3
"Cuiden el imperio que no va a durar tanto"
~Mecha.
Ni las bajas temperaturas del ambiente producido por la nieve que caía sobre la zona sur de Ishkode era impedimento para que muchos adictos al alcohol bebieran en los antros y bares, específicamente en el tan aclamado Pit'Ochico, un lugar conocido por lo permisivos que eran con los clientes a la hora de consumir sustancias ilícitas sin consecuencias por el trato que tenían con la ley.
Dichosos lugares eran los favoritos para la clase baja que gastaba su salario mínimo en licores baratos, contrario a Monserrat Croda, una mujer perteneciente a la zona norte de la capital —la zona de los ricos—, acostumbrada a las extravagancias de la buena vida.
—Ya te esperé mucho tiempo —clamó ella, sentada frente al hombre que tanto despreciaba, pero a su vez sentía aprecio por la amistad de hace años—. Mi tiempo vale mucho más que el dinero que me debes. ¿Cuando me piensas pagar?
En cuanto a Humberto Laporta, un hombre cuya fortuna le alcanzaba para vivir con las mismas comodidades que Monserrat, era demasiado tacaño como para invertir exuberantes cantidades de dinero en cosas que él consideraba innecesario, como los vinos caros, cuando bien podía embriagarse con un vodka barato, esos que vendía el antro en el que estaba, ese mismo que le pertenecía.
—Esta semana estuvo muy baja —mintió—. Tuve que poner de mi bolsillo para pagarle a las chicas.
Monserrat volteó hacia una joven mujer que bailaba sensualmente sobre el tubo en medio del escenario, rodeada de muchos hombres que le lanzaban montones de billetes.
Torció los labios en una mueca de disgusto, en parte por lo vulgar que consideraba el ser vista por muchos hombres en una tanga como la que la mujer usaba, en parte por la flexibilidad que le envidiaba, ya que por su complexión nunca pudo llegar a hacer movimientos como esos.
—Esa joven sin futuro dice lo contrario —regresó su atención en Humberto—. No me trates de ver la cara. Si tienes dinero para gastarlo en putas que solo te buscan por conveniencia, debes tener para pagarme. No olvides lo que hice por ti para que llegaras al lugar de donde estás.
—Un Laporta nunca olvida a los que le tienden la mano —bebió un sorbo del vodka en su vaso de cristal—. No hagas drama por unos cuantos miles. Tu familia se baña en dinero. No te harás más rica por cien mil pílares que me prestaste en una noche de póquer.
—No es la cantidad, Humberto —suspiró con desdén—. Si me la pasara ignorando a las personas que me deben dinero, ya estaría en la quiebra —se levantó de su asiento, dispuesta a retirarse—. Quiero mi dinero. No arruines una amistad de años por tan poco.
—No es que no te quiera pagar —suspiró—. ¿Podemos llegar a un acuerdo?
—¿Que me puedes ofrecer? —enarcó una ceja.
—Soy amo y señor de todos los puteros de la zona sur —extendió ambas manos—. Hace más de diez años que estás soltera. ¿No te gustaría algo de placer?
—Serías la última persona en el mundo al que le permitiría entrar en mí —bufó—. No me interesa.
—No hablo de mí —hizo una mueca de asco—. No me gustan las que están a seis años de llegar a los cincuenta. Prefiero a las señoritas —sonrió de forma picara—. Así como tú hija.
Monserrat se mantenía muy conservada a pesar de los cuarenta y cuatro años que tenía, a base de dietas, caminatas matutinas y yoga. Tenía algo de grasa extra muy bien dispersa en las piernas, glúteos, bustos y mofletes que la hacían alguien hermosa para aquellos que gustaban de las mujeres que pensaban más de lo debido, pero con curvas que las hacían atractivas. No era el caso de Humberto.
»¿Qué te parece algo de colágeno? Te vendría bien para calmar el estrés de saber que tú hija se casará con un completo desconocido.
