echó un vistazo a la pantalla del radar, en busca de otros aviones en su área cercanos al suyo.
—Hace poco me he dado cuenta de algo —retomó la conversación el copiloto.
—¿El qué, Javi?
—Sé que no lo entenderás, pero desde que nació mi pequeña —hacía unos meses, la mujer de Javier había tenido un bebé—, cuando vuelo echo de menos estar en casa. Sin embargo, cuando llego allí estoy deseando hacer viajes de nuevo. Es muy curioso.
—Hombre, es lógico: cuando estás aquí conmigo echas de menos estar en casa, y cuando llegas allí y te pasas la noche escuchando sus lloros, sin dormir, quieres volver —comentó, bromeando—, porque aunque tampoco es que nos dejen mucho tiempo entre vuelos para dormir, al menos puedes intentarlo.
—Por supuesto que sí, capi —replicó irónicamente Javier.
—La verdad, de eso no puedo hablar, no tengo experiencia en el tema, tú eres el experto.
—Los hijos cambian a uno, créeme. Por ejemplo, hay gente que dice que para saber qué personas realmente te importan, tienes que imaginarte que te mudas a otro país, y que sólo te puedes llevar la foto de una persona. Entonces a quien hayas elegido es la persona más especial de tu vida.
>>Antes de tener a Mar, pondría sin duda a mi mujer, pero desde que ha nacido me cuesta elegir, ¿comprendes lo que te quiero decir?
—Sí, creo que sí.
Alfredo probó la experiencia, y se dio cuenta de algo.
Su marco para fotos estaba vacío.
Suspiró y volvió a intentar concentrarse en su trabajo, pero se quedó con una sensación algo extraña, como de desasosiego o melancolía en el cuerpo, que le acompañó durante el resto del vuelo.
La cuestión seguía carcomiéndole mientras conducía por la M-30 hacia su minúsculo piso en Vista Alegre, y estaba tan pensativo que casi aparcó junto al parque; lugar de reunión de yonkis, camellos y pandilleros.
Tras una mañana de insomnio, y una larga jornada sin dejar de cavilar sobre el tema, Alfredo se hartó. Y sacó las palomitas para microondas, introdujo el disco de Pulp Fiction en el televisor y intentó olvidarse de su soledad viendo a Samuel L. Jackson y compañía.
Sin embargo, esta vez no funcionó. Y con una lata de cerveza en la mano, mientras veía a John Travolta y Uma Thurman bailar al ritmo de You Never Can Tell, de Chuck Berry, cayó en la cuenta que no podía seguir solo en la vida.
Bar "Agustín", Centro
Y allí estaba, a la mañana siguiente. Se había quitado la timidez de encima y había hecho lo que llevaba años intentando. Llamó a una vieja amiga y había quedado para tomar algo.
La vio acercarse al bar por la cristalera, y entró, dejando salir a una anciana menuda, en dirección a su mesa.
—¡Hola Alfredo! ¿Cómo va todo?
La suerte estaba echada.
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