4
¿Yo soy un payaso? Pero la risa se respeta.
~Teorema.
El pánico esparcido por la redonda después de que los policías colocaran cintas amarillas sobre el club estaba escalando a niveles nunca antes vistos.
El bullicio de las personas que iban de paso, los policías dando ciertos informes y los médicos forenses recogiendo los tantos cadáveres en bolsas negras, junto a las luces de las sirenas hacían una escena indeseable para todos.
—A todo esto —dijo Monserrat—. ¿Por qué dices que tú hijo mató a uno de tus hombres de confianza y casi incendió tu club?
En cuanto al dueño del lugar —Humberto Laporta— no le quedaba de otra salvo observar con una cara inerte para no ser presa del odio que acrecentaba hacia su hijo.
—Eso mismo me pregunto.
—Según sé que tiene esposa —pensó—. ¿Pasó algo con ella? Lo último que dijiste fue que ella era su motivo para aguantar tanta humillación.
Humberto meditó, luego soltó un rugido al percatarse del motivo que pudo haber ocasionado la locura de su hijo.
—Hace unos meses su esposa se me acercó, suplicando para que fuera menos cruel con Frenkie —rodó los ojos.
—Hijo de puta —ella sabía cómo era su amigo, por lo que no tardó en deducir lo que pasó—. Le pediste algo a cambio.
—Ella se acercó a mí, yo no tomé la iniciativa —sonrió—. Si la vida te da a una pequeña perra de cereza, vas y le rompes el culo. Así de fácil.
—Sabes que odio las infidelidades. Te has ganado mi desprecio, ¡me alegro que finalmente te esté devolviendo el favor! No siempre te puedes salir con la tuya —dijo Monserrat, a un lado de Humberto—. Todos te lo advertimos: nunca debiste arruinar la vida de tu hijo. El que no conoce su historia está condenado a repetirla
El tuerto caminó, pasando por debajo de las cintas policíacas hasta adentrarse al club con sangre esparcida por las paredes amarillas, el suelo de azulejo blanco, las mesas redondas y el resto de las puertas de las habitaciones utilizadas para copular.
Monserrat Croda siguió a Humberto de cerca, siendo saludada con mucho respeto por los policías y forenses que pasaban a su lado, incluso parecían temerle mucho más que al tuerto a su lado, quien había sobornado a toda la policía de la zona sur del país para que estuvieran a su servicio.
—Maldito imbécil malcriado —apretó los puños, gritándole a los policías—: ¡Quiero a ese bastardo! ¡Le daré trescientos mil pílares al que me lo traigan vivo!
Monserrat torció los labios, enfadada por las acciones de Humberto.
—No tienes cien mil pílares para pagarme, pero si trescientos mil para el primer muerto de hambre que te traiga a tu hijo —suspiró—. Eres de lo peor.
El hombre estaba dispuesto a discutir, de no ser por un oficial que se acercó para comentarle algo en el oído, cosa que le hizo dirigirse a la última habitación del club.
Temeroso de esperarse lo peor, dado que según los informes, no habían encontrado a ninguna de las mujeres, abrió la puerta que no se abría a menos que fuese con la llave que traía consigo, empleando todas sus fuerzas.
—Al menos sabemos que el chico no mata a mujeres de la vida galante —farfulló Monserrat al entrar a la habitación, en un tono burlesco—. ¡Felicidades, amigo! Tus putas están bien... Eso creo.
—¡Gabi! —clamó Humberto, ignorando a la mujer—. ¿Estás bien? ¿Todas están bien?
Sin perder el tiempo, con la daga oculta en el bolsillo del chaleco de su traje cortó las ataduras de todas las mujeres que salieron del lugar, exceptuando a Gabi, la rubia menos consternada por lo ocurrido.
—Ese maníaco casi nos prende fuego —dijo la rubia.
A Humberto no le importó que Monserrat lo viera abrazando a la chica, tampoco que esta hubiese sido empapada de whisky por todo el cuerpo.
—Tranquila cariño, ya pasó —besó la frente de Gabi—. Creí que habías muerto.
—Estuvo a punto de matarnos —Gabi fingió sentirse vulnerable al hundir su rostro en el pecho de Humberto—. ¿Qué le pasó a Frenkie? Creí que lo tenías bajo control.
El hombre que sentía todo sentimiento negativo empleó más fuerza en su abrazo, arrepentido de todo lo sucedido, viendo las consecuencias que desencadenó el haberse metido con la esposa de su hijo.
Ya no solo era el dinero. Aunque muchos lo tacharan de un narcisista sin amor por los demás, una parte de él se preocupaba por la seguridad de sus trabajadoras. Mejor dicho: por las ganancias que tiene a costa de ellas.
—El problema se me salió de las manos —musitó él—. Pronto lo arreglaré.
—¿Cómo? —preguntó Gabi—. Tu hijo está loco.
Humberto miró a Monserrat que observaba en silencio, analizando la situación, el comportamiento de su supuesto amigo y del extraño aspecto de Gabi.
—Oye chica —se acercó a ella—. ¿Nos conocemos?
Debido a la consternación generada por lo ocurrido, Gabi no se percató de la presencia de Monserrat, una mujer con la que juró no meterse por el resto de su vida, luego de su cambio de género.
—¿Señora Croda? —vaciló.
