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VIII

Playlist:

Mountains —radical face/ Small hands —radical face/ I was me —Imagine dragons/ mercury —sleeping at last

(Travis: veintiséis años de edad.
Sean: casi veintiún años de edad.)

El hombre que no hacía mucho había dejado de ser un niño bajó de un viejo auto con su bolso rojo colgado del hombro. Aquellos que lo conocían desde hacía años no podrían reconocerlo si lo veían por la calle; pero claro, la guerra terminaba por cambiarlos a todos.

Riley se inclinó sobre el asiento y bajó la ventanilla del lado del copiloto para que Sean pudiera escucharlo mejor.

—Si necesitas algo no dudes en llamarme —dijo, aunque se le hacía difícil hablar por los vendajes que cubrían le casi todo el rostro. Aquella bomba les habían arrebatado algo más que un amigo.

Sean asintió.

—Gracias, aunque creo que estaré bien.

Riley hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa y arrancó el auto, dejando una estela de polvo a su paso.

Era una noche tranquila y cálida: las favoritas de Sean cuando iba a la laguna con Nancy, aunque esos parecían ser recuerdos de otra vida. La casa frente a él tenía las luces prendidas y su corazón se aceleró. Quiso llevarse la mano libre al collar de su madre, que posaba sobre su pecho junto a la cruz de Josh, pero el brazo izquierdo colgaba en un pañuelo pegado a su torso y la muñeca terminaba en un muñón vendado.

Con cuidado, como si estuviera caminando por un campo de minas, abrió la verja oxidada y se dirigió hacia la casa con la esperanza a flor de piel. Lo recibieron familiares sonidos como el relinche de su yegua o el ladrido de Bob, pero parecía estar dentro de un sueño luego de haber pasado dos años y medio en suelo extranjero. Escaneó rápidamente el perímetro para detectar alguna posible amenaza: seguía alerta, su cerebro no había vuelto de la guerra. Sacudió a cabeza al darse cuenta de la estupidez de sus acciones y siguió su camino hasta la puerta, pasando al lado de su casita y sonriendo al ver la familiar madera húmeda por el rocío de la noche.

Se plantó en el umbral y respiró varias veces para controlar su pulso y el temblor de sus piernas. Sabía que había cambiado en el tiempo que había estado lejos. ¿Travis lo reconocería? ¿Y Nancy? ¿Alguno de los dos había cambiado también?

Sean dejó el bolso en el piso y se alisó la chaqueta roja con la mano, solo para aplazar el momento. Aguzó el oído para ver si podía escuchar algún movimiento, pero todo estaba en silencio a excepción de la radio. Cuadró los hombros, suspiró y finalmente tocó la puerta.

—¡Ya va! —la voz gruesa de Regan llegó ahogada del otro lado de la puerta.

Sean contuvo la respiración mientras escuchaba los pasos de su padre y pudo percatarse de la sangre que corría por sus oídos mientras el rechinido de la puerta dejaba ver el rostro de Regan.

Padre e hijo se miraron a los ojos, asombrados. Regan sostenía entre las manos un trapo de cocina y por poco lo deja caer al ver el muñón vendado de Sean. Él por un momento juró haber visto felicidad y orgullo en sus ojos, aunque pudo haber sido producto de la emoción. Regan recorrió el cuerpo de Sean con la mirada como si estuviera viendo un fantasma y la volvió a posar en su rostro. Sean pudo notar que tenía más canas y arrugas alrededor de la boca.

Sean sonrió levemente al borde de las lágrimas y abrió la boca para decir algo cuando se dio cuenta: otra vez ese maldito silencio sepulcral.

—Hola, papá —se apresuró a decir para romperlo. No lo llamaba "papá" desde que tenía trece años.

Regan pareció caer de su nube de un porrazo, porque esa extraña máscara de felicidad se convirtió en su típica mueca de desagrado, con el ceño fruncido y la boca apretada.

Regan le cerró la puerta en la cara antes de que Sean pudiera decir algo.

Sean se quedó ahí parado, estático, durante unos momentos mientras intentaba procesar lo ocurrido. Todo el viaje de vuelta a casa había tenido la idea latiendo en el fondo de su cabeza de que algo así podría pasar, pero albergaba la esperanza de que Regan se retractara de sus palabras luego de la carta que le había enviado. ¿Y dónde demonios estaba Travis? Sean notó que su padre había apagado la radio y las luces y la casa estaba en completo silencio a excepción del canto de las cigarras.

