14 | Laberinto de dominó
Una variación.
Me masajeé las sienes. Era cierto pero al mismo tiempo también desconcertante.
Mi primer yo, al que había decidido denominar así porque no tenía ni remota idea de cómo llamarle, no había ido a buscar a Jimin a la estación. Había dado por hecho la ruptura, llorado a rabiar y casi enfermado por no comer pero, claro, carecía de la información sobre el futuro que yo sí tenía. ¿En qué punto entonces que lo cambiara estaba mal? ¿No era esa la fisura a resolver? ¿Tenía que dejar que Jimin agonizara repitiendo una y otra vez el mismo día?
No, no estaba dispuesto. Definitivamente no.
Me incorporé de la banca en donde me había dejado caer, frustrado tras la información de Nam Joon, a eso de la una de la tarde. No me había movido desde entonces, metido en mil cavilaciones mientras observaba como un tonto los datos de los trenes en la pantallas, esperando un milagro que no se produciría si me limitaba a esperar. Era momento de improvisar algo; lo que fuera. Si Jimin había luchado contra el Destino por mí, yo haría lo mismo por él.
—Buenas casi noches, Nam Joon. —Me dirigí a la taquilla de billetes—. ¿Me puedes indicar a dónde tengo que dirigirme para poner una reclamación?
El empleado, afanado echar la persiana metálica de cierre al pequeño habitáculo, dejó de tirar del aluminio en seco.
—¿Cómo? —Las rasgaduras de sus ojos se abrieron de par en par, sorprendidas. Factor sorpresa conseguido—. ¿Quiere poner una queja, señor Min?
—Por supuesto —continué, con el aire más calmado que pude—. Al margen de mi vida sentimental, necesitaba regresar a Seúl por motivos laborales. —Le mostré la pantalla del móvil, con la web de la empresa de transportes abierta—. Tu marca presume de ser la única cadena que garantiza facilitar boletos incluso en el último momento pero resulta que a la hora de la verdad no los tienen. —Señalé con el dedo el aparato—. Esto es publicidad engañosa, ¿sabes?
El aludido parpadeó varias veces, sin dar crédito.
—¿Y bien? —apremié—. ¿Me dices dónde está la oficina o no?
—Es usted tremendo —observó.
—Solo defiendo mis derechos como cliente.
Resopló. Uno de los últimos trenes pautados llegó a la terminal procedente de la zona norte del país. Las bocinas de información lo anunciaron en varios idiomas. El eco lejano de los raíles y de la cabina al parar marcó la entrada en el hall de cientos de pasajeros, algunos con maletas, otros solo con lo justo y la mayoría con prisas. El bullicio a nuestro alrededor se tornó ensordecedor.
"Carritos", me pareció leer en los labios de Nam Joon. "Pasillo..." ¿Derecho? ¿Inquierdo? ¿Cuál? No pude preguntarle. Le perdí de vista en cuanto un grupo se me cruzó por delante. Por lo visto, lo de desaparecer en medio de una conversación le encantaba. De verdad, qué poca educación.
Oteé a mi alrededor.
Carritos.
Localicé la zona de los portaequipajes con ruedas. Llegué hasta allí. Me encontré con una pared.
Pasillo.
A ambos lados se abrían dos corredores. El de la derecha lucía amplio y estaba iluminado pero el de la izquierda, en penumbra, impresionaba más de ser un camino hacia el mundo de los muertos que de una ruta en una estación de tren. Los observé unos segundos antes de meterme en el segundo. Si mi destino inicial había sido morir, debía ser aquel.
Caminé rodeado de la tensión de avanzar casi a tientas, acompañado del sonido de las suelas de las zapatillas al chirriar contra la loza, hasta que me topé con una puerta. Abrí sin llamar. Ante mí apareció una oficina amplia, decorada con exquisitos sillones de piel marrón, una mesa que parecía de madera de abedul, dos lámparas ornamentales con cristales colgadas del techo, una alfombra dorada que tapizaba el suelo y paredes inmaculadas. Parecía la antesala de un palacio.
—Buenas noches.
Un hombre joven más alto que yo, de presencia tan pulcra como el lugar, traje azul y un cabello castaño peinado hacia atrás, me salió al paso.
—Bienvenido. —Me mostró su tarjeta identificativa, colgada al cuello—. Mi nombre es Kim Seok Jin. Soy el supervisor general.
Mira tu por dónde: el jefe. Genial.
—Nuestro eficiente Nam Joon me ha comentado que se encuentra algo disgustado —continuó—. ¿Podría explicarme el motivo para que le pueda ayudar?
