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Día 6: Fyodor

Debo confesar que nunca antes había tenido que hacerme cargo de un caso tan complejo y escabroso como el de Lev Petrov. Acepté asumir el enorme riesgo de involucrarme más a fondo en ese asunto solo porque se trataba de ayudarles a Irina y a su hija. Jamás me hubiese metido en semejante infierno por nada ni por nadie más. Ninguna suma de dinero, por más elevada que fuese, me hubiera persuadido a hacerlo. Siempre busqué excusas de toda clase para no tener que hurgar entre los oscuros secretos que se mantenían resguardados tras los muros de la Corporación Red Empire. Me repetía cientos de veces al día que si Irina todavía seguía enamorada de ese bastardo pusilánime, yo no sería quien se lo arrebatase. Lo que más me importaba en la vida era verla feliz, y si ella había encontrado la felicidad al lado de Petrov, esa sola razón me bastaba para no actuar en su contra. ¡Qué grandísimo imbécil fui! Podría haber evitado un sinfín de terribles desgracias si hubiese intervenido de buenas a primeras. ¡Nunca me lo perdonaré!

Comprendía muy bien que estaba jugándome mi propia vida si pretendía desenmascarar a ese maldito enfermo y a sus esbirros. No quise preocupar aún más a Irina diciéndole que desde hacía varios meses existían fuertes sospechas de que su marido estaba involucrado en diversos negocios sucios, de entre los cuales el tráfico de personas encabezaba la lista. Además, había indicios de que él tenía que ver con una red internacional de corrupción de menores. No se habían presentado acusaciones formales ante las autoridades debido a la falta de pruebas contundentes. El desgraciado era un experto cubriendo sus huellas y falsificando información. Tenía aliados en todas partes y conseguía mantenerse impertérrito ante cualquier interrogatorio al que lo convocase la policía local. Se mostraba dispuesto a colaborar y respondía a las preguntas de manera cortés y precisa. Nunca quedaban cabos sueltos en sus declaraciones ni tampoco se le escapaban detalles que pudieran tornarse incriminatorios. Para hacerlo caer, sería necesario llevar a cabo un elaborado operativo casi suicida. Alguien tendría que ingeniárselas para infiltrarse en el corazón de la organización sin levantar sospechas. Y ese desafortunado alguien tendría que ser yo mismo…

Me vi obligado a iniciar una batalla para la que yo no estaba ni remotamente preparado. No había tiempo que perder, pues tanto el destino de Madeleine como el de muchas otras personas estaban en juego. Si lograba conseguir las pruebas necesarias para desmantelar el emporio de corrupción contra el que tantos agentes se habían enfrentado sin éxito, me convertiría en una especie de héroe. Sin embargo, eso me tenía sin cuidado. La principal razón que me impulsaba a luchar era el ser capaz de devolverle la paz a Irina. Quizás algún día esta bella mujer lograría entender que todas las cosas que yo había hecho para su beneficio se fundamentaban en este gran amor que fue despreciado por ella desde los remotos días de nuestra adolescencia...

Me tomó casi dos meses lograr un avance significativo en la investigación. Fue necesario conseguir los mejores equipos de escucha y grabación clandestina e intervención de comunicaciones. Resultó indispensable la fabricación de una infinidad de documentos legales y pasaportes falsos. Incluso tuve que recurrir a algunas herramientas para alterar mi aspecto físico. Solicité la colaboración de numerosos oficiales de la Milítsiya y de la INTERPOL para que me asistieran durante el proceso investigativo y que, más tarde, realizasen una redada masiva tan pronto como recibieran mi señal. Nos encontrábamos a solo un paso de atrapar a decenas de hombres y mujeres que estaban implicados en múltiples crímenes de lesa humanidad. Se trataba de una de las más poderosas redes de prostitución en Rusia, una red que había permanecido impune durante muchos años, durante los cuales, según los cálculos, habían traficado con más ocho mil víctimas de toda Europa, todas ellas menores de edad.

