Ojos avellanas
El primer amor que hizo brumas en mis pupilas fue aquel que por decisión propia alejé una fresca tarde de enero. No solo fue inusual el clima en esa fecha, sino el fin de nuestra corta relación. Dimos un "adiós" poco frecuente, entre besos, gemidos y aceleradas respiraciones. La euforia se mezcló con la tristeza, el amor con el dolor, la dicha con el sufrimiento, la despedida más dura con el encuentro más placentero.
El segundo amor llegó a destruirme lentamente durante varias cuotas. La primera fue descomunal, sin precedentes, la segunda fue penosa y vergonzosa, y la tercera fue letal, dándole un cierre definitivo a las promesas a futuro. Sin embargo, a pesar de saber perfectamente que nunca pagaría otra hipoteca por esas manos calientes, me mantuve allí como perro guardián detrás de la puerta esperando ver llegar a su amo. El amor propio que había conseguido resistirse durante el tiempo posterior al primer golpe amoroso, yacía inerte ahora, sin pulso, sin respiración y sin vida.
El tercer strike, el que me dejó fuera de juego, fue uno más sutil. Quedando en términos amistosos, jurando que no era yo sino él, que su vida era lo suficientemente complicada y dura para mantener una relación cuerda. La amistad se fue desgastando, las llamadas se fueron acortando y la lista de pros se fue anulando.
Contemplando en el baño los ojos avellanas, que alguna vez supieron ver algo más que su reflejo. Como un feto, acurrucada en el barquito blanco de porcelana fría y un tapón a juego, impidiendo que mi piel sufra un colapso nervioso, esperando a que los minutos pasen y la mente se alivie.
Un botiquín de tela colorado, explotado por la cantidad de medicina dentro, como una caja llena de bombones de distintos sabores.
El cierre se abre como la caja de Pandora, saliendo de ella todos los miedos más horribles e impensados para los más cercanos.
Luchando de adentro hacia afuera, de afuera hacia dentro. Hablándole a mi amor propio hecho polvo, sin rastros de que alguna vez tuvo cuerpo o existencia alguna.
Las palabras fluyen de una boca hinchada, rojiza y sensible por el notable hielo en el aire.
Se escucha a sí misma, rogando clemencia, rogando astucia y entereza.
Algo se quiebra y los vidrios caen como lluvia, impidiendo volver a ver esos ojos avellanas llenos de tristeza.
El caos y la destrucción toma forma en el suelo. Goteando y gimiendo de tristeza, de dolor, de angustia y enfado, de desolación y ausencia.
Se arrastra por el llano piso hasta llegar a una acolchonada cama revuelta, como si el viento la hubiese desmantelado de alguna forma.
Las extremidades piden refugio en el algodón cercano, aullando entre espasmos, hasta finalmente quedar cubierta por una manta y luego otra.
Horas tras hora esperando, curando, sanando y ganando.
Hora tras hora, día tras día, semana tras semana; y luego, pasan los meses y todo mejora. Lentamente se vuelve a caer la tela, la protección, el escudo.
Las cicatrices quedan aún allí y cada tanto, cuando hay demasiada humedad en el ambiente, cuando los días parecen ser similares a los más duros vividos, la cicatriz parece volver a debilitarse y volver a ser una herida latente, reciente y punzante. Sin embargo no sangra, no emana líquido rojizo, ni ninguno en absoluto. Es solo la memoria, el recuerdo de lo que sucedió, de que ya no pasará de forma igual, de que ya hay un aprendizaje y una ganancia, de que las pérdidas son por haber apostado, apostado en el juego más riesgoso, el más letal de todos, el más importante y el más recurrente.
Mis ojos avellanas nunca volvieron a ver igual, es más, cada vez ven peor, menos exacto y más borroso, sin embargo nada de lo observado se perdió y dejó de vivir. Todo quedó latente, vivo en mi memoria. Vivo por dentro de lo que fue captado por mis pupilas, por mi rostro, por mi boca, por mi piel.
Nada volverá a ser lo que era, ni tampoco yo volveré a ser quien era: una chica de labios sensuales por carnosos y colorados, tez blanca como la leche, nariz pequeña y ojos avellanas.
Esa chica perderá todo, menos el color de sus ojos y la sabiduría que aprendió al usarlos.
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