Dichosos comentarios no sentaron bien en Monserrat que, disimulando su disforia, fue hasta Humberto para susurrarle en el oído:
—Acércate a mi hija y haré que les construyan vaginas a tus hijos para prostituirlos en las peores calles de la capital —se apartó para sonreírle falsamente—. Última advertencia Humberto: quiero mi dinero.
—Me gusta cuando pierdes el control. Nunca cambies, vieja amiga —sostuvo la sonrisa complacida—. Tendrás tu dinero. Lo prometo.
Antes que Monserrat emprendiera la retirada, una mujer mucho menor que ella, de vestimenta corta y provocativa se acercó a Humberto con evidente pavor en el rostro para susurrarle algo que cambió la expresión del hombre.
—¡¿Que Frenkie hizo qué?!
Frenkie.
El exceso de alcohol en la sangre lo impulsaba a tomar decisiones desesperadas, acorde a las emociones que lo manipulaban hasta llegar a los extremos de adentrarse a uno de los tantos prostíbulos más importantes de su padre: Humberto Laporta.
—Te juro que la amaba —musitó Frenkie tras beber un largo trago de la botella de whisky barato en sus manos—. Estaba dispuesto a hacer una vida a su lado. Tal vez con dos o tres hijos. Una niña rubia pero con afro como su cabello y con pecas como las de ella. Y un niño pelirrojo.
Las empleadas estaban anonadadas de lo que el joven hombre había hecho minutos antes de postrarse encima del encargado para usar su espalda como silla, situado en medio del lugar.
—Hubiera sido con cualquier otro bastardo —prosiguió Frenkie—. ¡Pero con Humberto, mi padre!
La mujer frente a Frenkie se limitaba a llorar en silencio, dado que sus brazos y piernas atadas le impedían escapar del lugar, al igual que todas las mujeres que forman un círculo que encerraban los cadáveres de los hombres que momentos antes atendían.
—S-señor Laporta —dijo ella en un susurro—. Por favor, déjenos ir. Tengo una hija.
Frenkie, insatisfecho por las ganas de seguir filtrando su ira mediante el asesinato, no se sentía a gusto con haber entrado al lugar con un simple cuchillo de cocina para rebanar la garganta de los guardias, quitarles sus armas y dispararle a los clientes en la cabeza cuando les quito las armas a la seguridad, yendo de habitación en habitación para dispararles a todos los hombres y sacar sus cadáveres para apilarlos.
Las mujeres incapaces de hacer otra cosa que esperar lo peor del rubio lloraban desconsoladamente. Unas imploraban clemencia, otras no soportaban sentir los cadáveres que tocaban sus espaldas, y para unas era peor debido a estar completamente desnudas.
—Yo tenía una esposa a la que amaba con toda el alma —contestó Frenkie, dando leves golpes a la cabeza del único hombre sobreviviente, el cual ocupaba su espalda como asiento—. A veces no tenemos lo que queremos. Disculpa: ¿por qué me dices por favor?
—No hicimos nada —dijo una mujer de ascendencia africana, hablando en un pésimo español—. Déjenos ir.
—Se dice que este lugar de mierda es uno de los que más dinero le deja a Humberto —Frenkie la miró de reojo—. Eso las incluye a ustedes.
Todas acrecentaron su miedo cuando Frenkie se apeó para regar todas las botellas de alcohol que juntó a la mesa mas cercana por todo el lugar.
Tanto las mujeres, mesas, el escenario, la barra, todo fue rociado de alcohol antes de tomar la caja de cerillos como forma de entretenimiento al contemplar el temor de las mujeres.
—¡Muchas de aquí tenemos familia que dependen de nosotras! —exclamó la primera mujer que habló—. Nosotras nunca le hicimos nada —decía entre hipeos—. Por favor... No quiero... No queremos morir.
—Yo tampoco quería ser infeliz —dijo él con amargura—. La vida no es justa. ¿Qué esperabas?
Estuvo a nada de hacer que el cerillo hiciera fricción con la caja hasta que una chica, algo peculiar habló.
—No puedes matarnos —dijo aquella rubia que fingía una voz femenina.