Nadie se imaginaba que el mismísimo hijo ilegítimo de Petrov sería quien cometiera el error fatal que derrumbaría aquella fortaleza tan bien construida desde sus cimientos. El joven Adrik tuvo la imprudencia de brindar detalles acerca de los próximos movimientos de su padre y de los suyos por vía telefónica. Discutía acaloradamente en inglés con un hombre de marcado acento alemán. El tono de voz que usó revelaba que estaba ebrio en ese momento. Mencionó puntos de encuentro específicos y se refirió a una feria de muñecas en la que él sería el anfitrión. Declaró que no podría venderle a Madeleine al comerciante sueco que se había interesado en ella porque la muchacha estaba embarazada. Dijo que no tenía intenciones de deshacerse de la chica hasta que esta diera a luz, puesto que quería quedarse con el bebé. Se refirió a la criatura no nacida como “mi hijo”. Indicó que no deseaba que Lev viniera a llevarse a su hermana porque de seguro la mataría de inmediato o la haría abortar. Le aseguró a su interlocutor que él se encargaría de hablar con Petrov un día antes de la feria, en el hotel de siempre.

Uno de mis compañeros se encargó de seguir muy de cerca los pasos del joven. Gracias a ello, logramos dar con el hotel al que él se había referido: el Ararat Park Hyatt Moscow. Con el permiso de la administración del lugar, colocamos equipo especial de grabación en la habitación que Adrik reservó. Eso nos permitió ver y escuchar la conversación entre él y su progenitor. Lo que empezó como una tranquila charla de hombre a hombre rápidamente se transformó en una sucesión de insultos que llegó hasta los golpes. No lograban ponerse de acuerdo en cuanto a lo que debían hacer con Madeleine. El mayor de los Petrov exigía que se hiciera valer el derecho que tenía sobre su hija, ya que esta había sido un préstamo de parte de Vladímir Kozlov, uno de sus mejores amigos, quien había muerto hacía pocos días durante un tiroteo. Según Lev, ese hecho lo convertía a él en el dueño de la chica nuevamente. Adrik estaba en total desacuerdo con aquella afirmación. Se defendía diciendo que, si el dueño de Madeleine había fallecido, entonces el préstamo se convertía en traspaso de derechos. Tan pronto como confesó que había embarazado a su hermana, se desató la furia de ambos. Se dieron de puñetazos y forcejearon por espacio de unos quince minutos, tras los cuales Lev decidió pedir una tregua. Después de lavarse la sangre de sus labios y mejillas, procedió a retirarse de la habitación. Justo antes de salir, amenazó a su hijo con quitarle el terreno que le había cedido para construir la mansión y la casa de muñecas. Fue entonces cuando supimos que debíamos acordonar la vivienda del joven Petrov al día siguiente.

No fue tan difícil hacerme pasar por uno de los compradores que visitarían la feria organizada por Adrik. A pesar de que no era conocido por ninguno de los presentes, logré convencerlos de que yo era un primo del fallecido Kozlov. Les dije que él mismo me había invitado a asistir al evento, pero que no pudo acompañarme por razones obvias. Les mostré una de mis identificaciones falsas y les permití que revisaran mis pertenencias. No portaba nada sospechoso, así que me autorizaron a entrar. Eso no me aseguraba que me hubiese ganado su confianza y que saldría vivo de allí, pero al menos me daba la oportunidad que necesitábamos para atraparlos con las manos en la masa. En cuanto lo considerase oportuno, solo debía presionar uno de los botones laterales de mi reloj de pulsera y las unidades de policía que rodeaban discretamente el lugar ingresarían de inmediato.

