Para Milo, Naomi era tan complicada como el código enigma durante la segunda guerra.

Algunas veces era callada y tímida, se asustaba con el resoplar del viento y el ulular de los búhos.

Otra veces era tenaz y sobrecogedora, desaforada y colmada de risa.

Y en los meses de lluvia era la mujer más triste y feliz del universo.

Ella tenía la capacidad de hundirlo en sus depresiones y luego llenarlo de esperanza con su risa loca.

Ese día de septiembre un chubasco de verano se desataba afuera y Naomi estaba pegada la ventana.

—¿Por qué lloras?—Milo le apartó el cabello de la cara.

—Porque algún día usaremos el punto final en nuestra historia y no habrá tiempo para leerla más.

—Oh...

—¡Cuando digo que te quiero Milo, es que te quiero Milo!—grito al unísono.

No sabía qué decir o que hacer.
Había una chica llorando delante de él.
Una chica a la que solía llamar innombrable.
Una chica llorona.
Una chica chiflada
Una chica que posiblemente...

—Tu vas a enterrarme—eso le bastó a ella para tener la confianza suficiente como para hecharle los brazos al cuello y abrazarle como si fueran una vida simbiótica, un ser que no podía vivir el uno sin el otro por más de tres segundo antes de morir.