3 | Primer intento
Me compré un paraguas en una de las tiendas de la estación. Creo que eso fue lo único productivo que hice porque el resto del día estuve vagando por las calles, medio desiertas por culpa de la tormenta, sin tener ni idea de qué hacer exactamente para empezar a modificar mi destino.
Ni siquiera estaba seguro de lo que estaba pasando. No sabía cómo había regresado a la estación dos veces pero tenía claro que los detalles de la escena habían cambiado debido a mi intervención.
¿Podría hacer lo mismo conmigo y mi situación?
Anhelaba volver a ver a Yoon Gi.
Lo anhelaba más que nada.
Y también quería recuperar a mi familia. A mi hermana. ¿Se podría revertir algo tan definitivo como una muerte? ¿Habría alguna forma de evitar su enfermedad? En caso de que no, ¿alcanzaría al menos a despedirme?
Sonaba a locura. A auténtica locura, de hecho. Lo que pretendía era prácticamente jugar a ser Dios y no tenía pinta de ser bueno. Pero me daba igual. Todo me daba igual. No tenía nada que perder. Total, peor de lo que me iba no me podía ir.
Torcí la esquina. Caminé avenida abajo y me detuve ante una tienda de artículos de pintura. El expositor lucía cargado de caballetes de varios tamaños, de todo tipo de pinceles y de magníficos maletines de pinturas. Magníficos e inaccesibles porque tenía muy poco dinero en la cartera y la tarjeta de crédito bloqueada por culpa de los bonitos números rojos de mi cuenta.
Me pegué al cristal, con la intención de otear bien las etiquetas. Los lápices se veían profesionales. Y no eran tan caros. Quizás...
—¡Lo siento, ya voy!
Di un respingo. ¡Esa voz!
—¡Es que no veas cómo está lloviendo! —Me giré justo en el momento en el que Yoon Gi, empapado de pies a cabeza cruzaba por delante de mí, a toda prisa y con el móvil en la mano—. ¡Se me ha olvidado el paraguas! ¡Me voy a poner enfermo por tu culpa!
Él.
Estaba ahí.
Yoon Gi.
Mi adorado Yoon Gi...
No me vio. Estaba demasiado concentrado en refugiarse bajo la techumbre del edificio como para fijarse a su alrededor. Observé, con las lágrimas a punto de aflorar, el cabello negro que le llegaba por debajo de la barbilla y su rostro de facciones serenas completamente mojado y alzado hacia el cielo, buscando evitar que le cayeran encima las gruesas gotas que se deslizaban por los bordes del techo.
—Un café caliente sería de agradecer mucho, sí —siguió hablando por la línea—. No, hambre no tengo. Ya sabes que me cuesta comer y... —Un estornudo le cortó la frase—. Perdón.
Me preocupaba acercarme, eso ni qué decir, pero como estaba resuelto a cambiar mi vida, me armé de valor y me atreví a colocar el paraguas sobre él.
No era grande de modo que al cubrirle la lluvia me empapó la espalda pero no me importó. Contemplar su gesto de asombro al girarse y sus ojos profundos como dos pozos abrirse de par en par al reconocerme me azotó con fuerza el corazón.
—Ji... Jimin... —A pesar de que era una persona bastante segura en general, las palabras se le trabaron—. Creía... Yo... Estaba convencido de que habías vuelto a Seúl.
—Aún tenía un par de cosas que hacer por aquí —improvisé.
—Ah, ya. —Me pareció percibir algo parecido a la lástima en sus pupilas—. Me alegra verte. Por lo menos sé que te encuentras bien.
—Yo también... —Si él se había mostrado titubeante yo, que era un desastre humano, me mostré aún más—. Me alegro... De verte... A ti.
—Y, ¿cómo te va? —Se interesó—. ¿Están las cosas mejor?
Se refería a mi hecatombe familiar. Me había escuchado hablar muchas veces con mis padres y sabía lo que su desprecio me había afectado.
—Sí —asentí—. Gracias.
Nos sostuvimos la mirada unos minutos, en silencio, en medio de aquella tormenta infernal, bajo aquel paraguas que, de repente, se me antojó la mejor compra de mi vida mientras mis pensamientos iban y venían en busca de algo coherente que le retuviera conmigo unos minutos más e introdujeran el ansiado cambio.
Algo como, por ejemplo, "está lloviendo mucho, si quieres te acompaño". O mejor un "voy contigo porque te vas a enfermar", que quedaba más firme. Pero, por desgracia, no alcancé a decir nada porque la persona del otro lado del teléfono intervino.
—Sigo aquí. —Yoon Gi regresó la atención al aparato—. Es que me acabo de encontrar con un conocido. Pero estaré allí en seguida, Jung Kook.
Solo esa frase bastó para que mis ilusiones se volatilizaran y el mundo se me cayera, implacable, encima.
Jung Kook.
Cómo no.
Y, ¿me había llamado "conocido"?
Habíamos estado juntos casi un mes, en una relación indeterminada pero en una relación al fin y al cabo. Nos habíamos comido a besos hasta que nos había dolido la boca. Habíamos paseado, reído y dormido juntos. Y también habíamos follado en todos los rincones de su apartamento. Eso era mucho más que ser un simple "conocido".
—Sigues quedando con Jeon Jung Kook. —Tuve que hacer auténticos malabares mentales para no romper a llorar—. Es genial que hayas encontrado una persona con la que cuadres tan bien.
