—No entiendo porque a las chicas les gusta tanto el romance—con la cara cubierta le confió al viento sus pensamientos.

—Pero si tú eres una.

Ella no se volteó.
En una noche oscura, lo que menos la delató fue su cabello, casi negro cubierto por el velo grueso de la campera.
Pero supo que era un chica por lo delicado de su espigoso cuerpo.

Delgada y temblorosa.
Apegada a la barra que separaba al río del frío cemento de la banqueta.
Le pareció una presa, vacilante igual que un conejo, una fiera rilante.

—Yo no soy como ellas, yo oculto mis pesares.

—No tener sentimiento está de moda—dijo él y las manos de la chica se convirtieron en proyectiles dispuestos a volarle la cabeza—. Ser rudas es lo que todas las chicas sensibles desean.

—Es así porque los hombres han demostrado por décadas ser sexistas, una no puede hablarle a cualquiera en la noche, cerca de la esquina, donde solo los ilumina una farola, porque ya sabes, nunca se sabe.

El se río.
Ella también y tenía una risa de pájaro loco, que lo maravillo.

—Entonces debería irse, antes de que la asalten—sugirió el, a la vez que se acercaba.

—Tengo mis espinas—contraatacó ella, todavía sin voltear a ver a su acompañante.

—Apenas y son cuatro—él se colocó a su lado, ella se dio la vuelta—. Apuesto a que casi no pinchan.

La joven se encogió de hombros y se fue andando calle abajo y mientras caminaba una única palabra llego a su mente: Milo. Tantos años pasaron y le sobrevinieron pero su nombre seguía grabado a hierro y fuego en su corazón: Milo.

Para todos aquellos con hambre de amor,
Para quienes aquel amor nunca llego.
Por mis errores y en virtud de los tuyos.
Y en especial a Laura.
-Lo.