—Tu... —la apartó de Humberto para tomarla de la barbilla— no eres una mujer de verdad. —Regresó la mirada a Humberto, incrementando su sonrisa—. Amigo mío: tienes gustos muy raros. ¡¿No que te la dabas de macho?!
El tuerto ignoró a la pelinegra, por tanto que la mujer se riera en su cara, y ese peculiar acento castellano no ayudaba a aminorar las burlas hacia su persona.
—Lo traeré con vida —masculló el hombre—. Prometo que pagará por lo que hizo.
Internamente, Gabi agradecía que la mujer no lo hubiera reconocido. De ser así, seguramente nada bueno podría salir de ello.
Tanto Humberto como Monserrat salieron de la habitación hasta llegar con uno de los policías. Para ese entonces, el tuerto ya estaba más calmado, sabiendo que ninguna de sus empleadas había salido lastimada, a excepción de los daños psicológicos.
—Moviliza a toda la policía. Que hagan valer lo que les pago —aseveró Humberto—. Encuentren a Frenkie. Pueden romperle las piernas, golpearlo hasta que pierda el conocimiento. Pero lo quiero vivo.
—¿No estás exagerando? —cuestionó Monserrat—. Digo, al final del día es tu hijo. Serías un gran hijo de puta si matas a tu propia sangre.
—Oh, no —sus facciones estaban arrugadas por el enfado—. No pienso matarlo. Solo le mostraré cuál es su lugar en la vida.
—¿Qué piensas hacerle? —Monserrat estaba expectante a la respuesta de su amigo.
—Eso es cosa mía —pasó de ella para dirigirse a la salida—. Mañana a primera hora, prometo darte tu dinero.
La mujer sonrió de oreja a oreja, exponiendo el agujero en sus mofletes por la idea que se le había ocurrido.
No odiaba a Humberto, pero al tener unos ideales distintos a los de Humberto le hacían tener cierto desprecio por él, no era suficiente para odiarlo, pero era suficiente para joder sus planes. Y ver que era capaz de gastar mucho dinero en perjudicar a su hijo —algo que ella nunca haría con los suyos— aumentaron sus ganas de meterse en su camino.
—¡Alto ahí, tuerto! —clamó ella.
El hombre detuvo su andar, evidentemente enojado por la forma en que lo llamaron.
—¿Cómo me llamaste, gorda mamona?
—Me gustan los juegos —dijo ella, prestándole poca importancia al insulto—. Juguemos un rato.
—Ya estás grande. Madura —respondió Humberto—. No tengo tiempo para ti.
—Pensándolo mejor: creo que te tomaré la palabra de darme algo de colágeno —se acercó para quedar cara a cara con él, aunque hubiese una diferencia de estatura—. Si tanto desprecias a tu hijo, ¿Por qué no me lo regalas? Prometo que lo voy a cuidar bien. Le daré una cama, comida, ropa... Todos los lujos que el resto de tus hijos siempre han querido. Eso que ellos desean alcanzar, todo se lo daré a Frenkie.
—No me jodas —se estrujó la naríz—. Primero muerto antes que esa rata barata tenga algo que mis hijos se han partido el lomo por conseguir.
—Los que tenemos el poder podemos hacer lo que queramos —Monserrat mantuvo su sonrisa—. Si yo quiero puedo hacer que Frenkie tenga lo que quiera. ¿Dinero, estatus, poder? Eso y más. ¿Quiere una esposa nueva, un harem con las mejores mujeres? ¡Yo se lo puedo dar!
—Sobre mi cadáver.
—Te propongo un juego —farfulló ella—. Quien lo encuentre primero se lo queda. Si yo gano, me quedo con tu hijo. Y creeme que si eso pasa, no solo le daré todo lo que quiera. Es probable que lo case con mi hija. Y sabes lo que eso significaría: su hijo será el heredero de toda la fortuna de mi familia. Y él estará a cargo hasta que su hijo tenga la edad de tomar las riendas.
—¿Y si yo gano? —preguntó él, sabiendo que no tenía muchas opciones.
—Si tú ganas, olvidaré la deuda que tienes conmigo.
—¡No! —exclamó Humberto—. Quiero algo que valga lo mismo que Frenkie. Que yo lo trate mal no significa que sea un don nadie. El bastardo está entrenado por Trinidad Jeager.
—Bien... —bufó—. Si lo encuentras antes que yo, no solo tendrás a Frenkie: también te daré a mi hija para que se comprometa con otro de tus hijos.
—Suena justo —no sonrió, pero extendió su mano para pactar el trato—. Acepto.
—Debes saber que hay jerarquías, amigo mío —le dio la mano—. Aquí podrás ser un intento de gánster. Pero yo soy la ley personificada. ¡Recuerda que por mí no te estás pudriendo en la cárcel clandestina!
—No te confundas —finalmente sonrió con amargura—. En la zona norte eres la ley, la jueza. —Extendió ambas manos—. ¡Pero aquí yo soy el que tiene el control! Estás en mi territorio, Monse. ¡Acabas de regalarme a tú hija, la fortuna de los Croda!
—Si así lo dices...
—¿Vale la pena arruinar una amistad de años por tan poco?
—¿Por tan poco? —Monserrat respondió con otra pregunta—. Uno de los hijos adoptados de Trinidad no es poco. Además: te dije que odio las infidelidades, y tú jugaste con fuego.
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