No contestó.
—Bueno, me voy, que se me hace tarde.
—Oye...
—Que te vaya bien —decidí cortarle y le tendí el paraguas, para a continuación darle la espalda. Los ojos me empezaban a escocer demasiado y no quería que lo notara—. Como te he dicho, tengo cosas que hacer.
—¿Tu...? — pareció dudar—. ¿Estás con alguien?
—Sí —contesté—. Nos va estupendo.
La verdad, no sé por qué mentí. Supongo que porque me sentí demasiado estúpido como para revelarle mis verdaderos sentimientos. Y porque los celos que me corroían al pensar en Jung Kook eran más grandes que una montaña. Pero lo peor del asunto fue comprobar que mi respuesta no generó ningún efecto.
—Eso es estupendo. —Yoon Gi sonó hasta alegre y todo—. Te deseo mucha felicidad.
Mierda.
Eché a andar por la avenida, sin importar el torrencial de agua que arreciaba, con las gotas de lluvia mezcladas con las lágrimas que ya no podía contener, hasta que llegué al cruce y me volví. La silueta de Yoon Gi se recortaba lejos, calle a abajo, con el paraguas, rumbo a su reunión con el chico perfecto.
Maldita sea.
No había podido cambiar nada.
Y no iba a poder cambiar nada.
No haberme ido a Seúl solo había servido para hundirme todavía más.
Ya solo me quedaba esperar a que el día terminara de modo que me pasé gran parte de la tarde sentado en los escalones de un portal cualquiera, lloriqueando como un niño pequeño y con un dolor en el pecho insoportable, hasta que escampó y decidí ahogar las penas en el primer bar que encontré.
—Dame lo más fuerte que tengas.
Volqué mi escaso dinero en la barra, bajo la mirada sorprendida del empleado. Imaginaba que sería por mi aspecto. Aparecer mojado, lloroso y despeinado debía darme una imagen bastante cuestionable.
—Si puede ser la botella entera, mejor —añadí.
—Por ese dinero, solo te puedo dar dos de soyu y cuatro cervezas. —El hombre contó los billetes y las monedas—. ¿Te sirve?
—Por supuesto.
Y ya lo creo que me sirvió. Primero me tragué la cerveza casi sin respirar y luego ataqué el licor, a lágrima viva, hasta que empecé a notarme anestesiado, abotargado y con la visión borrosa y terminé con la frente sobre la superficie metálica de la barra. Creo que cerré lo ojos. Quizás me dormí, aunque no podría asegurarlo. Lo único que tengo claro es que al parpadear ahí estaba otra vez, en la estación de tren.
Mismo día. Misma hora. Con la niña del globo, el señor en la taquilla de compra de billetes y la chica con el portaequipajes. Y llovía a mares.
Joder.
—¿Otra vez por aquí, Jimin? —Nam Joon apoyó los codos en el mostrador—. Va a ser verdad eso de que te gusta viajar mucho en tren.
Me masajeé las sienes. Qué pesadilla.
—Ya —musité—. Me doy cuenta.
—¿Has averiguado por qué te gusta?
—No. —Me aproximé al habitáculo, con el billete en la mano—. Pero creo que, como el digno y merecedor trabajador del mes que eres, deberías orientarme un poco, digo yo.
—¡Uy, no, no! ¡Qué compromiso! —Agitó los brazos, en un teatral gesto —. Cada persona se mueve por diferentes motivos. —Enumeró con los dedos—. Puede ser por trabajo, por ocio, para ver a la familia, a una amistad...
Fruncí el ceño. Nada de eso tenía que ver conmigo.
—También los hay que disfrutan del simple hecho del trayecto —siguió Nam Joon—. Y no faltan los que vienen mucho porque no saben hasta qué punto se equivocaron al elegir el destino del tren y no son capaces de ver más allá.
¿Eh?
—Repite eso. —Me pegué al cristal—. ¿Por eso estoy aquí? ¿Me equivoqué al elegir? ¿En qué? ¿Y por qué dices que no soy capaz de ver más allá? Yo lo veo todo perfectamente.
El joven suspiró y se acomodó las gafas.
—¿No me vas a decir nada más? —me alteré. Estaba mal, lo sabía, pero la situación me superaba y necesitaba entenderla—. ¡Dame una solución! ¡Yo no pedí esto! ¡No quiero estar atrapado aquí todos los días!
—Sin embargo, tu lo elegiste.
¿Que yo qué? Dios, pero qué locura.
—¡No, yo no he elegido nada! —le corregí y, de paso, le di un golpe al cristal de la ventanilla—. ¡Solo me duermo y despierto aquí! ¡Y no quiero despertarme más aquí! ¡No quiero!
—Entonces, ¿qué decides hoy?
Pese a mi ataque de histeria, el empleado se mantuvo imperturbable.
—Puedo sellarte el billete para que tomes el rumbo que inicialmente compraste o te lo puedo cancelar, como hice ayer —me ofreció—. Aunque, si te quedas, mi humilde recomendación es que dejes de lloriquear y de quejarte de tu mala suerte y te fijes en los demás.
Estuve a punto de darle un segundo golpe a la cabina pero me detuve.
Algo ocurría. Me lo estaba dando a entender entre líneas. Y yo, estúpido como siempre, no lo veía. Por eso regresaba a la estación.
—Cancela el billete —decidí—. Te haré caso. Hoy voy a hacerlo mejor.
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