Fuimos guiados por un estrecho pasadizo que conducía hasta una puerta de acero ubicada en el suelo, bajo una pesada alfombra azul. El anfitrión digitó una combinación de varios dígitos para desactivar el mecanismo de seguridad, tras lo cual nos pasó adelante. Una larga hilera de peldaños daba a una amplia sala repleta de escaparates iluminados. Dentro de cada uno de estos, reposaban varias muchachas que iban vestidas como si fuesen muñecas. No movían más que los párpados de vez en cuando. Aquella imagen me puso los pelos de punta. Un sudor frío me recorrió la espalda, pero sabía que debía aparentar que me sentía feliz de mirar a las chicas en ese estado. Observé con disimulo la manera de comportarse de los otros hombres. Comprendí que bastaba con sonreír como un desequilibrado mental mientras caminaba alrededor de las vitrinas.

Luego de un rato que se me hizo eterno, un hombre bajo, de vientre pronunciado, dijo que quería ver mejor a la muñequita japonesa. Adrik le hizo una pequeña reverencia y accedió gustoso a complacerlo. En ese instante, supe que debía actuar. Presioné el botón y esperé, rezando para que mis compañeros pudiesen llegar antes de que yo tuviese que presenciar una escena espantosa. Pasaron al menos cinco minutos antes de que la policía lograra dar con el sitio exacto en donde nos hallábamos. Para cuando eso sucedió, la pobre niña ya estaba desnuda y un par de depravados habían comenzado a manosearla.

—¡Quietos todos! ¡Las manos sobre la cabeza, donde pueda verlas!

La voz ronca de uno de los oficiales resonó por toda la habitación. En menos de lo que tarda un parpadeo, una docena de agentes esposaba a todos los hombres allí reunidos. Mientras eso sucedía, corrí al lado de la muchachita, quien estaba hecha un ovillo en el suelo, intentando ocultar su desnudez con sus delgados brazos y sus temblorosas piernas. Estaba hecha un mar de lágrimas y sollozos, al igual que el resto de las jóvenes en los escaparates. Le cedí mi gabardina para que pudiese cubrirse temporalmente, ya que era muy complicado para ella colocarse de nuevo el elaborado vestido que traía puesto antes. Aceptó mi ofrecimiento sin dudarlo. Acto seguido, telefoneé a Anna, una colega mía, para pedirle que viniera y se hiciese acompañar de otras mujeres. Supuse que sería un poco menos traumático para las chicas si eran escoltadas afuera de aquí por mujeres.

En cuanto llegó la comitiva de agentes femeninas que solicité, las dividí en dos grupos. El primero se encargó de liberar a las chicas de los escaparates. El segundo me acompañó a revisar el resto de la propiedad, pues no sabíamos cuántas niñas más estaban prisioneras allí. Hallamos al menos a cuarenta jovencitas repartidas entre los diferentes cuartos. No había una sola de ellas que no estuviese deshecha en llanto cuando la encontrábamos, pero todas se mostraban muy dispuestas a salir junto a las agentes. Solamente una de ellas opuso resistencia: Madeleine. No tengo palabras adecuadas para describir lo que sentí cuando la vi. Estaba sentada en el piso, al lado de la cama. Tenía la mirada perdida en un punto muerto del techo. Su pelo estaba sucio y desordenado. Se notaba que no había tomado una ducha en muchos días. Sus piernas estaban repletas de arañazos y cortaduras. Unas enormes ojeras negras rodeaban sus ojos cansados. Cuando una de mis compañeras se le acercó, la niña empezó a dar gritos, patadas y empujones. Intentamos hablarle, pero no quiso escucharnos. Nos vimos forzados a sujetarla entre varias personas para administrarle una inyección calmante. Minutos después, la sacamos en una camilla, completamente inconsciente.

¿Cómo le explicaría a Irina todo lo que le había pasado a su hija sin destrozarle el corazón? Yo mismo estaba demasiado alterado después de los horrores que había presenciado. No podía ni siquiera imaginarme el sufrimiento por el que estas jovencitas habían pasado. Y ver a Madeleine así me había perturbado aún más que cualquier otra cosa. Me consolaba a mí mismo diciéndome que, con el tiempo, la niña se recuperaría por completo. No podía estar más equivocado…

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