—Estoy seguro de que lo sabes todo así que hablar de los motivos es innecesario. —No me medí—. En cambio, ayuda es lo que necesito.
Se quedó en suspenso, como si cavilara su respuesta, antes de tomar asiento tras su flamante mesa e invitarme con un gesto de la mano a que me acercara.
—¿Has visto alguna vez un laberinto de fichas de dominó, Yoon Gi? —inquirió, ya sin formalismos.
—¿Un qué? —La pregunta me dejó perplejo.
—Se trata de un diseño lleno de caminos en los que se que empuja una ficha para que las demás caigan en cadena —aclaró—. Estuvo de moda hace tiempo.
El programa que mi abuela solía poner en televisión, allá cuando yo tenía unos cinco años, me sobrevino procedente del fondo de la memoria. No lo recordaba con nitidez pero era algo así.
—Más o menos —contesté—. Me hago una idea.
—En el laberinto, al tirar la primera ficha se genera un camino que desemboca en un dibujo —continuó su explicación—. Depende de qué ficha se elija, el dibujo se mantendrá intacto, cambiará un poco o lo hará tanto que el resultado será irreconocible. Incluso a veces algunas fichas caen y otras no, lo que da lugar a una imagen llena de huecos nada deseable.
Arrugué la nariz. ¿Iba en serio? ¿Pero de qué rayos hablaba? ¿Acaso se burlaba de mí o qué?
—Tu exposición no me ayuda en nada.
—Al contrario —contradijo—. Te acabo de facilitar la clave de la solución.
Ajá. Vale. Fin de la conversación.
—¡Pues si lo has hecho te expresas de pena! —La frustración acumulada estalló y me salió por todos los poros de la piel—. ¡Que sepas que voy a cambiar todas las putas fichas de tu dominó de las bolas! ¡Y luego vendré a verte y te restregaré por la cara mi dibujo!
Me di la vuelta, con la intención de salir de allí lo más rápido posible. La ira amenazaba con hacerme romper a llorar, no sabía si de impotencia, de ansiedad al sentirme perdido o de miedo.
—Espera, Yoon Gi.
Me detuve en el quicio de la puerta.
—Te he sacado el documento de la reclamación. —Seok Jin, que no había mudado ni un músculo de la cara, agitó un papel el aire—. Puedes escribir tus quejas si así lo deseas aunque yo, sinceramente, lo que te recomendaría es que te fueras a descansar.
—¡Que te den!
Salí como una exhalación, volé por el pasillo, crucé el hall de las taquillas, ahora vacío, me metí en una tienda y volví a casa con una bolsa cargada de soyu.
Quería atascarme a alcohol porque, de lo contrario, no podría parar de pensar. No lograría frenar la angustia del pecho ni detener mis lágrimas. Y no quería llorar. Así no solucionaría nada.
Me metí en la cama y me tragué la primera botella casi de un trago. Eso me calmó un poco la rabia. Di cuenta de la segunda. El calor de líquido me adormiló. Abrí la tercera, mareado y con visión en túnel.
Jimin.
Quería que fuera feliz. ¿Por qué no podía serlo? Se lo merecía. Conmigo o sin mí, necesitaba que estuviera bien.
Mi Jimin...
No supe en qué momento caí dormido en el colchón. Soñé con la habitación de un hotel. Una ventana por la cual veía el mar, inmenso y oscuro. Un retrato mío. La piel calidad de Jimin bajo mi cuerpo. Sus jadeos ante mis movimientos en su interior. Y después dolor de cabeza. Todo negro. El hospital. Y...
—Buenas noches de nuevo, señor Min.
El saludo de Nam Joon me hizo pegar un bote. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde?
—Por lo que veo, es igual de terco que el señor Park. —Suspiró—. Tan aferrados los dos... No hay duda de que son tal para cual.
La impresión no me permitió contestar. A mi alrededor los pasajeros del tren que acababa de llegar a Busan procedente de Seúl me sobrepasaban como si nada mientras mis ojos se anclaban a la pantalla de información.
Estaba en el mismo punto, dos meses atrás.
Había vuelto a empezar y las palabras de Seok Jin cobraban sentido.
La primera ficha.
Por fin sabía lo que tenía que hacer.
N/A: Cuando yo era muy pequeña recuerdo que mi abuela veía un concurso por televisión sobre dibujos hechos con fichas de dominó, con audio en inglés. Jajaja Ya saben de dónde he sacado la idea 😎
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