Se lamió los labios con decepción y tomó su bolso con la poca dignidad que le quedaba. No tenía donde refugiarse ahora que la señora Irvine había fallecido y Nancy estaba del otro lado del país.

No le quedó otra opción que ir a la casita.

Caminó con los hombros caídos y arrastrando los pies, manchándolos de tierra. Tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza contra el marco de la puerta. Entraba la suficiente luz de la luna por la ventana para ver los viejos juguetes tirados de cualquier manera. Dejó el bolso a un lado de la puerta, encendió la lámpara a gas que siempre dejaban en una esquina y se sentó sobre el colchón bajo la ventana que desprendía olor a humedad; Sean no se asombraría si tuviera moho. Quiso estirar las piernas sobre él y se sorprendió al darse cuenta que no entraba. Daba igual, había dormido en lugares mucho peores.

Sean se quitó las botas, la boina y la chaqueta del uniforme y lo dejó todo apilado a un costado. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta, lo colocó en los labios y lo encendió. Se había convertido en un mal hábito que había adoptado de Jackson, aunque la mayoría de sus compañeros fumaban. Al menos así podía mantener su mente a raya durante un tiempo. A la mierda que Josh lo desaprobara, él ya estaba muerto. Se inclinó para tomar su bolso y buscar el casco que le habían dejado conservar: era de distintos tonos de verde, tenía marcas de rasguños de ramas y estaba abollado por las caídas, también seguía sucio de tierra y sangre; Sean no pensaba limpiarlo. Tomó la pequeña foto que guardaba en un compartimiento dentro del casco y la examinó con cuidado. En ella aparecían Travis y él de niños en la laguna, de unos diez y cinco años respectivamente, sonriendo y Travis abrazándolo por los hombros. Sean no recordaba cuándo habían sacado esa foto, pero era una de sus favoritas. Él tenía esos horribles anteojos negros que le cubrían casi toda la cara y con los que nunca veía del todo bien, pero estaban felices. Ahora estaba tan doblada y desdoblada por la mitad que pronto se partiría, además de estar un poco sucia, pero Sean la miraba cada noche antes de irse a dormir para recordarse que todavía podían existir buenos tiempos fuera del infierno. Se arrepentía de no haber llevado una de Nancy consigo: anhelaba volver a ver su rostro.

Sean dejó la foto otra vez dentro del casco a un lado de la pila de cartas en el bolso. Le dio una calada más al cigarrillo y lo apagó con la punta del pie. Suspiró, recostó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Deseaba poder dormir, pero no podía hacerlo. No recordaba la última vez que había dormido profundamente y sin sueños: los recuerdos que se presentaban en forma de pesadillas eran como dedos fríos recorriendo su espalda durante la noche, y durante el día le dejaba un mal sabor de boca. Tenía pesadillas de todo tipo, algunas relacionadas con todos aquellos compañeros a los que no había podido salvar o aquellos tipos que no conocía y había tenido que matar, pero últimamente, aparte de revivir los últimos momentos de Josh, soñaba con Travis.

Solían estar en la laguna pescando, aunque Sean no recordaba haber ido nunca a pescar con Travis. Ambos estaban recostados sobre la hierba con los codos apoyados detrás de ellos, los pies entrelazados a la altura de los tobillos y el sol les acariciaba el rostro. Las cañas de pescar estaban clavadas en el espacio entre ellos. Todo era tan pacífico que Sean quería permanecer toda la eternidad allí, junto a su hermano. Pero había tanto silencio... Y entonces ellos aparecían por todos lados, gritando y blandiendo sus armas. Antes de que Sean pudiera reaccionar, tres de ellos tomaban a Travis y lo obligaban a arrodillarse. Pero Travis no se resistía, solo miraba Sean, suplicante y confundido. Él quería acercarse y salvarlo, matar a cada uno de esos hijos de puta con sus propias manos, pero parecía estar detrás de una pared de vidrio que no podía romper. Sean gritaba y golpeaba aquella pared invisible, pero nadie lo escuchaba. Entonces uno de ellos tomaba un cuchillo que brillaba al sol y cortaba la garganta de Travis.

Ese solía ser el momento en el que Sean despertaba, pero a veces seguía viéndolos con los ojos abiertos, y sus compañeros debían calmarlo para que dejara de gritar y buscar una pistola para matar a sus fantasmas.

Podrían haber pasado horas desde que Sean había entrado en ese estado de trance en el que se no llegaba a dormir pero tampoco estaba del todo despierto cuando escuchó la puerta rechinar al abrirse. Sean se puso de pie de un salto y por puro instinto buscó la pistola que solía guardar junto a él, pero no la encontró: había tenido que devolver sus armas cuando lo enviaron devuelta a casa. Doblado bajo el marco había una figura de espalda ancha delineada por la luz de la lámpara.

Travis contuvo la respiración cuando vio a Sean encorvado como un animal a punto de atacar. Se miraron unos momentos antes de reconocerse por completo, pero no había dudas: era su hermano. Travis fue el primero en acercarse a pasos agigantados, y Sean no dudó en lanzarse a sus brazos. Se unieron como una sola alma en un abrazo, Sean enterrando su cabeza en el hombro de Travis. Cayeron de rodillas sobre el piso desigual de madera sin soltarse un momento. Travis se concentró en el latido del corazón de Sean para asegurarse que no era un engaño de su mente y lo abrazó con más fuerza hasta que su hermano pequeño soltó un quejido.

Se separaron un momento. Sean tenía el rostro contraído por el dolor y la felicidad. Travis, llorando y riendo, bajó la mirada al brazo de su hermano y le tocó el codo con miedo de herirlo.

—Estoy bien, estoy bien. No te preocupes —balbuceó Sean con una sonrisa.

Travis le palpó los brazos, hombros y nuca para terminar de confirmar la presencia de Sean y volvió a darle un corto abrazo.

—Dios mío. Dios mío —fue lo único que Travis pudo decir mientras se secaba las lágrimas con la mano.

Sean rió por primera vez en quién sabe cuánto tiempo. Dios, había olvidado lo mucho que extrañaba su voz.

—También me alegro de verte, Travis —le respondió Sean. No se dio cuenta que también estaba llorando hasta que probó el sabor salado de las lágrimas y se apresuró a limpiarlas.

—No sabía que llegabas hoy. No me escribiste...

—Yo tampoco tenía idea cuándo podía regresar. Los médicos me dieron el alta ayer por la tarde, —Sean levantó el brazo lesionado—, y la carta tardaría más tiempo que yo en llegar, por lo que tenía sentido.

Travis asintió y volvió a repasarlo con la mirada. Tenía raspones en las mejillas y un moretón verde debajo del ojo derecho, pero definitivamente era Sean.

—¿Qué haces aquí? Quiero decir, aquí dentro. —Tocó una de las paredes—. Debes de estar cansado, tienes que dormir. Y debes estar hambriento, ¿no? Vamos, te prepararé algo. Lo que quieras. Y debes hablar con Nancy. O lo haré yo, si es que no quieres, me escribe casi todas las semanas para preguntarme sobre ti.

Travis hizo ademán en ponerse de pie y arrastrarlo con él, pero Sean se negó.

—Regan me cerró la puerta. Supongo que hablaba en serio cuando me dijo que no volvería a pisar la casa. —Torció el gesto.

Travis permanecía pasmado, acuclillado a medio camino de pararse.

—¿Cómo que papá no te dejó entrar? —se notaba la indignación e incredulidad en su voz. Sean se encogió de hombros como para restarle importancia—. Quédate aquí, iré a hablar con él. No puede ser que...

—No, Travis. Déjalo —lo interrumpió Sean—. No tiene importancia.

La mandíbula de Travis casi toca el piso.

—¿Cómo que no tiene importancia? Sean, acabas de volver de la maldita guerra. Necesitas un lugar mejor donde quedarte que estos cuatro troncos de madera.

—Simplemente estoy cansando de pelear y de que otros peleen por mí. —Sean lucía cansado, rendido—. Riley me ofreció su casa si algo pasaba, y no queda muy lejos de aquí.

Travis apretó los labios y abrió la puerta.

—Iré a traerte algo de comer.

Sean vio a través de la ventana cómo Travis entraba a la casa y encendía todas las luces de la casa. Desde allí no podía oír si Regan se había levantado o no, y tampoco quería averiguarlo. Sabía que a Travis no le había gustado la idea que vaya a vivir con Riley, pero no le quedaba otra opción.

Travis volvió un par de minutos después con una cazuela con polenta, pan y un vaso de agua, y se encontró a Sean sacándose un cigarrillo de los labios y exhalando el humo. Travis se sentó a su lado e hizo una mueca.

—¿Ahora fumas? —preguntó. Quería reprocharle, pero no tenía el derecho.

Sean se encogió de hombros despreocupadamente con los ojos clavados en la comida y apagó el cigarrillo con el pie.

Travis no terminó de poner la comida sobre un trapo de cocina que Sean ya había agarrado la cazuela y la cuchara y comenzado a comer como si su vida dependiera de eso. Travis tampoco podía reprocharle los modales, quién sabe cuánto tiempo había pasado sin comer.

Se dedicó a observarlo mientras tanto. Estaba pálido, casi de un color enfermizo, pero quería culpar a la escasez de luz. También estaba mucho más delgado, si es que eso era posible: se le marcaban los pómulos, y el cabello casi le llegaba hasta ellos; Travis estaba seguro que si se desabotonaba la camisa podría contarle las costillas a la perfección. Se notaba que había ganado algo de masa muscular, pero no mucha por la falta de alimentación. Lo que más le asustaba eran las grandes bolsas negras debajo de sus ojos, ¿cuánto tiempo había pasado sin dormir? Pero había algo en él que había cambiado fuera de la apariencia, parecía más... apagado. A Travis le había costado reconocerle a primera vista, y ahora sabía por qué. Aquel Sean no era su Sean.

Sean gimió y cerró los ojos cuando terminó de comer.

—Dios bendito, es la mejor comida que alguna vez probé. ¿Qué le pusiste?

Travis dudaba que fuera verdad, pero igualmente sonrió.

—Lo mismo de siempre.

Sean se bajó el vaso de agua de un solo trago y partió el pan para poder saborearlo mientras miraba a su hermano. Travis notó el brillo de una cruz dorada al lado del collar de su madre.

—¿Cómo estás? —preguntó luego de tragar—. Con la enfermedad. Me llegó tu carta, pero no pude leer qué era lo que tenías.

Travis inspiró profundamente y sus pulmones no silbaron. Sean rió de felicidad; había restos de la comida entre sus dientes.

—Como nuevo. —Se golpeó el pecho con el puño—. Era un edema pulmonar con otro tipo de infección que hacía que tosiera sangre, pero ya estoy curado de eso. Solo tengo que seguir tomando unas pastillas para el corazón y no comer nada con sal.

—Es bueno saber que uno de los dos está entero. —Sean levantó su brazo malherido en broma, pero a Travis no le causó ni un poco de gracia.

Hicieron un momento de silencio mientras Sean terminaba de comer el pan, cada uno sumido en sus pensamientos.

—¿Desde cuándo crees en Dios? —soltó Travis.

Sean se quedó estático durante tanto tiempo que Travis creyó que se había quedado dormido con los ojos abiertos.

—Fue culpa de Josh. —Sean no lo miraba mientras hablaba. Levantó la mano hasta el collar de su madre y la cruz, y el gesto se le hizo tan familiar a Travis como doloroso—. Él... él rezaba cada noche antes de ir a dormir, y antes de que combatiéramos. —Su labio comenzó a temblar de forma espasmódica—. Supongo que me lo terminó pegando. Comencé a... a acostumbrarme a rezar también, solo para tener algo a en lo que pensar, supongo. Y luego me prestó su Biblia, que había sido de su padre, para que me entretuviera mientras hacía guardia. —Se lamió el labio y sonrió levemente, pero la alegría no llegaba a sus ojos aguados—. Algunas historias las recordaba de cuando papá nos llevaba a la iglesia y por la señora Irvine, pero fue como si me abriera un mundo nuevo. Como si me mostrara algo de esperanza entre tanto destrozo. —Apretaba la cruz con tanta fuerza que las puntas de ésta se le clavaban en la palma de la mano. Tenía la mirada perdida, como si su cabeza estuviera en el campo de batalla—. Cuando... cuando... pasó, le rogué a Dios por... por vivir —la voz de Sean se quebró, y el corazón de Travis lo hizo también—. Le dije que haría lo que sea. Que rezaría. Que me bautizaría, cualquier cosa, si me dejaba un día más. Pero Josh... él... él no... —Las lágrimas comenzaron a bajar por el rostro de Sean y se dobló sobre sí mismo con tanta violencia que parecía que un rayo lo había partido a la mitad.

Travis lo atrajo hacia sí, y Sean enterró su cabeza en el cuello de su hermano, tomándolo por la camiseta hasta que los nudillos se tornaron blancos. El corazón le latía a mil por hora y no podía respirar entre los gemidos. Travis le sobó la espalda y lo meció de un lado a otro sin saber qué más hacer.

—Todo está bien —susurró—. Ya estás en casa. Ya estás en casa.

—¡Yo tendría que estar muerto! Yo, no él. ¡No él! —gritó.

—Tranquilo, está bien. Todo estará bien, Grandulón.

Así siguieron durante un par de minutos, quizá media hora, hasta que Sean pudo volver a sí. A Travis le preocupaba cuánto tiempo tardaría en volver a ser el mismo, o si alguna vez lo sería.

Travis salió unos minutos para conseguir unas mantas y la almohada del cuarto de Sean. Al volver, él estaba recostado contra la pared con los ojos cerrados y moviendo los labios sin emitir sonido: probablemente rezando. Acomodó las cosas y, cuando terminó, Sean se lo agradeció silenciosamente. Palpó las mantas y acostó con desconfianza; cuando su cabeza tocó la almohada, cerró los ojos e inspiró con fuerza, sonriendo levemente.

—Gracias —se limitó a decir con voz ronca.

—Cualquier cosa por ti —respondió Travis.

Estaba a punto de ponerse de pie cuando Sean lo frenó. Sus ojos marrones parecían los de un cachorro espantado.

—¿Puedes quedarte aquí esta noche? —casi suplicó.

Travis se dejó caer otra vez y miró a su hermano con una triste sonrisa.

—Por supuesto.

Tomó una parte de las mantas, se cubrió las piernas, cruzó los brazos y vio cómo la respiración de Sean se hacía más y más superficial hasta que se quedó profundamente dormido.

Por primera vez desde que había empezado la guerra, Sean durmió sin sueños.

——x——

A la mañana siguiente, Travis llevó a Sean hasta la casa de Riley.

No hablaron mucho durante el trayecto, solo lo suficiente para que Sean le diera las indicaciones. Se notaba la tensión en el aire, y Travis quería romperla a toda costa. No había terminado de procesar que su hermano pequeño había vuelto de la guerra que ya tenía que volver a irse lejos de su lado.

El viaje duró aproximadamente una hora y media hasta que Travis estacionó frente a una casa blanca con tejas rojas en los suburbios. Sean no salió, sino que se quedó sentado mirando al frente.

—Prométeme que irás al pueblo. Todos los fines de semana, al menos —dijo Travis con desesperación, volteando para verlo y aferrándose al volante con ambas manos.

—Lo prometo —juró Sean.

—¿Qué piensas hacer ahora?

Sean lo sopesó unos momentos antes de responder.

—Supongo que intentaré reponerme y conseguir un lugar donde vivir. Tal vez después pueda empezar la universidad con el subsidio del Estado, no lo sé. Tampoco lo había pensado.

—¿Y Nancy?

Sean quería que Travis le dejara de hacer preguntas tan difíciles.

—Tampoco lo sé. No creo ser bueno para ella, no ahora. Soy peligroso —su voz se fue desvaneciendo—. Yo... aún los veo. En todas partes.

Travis hizo silencio, aunque entendía. Pero no podía dejarlo ir así como así. Ya lo había hecho una vez, y no había sido nada fácil. ¿Quién cuidaría de él ahora que más lo necesitaba?

—Te extrañaré —soltó Travis. Ya lo estaba haciendo y Sean aún seguía sentado a su lado.

El menor lo miró.

—Yo también te extrañaré. Pero no estaré muy lejos. Tú también puedes venir, no creo que a Riley le moleste.

Travis asintió y respiró hondo.

Sean se desabrochó el cinturón y le dio un corto pero fuerte abrazo a su hermano. Sabía que siempre estaría ahí para él.

—Cuídate, Grandulón —dijo Travis cuando se separaron con la sonrisa para intentar frenar las lágrimas.

Sean también sonrió como respuesta inmediata.

—Tú también, Trav.

Sean tomó su bolso de la parte de atrás del auto y salió con la frente bien en alto.

Travis observó caminar a la otra parte de sí mismo con orgullo del hombre en el que se había convertido.

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