—¿No puedo? —Frenkie miró la caja de cerillos—. ¿Segura que no puedo?
—Si puedes, pero no deberías —prosiguió la rubia bien parecida—. Piensa en las consecuencias.
Al igual que todas, ella también se encontraba asustada, pero sabía controlarse, manteniendo una relativa serenidad.
—Pensé en todo —respondió Frenkie—. Créanme que no es personal. En realidad si lo es, pero no con ustedes.
—Todas aquí estamos por necesidad —masculló la rubia—. A algunas nos obligaron a vender nuestro cuerpo.
Eso captó la atención de Frenkie.
—¿Las obligaron? Explícate.
—El señor Laporta... Tu padre es bueno para hacer que muchos hagan lo que él quiere.
—Estás aquí, abriendo el culo por obligación —miró a la dudosa mujer con desdén—. ¿Es lo que tratas de decir?
Ella asintió.
—No soy la única. Algunas de mis compañeras fueron compradas por tu padre.
—Otra razón para terminar con sus desgracias —recargó la pistola en la otra mano, después de romper la botella en la cabeza del sujeto al que ocupó como asiento—. Las iba a quemar vivas, pero seré amable. Será un disparo limpio, no sentirán dolor.
—Te serviremos más vivas que muertas —siguió ella, más nerviosa al ver que el joven hombre le apuntó con el arma—. Nosotras también odiamos a Humberto tanto como tú. ¡Mira como hemos acabado por su culpa! Algunas aquí estudiaban la universidad, otras eran amas de casa con una buena familia. ¡Teníamos un futuro prometedor!
—¿De qué me servirían unas prostitutas? Si las mato haré que Humberto pierda mucho dinero —rio sarcásticamente. Se puso de cuclillas para estar a la par de la mujer—. Tienes un minuto para salvar sus vidas.
—Perdona nuestras vidas y juro que todas aquí, cada una de nosotras te ayudaremos en lo que piensas hacer con Humberto —tosió—. Si lo que piensas es seguir incendiado sus clubes, tarde o temprano te atrapará. Por tan hábil que seas matando a gente desprevenida, él se preparará hasta dar con tu cabeza. Necesitas gente que te apoye para agarrarlo con la guardia baja. Podemos ayudarte.
—Te quedan treinta segundos —Frenkie miró el reloj en su muñeca.
—Incendia el lugar y Humberto no descansará hasta atraparte. Déjanos vivir y estaremos cerca de él, y te daremos toda la información que sepamos —le sostuvo la mirada, seguido de señalar al sujeto que Frenkie había dejado inconsciente—. El imbécil que usaste de silla es el encargado del lugar, alguien de confianza. Humberto tiene gustos raros, por eso hace que ese maldito degenerado me traiga clientes específicos, limpios, sin enfermedades. Soy la favorita de tu padre, viene a verme entre tres a seis veces por semana.
—Seis segundos.
—Soy tan cercana a Humberto que en ocasiones me cuenta de su día, los problemas que tiene en casa y de lo decepcionado que está del hijo que se suponía que debía heredar todo lo que ha construido —siguió con la mirada puesta en los ojos de Frenkie—. Más que dolido, está decepcionado de tu traición al preferir irte con Trinidad Jeager que haberte quedado a su lado.
Frenkie meditó lo escuchado. La rubia a la que había visto a detalle lo intrigaba. Lo dicho podía ser una mentira improvisada a detalle, premeditada por la adrenalina de saber que la vida de muchas dependía de ello, pero también podía ser verdad.
Vaciló, luego se enfocó en los rasgos de la mujer que, para sus gustos por las mujeres le decía que algo no cuadraba en ella.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Gabriel —respondió ella.
—¿Gabriela? —volvió a preguntar.
—¿Ya te olvidaste de mí? —sonrió ella, levemente satisfecha de haber descolocado a Frenkie—. Soy Gabriel... Gabriel Da'Silva. No lo recuerdas porque me conociste cuando me veía como un chico, pero íbamos juntos a la escuela. ¿Ya te olvidaste de los viejos amigos, Frenkie?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro