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V

Playlist:

I bet my life —imagine dragons/ Long, log way from home —foreigner


Sean se levantó a primer hora de la mañana para ir al pueblo.

Travis aún seguía dormido y roncando cuando entró a su cuarto para ver cómo estaba. Sean se había quedado despierto hasta bien entrada la madrugada con la esperanza de poder continuar hablando, pero todo había sido en vano. El desgraciado había llegado a casa borracho casi a desmayarse; Sean no quería saber si había conducido. Travis se había abalanzado hacia él con los ojos llorosos, balbuceando:

—Sigues aquí, no te fuiste, sigues aquí...

Sean lo asió por el brazo para que no cayera al piso.

—Aquí estoy, no me fui a ninguna parte, Travis —lo tranquilizó.

Travis le dio una sonrisa honesta pero continuó haciendo peso muerto; a Sean le asustó darse cuenta que debía hacer menos fuerza de lo usual para sostenerlo. Tenía los ojos vidriosos y le costaba enfocar la vista.

Sean jamás lo había visto tan borracho, y le daba una rabia indescriptible cuando bebía. Las pocas veces que bebía frente a él quería sacarle la botella de las manos y rompérsela en la cabeza. Quería gritarle que no lo hiciera, que terminaría como Regan, pero nunca lo había hecho.

—Sabes que te quiero, ¿no, Sean? —continuó Travis, y le dio unas palmadas débiles en el pecho. Ya ni siquiera carraspeaba para quitarse esa voz rasposa—. Aunque eres un idiota. A veces quisiera matarte por tus idioteces. Pero iremos juntos a esa estúpida guerra y mataré a cualquiera que quiera lastimarte. O mejor... Tú matarás a alguien que quiera lastimarme a mí... O los dos nos quedaremos en casa, ¿qué te parece?... Si te quieres ir puedes ir a vivir el refugio, parece otra casa...

Sean apretó la mandíbula y lo arrastró hasta su cuarto. Travis se desplomó en la cama y lo tomó por la muñeca con fuerza.

—No quiero que vayas a esa guerra, Sean —dijo muy serio—. Mamá no me lo perdonaría.

Sean lo miró unos segundos sin palabras. Hacía años que Travis no mencionaba a su madre. Parecía querer decir algo más, pero su mano se deslizó de la muñeca de Sean y cayó dormido. Sean había suspirado de alivio y le quitó los zapatos.

Desde la cocina también se podían escuchar los ronquidos de Regan. Se preparó unas tostadas con manteca, pero tenía el estómago revuelto como para desayunar. Las dejó en la mesada junto a un papel en el que escribió "Travis": suponía que iba a estar hambriento cuando se despertara.

Condujo hacia el pueblo con los nervios a flor de piel. No paraba de secarse las palmas de las manos en los pantalones de jean. Intentaba mantener su mente alejada de lo que Regan había dicho pero era la pura verdad. Y lo odiaba por eso.

Estacionó frente al ayuntamiento y se quedó unos minutos dentro de la camioneta controlando sus nervios. ¿Se había detenido a pensar sus acciones con claridad? Tal vez debería tomarse unos días para pensarlo mejor... No, si se tomaba su tiempo, tal vez jamás lo haría. Y necesitaba el dinero, para él y para Travis.

«La mente en el trofeo» pensó.

Dentro del ayuntamiento había un escritorio de madera a la izquierda de recepción, con un cartel verde que decía en gruesas letras rojas "¡Únete al ejército y lucha por tu país!" y detrás de él estaba John, el mejor amigo de su padre.

—¡Sean! —dijo John con alegría cuando lo vio entrar. Su voz hizo eco en el amplio hall.

John era un hombre de unos cincuenta y tantos años, gordo y con una poblada barba negra, que a esa altura estaba llena de canas. Todo el pueblo lo amaba, y Sean jamás había visto una sonrisa más cálida. Los conocía desde que nacieron y rara vez los iba a visitar, pero él y Regan se veían mucho en el bar.

Él y Sean se dieron un amistoso apretón de manos por encima del escritorio.

—¿Cómo estás, hijo? —preguntó con auténtica curiosidad—. ¿Y tu padre y Travis? ¿Cómo los trata la vida?

Sean le devolvió la sonrisa y cambió su peso de pierna.

—Bien —le respondió encogiéndose de hombros—. Travis está enfermo, pero está mejorando.

John frunció las cejas o, más bien dicho, su única ceja.

—¿Qué le pasó? Creía que tu hermano era fuerte como un roble.

Sean rió.

—Lo es. Es algo en los pulmones, los doctores no saben muy bien qué.

John asintió y posó las manos entrelazadas sobre el escritorio.

—¿Y qué te trae por aquí?

—Yo... bueno, me quería enlistar.

La sorpresa invadió el rostro de John.

—¿Es en serio? —Sean asintió—. Wow, no me lo esperaba de ti... Bueno, en realidad no me esperaba que tu padre te dejara, sé que su relación no es la mejor... —John resopló—. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? No es mi trabajo desanimarte, el ejército me matará si se entera de esto, pero la mayoría de los jóvenes entusiastas que van al frente nunca regresan, ¿lo sabes?

—Lo sé, John, pero yo no seré uno de ellos.

—Admiro tu optimismo, chico. Siempre lo hice. Solo espero que esto no sea una forma de huir de tu padre. Sería descabellado. Pero bueno, ¿quién soy yo para oponerme? Al fin y al cabo estoy detrás de este escritorio para mandar a los hombres a morir. —John rió ante su propio chiste y Sean le dio una sonrisa forzada. El hombre tomó uno de los formularios de la mesa y una lapicera y se los pasó—. Llena esto y estarás dentro. En una semana te llamarán para hacerte pruebas físicas para saber si eres capaz de sostener un rifle y caminar unas cuantas decenas de kilómetros.

Sean tomó la planilla y la rellenó bajo la mirada compasiva de John. Firmó al final y se la entregó. John la puso dentro de un cajón y le extendió la mano.

—Bienvenido al ejército, hijo.

——x——

Sean abrió la puerta de la vieja casita-refugio con lentitud. Pasó la mirada por el techo bajo de madera que le había puesto cuando había conseguido su nueva cierra y la única ventanita con plástico como vidrio, todo para demorarse en ver a Travis, que estaba sentado con las piernas cruzadas en el fino colchón que usaban cuando eran niños y dormían allí dentro.

Sean se sentó al lado de Travis. Se sorprendió al descubrir que no quedaba mucho espacio entre ellos y las paredes; hacía mucho tiempo que no entraban juntos. El piso estaba lleno de viejos juguetes: juegos de mesa de madera, espadas, patinetas y unas cuantas cajas de cartón, ya húmedas, que habían pintado para convertirlas en cohetes.

—No te encontré adentro de casa —comentó Sean para romper el silencio—. Supuse que estarías aquí.

Travis no contestó, pero le dio una triste media sonrisa. Se veía mal: pálido, ojeroso y con la ya típica respiración ruidosa, pero no parecía tan mal; Sean quería creer que era por la resaca. Tenía uno soldaditos de plomo que solía ser de Sean entre las manos y lo daba vueltas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Sean finalmente.

Travis se encogió de hombros sin mirarlo.

—Me ayuda a pensar. —Tras una larga pausa en la que Sean casi dice algo, agregó—: Me sorprendió no verte cuando me desperté. Es imposible sacarte de la cama en esta época. Pero entonces me di cuenta... Ya te enlistaste, ¿no es así? —su voz mostraba decepción.

Travis lo vio asentir por el rabillo del ojo. Alzó el soldadito a la altura de la nariz.

—Siempre tenías uno de estos entre las manos. Te encantaba jugar a la guerra. Estaban por toda la casa y papá te gritaba cada vez que pisaba alguno. —Travis sonrió con melancolía.

Sean rió por lo bajo ante el recuerdo. Tomó otro de los soldaditos que estaban dentro de una lata frente a él y lo giró entre los dedos de una mano.

—Lo recuerdo. Era divertido. A veces tú ibas a consolarme, o nos reíamos juntos.

Ambos se quedaron en silencio, sumidos en sus recuerdos, interrumpido ocasionalmente por la tos de Travis.

—Sé que no puedo detenerte—dijo—, pero no puedo dejarte ir así como así. Dios sabe bien que odio la idea de que vayas... pero te apoyo.

Sean giró la cabeza para mirarlo asombrado.

—¿En serio?

Travis dejó los brazos colgando en las rodillas y también lo miró.

—Es lo único que puedo hacer.

Sean sintió como un gran peso se desprendía de su espalda al escuchar las palabras de su hermano, y casi podría haber llorado de alivio.

—Gracias, Travis. En serio —dijo de todo corazón.

Travis apretó los labios y lo rodeó por los hombros para darle un abrazo. Si Sean no supiera lo mal que funcionaban sus pulmones, juraría que estaba sollozando.

—Solo prométeme que regresarás —murmuró Travis.

Sean le dio unas palmadas en la espalda.

—Lo haré. Lo prometo.

——x——

Una semana más tarde, Sean ya había hecho los exámenes médicos, y los había aprobado todos. Tres días después, el ejército lo había llamado para el entrenamiento.

Sean se quedaba dentro del regimiento cinco días, y volvía a casa los fines de semana. Dormía con otros cincuenta chicos de su edad aproximadamente en un húmedo galpón que, a pesar de estar en verano, el frío se les metía hasta los huesos.

El entrenamiento era duro, pero no tanto como esperaba. Se levantaban a correr antes de que el sol saliera y no dormían más de cinco horas; a veces el general Milleni los despertaba en medio de la noche con ollas y silbatos para que se mantuvieran alerta.

El hecho de haberse enlistado para ir a matar gente se convirtió en realidad cuando cargó y disparó un arma por primera vez. Fue una sensación extraña y excitante a la vez: deseaba volverlo a hacer y al menos pegarle al blanco, pero el pensamiento de que esa misma arma y sus propias manos tenían el poder de arrebatarle la vida a alguien no terminaba de encajar en él. Pasó la noche en vela, acostando en la cama mirándose las manos, flexionándolas y frotándolas. «Este soy yo» se repetía «Sean Clarkson. No me perderé. Puedo hacer esto. Puedo hacer esto.»

No hablaba mucho al principio, pocos querían entablar una amistad. Se miraban las caras pensando: "¿Él me salvará? ¿Él morirá? ¿Podré yo salvarlo?", pero lentamente se fue creando una cercanía parecida a una familia, donde se compartían la comida, se hacían chistes sucios y bromas pesadas, porque, al fin y al cabo, en algún momento esas mismas personas serían las que les cuidarían las espaldas.

Josh fue el más amigable de todos. Se acercó a Sean en su segundo día en el regimiento, luego de las duchas, con una sonrisa que mostrada todos los dientes.

—Hola —le dijo extendiendo la mano cuando Sean se estaba abrochando la camisa, parado a un lado de su catre—. Soy Joshua Jordan. Eres nuevo, ¿no?

Sean le dio un apretón. Su mano era firme y pesada, y se fijó que tenía un anillo en el dedo anular. Al mirarlo a los ojos descubrió que tenía ojos cafés, pero si los observabas mejor parecían dorados. Debía tener unos veinticinco años. Una cruz de oro colgaba en su cuello. Sean se preguntó qué pensaría su esposa de que él estuviera allí.

—Sean Clarkson. Un placer. Llegué hace dos semanas.

—¡Él es carne fresca, aún no le hicimos la iniciación! —gritó un chico morocho al fondo del galpón, de unos veintitrés años de edad.

Josh rodó los ojos.

—No le des importancia a Riley, le hace la misma broma a todos los novatos —aclaró—. Que Dios lo ampare cuando esos mismos chicos le devuelvan la broma.

Sean bufó y terminó de abotonarse los tres botones superiores que le faltaban. Se pasó la mano por la cabeza, ahora con una fina pelusa castaña, en un acto reflejo.

—Si Dios nos amparara no creo que estaríamos aquí.

Josh le dio una sonrisa torcida, compasiva.

—Con esa mentalidad no sobrevivirás allá afuera, chico. Todos tenemos que tener fe para aferrarnos a algo.

—¡Ya empezará a rezar por su trasero cuando Milleni lo haga trabajar bajo la lluvia! —exclamó Riley desde el fondo, produciendo un coro de risas.

—Si ese idiota se atreve a molestarte, no dudes en avisarme. Hace un tiempo que unos colegas y yo estamos buscando la excusa de darle una paliza —comentó Josh, esquivando una media blanca que pasó cerca de su cara.

Sean sonrió.

—Gracias, pero sé defenderme solo.

Josh se encogió de hombros.

—Como tú quieras, al menos te lo propuse. Si necesitas algo, estoy cinco catres al fondo.

Las cosas eran muy diferentes al volver a casa. Travis lo recibía con los brazos abiertos y él debía hacer las tareas de ambos acumuladas a lo largo de la semana y que Regan no había podido hacer. La fiebre y la tos con sangre de Travis volvieron a pesar de que él intentara parecer sano para que su hermanito no se preocupara, pero era algo imposible.

Sean se quedaba con Travis el mayor tiempo posible y le contaba sobre los entrenamientos, sobre Josh y la paliza que le había dado a Riley pocos días después con otro tres chicos (el pobre diablo de Riley había quedado con moretones que duraron dos semanas), a lo que Travis a veces solo asentía o sonreía porque hablar le hacía doler la garganta.

—Te ves mayor —comentó Travis una mañana en la que se sentía mejor cuando Sean le llevó un té con miel—. Más maduro. Es extraño.

Regan, por su parte, ignoraba a Sean por completo. Ni siquiera lo miraba cuando estaban en la misma habitación, y el chico no sabía cómo tomar ese pequeño periodo de paz puertas dentro.

——x——

Un mes más después, luego de los entrenamientos matutinos, el general Milleni irrumpió en el comedor para dar la noticia de que en dos semanas el pabellón iría al frente de guerra.


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